LA FALSA ALTERNATIVA
Existe
una tendencia general a proteger a los de casa. La casa, al contrario de lo que
decía Aristóteles, no es sólo el lugar donde se satisfacen las necesidades
cotidianas, también es el lugar creado por el amor por encima de todas las cosas;
uno puede querer al vecino pero el amor a los hijos está por encima de toda
medida; y la economía familiar nutre, por encima de toda crítica, las
necesidades y aspiraciones de los hijos. Es un instinto que nos atenaza a todos
como una fuerza poderosa. Pocas cosas son tan sólidas como el amor de una madre
y un padre por su hijo o por su hija; esa atracción está fuera de toda duda, es
superior a cualquier otra fuerza, es imbatible e incuestionable. Yo puedo
querer al vecino, incluso quererlo mucho, pero emplearé mi dinero en darle
estudios a mi hijo, no al del vecino.
Que
se lo pague él. Sí, así serían las cosas si viviéramos en la ley de la selva;
donde cada cual se saca las pulgas como puede, donde quien quiere peces se
tiene que mojar el culo, y donde el pez gordo se come al chico. Si sólo comiera
quien arrima el ascua a su sardina viviríamos en un mundo de sálvese quien
pueda; y si el más listo prosperara a costa del más tonto la pobreza sería una
doble injusticia: de la naturaleza, porque la fluidez mental se desarrollaría
creando riqueza (y la pobreza sería el patrimonio de los más lentos); y de la
sociedad, porque los hijos de los primeros ricos (es decir de los primeros
listos) nacerían con las oportunidades que la naturaleza reserva a los listos
aunque ellos no lo fueran; aunque no fueran, según la naturaleza, tan ricos
como sus padres. La sociedad se rige, así, contra la naturaleza: la riqueza de
aptitudes, que es una oportunidad natural, crea oportunidades para quienes no
tienen riqueza en las aptitudes. Para decirlo con otras palabras: si la
inteligencia crea riqueza, la riqueza no crea inteligencia; lo que la
naturaleza no da Salamanca no lo presta.
En
la ley de la selva la naturaleza ha dotado a unas especies para atacar, a otras
para defenderse; el éxito de los
individuos depende, en cada caso, de la suerte. Pero en la ley de la codicia,
propia de la especie humana, la naturaleza ha dotado a unos individuos para
mandar, a otros para obedecer, y lo que llamamos mando es un combinado de
inteligencia, fuerza de voluntad y altura de miras; los pensamientos de altura
no sostienen siempre aspiraciones de altura; ni viceversa; y suele haber
espíritus nobles con pensamientos estrechos y pensamientos hondos en espíritus
mezquinos, aunque también hay, y muchas veces, espíritus nobles con
pensamientos vastos y agudos. La suerte hace que la genialidad noble, que se
habría hecho rica en el principio de los tiempos, la fortuna la haga pobre en
los momentos de la historia en que le ha tocado vivir; y que la riqueza sea de
los espíritus nobles pero limitados y de los hondos y mezquinos: porque la
riqueza no se gana con la excelencia, sino que se hereda con la cuna: y no
precisamente por naturaleza. La gente limitada (sea por falta de capacidad o de
nobleza) tendría que obedecer a la gente genial y noble, que debería tener el
mando; pero a veces quienes mandan no saben mandar y quienes deben obedecer no
quieren; y no mandan quienes deben mientras que obedecen quienes no debieran;
cuando esas cosas suceden (creía Ortega y Gasset) vivimos épocas de crisis:
ahora precisamente vivimos en una de ellas; donde los gobiernos no tienen altura
de miras; y donde mandan los mediocres, y los mediocres apartados del mando se
arriman a ellos para mandar.
La
ley de la selva, donde el fuerte se come el chico, convive con la ley del
egoísmo, donde la jerarquía se decide por categorías y no por lógicas ni
capacidades; el león macho es el primero que come, mientras que la leona es
quien ha traído la caza; y en las sociedades humanas una masa de mujeres
laboriosas alimenta a una caterva de zánganos que son sus maridos. La categoría
marca el lugar en la jerarquía, no las capacidades; Mary Anning, muy capacitada
para la paleontología, no pudo enseñar en la universidad porque era mujer.
