COSTUMBRES
ESTUDIANTILES
LA
CARA…
La mochila de un alumno no sirve
para llevar libros; bueno, eso es accesorio, porque no son pocos quienes llegan
a clase sin los necesarios lápices, libros y cuadernos; pero la primera función
de una mochila es tapar el móvil; el alumno la coloca sobre la mesa, pone
encima el anorak si la altura de la mochila no es suficiente y la utiliza como
parapeto: detrás de ella el alumno se dedica, como soldado en una trinchera, a
mirar el móvil; y, lo que son las cosas (el mundo al revés), el móvil está
abierto y la mochila cerrada; los libros permanecen guardados en una mesa
impoluta (ya se sabe que los estudiantes padecen un agudísimo fenómeno de
alergia para la que no hay antihistamínicos: la alergia a los libros). En el
móvil consultan el wasap, el instagram, los resultados de la liga o los
emparejamientos de la champions; otras veces se entretienen haciendo apuestas
deportivas.
A veces la mochila sirve, también,
de novia o de almohada, que al caso viene a ser lo mismo; el alumno se abraza a
ella y duerme plácidamente los sueños de una noche que no durmieron como dios
manda, porque se quedaron jugando hasta las tantas a los muñequitos y a la
play. Luego en clase, como se aburren, ya se sabe que quien no hace nada se
aburre de necesidad, se dedican a grabar a sus compañeros o al profesor; su
destreza es grande, saben hacerlo sin que se les note; y cuando los pillan y
les exigen que borren las grabaciones que han subido a internet, viene la
madre, que de policías sabe mucho pero de estar con los hijos bien poco, y amenaza
con denunciar al instituto porque el móvil es la vida privada de sus hijos y
nadie puede meterse en ella; eso sí, los compañeros cuyas fotos han publicado
en internet no tienen vida privada, de ellos no se preocupan nunca sus padres.
Mientras el profesor da la clase, los
alumnos se entregan a un juego plácido y nemoroso; una extiende la mano y la
otra le hace cosquillitas con los dedos; o se las hace en el cuello, también se
las hace una chica a un chico y se las hace delante de ti, tú estás explicando,
no importa, ellos siguen en su salón de masaje porque eso es para ellos la
clase donde parece que están aprendiendo; aunque lo importante es lo otro, las
cosas de la clase forman parte de lo accesorio.
Los estuches tampoco sirven para
guardar lápices y bolígrafos, rotuladores, reglas, gomas y típex. No: un día
sirvieron para meter chuletas, y la técnica es siempre la misma; se coloca el
estuche sobre la mesa con la cremallera vuelta hacia el alumno, y el alumno
hurga con los dedos girando las diminutas chuletas según convenga; otras veces
las chuletas (de letra diminuta) están enrolladas en el canuto del bolígrafo,
que se gira suavemente para, con esos dedos de lince, seguir leyendo.
Claro que la técnica del estuche
pertenece a la prehistoria; ahora sólo la usan los pringados (en mis tiempos
una chica, la más pícara, se escribía en el muslo las chuletas de religión, y
religión entonces la daba un cura; a ver quién era el cura guapo que le decía a
la chica que se levantara la falda para verle la chuleta). Hoy la chuleta se
mete en el móvil y el móvil entre las piernas; la figura del profesor mirando
entre las piernas de las chicas parece, cuando menos, sospechosa; sospechosa,
pintoresca y picaresca. A veces el profesor manda poner todos los móviles en su
mesa pero de nada sirve; algunos se llevan dos a clase y, ya libres de la
sospecha, utilizan el de repuesto.
¿Que qué hacen con los móviles?
Variadas cosas. Si es un examen de historia llevan el tema metido en un
archivo. Si es de matemáticas fotografían la hoja con las preguntas, así, sin
que las vean, siempre hay un momento en que el profesor mira para otro lado, y
se lo mandan por correo electrónico a un amigo que está en la calle; el amigo
resuelve los problemas, los fotografía a su vez y se los manda por correo; el
alumno no tiene más que copiar las respuestas y ya está; como el profesor se
pasea mirándolo todo porque ya no se fía de nadie, siempre hay un momento en
que mira a otros y entonces tú vas y aprovechas para copiar.
Sabido es que los cuellos y las
bufandas no sirven para abrigarse; sirven para esconder pinganillos. El
pinganillo es un dispositivo electrónico del tamaño de un mosquito que se mete
dentro de la oreja; ahora ya los hacen tan pequeños que ni se ven; no hace
tanto eran un poco mayores y se veían, y entonces las chicas aprovechaban su
larga cabellera para esconderlos; el profesor lo sabía porque la chica siempre
se recogía el pelo amontonándolo al mismo lado de la cabeza, nunca del otro;
pero, claro, tampoco se imagina uno al profesor levantándole el pelo sedoso y
hurgando entre cuello y oreja como si fuese un otorrinolaringólogo. Hoy la
tecnología ha avanzado tanto que es absolutamente imposible pillar a un alumno
que está copiando con un dispositivo suficientemente caro. Algunas voces piden
que se gaste una parte del presupuesto del instituto en comprar inhibidores de frecuencia.
