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viernes, 8 de abril de 2022

ALMA DE ACERO (2)

 

 

ALMA DE ACERO (2)

 


En el tiempo legendario.  

                                               Fue hace mucho. Fue antes

de que Roma fuese imperio.

                                               En la tierra levantada,

                                               toda llena de agujeros,

mucho antes de que la historia fuese historia,

mucho antes de que el tiempo fuese tiempo,

                                               arévacos y vacceos

                                               vivían dominando el Duero.

El vientre de la tierra, lleno de cuevas,

se elevaba sobre el llano en el otero;

las llamaban “cillas”; otero de cuevas,

otero: oter de cillas, Tordesillas.

                                               También hubo un altozano

                                               más al sur del mismo Duero.

                                               Era el cerro de La Mota

                                               y en lo alto de ese cerro,

allá por el siglo quince,

                                               una muralla primero,

                                               Enrique cuarto después,

                                               la reina Isabel, tercero,

                                               la muralla primitiva

                                               castillo fue con el tiempo.

Al pie del castillo se alzó una ciudad

(“medina” es “ciudad” en árabe), y aquel pueblo

se llenó de calles y almas, de artesanos,

de palacios, de iglesias y de conventos;

y fue el río Zapardiel que lo bañaba,

afluente, desde Tordesillas, del Duero.

Es lo que dice la voz de los poetas

arrancando, con el laúd, los ladrillos

                                               del tiempo:

subiendo escalones hacia atrás y lejos.

 


A Medina llegaban de todas partes

artesanos, comerciantes, financieros,

la feria de Medina fue la primera,

la de más esplendor en aquellos tiempos.

Feria de mercaderías fue: de lana,

de libros, de arte, barberos, buhoneros;

los malos olores llevaron al río

Zapardiel a curtidores, carniceros

y otros oficios. Tenían en el suelo

sus escudos bien labrados en metal:

una rama con hojas, los especieros;

los barberos, las tijeras con el peine;

dedal, hilo y carrete, los buhoneros.

Y también estaban las ferias de pagos,

(como en las bolsas, mercados de dinero);

nuevas técnicas de contabilidad

con libros de cuentas, con letras de cambio.

Era próspera la ciudad de Medina,

primera en el mundo: Medina del Campo.

Y estaban en ella los viejos poderes:

la Iglesia, San Antolín, la torre en alto;

el municipio, con el balcón del pueblo,

donde se oía misa desde la calle

sin que hiciera falta meterse en el templo;

y la corona, que era la garantía

de que las medidas fueran justas siempre,

en la casa del peso.

Por miles los comerciantes en la plaza

se congregaban para oír misa; luego

iban a los negocios, y no era nunca

antes de que acabara el cura y por eso

decían: “esto va a misa”: y es que sólo

después de misa tenían valor los tratos,

                                               por eso;

los tratos se cerraban luego con toros

listos para ser corridos y lidiados,

y los toros se corrían desde lejos,

desde el tiempo en que los vacceos poblaban

las tierras de las cuevas del otero.

 


Las dos reinas.

 

Juana no tuvo la fuerza de Isabel

en el carácter, pero amó: ni de lejos

pudo Isabel despertar el sentimiento;

fue Isabel agotándose en el combate

por hacer la realidad conforme al sueño,

pero fue un sueño suyo, de nadie más;

Juana, en cambio, quería que su sueño

lo viviera otro corazón con ella

-el ideal, tierno en Juana, en Isabel fiero,

fuerza de carácter o fuerza de amor,

sentir templado frente a  sentir violento-.

Sí: Isabel, esclava de sus cadenas,

tal vez pudo despertar al sentimiento,

pero Juana suspiraba por amor

y ella, sin amor, suspiró en su sueño.

                                               Amor de luz, doña Juana,

                                               Isabel, amor de guerra,

pálido ideal por amor en doña Juana,

fúlgido amor al ideal en Isabel

                                               -doña Juana, amor ardiente,

                                               Isabel, amor que quema-.

 

Éstas son las dos caras de una mujer,

de una mujer que en dos caras se contempla:

en un lado del espejo está Isabel

y Juana, al otro lado, se despierta;

lo que Juana tiene lo envidia Isabel

y en Isabel a sí misma se refleja:

juntemos las dos reinas en el cristal

y veréis aparecer,

esculpida en el espejo,  

a la mejor de las reinas.

  


La unidad del reino, la unidad del pueblo.

 

El pueblo son todos: el rico y el pobre,

el ciudadano, el rey, la plebe, el noble,

el mercader y el artesano, el hombre

y la mujer, el burgués y el campesino.

El pueblo se encarna en el rey: es el reino.

Se encarna en la multitud y es república.