La
naturaleza, pues, se rige por dos leyes complementarias: la de la selva (que
también podemos llamar ley de la función),
que distribuye funciones entre las especies y compensa con el número a aquellas
cuyos individuos están destinados a perecer; y la del mando, que distribuye derechos entre las categorías, no entre las
capacidades; las capacidades individuales sirven para conquistar el mando (por
ejemplo, cuando dos machos luchan por el control de la manada); pero cuando uno
se convierte en macho alfa y tiene categoría para estar en lo alto, es decir
para tener más derechos que nadie (que más que derechos son privilegios), no tiene
que volver a luchar para que se les reconozcan otra vez. Cuando el macho alfa
es retado por otro macho joven que le quiere arrebatar el poder, le conviene
conservar su capacidad para desarrollar las funciones que necesita la manada;
porque si se demuestra, en el combate, que la categoría la tiene un incapaz, entonces
será expulsado inmediatamente, por el otro macho, del lugar privilegiado que
ocupaba en la jerarquía; y sin que sirva de estereotipo, la película Bambi nos muestra que el ciervo que
manda en la manada es aquel que es capaz de infundir seguridad en todos en
situaciones de peligro.
Pero,
además de la función y el mando, las sociedades humanas están regidas por un
tercer tipo de leyes: las de la justicia.
La justicia consiste en asegurar para todos el mismo respeto básico,
independientemente de funciones y categorías, como sustrato de igualdad sobre
el cual podrán crecer las diferencias individuales, atribuidas al mérito y no a
la casualidad ni a la fuerza; y puedo aceptar la autoridad del gobernante
cuando el gobernante acepta que tiene los mismos derechos que yo; como en una
maceta, la igualdad humana (es decir la dignidad) es la tierra fértil y abonada
en la que crece la planta del mérito, que funda a su vez, en su tronco, en sus
raíces, en sus ramas, en sus flores y en sus hojas, las categorías jerárquicas
que le van a permitir crecer; si corto el tronco, la planta se quedará sin
raíz: y morirá; por lo tanto está claro que las raíces son una de las partes
más importantes de la planta. Si la sociedad es una construcción jerárquica que
puede funcionar si falta un albañil pero no puede si falta un ministro, está
claro que el ministro importa más que el albañil; pero si faltan todos los
albañiles también está claro que la sociedad no funciona, e importan más que el
ministro. En esta jerarquía hacen falta dos cosas: que se reconozca la dignidad
de la persona (tanto de los albañiles como de los ministros) por encima de la
dignidad del cargo (pues un albañil vale más por ser persona que un ministro
por ser ministro: porque los ministros, como los albañiles, son intercambiables
mientras que las personas no); y que, a la hora de calibrar la importancia, no
se confunda lo necesario con lo suficiente: sin campesinos, los señores feudales
no son nada, pero basta con que haya señores para que haya campesinos; sin
raíces no crece el árbol, pero si no hay hojas, por más raíces que tenga, la
existencia es imposible; todas las partes del árbol son necesarias pero, dada
la existencia de las más básicas, las más altas son suficientes; por muchas
raíces que haya no hay árbol si no hay hojas que hagan la fotosíntesis; y por
mucho azúcar y agua que tenga una pera, para ser pera no basta con azúcar y
agua: hace falta algo más.
¿Qué
es una familia? Un grupo humano que, en tanto que naturaleza o grupo, tiene
funciones y jerarquía, y en tanto que humano, dignidad. Los padres tienen funciones que desarrollar en el cuidado
y crecimiento de los hijos; la historia ha ido modificando las categorías, de modo que la figura del
pater familias ha quedado obsoleta y ahora los esposos ejercen un liderazgo
compartido; y los hijos tienen, como los padres, la misma dignidad que los hace iguales en derechos aunque no lo sean en las
responsabilidades del cargo; el mandato de honrar a padre y madre debe
entenderse desde el mandato de respetar la dignidad de los hijos, y no violar
en ningún momento sus derechos. El instinto paternal, como el instinto
maternal, es un amor incondicional
hacia los hijos que nos hace temblar de emoción; ese instinto también lo tienen
los animales, especialmente los mamíferos (quizá los reptiles, gusanos y
madréporas no lo tengan).
Pues
bien, la función de los padres es cuidar y hacer crecer a los hijos. Cuidar es alimentar, proteger, amar y
dar calor, y abonar la tierra fértil para que crezcan en ella. Desarrollar es dejarlos crecer en esa
tierra y que en ellos vayan aflorando sus cualidades, sin cortar las que no nos
gustan ni querer imponerles las nuestras. Y queremos que nuestros hijos tengan,
de mayores, una categoría, pero
debemos querer también que desde esa atalaya no pisoteen los derechos de los
demás: es decir que crezcan como personas dignas.
