DE NECIOS E IGNORANTES
-Pues lo mismo le pasa al ignorante.
Él no tiene la culpa de ser ignorante, cuando en su infancia no tuvo a nadie
que le enseñara. Pero vos, señor alcalde, que habéis tenido todos los maestros,
vos tenéis la culpa de ser grosero porque os enseñaron a ser educado.
La humanidad pesaba menos que la
jerarquía: excepto en el soldado.
-Yo, señor, no tengo la culpa de ser
ignorante; la tendría si me complaciera vivir en la ignorancia. Pues debéis
saber que hay dos clases de necios: los que no saben y los que no quieren
saber; para los primeros guardo mis respetos, y entre ellos se encuentra el
soldado; deberíais elegir entre cuál de ellos os gustaría estar.
El silencio grave, profundo, dio
paso a la ofensa; de la autoridad ofendida se podría esperar cualquier castigo.
-Entended, señor, todos somos
ignorantes aunque unos sepamos más que otros; a pesar de nuestra ciencia, todos
somos necios: hasta el más sabio; pero no lo somos todos en el mismo grado.
Solamente dios lo sabe todo: ¿alguien puede atreverse a ser más que dios?
Aquella disertación paralizó
cualquier represalia; y el señor Ayzaga, alcalde de la Granja, se vio desarmado
en su venganza. El sargento Gómez aprovechó aquella parálisis para proseguir.
-Somos como los niños que aprenden
cosas; nuestra vida es una larga aventura de aprendizaje que no se detiene
hasta la muerte; aprendemos con los libros, es verdad, pero también con la
experiencia; el gran libro del mundo, que decía Descartes.
La alusión a Descartes sonó a ofensa
en algunos de aquellos oídos que nunca fueron ilustrados. El sargento Gómez los
apabullaba, vengaba a su joven soldado, estaba dispuesto a no dejarles
respirar; especialmente al alcalde de la Granja.
-El niño no tiene la culpa de ser
pequeño; la tendría si se negara a crecer.
Años más tarde lo llamarían complejo
de Peter Pan.
-Yo sé muy poco, pero quiero
aprender; y hay mucha gente que, sepa o no sepa, considera que no le hace falta
estudiar.
La gravedad de la reina le daba un
aire doctoral: por la curiosidad que había en sus ojos. Su gesto serio no era
severo, sino amable; en la blancura de su traje irradiaba toda su serena
majestad.
-¡Atrévete a saber! –dijo el
sargento-. ¡Ten coraje de servirte de tu propio entendimiento! –Lo dijo mirando
a los soldados, para justificar el tuteo; que no paraba de ser, si alguien era
lo bastante inteligente para entenderlo, un tuteo didáctico; de ninguna manera
desacato-. No te conformes con ser listo: ¡atrévete a pensar! –La mano del
sargento se levantaba, sobre el codo doblado a media altura, con los dedos
tensados, curvados como una garra; en señal de arenga. –Que la inteligencia sin
conocimiento nunca logrará hacernos sabios.
-Sabes
mucho para ser un sargento –dijo el duque de Arteaga, menos con ironía que con
fastidio; estaba buscando la manera de provocar.
-Esas palabras no son mías; son de
Kant.
-¿De Kant?
-Bueno, no son citas literales. Lo
he dicho con mis palabras, pero las ideas son suyas. La ilustración no es
conocimiento, es valor; yo puedo ser ignorante, pero tengo el valor de salir de
mi ignorancia, tengo el valor de estudiar. Bien es verdad que sólo dios puede
llamarse ilustrado, porque él y sólo él lo sabe todo; pero los que queremos
saber estamos llenos de curiosidad; la ilustración es la fábrica de ilustrados,
sabiendo que cuanto más sepamos, más conscientes seremos de lo que nos falta por
aprender. La ilustración es la educación. La instrucción. El estudio. La
curiosidad. Primero con maestros; luego solos: autodidactas.
-Y… ¿dónde has oído hablar de Kant?
-En Alemania, señor; pasé allí un
corto lapso de tiempo.
Un hombre muy serio se deslizó entre
los oyentes. Tenía el pelo sobre la frente, como en desorden, a la manera del rey
Fernando y de Napoleón. Las guías de los bigotes estaban levantadas; sobre su
cara, unas largas patillas; las gafas le brillaban a la luz de la vela y no era
posible verle los ojos.
-Y ahora –dijo el sargento- voy a
demostraros que este soldado no es tonto; aunque sea ignorante.
Se giró hacia él y lo llamó con su mirada.
-¿De dónde eres, soldado?
-De Lugo.
-De Lugo… ¿Qué recuerdas tú de Lugo?
El soldado calló intentando
recordar.
-La playa de las catedrales -dijo en
seguida.
El sargento paseó la mirada en un
movimiento panorámico.
-¿Alguien conoce la playa de las
catedrales?
Nadie contestó.
-Yo tampoco: no he estado allí; ni
he leído esos libros. –Una breve pausa-. Y ahora, soldado, dinos algo que te
recuerde la playa de las catedrales.
