LA MADRE
Una madre, antes de ser madre, fue una niña. Y
no siempre vivió el tiempo de las manos que acariciaban, el pecho que
alimentaba, el cuerpo que protegía, la voz que arrullaba, aunque era un ser sin
entender y una presencia del olvido. Aquella voz, en vez de arrullar, gritaba.
Aquella mano, en vez de acariciar, lanzaba la zapatilla. Aquel pecho, en lugar
de alimentar, la mandaba a buscar comida. Y eran los días caminando kilómetros
para cambiar pan por aceite, azúcar por harina, hambre por hambre. Era la
cartilla de racionamiento, la guardia civil que te lo quitaba todo, la leña que
no ardía y que tenías que esconder, tirándola loma abajo, si te la veían. Eran
los días del hambre, del frío, de las penas, de la soledad, cuando los caminos
eran hostiles y se llenaban de alimañas, y días de volver de vacío cuando te
quitaban la hogaza que habías conseguido.
Esa niña después fue madre. Y
dio el calor que no le habían dado, el arrullo que le habían robado, la caricia
que nunca tuvo, el calor del invierno frío. Y cuando iba con su madre a cambiar
comida, sus hermanas pequeñas, como marionetas, balanceándose hacia adelante,
todo el día solas, no paraban de salmodiar: “¡madre! ¿Cuándo vienes? Ven
pronto. ¡Danos de comer…!” Mientras tanto el frío se clavaba en las carnes, se
helaban en la cara los algodones del invierno, la soledad se hacía presente en
la alcoba, y todo el día, una hora tras otra, todos los tiempos y todas las
horas, desde que amanecía hasta que anochecía, todo el día solas, hasta que
llegaban, con una hogaza y la metían en el arcón pero primero le arrancaban un
trozo y se comían ese mendrugo, maquinal, obsesivamente, no sabía si les pesaba
más el hambre o la soledad.
Fueron
tiempos difíciles. De estar sentada en una piedra junto al acueducto. De ser un
pan enterrado en la nieve y un ansia de llevarlo a la boca, empapado en agua, líquido,
hambriento, sin tiempo para pensar si estaba bueno o malo, ganas de comer. Gachas
de pito, cocido sin carne, sopa sin sustancia, tiempos de posguerra, de coger
papeles por la calle, de venderlos al chatarrero, de buscar en el mercado la
fruta estropeada, tiempo de sufrir. Criar un cerdo para todo el año y luego, en
tiempo de matanza, aparecer bajo las piedras toda la familia que no tenías,
invitarse sin invitarla, y el cerdo que se acababa, todos a comer. Y en junio,
cuando venía Aniceto de Extremadura, os traía una oveja ya criada y os la
dejaba, y los parientes, que crecían bajo las piedras como champiñones,
llegaban y se invitaban solos, y todavía, cuando les preguntaban, parecía que
contestaban con contrición: “¿adónde vais?” “¡Anda, hijo, a cumplir, qué le
vamos a hacer, a cumplir!”
Mi madre
crió niños siendo niña. Vendió helados y todos los días su tío, viniendo del
mercado donde tenía el puesto, iba a que le invitara al único helado al que
tenía derecho ella: y se privaba ella por dárselo; pero luego en el mercado no
le daban una triste fruta aunque estuviese pocha. Un día, cuidando a sus
primos, dijo su tía a su madre: “Josefa, a Elvira le gusta coser. Me mira
cuando coso y es que se le queda la boca abierta”. Entonces la puso en una
academia y se hizo costurera. Y fue montar en la borriquilla y se iba a
Orejana, a Muñoveros, a la Nava; iba a casa de sus tías y les cosía la ropa. Y
les hacía vestidos, y abrigos, y todo; y le daban la comida y un sitio donde
dormir, y luego, cuando volvía a Segovia, traía una hogaza y le hacían una
fiesta, una hogaza era llevar a casa algo de comer.
Y cuando
iba a los pueblos bailaba la jota, y dice que reía, y a mí me parecía increíble
porque pocas veces, desde que era yo niño, la he visto reír. Luego he crecido y
la he visto crecer delgada, con anemia, sin fuerzas, hacía vestidos de novia y
cuando venía la chica a casa, a probárselos, llegaba yo a cuatro patas, que era
un niño travieso, y me tiraba un pedo y entonces ella se avergonzaba y decía:
“¿niño…!” Eran los tiempos de la burra de la leche. Y venía la burra del pan, y
el churrero, con la cesta tapada, y el cobrador de la luz, me parece, que
llevaba gorra y visera y vestía como un militar, aunque fuera pobre.
Así crecí
yo. Y crecieron mis hermanas, y mi madre era la misma figura dulce de
Blancanieves y de todos los cuentos. Luego, eso sí, mis hermanas sufrieron la
injusticia de ayudar en casa mientras yo no tenía que hacer nada, por ser niño.