Todas las familias emplean su dinero en cuidar
a los hijos procurándoles las máximas comodidades; en desarrollarlos imponiéndoles los retos necesarios para que afloren
sus talentos (todos queremos que estudien antes de ponerse a trabajar); y en colocarlos, para que el día de mañana
tengan un empleo, satisfactorio y decente, con el que ganarse el sustento; y
queremos, en la base de todo, que nadie se
ría, que nadie los engañe, que nadie abuse de ellos.
Cuidar,
desarrollar, colocar, respetar a los hijos, que sean respetuosos y que todo el
mundo los respete: eso es lo que queremos para nuestros hijos; y para eso
queremos nuestro dinero. Pero hay padres que cuidan, desarrollan y colocan su
dinero más que a sus hijos, como si, por obsesión, quisieran más a su dinero (la
muerte de un hijo a veces les recuerda, amargamente, que no es así: le pasó a
la familia Agnelli). Otros padres los cuidan tanto que se niegan a dejar que se
desarrollen, acaparándolos siempre para que no se vayan de su lado (“ay, hijos,
¿por qué creceréis?”). Otros los cuidan y desarrollan buscando lo que creen
mejor para ellos y haciéndolos perfectos con los mejores estudios, los mejores
oficios y las mejores notas, sin pensar que tal vez ellos no aspiran a lo mismo;
y, como Pigmalión, quieren que sus hijos sean como ellos o que sean lo que
ellos nunca llegaron a ser. Y otros, en fin, se molestan en enseñarles sus
derechos, en que sean respetuosos y buenos, en que desarrollen su libertad,
olvidándose de que para desarrollarse como personas deben desarrollar, también,
sus capacidades y talentos, no sólo sus derechos y su dignidad.
Supongamos
que hay un vecino cuyo hijo tiene más talento que el nuestro: ¿sería justo que
le quitáramos dinero al nuestro para financiar los estudios del vecino? Sería
bueno ayudarlos a los dos, pero si nuestro dinero no da para tanto ¿quién
podría reprocharnos que echáramos el resto sólo por nuestro hijo,
independientemente de sus capacidades, por dignidad, por deber y, sobre todo,
por amor? Seguramente nadie. Nadie puede reprocharles a un padre y a una madre
que desarrollen todo lo que puedan el talento, pequeño o grande, que tenga su
hijo; quizá tenga otro tipo de talento que no sea sólo meramente intelectual,
pero nos hemos acostumbrado a pensar que quien no vale para estudiar no vale
para nada: y tal vez valga para mucho aunque o no sea ese tipo de estudios;
ésos que consisten en hincar los codos
sobre la mesa, enfangados en los libros durante horas.
Para
ocuparse de los jóvenes con talento, cuando no pueden hacerlo sus padres, está
la sociedad. Están las becas, las residencias para estudiantes, las dietas para
el transporte, está todo eso. La búsqueda de la perfección es la excelencia.
Cada joven debe buscar el grado de excelencia que le compete en su desarrollo.
El estado español debe proteger, financiar y velar por el desarrollo de los
niños españoles. Ya de por sí es una injusticia que los nacidos fuera de España
no tengan esas mismas oportunidades (para eso debieran crearse las oportunas
instancias internacionales); pero si, encima, nos fragmentamos, la situación
puede volverse esperpéntica; si, dentro de España, cada territorio quiere ser
independiente de los demás, gestionar sus dineros sin compartir nada con los
otros y que, por ejemplo, los catalanes se desentiendan de los andaluces,
estaremos creando una sociedad insolidaria. Porque, puestos a ser
independientes, ¿no podría ocurrir que un día Barcelona se desconectara de
Cataluña? ¿Y que su ciudad se separara luego de su campo? ¿Dónde pararíamos?
Si, en lugar de sentirnos fuertes cuando nos sentimos unidos, nos empeñamos en
separarnos, ¿hasta dónde nos llevará el proceso? Aparte de que uno se separa de
otro cuando el otro no lo ayuda en su cuidado, en su desarrollo, en su subsistencia
o en su dignidad: nada de eso ha descuidado España con respecto a Cataluña;
entonces ¿qué sentido tiene separarse? ¿Para debilitar al otro? ¿Para poner
odio donde antes hubo amor? ¿Para faltarle al respeto y vilipendiarlo? ¿Qué es
el derecho de autodeterminación? ¿Derecho a poner fronteras cuando nos apetece?