Se encarna en el sabio y es aristocracia,

o en el ignorante y ahora es democracia.

Todo está en que la república, el reino,

la democracia o la nobleza, no digan

nunca que representan a todo el pueblo

gobernando en nombre sólo de una parte.

 

Decirse metal y cuidar sólo el bronce,

decirse persona y cuidar sólo al hombre,

sin la mujer; decirse rico y estar

velando por el rico y no por el pobre,

entonces no manda el pueblo, aunque diga

que su gobierno es popular. Pero entonces

un demócrata puede ser pobre o rico

y velar por todos, los ricos, los pobres,

el hombre, la mujer, noble o campesino,

el mercader, el artesano, el joven,

el viejo, el discípulo y el maestro.

El pueblo son todos. Y sólo mandando

con la vista puesta en todos podría ser

legítimo cualquier gobierno: del clero,

del pobre, del rico, del noble, del reino;

y sólo entonces podríamos decir

que luchar por el reino es luchar por el pueblo;

que la república y la democracia

y la aristocracia y la monarquía

podrían ser todas buenas formas de gobierno:

que también pueden ser malas si dividen

al mundo, velando sólo por algunos

                                               si mandan en todos;

que atan en su yugo al mundo dividido

                                               mandando en el pueblo entero

sin pensar que hay que velar por todo el pueblo.

 


Llegaban los comerciantes a la feria,

pongamos que de Medina.  

En cada ciudad había una moneda,

una pesa distinta, una medida,

y cada una cobraba sus impuestos

(ruta del comercio, ruta dividida).

Hacía falta el mismo impuesto en todas partes

que valiera para todos, y las mismas

pesas también, siempre la misma moneda

y la misma ley, y la misma medida.

Y el mismo rey, garante de que las pesas

en todo el reino fueran siempre las mismas;

por eso el reino se unió; hacía falta,

para no volverse loco, una mano única:

entonces llegó Isabel; llegó Fernando,

los dos impusieron una España unida

(tanto monta, monta tanto). Pero erró

                                               el reino en los tristes días

en que empezó a separar

lo que creyó que unía:

la misma fe con la misma religión,

el mismo pueblo, segando nuestras vidas,

el mismo reino, Castilla y Aragón,

                                               que serían con don Carlos

                                               una realidad, la misma.

Y lo que era una necesidad vital

se convirtió en prescindible tiranía.

                                               España se hizo católica

                                               borrando huellas distintas,

                                               con la huella de los moros,

                                               con las huellas de medina,

forzando en la misma fe

                                               todas las fes convertidas

                                               y haciendo moros sin moros

                                               y haciendo judíos sin vida.

España unida debió ser un crisol

que uniera a la gente, y no una cuchilla

que cortara a unos separándolos de otros,

obligando a los que había separado

a morir de noche y revivir de día,

a tirar sus ropas y a poder vestir

las ropas cristianas de la España unida.

Una sola fe se convirtió en espejo

donde habían de mirarse otras distintas

dejando de ser distintas y pensar

todas las sangres como si fueran la misma.

                                               Limpieza de sangre. Ser

                                               o marcharse, cuando ser

era no ser lo que sin miedo serías.

 

Para forjar esa empresa hacía falta

la fe inflexible de una dama de hierro,

la fe de Isabel: que miraba al futuro

                                               y congelaba el pasado

haciendo de la realidad una idea:

la idea implacable que había en su sueño.

 

Pero Juana no soñó para obligar

a que entrara en su yugo todo el reino,

no: la reina Juana no fue, desde luego,

como su madre, una dama de hierro.

El hierro es duro y afilado y es muerte

si lo blande la locura de una idea:

espada fría, hecha sólo de miedo.  

Mezcla el hierro con carbón y será acero,

será más duro cuanta más mezcla lleve.

                                               Pero el tiempo

metálico de la España que nacía

                                               no debió forjarse nunca

                                               con la pureza del hierro,

sino con la mezcla viva, siempre alegre,

del alma de la reina Juana:

con un alma de acero.

 


 

viernes, 11 de marzo de 2022

ALMA DE ACERO (1)

 

 

ALMA DE ACERO (1)

 


            La historia de Juana la Loca desfilará por entregas en esta sección de literatura. Una reina a la que trataron de loca porque solía estar cuerda, como don Quijote. Y como en un cantar de ciegos, como si fueran pliegos de cordel, las escenas de su vida desfilarán por estas páginas para mostrar que a veces, donde tenemos los sueños, sólo quedan realidades. Realidades que son delirios de los locos. O pesadillas.

 

1.

