viernes, 21 de junio de 2019

LA CARA...



COSTUMBRES ESTUDIANTILES
LA CARA…


             Entre los estudiantes hay unas cuantas virtudes y algunos vicios. Virtudes y vicios son hábitos, y tienen que ver con la adaptación al medio y con la altura moral de las personas: estamos hablando, pues, de costumbres. Las costumbres estudiantiles tienen que ver con mochilas, mesas, estuches, timbres, pasillos, puertas y pinganillos. Vamos a hacer en estas líneas un poco de costumbrismo; el costumbrismo en las aulas es una parte de la sociología de la educación.
            La mochila de un alumno no sirve para llevar libros; bueno, eso es accesorio, porque no son pocos quienes llegan a clase sin los necesarios lápices, libros y cuadernos; pero la primera función de una mochila es tapar el móvil; el alumno la coloca sobre la mesa, pone encima el anorak si la altura de la mochila no es suficiente y la utiliza como parapeto: detrás de ella el alumno se dedica, como soldado en una trinchera, a mirar el móvil; y, lo que son las cosas (el mundo al revés), el móvil está abierto y la mochila cerrada; los libros permanecen guardados en una mesa impoluta (ya se sabe que los estudiantes padecen un agudísimo fenómeno de alergia para la que no hay antihistamínicos: la alergia a los libros). En el móvil consultan el wasap, el instagram, los resultados de la liga o los emparejamientos de la champions; otras veces se entretienen haciendo apuestas deportivas.
            A veces la mochila sirve, también, de novia o de almohada, que al caso viene a ser lo mismo; el alumno se abraza a ella y duerme plácidamente los sueños de una noche que no durmieron como dios manda, porque se quedaron jugando hasta las tantas a los muñequitos y a la play. Luego en clase, como se aburren, ya se sabe que quien no hace nada se aburre de necesidad, se dedican a grabar a sus compañeros o al profesor; su destreza es grande, saben hacerlo sin que se les note; y cuando los pillan y les exigen que borren las grabaciones que han subido a internet, viene la madre, que de policías sabe mucho pero de estar con los hijos bien poco, y amenaza con denunciar al instituto porque el móvil es la vida privada de sus hijos y nadie puede meterse en ella; eso sí, los compañeros cuyas fotos han publicado en internet no tienen vida privada, de ellos no se preocupan nunca sus padres.
            Mientras el profesor da la clase, los alumnos se entregan a un juego plácido y nemoroso; una extiende la mano y la otra le hace cosquillitas con los dedos; o se las hace en el cuello, también se las hace una chica a un chico y se las hace delante de ti, tú estás explicando, no importa, ellos siguen en su salón de masaje porque eso es para ellos la clase donde parece que están aprendiendo; aunque lo importante es lo otro, las cosas de la clase forman parte de lo accesorio.
            Los estuches tampoco sirven para guardar lápices y bolígrafos, rotuladores, reglas, gomas y típex. No: un día sirvieron para meter chuletas, y la técnica es siempre la misma; se coloca el estuche sobre la mesa con la cremallera vuelta hacia el alumno, y el alumno hurga con los dedos girando las diminutas chuletas según convenga; otras veces las chuletas (de letra diminuta) están enrolladas en el canuto del bolígrafo, que se gira suavemente para, con esos dedos de lince, seguir leyendo.
            Claro que la técnica del estuche pertenece a la prehistoria; ahora sólo la usan los pringados (en mis tiempos una chica, la más pícara, se escribía en el muslo las chuletas de religión, y religión entonces la daba un cura; a ver quién era el cura guapo que le decía a la chica que se levantara la falda para verle la chuleta). Hoy la chuleta se mete en el móvil y el móvil entre las piernas; la figura del profesor mirando entre las piernas de las chicas parece, cuando menos, sospechosa; sospechosa, pintoresca y picaresca. A veces el profesor manda poner todos los móviles en su mesa pero de nada sirve; algunos se llevan dos a clase y, ya libres de la sospecha, utilizan el de repuesto.