¿O derecho a liberarse frente a la opresión? En este caso, si una comunidad no
oprime a la otra, ¿para qué separarse de ella? ¿Sería lógico que dos esposos se
separasen solamente porque quieren ser libres? ¿No se puede ser libre viviendo
juntos, en solidaridad?
Lo
mismo les pasó años atrás a los de la ETA. Que había un conflicto vasco, cuando
el único conflicto era el que habían creado ellos. Y, lo mismo que es criminal
separar por la fuerza lo que está unido, también es criminal unir por la fuerza
lo que está separado. Crear en España un Estado islámico. Unirlo por las armas
al califato de Siria como lo estuvo antes Al Ándalus al califato de Bagdad. La
historia ha dado muchas vueltas y ahora esos pueblos tienen pocas cosas en
común: ¿cómo crear afinidades políticas donde sólo hay afinidades culturales? Y
no todas, algunas: que además del mundo árabe hay muchos mundos que han dejado
profundas huellas en España; Europa, con la que compartimos (y no la
compartimos con ellos) la cultura de los derechos humanos.
Este
empeño en invadir, en separarse. Separarse de un territorio para unirse por la
fuerza (eso sí, llevando nosotros la batuta) a un territorio que no quiere
unirse a nosotros; el País Vasco siempre ha querido anexionarse Navarra; y lo
que llaman Euskadi Norte, que es el País Vasco francés. Cataluña reivindica,
obligando a Baleares y Valencia, la construcción de los países catalanes; pero
lo que tiene principio no tiene fin, y un día querrán la Provenza francesa y,
por qué no, Cerdeña y Sicilia y tal vez Nápoles también: puestos a pedir… Si
para estas anexiones hacen falta algunas guerras, que las haya. ¿Qué nos dejará
este chovinismo de la paz que disfrutábamos antes con España?
Pero
es que el espíritu separatista no termina ahí. En Madrid, que es el centralismo
por antonomasia, también lo hay. Cuando un alumno de Segovia quiere estudiar en
un instituto de Madrid, siendo buen estudiante, se encontrará con que el peor
estudiante de Madrid tiene 9 puntos más que él, siendo él el mejor de Segovia;
y quedará de los últimos de la lista porque, frente al privilegio de ser
madrileño, pesará poco el mérito del expediente académico. ¿Resultado? Que se
premiará la procedencia de los alumnos, no su excelencia. Y una educación que
premia a las personas por su origen está condenada a perder calidad, ya que uno
no ha elegido dónde nace pero sí cuánto estudia; aquí se está premiando el mérito
de nacer frente al mérito de estudiar, ya que a los estudiantes se les valora
por dónde nacen, no por lo que hacen.
Protegemos
a los de casa frente a los de fuera y al hacerlo descuidamos nuestro futuro, nos
condenamos a la mediocridad; porque acabaremos dando los mejores cargos a los
peores, o por lo menos correremos ese riesgo. A no ser que corrijamos esa
anomalía compensándola por otro lado.
Proteccionismo.
El proteccionismo lo conocemos bien en economía. Si yo fabrico buenos zapatos y
los que tú fabricas son peores que los míos, está claro que la gente me los comprará
a mí; pero si cuando yo te los venda tú me cobras impuestos para que mis
zapatos se vendan en tu país más caros que los tuyos, que son peores, está
claro que no fomentas la excelencia, sino la mediocridad. Lo que deberías hacer
es animar a tus fabricantes a hacer zapatos iguales o mejores que los míos, no
a desanimar a tus compradores de que compren zapatos buenos porque yo, que soy
extranjero, soy mejor que tú; te crees que proteges la prosperidad de tus
productores y quizá de momento sea así, pero estás debilitando, a la larga, la
calidad de los productos que compras; te acostumbrarás a vivir peor pudiendo
vivir mejor; esto es limitar la altura de tus aspiraciones, reducirte a la
pobreza en vez de aspirar a ir mejorando, que es lo que debería buscar todo
pueblo con verdaderas ambiciones.
