Su disposición, a diferencia de
las mujeres, es ideal para orinar de pie, y aquí surgen algunos problemas.
Cuando el chorro es grueso y abundante se controla perfectamente, y proporciona
una sensación de placer; pero cuando es fino y escaso la sensación de placer
desaparece y, además, puede organizar algunos quebraderos de cabeza; el caso es
que las paredes de la uretra, suponemos, en algunos casos están más pegadas que
en otros; y, no sabemos por qué razón, imaginamos que por el capricho de sus
pliegues, el chorro sale despedido hacia arriba por encima del borde del
inodoro y otras, por el contrario, por debajo, abriéndose a veces en dos y
hasta en tres chorros (en este último caso, si no sacamos el trasero, puede
incluso mojar el pantalón); en el momento en que empezamos a orinar es
imposible saber cómo va a venir el
chorro, de modo que, por mucho que nos preparemos, mancharemos el váter y el
suelo sin querer.
Otras veces sale el chorro bien
dirigido hacia el interior pero, por no sé qué extrañas circunstancias,
mientras ese chorro describe una parábola otro chorro gotea, sin formar ninguna
curva, a la vertical; y en ese caso tenemos uno que cae dentro y otro que cae
fuera (o, en el mejor de los casos, en el borde); cuando ajustamos el tiro de
modo que los dos caigan dentro ya es tarde para que, al menos en uno de ellos,
se pueda evitar el estropicio.
Todo el mundo sabe que esa
parte del cuerpo está revestida de abundante pelo. Igual que sucede con la
cabeza (y eso se evidencia cuando nos lavamos), a veces queda algún pelillo suelto;
y, por puro azar o puro capricho, alguno de esos pelillos queda pegado
obturando la uretra; de modo que algunas veces orinamos en dos y hasta en tres
chorros sin que podamos hacer nada para evitarlo; el estropicio en este caso es
mucho mayor que en todos los casos anteriores. Resultado: que después de orinar
dejamos parte del suelo cubierto con una charca, aunque sea pequeña.
¿Cuál es la visión de las
mujeres? Que los hombres somos unos desastrados y, en el peor de los casos,
disfrutamos regando el suelo en un movimiento panorámico de la uretra alrededor
de su eje; todo con tal de regar suelo, váter (borde, interior y nuevamente
borde) y otra vez suelo. Nada más alejado de la realidad. Los hombres no
disfrutamos ensuciando las cosas sino que somos víctimas desgraciadas de
nuestra propia anatomía. Me refiero a los hombres normales: no a esos
desalmados que andan por ahí haciendo el gamberro.
De modo que, si la anatomía y
la fisiología obligan una vez al mes a tomar medidas de higiene (lo que las
mujeres resumen diciendo que son “cosas de mujeres”), la trayectoria del
chorro, cual sutil artillería, también justifica el uso de la denominación de
origen diciendo que son “cosas de hombres”. Todo es cuestión de perspectiva. La
perspectiva de la mujer le da al fenómeno una interpretación incorrecta desde
el punto de vista de la víctimas (puesto que las mujeres deben sentarse, cuando
tienen sus necesidades, en el cubículo debidamente guarreado por los hombres);
pero la perspectiva masculina no ve ensañamiento, sino torpeza, en un guarreteo
del que los mismos hombres no son culpables, pero sí responsables.
¿Cómo resolverlo? Recurriendo a
la empatía: no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti;
pero si tienes que vértelas con un chorro incontrolable, intenta, por lo menos,
vencer el ángulo de tiro antes de disparar; y si lo debes corregir después de haberlo
lanzado, limpia luego el suelo y el inodoro con suficientes cantidades de papel
que tirarás luego a la papelera. Pero claro, con eso te cargas pronto el papel higiénico;
y tendrá que pagar las consecuencias la persona que venga a usar el váter
después de ti. Si eso sucede en tu propia casa, coges la fregona, dejas la
ventana abierta y luego cambias el agua de la fregona; nadie te debe acusar de
haber orinado en varios chorros, pero sí de no haberlo limpiado antes de
marcharte.
¿Que eso es un rollo y, cada
vez que vas a orinar, te supone un quebradero de cabeza? Orina, pues, como las
mujeres; ellas lo evitan orinando sentadas. ¿Que así no orinan los hombres?
¿Que te sientes disminuido en tu masculinidad? Entonces el problema no lo
tienes en la uretra, sino en la cabeza. Si por haber orinado siempre de pie el
hombre piensa que así debe orinar siempre, incurre en lo que Hume dio en llamar
falacia naturalista; es como si de haberse vestido siempre de azul sacáramos la
conclusión de que los niños siempre deben vestirse de azul.
La naturaleza nos ha dado a los
hombres la posibilidad y disfrute de orinar de pie, y no la tienen las mujeres.
Hagámoslo así en el campo y disfrutemos cada vez que debemos hacerlo, también,
en la carretera. Elogiemos, por permitirlo, a la uretra masculina. Pero
censuremos que lo debamos hacer también en el retrete, tanto en casa como en
los servicios públicos, si no ponemos los medios suficientes para evitar que
quienes vengan después tengan que soportar la hechura masculina de nuestra
naturaleza. Por eso a estas palabras, si tuviéramos que ponerles un título, no
podría ser ningún otro que no fuera éste: “elogio y refutación de la uretra”.
Todo es digno de elogio mi querida Lechuza.
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