Eran los tiempos en que no comíamos jamón porque era de ricos. Por las tardes, pan
con chocolate y a jugar a la calle, era la hora del serial. Ya no era Segovia,
era Puertollano, las monjas nos reñían por vestir bien y no sabían que mi madre
era costurera, y esas ropas ella no nos las compraba, sino que nos las hacía de
otra ropa vieja que teníamos en casa. Yo iba con mi cazadora, con mi
pasamontañas, mis hermanas iban con su vestido a cuadros y había gente que
creía que éramos ricos porque vestíamos bien.
Luego fue
Francia, y fue Reus, Segovia otra vez. Fue vagar por la vida porque la vida nos
echaba, hasta que nosotros la atamos y nos hicimos dueños de ella, y fue poco a
poco mandar en nuestro destino, no que el destino nos mandara; y nosotros nos
casamos, vinieron los nietos, y fue entonces el tiempo, mientras nos dejaba su
resaca, el tiempo empezó a cansarse de pasar.
Mi padre
murió hace catorce años. Todavía recuerdo cuando lo miraba en su lecho de
muerte, en aquella habitación del hospital. Todavía me sorprendo a mí mismo
recordando cómo mi voz silenciosa, sin articularse ni mover los labios, decía:
“¡papá!” Y sin darme cuenta de repente me oí decir: “¡hijo mío!” Ya ves; mi
padre se había convertido en mi hijo. Y ahora que se ha ido mi madre las cosas
se han vuelto al revés. Ella que nos alimentó veía que nos preocupábamos por
alimentarla. Ella que nos cambió pañales vio cómo los pañales se los
cambiábamos. Ella que nos cantó las nanas oyó como nosotros se las cantábamos.
Y ella se reía, como una niña. Cuántas veces he paseado con ella por las tardes
de primavera. Íbamos por la pradera, yo la empujaba de la silla, y unas veces
la llevé a palacio, otras la bajé por el puente, al pie del pico de la Atalaya,
y cuántas paseábamos por la acera, junto a la fábrica de vidrio, o nos sentábamos
en un banco, a veces, en verano, a comer un helado y yo miraba la torre y le
decía:
-¡La
cigüeña!
Entonces ella
sonreía y se volvía niña; y, como si volviera a vivir los años al revés, se
ponía a cantar:
La cigüeña
está en la torre,
la tenemos
que matar,
el pico pal
señor cura
y lo demás
pal sacristán.
Dónde
vas, Alfonso XII. María de la O. Tápame. Y una canción que le gustaba repetirme
muchas veces:
La luna me
miró
y yo le
respondí,
me dijo que
tu amor
no me iba a
hacer feliz,
que me ibas
a dejar
porque tú
eras así.
Eran los
tiempos de Raquel Meller. Del cuplé. De las tonadilleras. Yo aprendía y
aprendía de mi madre al mismo tiempo que ella aprendía de mí. Luego venía la
judiada de San Luis y les llevaban los judiones a la residencia. Y venía el
alcalde y les decía unas palabras a los viejos. Y había buen ambiente y todos
se reían. Y fueron, si alguna vez los tuviéramos que calificar, algunos de los
años más felices de su vida. Esa alegría no me abandonará nunca. Las veces que
nos hemos reído juntos, las tardes que hemos pasado en primavera, algún helado
en verano, de cuando en cuando, los días de invierno ayudándola en el aseo, o leyéndole
cuentos, o con una revista, ella que era medio ciega y ya no podía leer; le
gustaban los romances del Tuerto Pirón, el taxista poeta, las leyendas de
Segovia, los cuentos de Calleja, le gustaban tantas cosas… Pasaron los días en
que se rompió la cadera y yo, empeñado en que se curara, la llevaba todas las
tardes al gimnasio, con las paralelas, las espalderas, los movimientos de
piernas y brazos, las escaleras, la rampa: hasta que se curó; siempre iba con
su andador, a pesar de que podía prescindir de él, y los días de paseo, para no
cansarse, le ponía su mantita y la sacaba en su silla de ruedas.
Y ahora ha
venido un mal bicho y se la ha llevado. Todos apostábamos porque sería
centenaria pero ha venido el coronavirus, sigilosamente, como un ladrón, sin
avisar; en una mañana ha venido y en una mañana se la ha llevado. Y la hemos
tenido que enterrar casi en la clandestinidad, para no poner en peligro a los vivos
mientras nos ocupábamos de los muertos. Y ha sido, ¡maldita sea su estampa!,
truncar una vida que reía, cantaba, le gustaba pasear, aunque hubiera que
obligarla y que ha vivido, en la residencia, estoy seguro de ello porque lo
hemos compartido juntos, algunos de los momentos más felices de su vida. La gente
dice que en las residencias nos olvidamos de los ancianos y quien lo dice es
porque lo hace. En mi caso no es así. La residencia ha sido el lugar donde le
daban de comer, y de dormir, y la limpiaban y la lavaban, y la quitaban de
cuidados y preocupaciones, para que yo por las tardes, o mis hermanas, o
algunas veces sus nietos, y sus hermanas y alguna vez su hermano, alguna
sobrina de vez en cuando, llenásemos las horas de recuerdos y palabras y
lecturas y de risas… y a veces, en verano, con un helado.