Hace
veinte años me gustaba viajar en familia y recorríamos España alojándonos en
albergues de juventud. Cuando te hacías el carnet de alberguista te daban un
mapa con todos los albergues de España; un día compré un libro con todos los
que había en Europa, y hasta pude hacerme con otro que contenía todos los
albergues del mundo. Hoy, como vivo en Segovia, me dan un mapa sólo de Castilla
y León; si quiero ir a Galicia tengo que buscar los mapas en la Xunta de
Galicia, si quiero ir a Benicassim tendré que pedirlo en la generalitat
valenciana y si quiero ir a Sevilla, Huelva o Granada, tendré que preguntar en
la Junta de Andalucía, si me quieren atender; con nuestras ansias de
independencia hemos pasado de tener toda la información en un solo sitio a
recorrer muchos sitios para recoger poca información. Vaya por dios:
progresamos.
Esto
me recuerda que en la Baja Edad Media se desarrolló la burguesía, como economía
de las ciudades, en los talleres, en los oficios, en los comercios. Cuando un
comerciante iba de feria en feria tenía que pagar peaje en cada ciudad, en cada
sitio usar distintas monedas, distintas unidades de medida, y eso, qué duda
cabe, hacía que su trabajo fuese muy difícil; hasta que las monarquías se centralizaron
y se empezó a pagar un solo impuesto, y a usar en todas partes las mismas
monedas y las mismas unidades de medida; en España primero fue la monarquía
autoritaria, en Francia fue después la monarquía absoluta. La cuestión de los
abusos se quiso resolver con la revolución francesa, pero Francia no dejó de
ser, con la revolución, un país centralizado; nada nos asegura que dando
autodeterminación a todas las regiones el país hubiera ganado en prosperidad y
en futuro.
Hace
no tantos años, entre 2002 y 2010, los padres se manifestaban furibundamente
contra el gobierno; el motivo de su cólera era que sus hijos, en lugar de ser
enviados a estudiar a un instituto que distaba 300 metros de su escuela, iban a
serlo a otro que estaba a 600 metros; y en los pueblos no querían que los
enviaran a la cabecera de comarca dos años antes de lo que correspondía, a
pesar de que el gobierno garantizaba la gratuidad del transporte escolar. Yo me
acordaba de la Edad Media: donde un estudiante podía ir a París, Oxford, Montpellier
o Salamanca y, fuera donde fuera, en todas partes se entendía en latín; el
espíritu de la universidad era eso: un espíritu universal; hoy queremos que nos
hagan universidades en nuestro país, y más que en nuestro país en nuestra
región, y si puede ser en nuestra provincia, mejor, y ya puestos a pedir, que
las hagan en nuestra ciudad: todo para que el niño no se nos vaya de casa, que hoy
los obligan a estudiar en inglés. Claro, luego viene la Unión Europea y abre
fronteras, establece el inglés (el latín de nuestros días) como lengua
vehicular, nos mete en el plan Bolonia, establece las becas Erasmus, y nos
asusta; y ahora queremos que se acabe Europa, que cada uno se vaya con los de
casa y ahí se apañen los que vienen de fuera. Nacionalismo. Proteccionismo.
Provincianismo. Miedo a lo desconocido. Vuelta al hogar. Nos refugiamos en
nuestra historia y si no nos gusta nos inventamos otra. Nos ponemos senyera y
barretina. Y nos olvidamos de que la bandera de España fue, en un principio,
una réplica de la bandera de Cataluña.
Nadie
ignora que nos han engañado con el plan Bolonia. Que antes la licenciatura con
grado nos salía gratis y ahora el master que necesitamos nos cuesta un huevo.
Pero tenemos un espacio europeo de educación superior y en él desaparecen los
problemas que teníamos antes para convalidar los estudios: la solución no está
en derribar el espacio, sino en democratizar el master. Y en la educación
secundaria proliferan los estudios bilingües, los bachilleratos mixtos, la
apertura al mundo. Abrirse, claro está, supone problemas, pero la solución no
es cerrarse. Entre abrirse a Europa a través de España y encerrarse en Cataluña
no debería haber dudas; siempre que para salir al mundo no hubiera que
renunciar a la sardana, a la barretina, a la senyera y a la Sagrada Familia; lo
malo es renunciar a Beethoven por una sardana. España, decía Ortega, es el
problema y Europa es la solución, o lo que es lo mismo: si quien puede lo más
puede lo menos ¿quién sería tan tonto para quedarse con menos?
Y
viva Cataluña. Con la mirada puesta en horizontes lejanos, que no hay que mirar
tan lejos para encontrar a España; algunos parece que no saben español pero se
expresan muy bien en inglés, y ya se sabe: que para ignorar al de al lado no
hay como poner de pantalla al que nos mira de lejos.