El soldado dijo sin vacilar.
-El escarapote.
-¿Qué es el escarapote?
-Es un pez que se entierra en la
arena. Si lo pisas cuando andas por el agua te puede clavar sus pinchos; duele
mucho.
-¿Y tú cómo lo sabes?
-Picome uno.
-¡Ah! –dijo el sargento girándose
nuevamente-. ¿Alguien conoce el escarapote?
-No creo que lo conozcan; fuera de
Lugo lo llaman ariego.
Todos callaban. A los labios del
sargento asomaba una sonrisa.
-De modo que el soldado conoce la
playa de las catedrales, que no conoce ninguno de los ilustrados que están aquí
presentes; conoce el escarapote, que tampoco conoce nadie aquí; y también sabe
que entre nosotros el escarapote es el ariego. ¿Alguien lo sabía?
Se masticaba el silencio.
-Sin embargo eso no me da derecho a
llamarte ignorante. A nadie. Las autoridades aquí presentes, ciertamente
ilustradas, saben muchas cosas, pero ignoran otras; este soldado ignora cuanto
nuestras autoridades han aprendido en los libros, pero sabe otras que le ha
enseñado la experiencia; este hombre, pues, aunque ignore cosas, no es ignorante;
también, a su manera, es un sabio; también, como nosotros, tiene cultura, pero
no es la nuestra, no es la cultura de los libros: es la suya; también él, a su
manera, es culto.
Calló. Fue la suya una pausa
didáctica. Aprovechó el silencio.
-Creo haber demostrado que este
hombre no es ignorante. Ahora voy a demostrar que no es tonto; que no es necio.
Soldado, ¿sabes tú lo que es el diámetro?
-Es el ancho de las ruedas.
El sargento sonrió, sorprendido por
la sencillez de su respuesta; que fue certera.
-Muy bien. –Buscó entre las cosas
que había en la sala y reparó en un sombrero-. Señor marqués, ¿seríais tan
amable de prestarme vuestro sombrero?
-¡Cómo no! –dijo.
Luego sacó una cuerda de su bolsillo
y se la dio al soldado.
-Aquí tienes. ¿Podrías medir con
esta cuerda el diámetro de este sombrero?
El soldado la midió y se quedó
señalando con el dedo el punto de la cuerda que indicaba aquella longitud.
-Ahora ten la bondad de medir el
borde del sombrero; a ver cuántas veces cabe el diámetro en su circunferencia.
El soldado lo hizo.
-Tres y me sobra un cacho –dijo.
-Bien. Ahora haz lo mismo con esta
moneda. –Sacó una moneda y pidió a uno de los presentes un trozo de hilo; el
resultado fue el mismo que con el sombrero. Luego lo mandó hacer con un botón
ancho, con una rueda que había en una estatua y con un ornamento de la pared.
-En todos los círculos –concluyó el soldado-
el borde mide tres veces lo que mide el diámetro, y a todos les sobra un poco.
-Mide algo así como 3’1.
-Más o menos.
-De acuerdo. Ahora supón que
necesites una palabra breve para nombrar a ese número, cuando tengas que
nombrarlo: ¿cómo lo llamarías?
-No sé.
-Di algo.
Apremiado varias veces, el soldado
replicó.
-Ro.
-¿Por qué?
-Porque así es como llamo a mi
hermano Rodrigo.
El sargento se relajó, abriendo los
brazos y girándose hacia todos con una amplia sonrisa. Luego se dirigió otra
vez al soldado.
-¿Ves? Nosotros lo llamamos pi; por
puro capricho.
Inmediatamente aprovechó para dar la
lección.
-¿Dónde has aprendido matemáticas,
chaval?
-En ningún sitio; nunca he ido a la
escuela.
-Y sin embargo sabe matemáticas; a
poco que le ayudemos a pensar; por lo tanto no es tonto, porque sin instrucción
piensa rectamente por sí solo. Hace un rato demostré que no era ignorante,
ahora acabo de demostrar que tampoco es necio; sólo necesita una escuela para
igualarnos.
Ahora se extendió el silencio de
admiración. Pero, como es lógico, no se lo celebraron las autoridades, cuya
razón yacía presa de su sentimiento de casta; los soldados, sin embargo,
aplaudieron.
-¿Esto también lo has aprendido de
Kant? –interrumpió el hombre de las gafas que brillaban.
-No, señor: de Platón; léase el Menón;
se lo recomiendo.
(De
La sinfonía del nuevo mundo, páginas
39 a 45).
" De acuerdo. Ahora supón que necesites una palabra breve para nombrar a ese número, cuando tengas que nombrarlo: ¿cómo lo llamarías?
ResponderEliminar-No sé.
-Di algo.
Apremiado varias veces, el soldado replicó.
-Ro." Rescato está sentencia de vida, de humildad, de simpleza y de viva conciencia humana. A la necedad y a la ignorancia hay que combatirlas con esta lección de vida.