PRELUDIO

 

1. El sueño de la reina.  

 

Presa estuvo en Tordesillas

bajo las garras de Carlos,

en las ventanas, barrotes,

en los jardines, barrancos,

sobre las aguas, cañones,

bajo las aguas, palacios:

y hundidos por las bombardas

estaban sus ojos blancos;

aterrorizados, ciegos,

perdidos y recobrados,

perdidos por la razón,

por la locura, ganados,

rotos de tanto sufrir,

rotos y desgarrados,

quedando, bajo las balas,

por fuera desvencijados.

 

El río Duero quemaba

su rostro atormentado.

Mostrábale el resplandor

horrores del rey don Carlos,

el hijo de sus entrañas,

el vástago despiadado,

cómo gozaba quemando

las ciudades y los campos.

 

Miró. Sus ojos ardieron con las llamas

que ardían cuando Medina fue quemada

y una garra le arrancaba, sin piedad,

los tiernos sentimientos, las entrañas;

entre ellos, su hijo, ahogado en la maldad,

ardía en el infierno de la infamia.  

   -Hijo mío –le decía-, quieres ser,

pues te han nombrado emperador de Alemania,

cueste lo que cueste y caiga quien caiga,

quieres ser emperador de las Españas;

y no te detienes en quemar, matar,

hundir, robar, romper, violar si hace falta.

Tú no eres mi hijo: ya no hay corazón

en la piedra que en tu pecho palpitaba.

 

La Santa Junta llegó

a hablar con la reina Juana

de justicia y de razón,

y del corazón, del alma;

y vino el Consejo Real,

la sombra del rey de España,

la injusticia de don Carlos,

la sinrazón disfrazada;

y puso amor con engaños

donde hubo odio, donde hubo armas.

 


Ardió Medina en las teas

sobre sus propios tejados,

de sus propios habitantes

los cañones dispararon

sobre las calles y casas,

la ciudad que amaban tanto;

y fueron, como Nerón,

corazones despiadados,

romanos quemando Roma,

en honor del rey don Carlos.

 

Los imperiales tomaron Tordesillas.

Y los comuneros perdieron el alma.

La reina, contemplando todo el horror

en el corazón del niño al que engendrara

no pudo, no quiso justificar nunca

la vileza de su hijo; pero estaba

atada por el corazón

y una madre nunca puede decir nada

contra el tirano, si es su hijo, por mucho

que siembre injusticias, que derrame infamias.

 

Mas perdieron Tordesillas,

¡ay!, las tropas imperiales;

el ejército de Carlos,

su hijo, ¡ay!, los desastres

conocía, la derrota,

el exilio por delante.

Y llovía en Villalar.

El ejército se parte.

Y la pólvora mojada

bajo aquellos vendavales

de agua no prendió y las tropas

comuneras lo apresaron;

y volaba por los aires,

¡ay!, con sus esperanzas,

la vida de aquel rey infame

nacido de sus entrañas;

condenó como mujer

y salvaba como madre.

 

He aquí el emperador decapitado.

El verdugo, mostrándolo a la multitud

-cuerpo en el suelo y cabeza agarrada

por el pelo, bajo un cielo triste y azul-,

con un hacha en la mano, el corazón

de su madre rompe mientras rompe el tul

que velaba sus ojos locos de amor;

y el clamor de la justicia se oye al sur

de los Pirineos, y al norte, en Flandes,

un fundido en negro se extiende por las calles.

 

 

He aquí a una mujer desconcertada.

He aquí ciegas visiones de mi encierro.

En la niebla que cubre mis ojos no hay

más que lumbre y desesperación y miedo;

lumbre que me quema el alma, me deslumbra

y borra los perfiles de lo que veo;

desesperación que me nubla los ojos

poniéndome imágenes que yo no quiero;

y miedo de ver morir descabezado

al hijo al que crié no hace tanto tiempo.

¡Aparta de mí este cáliz, estas sombras

que me llenan de dolor y desconcierto!

¡Aparta estas visiones del alma, llévate,

dios mío, estas sombras, estos tormentos!

¡Cómo lloraba María, cómo era

su dolor nunca soñado, siempre cierto!

                                               Creedme, que me parece

que todo cuanto veo, cuanto me dicen,

                                               es sueño.



2. El sueño de vivir.

 

Quince años llevaba cautiva la reina.

Quince años, quince vidas contando el tiempo

-pues cada año es una vida y ya no sabe

cuál es mentira y cuál vive en los sueños.

El sueño de vivir…- Los muros de piedra

sujetan la mentira y sólo ve muertos;

pues le parece que los sueños terribles

que la están llenando de fiebre en su encierro

son la realidad vestida de visiones

y no quiere contemplar al  hijo muerto.

Ni siquiera en sueños. No quiere encontrar

realidades escondidas,

cuando se despierte en una de esas vidas

y tenga que llorar por el hijo muerto.