            ¿Que qué hacen con los móviles? Variadas cosas. Si es un examen de historia llevan el tema metido en un archivo. Si es de matemáticas fotografían la hoja con las preguntas, así, sin que las vean, siempre hay un momento en que el profesor mira para otro lado, y se lo mandan por correo electrónico a un amigo que está en la calle; el amigo resuelve los problemas, los fotografía a su vez y se los manda por correo; el alumno no tiene más que copiar las respuestas y ya está; como el profesor se pasea mirándolo todo porque ya no se fía de nadie, siempre hay un momento en que mira a otros y entonces tú vas y aprovechas para copiar.
            Sabido es que los cuellos y las bufandas no sirven para abrigarse; sirven para esconder pinganillos. El pinganillo es un dispositivo electrónico del tamaño de un mosquito que se mete dentro de la oreja; ahora ya los hacen tan pequeños que ni se ven; no hace tanto eran un poco mayores y se veían, y entonces las chicas aprovechaban su larga cabellera para esconderlos; el profesor lo sabía porque la chica siempre se recogía el pelo amontonándolo al mismo lado de la cabeza, nunca del otro; pero, claro, tampoco se imagina uno al profesor levantándole el pelo sedoso y hurgando entre cuello y oreja como si fuese un otorrinolaringólogo. Hoy la tecnología ha avanzado tanto que es absolutamente imposible pillar a un alumno que está copiando con un dispositivo suficientemente caro. Algunas voces piden que se gaste una parte del presupuesto del instituto  en comprar inhibidores de frecuencia.
            El timbre tampoco sirve para marcar la hora; sirve para que automáticamente, como un resorte, se levanten todos los alumnos y salgan disparados hacia la puerta; estos muelles vivientes buscan desesperadamente como si se estuvieran asfixiando, la puerta convertida en salida de emergencia, y el profesor se queda, con la palabra en la boca, diciendo la frase a medio terminar; diciéndosela ya a la nada, porque ni las ventanas ni las paredes le escuchan ya. Claro, esta estampida tiene sus preludios: porque cinco minutos antes de que sonase el timbre, y a veces hasta diez, los alumnos empezaron a ponerse sus chaquetas y a guardar los libros en las mochilas sin que al alumno le importara nada la regla de Ruffini, el imperativo categórico  o la revolución francesa. Cuando el profesor les manda quitarse las chaquetas, sacar de nuevo los cuadernos y alargar la explicación cinco minutos más por encima del timbre, parece que está violando uno de sus derechos más inalienables, elementales y sagrados.
            El profesor va por los pasillos y tiene que esperar a que las escaleras, completamente atascadas de chicos que las tapan a lo largo y ancho, se vacíen de marabuntas, de hormigas y caballos relinchando porque nadie, absolutamente nadie, va a fijarse en que por allí hay esperando un profesor; no lo ven porque no miran y cuando miran y lo ven siguen bufando en sus narices porque nadie se va a molestar en apartarse para dejar pasar a un profesor. Estás en la biblioteca leyendo durante una guardia y entra un lebrel, dos lebreles, tres lebreles, abriendo la puerta a golpes y salen luego sin cerrarla; y a nadie le importa que el ruido del pasillo en los cambios de clase sea un estrépito incompatible con la concentración y la lectura. Los mandan a la biblioteca y son capaces de estarse una hora sin hacer nada con tal de no abrir un libro: y luego dicen que se aburren; todo porque un profesor imbécil, un impresentable, les ha prohibido sacar el móvil. La biblioteca es un triste lugar (y eso se ve en el bachillerato nocturno donde, por ser mayores, ya no tienen tantas prohibiciones); las mesas se decoran con libros abiertos que nadie mira y las manos son soportes de móviles donde se congelan las miradas embrutecidas, magnetizadas como imanes. 


            Y no quiero contar más cosas. Aún las podría contar porque haberlas, haylas, pero hay que ponerle a todo un punto y final. Tan sólo unas puntualizaciones como colofón de fiesta. Que muchos de estos alumnos que ensucian las aulas luego salen a la calle pidiendo calidad de enseñanza. Y muchos de estos mismos (aparte de algunos auténticos estudiantes, todo hay que decirlo) gritan en las manifestaciones pidiendo un mundo mejor y yo me digo: igualito que el que ellos crean en las clases erigiendo la traición en norma y el recelo, y la desconfianza, cuando transforman los exámenes en sesiones de copieteo.
            Ésas son las costumbres de muchos de nuestros alumnos. Van de botellón y sólo beben hasta coger el puntillo; sólo que el puntillo es una medida elástica que puede variar entre un par de copas y ocho o diez (porque algunos, alcoholizados, se creen ya que aguantan mucho). Sólo sé que las virtudes son los hábitos buenos; y bueno quiere decir adaptar los medios a los fines o adaptarse a los buenos fines; en este sentido nuestros alumnos son unos inadaptados. Son capaces de pasar sin mirar por el corcho del departamento de orientación, con toda la información que necesitan pinchada allí, y luego quejarse de que no están bien informados. Y tener una web que les orienta con pelos y señales sobre absolutamente todo, y no abrirla siquiera porque tiene mucha letra… ¡vaya rollo! Claro. Es más entretenido consultar en el móvil las apuestas deportivas o los emparejamientos de la champions.
            Yo abogo por un cambio en las costumbres. Cómo se hace no lo sé, pero hace falta. Algo intentamos hacer en la clase de ética. Hace falta que el profesor, íntegro con su trabajo y respetuoso con los alumnos, sea para ellos un auténtico modelo. Yo no sé lo que hay en la calle ni lo que pasa en sus casas: sólo sé lo que tengo en el aula, y quiero cambiarlo. Y pongo mis ojos en la isla de utopía apuntando a un futuro mejor porque quiero seguir enseñando, porque creo en la escuela y quiero al alumno, y quiero que no tardando mucho amanezca en el horizonte y venga un mundo nuevo: y pueda leer, riendo y cantando, las páginas vitales de unos chicos cantarines y unas mentes sanas, liberadas al fin de los senderos perversos de la técnica. Entonces podré contar cosas donde haya mucha inteligencia y no tanta picaresca. No tanto cerrilismo sin escrúpulos. ¡Sería tan hermoso bogar en la sociología de la educación…! Brindemos por un nuevo costumbrismo.




           


1 comentario:

  1. Una verdad que me conmueve como maestra, quiero un alumno que pinte criterio, sensibilidad y firmeza de carácter, pero la vida, hoy, nos da otro tipo de estudiante, aunque aquel todavía está , todavía se va formando a nuestro lado, son pocos, pero son... rescato de mi querida Lechuza esta verdad: "...venga un mundo nuevo: y pueda leer, riendo y cantando, las páginas vitales de unos chicos cantarines y unas mentes sanas, liberadas al fin de los senderos perversos de la técnica. Entonces podré contar cosas donde haya mucha inteligencia y no tanta picaresca. No tanto cerrilismo sin escrúpulos. ¡Sería tan hermoso bogar en la sociología de la educación…! Brindemos por un nuevo costumbrismo." Brindemos Lechuza...

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