El timbre tampoco sirve para marcar
la hora; sirve para que automáticamente, como un resorte, se levanten todos los
alumnos y salgan disparados hacia la puerta; estos muelles vivientes buscan
desesperadamente como si se estuvieran asfixiando, la puerta convertida en
salida de emergencia, y el profesor se queda, con la palabra en la boca,
diciendo la frase a medio terminar; diciéndosela ya a la nada, porque ni las
ventanas ni las paredes le escuchan ya. Claro, esta estampida tiene sus
preludios: porque cinco minutos antes de que sonase el timbre, y a veces hasta
diez, los alumnos empezaron a ponerse sus chaquetas y a guardar los libros en
las mochilas sin que al alumno le importara nada la regla de Ruffini, el
imperativo categórico o la revolución
francesa. Cuando el profesor les manda quitarse las chaquetas, sacar de nuevo
los cuadernos y alargar la explicación cinco minutos más por encima del timbre,
parece que está violando uno de sus derechos más inalienables, elementales y
sagrados.
El profesor va por los pasillos y
tiene que esperar a que las escaleras, completamente atascadas de chicos que
las tapan a lo largo y ancho, se vacíen de marabuntas, de hormigas y caballos
relinchando porque nadie, absolutamente nadie, va a fijarse en que por allí hay
esperando un profesor; no lo ven porque no miran y cuando miran y lo ven siguen
bufando en sus narices porque nadie se va a molestar en apartarse para dejar pasar
a un profesor. Estás en la biblioteca leyendo durante una guardia y entra un
lebrel, dos lebreles, tres lebreles, abriendo la puerta a golpes y salen luego
sin cerrarla; y a nadie le importa que el ruido del pasillo en los cambios de
clase sea un estrépito incompatible con la concentración y la lectura. Los
mandan a la biblioteca y son capaces de estarse una hora sin hacer nada con tal
de no abrir un libro: y luego dicen que se aburren; todo porque un profesor
imbécil, un impresentable, les ha prohibido sacar el móvil. La biblioteca es un
triste lugar (y eso se ve en el bachillerato nocturno donde, por ser mayores,
ya no tienen tantas prohibiciones); las mesas se decoran con libros abiertos
que nadie mira y las manos son soportes de móviles donde se congelan las
miradas embrutecidas, magnetizadas como imanes.
Y no quiero contar más cosas. Aún
las podría contar porque haberlas, haylas, pero hay que ponerle a todo un punto
y final. Tan sólo unas puntualizaciones como colofón de fiesta. Que muchos de
estos alumnos que ensucian las aulas luego salen a la calle pidiendo calidad de
enseñanza. Y muchos de estos mismos (aparte de algunos auténticos estudiantes,
todo hay que decirlo) gritan en las manifestaciones pidiendo un mundo mejor y
yo me digo: igualito que el que ellos crean en las clases erigiendo la traición
en norma y el recelo, y la desconfianza, cuando transforman los exámenes en
sesiones de copieteo.
Ésas son las costumbres de muchos de
nuestros alumnos. Van de botellón y sólo beben hasta coger el puntillo; sólo
que el puntillo es una medida elástica que puede variar entre un par de copas y
ocho o diez (porque algunos, alcoholizados, se creen ya que aguantan mucho).
Sólo sé que las virtudes son los hábitos buenos; y bueno quiere decir adaptar
los medios a los fines o adaptarse a los buenos fines; en este sentido nuestros
alumnos son unos inadaptados. Son capaces de pasar sin mirar por el corcho del
departamento de orientación, con toda la información que necesitan pinchada
allí, y luego quejarse de que no están bien informados. Y tener una web que les
orienta con pelos y señales sobre absolutamente todo, y no abrirla siquiera
porque tiene mucha letra… ¡vaya rollo! Claro. Es más entretenido consultar en
el móvil las apuestas deportivas o los emparejamientos de la champions.
Yo abogo por un cambio en las
costumbres. Cómo se hace no lo sé, pero hace falta. Algo intentamos hacer en la
clase de ética. Hace falta que el profesor, íntegro con su trabajo y respetuoso
con los alumnos, sea para ellos un auténtico modelo. Yo no sé lo que hay en la
calle ni lo que pasa en sus casas: sólo sé lo que tengo en el aula, y quiero
cambiarlo. Y pongo mis ojos en la isla de utopía apuntando a un futuro mejor
porque quiero seguir enseñando, porque creo en la escuela y quiero al alumno, y
quiero que no tardando mucho amanezca en el horizonte y venga un mundo nuevo: y
pueda leer, riendo y cantando, las páginas vitales de unos chicos cantarines y
unas mentes sanas, liberadas al fin de los senderos perversos de la técnica. Entonces
podré contar cosas donde haya mucha inteligencia y no tanta picaresca. No tanto
cerrilismo sin escrúpulos. ¡Sería tan hermoso bogar en la sociología de la
educación…! Brindemos por un nuevo costumbrismo.
Una verdad que me conmueve como maestra, quiero un alumno que pinte criterio, sensibilidad y firmeza de carácter, pero la vida, hoy, nos da otro tipo de estudiante, aunque aquel todavía está , todavía se va formando a nuestro lado, son pocos, pero son... rescato de mi querida Lechuza esta verdad: "...venga un mundo nuevo: y pueda leer, riendo y cantando, las páginas vitales de unos chicos cantarines y unas mentes sanas, liberadas al fin de los senderos perversos de la técnica. Entonces podré contar cosas donde haya mucha inteligencia y no tanta picaresca. No tanto cerrilismo sin escrúpulos. ¡Sería tan hermoso bogar en la sociología de la educación…! Brindemos por un nuevo costumbrismo." Brindemos Lechuza...
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