                                               ¡No quiero soñar! ¡Acaso

                                               sea verdad lo que sueño!

                                               ¡Ni despertar, puede ser

                                               realidad estar despierto!

Hace quince años que la reina Juana

vive encerrada en las paredes del tiempo,

temiendo abrir los ojos a realidades

turbias, temiendo cerrarlos por si el viento

acaso pone verdad en sus recuerdos.

                                               El sueño de vivir.

                                               La vida entre los sueños.

Hace quince años que la reina Juana

fue encerrada entre paredes, ¡oh, qué lejos

parece ya! Ha venido a visitarla

Rojas: es el presidente del Consejo

de Castilla; quiere que la reina firme

unas provisiones contra los comuneros.

Y de los comuneros no sabe nada

que no vea entre los muros de su encierro.

-Quince años ha –contestó la reina Juana-

que no dicen la verdad en lo que veo,

que no me tratan bien; y por mi ventana

sólo veo las aguas del río Duero.

Me habéis mentido, marqués, ya no os creo.

-Verdad es, señora, que os he mentido,

por quitaros de pasiones lo he hecho,

por ahorraros dolorosa realidad

en tantas cosas que pasan, en los hechos.

Yo enterré a vuestro padre, verdad os digo,

hágoos saber que vuestro padre es muerto,

y ahora debéis saber que, como reina,

habréis de hacerles frente a los comuneros.

-Yo no sé si existen, en verdad os digo,

si esos comuneros también son sueños;

todo esto es confuso para mí: las piedras

de mi palacio son lo único que es cierto-

díjole la reina a Rojas, añadiendo:

-Obispo, creed que todo me parece,

así lo oiga, así lo vea, sólo un sueño.

 


Calcina el sol las piedras de Tordesillas.

En las piedras de Medina hay un templo

-para entonces estará muerta la reina-

que fundara otra mujer, Santa Teresa,

distinta de su madre, distinta de ella,

que también tuvo visiones, sin saber

si del espíritu de dios o del demonio;

fueran locura de amor si eran divinas,

o fueran locura mala si eran de odio.

Por las tierras de Castilla más al sur

iba cabalgando un caballero loco

y un hombre recio también iba a escribir

cosas extrañas de que la vida es sueño.

Noche oscura del alma, diría San Juan,

castillos interiores, que estaban lejos,

pero el de La Mota, lleno de troneras,

al cuerpo apuntaba derramando fuego.

Noche fascinante aquella edad

de luces oscuras, el Renacimiento:

¡ay, doña Juana, ya deja de soñar,

deja ya de servir a los tiempos viejos,

ponte a buscar las huellas de la verdad

en las visiones verdaderas del viento!:

no murió el emperador, porque ganó

la guerra que libraron los comuneros

contra el gobierno que venía de Flandes;

Castilla contra los castellanos: veo

que empieza el emperador un tiempo nuevo

y no será Castilla, leyes serán

que desborden de Castilla al mundo entero.

                                               Como se desborda el Duero.

¿Dónde está la verdad?  ¿Castilla soñada

y vieja, la que sueñan los comuneros?

¿O una Castilla universal, no del Cid,

sino Cervantes, Velázquez y Quevedo?

¿Cuál es la Castilla verdadera, dónde

luce la verdad enterrada en un velo?

¿Está en la bruma de la noche? ¿El cielo

ha de ser luz para poder ser cierto?

No hay luz sin sombra. La luz entre la niebla

también inunda la realidad, pero

de otro modo. ¿Es auténtico, es cierto,

qué pasa con las verdades que son falsas?

Fue falsa una gran verdad: el imperio.

Y fue auténtica una gran mentira, fue…

la justicia: escondida entre las nubes

                                               del tiempo

y esperando a don Quijote a que vinieran

tiempos nuevos. Que es un sueño la verdad,

una luz, una utopía, una niebla

que tendrá que renacer en otro tiempo.

Pero ahora la tempestad agita el Duero.

                                               Doña Juana, doña Juana,

                                               alejada de la mar,

la meseta de Castilla

                                               ¿no tendría que cambiar?

                                               Doña Juana, doña Juana,

tus manos saben hilar,

hilando el aburrimiento,

¿dónde vienes a buscar?

                                               Doña Juana, doña Juana,

                                               ¿dónde encuentras la verdad?

                                               Encerrada en Tordesillas

¿dónde tienes que mirar?

                                                           -En el tiempo.

                                               Sólo miro en el recuerdo

y el futuro no se ve,

                                               mas la rueca, hilando dentro,

                                               poco a poco surgirá.

                                                           Creedme.

                                               Que me parece que todo

                                               son ficciones de mis sueños,

                                               y entre sueño y sueño, miro

el único sueño que es verdad.