REFLEXIONES SOBRE EL
PODER (1):
EL PODER Y LA
VOLUNTAD
1.
Mandar no es lavar cerebros para que te
obedezcan, sino lograr que te obedezcan cerebros despiertos.
-El poder
es fuerza, es violencia.
-Muy
bien, Cristal. ¿Y qué más?
-Mandar
es forzar a la gente a hacer lo que no quiere.
-¿Y
obligar a la gente a que haga lo que quiere?
-No, es
absurdo. Para hacer lo que queremos no hace falta que nos obliguen.
-Entonces,
¿obligar a un niño a que desayune es ejercer el poder?
-¡Claro!
-Voy
a ampliar un poco tu horizonte, Cristal. Mandar es forzar a la gente a hacer lo
que quiera.
-¡Pero
eso es absurdo! –replicó ella. En su cara había una sonrisa escéptica que se
prolongaba en muecas de evidencia; como si quisiera decir con el rostro que
había cosas que son obvias.
-No
lo creas –sentenció Juan Luis-. Rut –dijo, mirando a una chica que estaba al
fondo de la clase-. ¿Tú quieres aprobar?
-Sí,
claro –dijo ella sorprendida, obligada a responder antes de tener tiempo para
reaccionar.
-¿Pero
te gusta estudiar?
-¡Odio
el estudio! Además, me distraigo con una mosca.
-Si
yo te obligo ahora a estudiar me odiarás, sin duda.
-Bueno,
ahora, lo que se dice ahora, no me apetece mucho.
-¿Pero
te apetece un poco?
-¡No
me apetece nada!
-¿Qué
dirías si yo te pongo sola en un rincón para que estudies el tema que estamos
trabajando?
Ella,
sin comprender la malicia, se tomó la amenaza en serio.
-¡Ay,
no, Juan Luis, no me hagas eso!
-Tranquilízate,
era sólo un ejemplo. -Volvió la vista hacia Cristal y prosiguió con sus
argumentos-. Cristal: si yo obligo a esta chica a que estudie, ¿tú crees que le
estaré haciendo un favor?
-Creo
que sí –contestó ella-. La vas a obligar a hacer algo que le conviene, aunque
no le apetezca.
-¿Tú
crees que siempre queremos lo que nos conviene?
-Es
evidente, Juan Luis. No digas bobadas.
-Bueno,
bueno, a veces es conveniente recordar lo evidente, porque muchas veces lo
acabamos olvidando –Juan Luis pensó en Vázquez Montalbán-. Venga, entonces
admitiremos que siempre buscamos lo que más nos conviene. Si yo obligo a Rut a
que estudie, resultará que la estoy forzando a hacer lo que no le apetece, pero
lo hago para que consiga lo que ella misma busca, que es aprobar. Mandarle que
estudie es ejercer el poder sobre ella, con lo que se confirma que el poder es
la fuerza. Pero, como vais viendo, el poder es otra cosa también. Si yo le digo
que ande a cuatro patas ¿piensas tú que me obedecerá?
-¡Anda,
menudas bobadas dices!
-Supongo,
con tu respuesta, que no me obedecería.
-Pues
claro que no.
-¿Y
por qué no?
Porque
le estás pidiendo cosas estúpidas.
-¿Y
si yo la amenazo con sanciones? ¿Piensas tú que me obedecería?
-Quizá
lo hiciera. Depende de las sanciones.
-¿Y
si la obligo a hacerlo con la fuerza de mis brazos?
-Entonces
no te estaría obedeciendo; tú la estarías forzando.
-Por
lo tanto, estaréis de acuerdo conmigo en que el mando no es lo mismo que la
violencia. Forzar físicamente a alguien es violar sus deseos. Forzarle con
amenazas es obligarle a actuar en contra de su voluntad: eso también es una
forma de violación. Pero forzar a alguien mediante el entusiasmo ya no es
torcer su voluntad: es darle fuerzas a la voluntad para que decida.
Se
produjo un silencio entre los alumnos. Estaban cavilando.
-Eso
es el mando –concluyó Juan Luis-. El mando, a diferencia de la violencia, es
provocar la fuerza de quien debe obedecer mediante la convicción, la
persuasión, ilusionándole. Quien ejerce el mando no ejerce realmente una
fuerza, una fuerza coactiva; lo que ejerce es una fuerza sugestiva, que
despierta en quien obedece las fuerzas que no tiene, que son fuerzas que
necesita para hacer lo que quiere hacer y no hace porque lo vence la pereza.
Las
cavilaciones de aquellos chicos y chicas se unían a una mirada expectante,
presas de lo que les estaba diciendo Juan Luis.
-Mandar
es obligar a los demás a sacar sus propias fuerzas. Para conseguirlo el mando
debe ilusionar, pero sobre todo convencer; la ilusión no debe ser una sugestión
magnética que anule la voluntad de quien obedece; el entusiasmo no debe anular
la razón. Mandar no es lavar cerebros para que te obedezcan, sino lograr que te
obedezcan cerebros despiertos.
2.
Mandar no es obligar sin más, sino obligar
convenciendo. La autoridad no tiene nada que ver con la violencia.
Y
enlazó, en seguida, con la otra parte de su pensamiento:
-No
se puede lograr obediencia si no se convence. Y para eso es necesaria la
confianza. Nadie hace caso a un profesor de historia que apenas sabe historia.
Hace falta autoridad. La autoridad es la convicción en quien obedece de que
quien está mandando sabe de lo que habla; y de que no le va a mandar a hacer
cosas absurdas: menos aún cosas que le dañen gratuitamente. Nadie haría caso, a
no ser bajo amenazas, a un general de cuya capacidad militar todos dudaran.
Porque nadie cree en una persona que no sabe buscar el éxito.
Juan
Luis buscaba mentalmente las palabras.
-Para
mandar hace falta convencer, por eso dijo Unamuno a quien no demostraba
capacidad de mando: vencer no es convencer. Mandar no es obligar, sino obligar
convenciendo. La autoridad no tiene nada que ver con la violencia. En los dos
casos tenemos fuerza: pero si en un caso viene de fuera y se queda fuera, en
otro despierta desde fuera el grueso de las fuerzas que tenemos dentro.
Se
detuvo un instante, mirando al suelo, pero con la vista flotando en algún punto
entre el suelo y sus ojos. Tenía la mano derecha sujetando el mentón, con el
dedo índice apoyado en el bigote, el corazón en la barbilla y el pulgar presionando
suavemente la mandíbula. Luego levantó los ojos a la altura de los pupitres y,
posándolos ya sobre los objetos que miraba, prosiguió:
-El
poder, cuyo fundamento es la autoridad (la fuente del mando), tiene por fuerza
que ser razonable; y en la razón está la justicia; una razón, paradójicamente,
que es capaz de sentir. Pensad en lo que dice el comendador cuando, habiendo
afrentado a Peribáñez, recibe de Peribáñez el castigo:
No
busques, ni hagas extremos,
pues
me han muerto con razón.
Pasemos por alto la conveniencia
de la pena de muerte. Centrémonos simplemente en la idea de castigo. Un
castigo, dice Lope, está justificado si está respaldado por la razón. Si es
eficaz para reparar la afrenta, pero sobre todo si es justo. Si no viola ninguno
de los sentimientos que la naturaleza ha puesto en nuestro instinto.
(Continuará)
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