Las tardes
de mi madre han sido de las más apacibles y hermosas que recordar se pueden. Los
castaños, entre los bancos, surcando el cielo. Las margaritas en la hierba
(“chiviritas”, decía ella). Las mariposas. La gente que se sentaba a nuestro
alrededor, algunas guirnaldas entre árbol y árbol de niños que celebraban su
cumpleaños. La Granja. Una señora de la residencia, casi centenaria, jugaba
cuando era niña con la infanta chata; porque su madre, que trabajaba en
palacio, era criada. De allí nos quedan recuerdos entrañables: Teresita, la
Antonia, la Felipa, Maruja, cuántos y cuántos… Momentos y personas de la vida
de mi madre, tardes de plenitud. Pero todo lo que algún día empieza viene un
día y se acaba.
Mi madre.
Que un día me protegió y luego la protegí yo a ella. Que un día me dio de comer
y luego me preocupé de que comiera. Que un día me acarició y luego la alegré
con mis caricias. Que un día me lavó y luego me preocupé de que se lavara. Que
un día me contaba cuentos y luego se los contaba yo, en las tardes apacibles
del invierno, mientras ella sonreía y le entraban ganas de cantar, y entonces,
cantándole yo la primera estrofa, ella la terminaba. Mi madre. El mundo se
vuelve al revés y nos hacemos pequeños al hacernos mayores, y ellas, que
cuidaron de nosotros, necesitan ahora que las cuidemos a ellas. Mi madre. Dónde
está ahora, no lo sé. Sólo sé que en el momento en que se cambian las cosas yo
algún día me haré pequeño y me acordaré, cuando vuelven los árboles del otoño,
de mi madre.
Cuando veo a mi viejita así, tan cuidada y juguetona aquí en casa, me arropa una caricia y una tristeza por su fortuita demencia, la que me lleva a decirle y ¿quién soy yo?; mi madre, la de sus recuerdos de Ocucaje, de vinos y de parras allá en la soleada Ica; mi madre de tantas noches en mi cuarto cuidando mi dolor, estando hoy en su cuarto dándole color a sus recuerdos que pugnan por no volar y pensando que a sus 88 vive mi viejita llamando a la vida, porque la vida es la que la llena de plenitud. Hoy ante el bicho, la cuidamos, la protegemos, entregamos nuestro cuerpo como escudo y allí está ella, sabiendo que pasa algo, pero no sabe sobre ese algo, así es mi madre y completo con tus palabras, querida Lechuza, las que rescato: "Mi madre. Que un día me protegió y luego la protegí yo a ella. Que un día me dio de comer y luego me preocupé de que comiera. Que un día me acarició y luego la alegré con mis caricias. Que un día me lavó y luego me preocupé de que se lavara. Que un día me contaba cuentos y luego se los contaba yo, en las tardes apacibles del invierno, mientras ella sonreía y le entraban ganas de cantar, y entonces, cantándole yo la primera estrofa, ella la terminaba. Mi madre...".
ResponderEliminarDos corazones al unísono, mi querida Tana. Tú tienes,madre y sientes lo mismo que yo; qué ternura... y qué nostalgia.
EliminarUn abrazo Mariano...
ResponderEliminarQue trome Mariano, no me queda claro el cuándo, si el tiempo en el que la describes, tan parecidas pueden haber dido que hasta me he confundido de madre, sino preguntale a Maria fer, o a la de ella, que siempre fue tan risueña y alegre sin importarle mucho las faltas o pelagateses, en fin me has hecho viajar como si me hubiese fumado un porrin de los buenos, que a veces se hace necesario, cuando uno vuela con lo que lee es porque la materia si, claro, es buena, entonces, espero que la sapiencia de tus descripciones y los recuerdos que te motivan sigan siempre en ristre, viento en popa, un cariño lejano siempre es bienvenido, ahora que dormita la sangre como un viejo coñac dentro de mi ...ahora que los tiempos nos mantienen en reflexión diaria, por todo lo que como humanidad vamos viviendo...
ResponderEliminarVaya, Óscar, la literatura como coñac para revitalizar la sangre o como porrín para resucitar a los muertos, no se me había ocurrido... Me gusta la idea. Y lo de la confusión de madres las hace trascender por encima de los detalles proyectándolas hacia lo que tienen de universal; no sólo acaban siendo símbolos, sino condensación pura como amaba decir el padre Freud. Tantas cosas nos unen, Óscar, que no puedo sino despedirme con un abrazo.
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