viernes, 26 de abril de 2019

EL SAPIENS DE HARARI





EL SAPIENS DE HARARI   
  

             Yuval Noah Harari es historiador de la universidad hebrea de Jerusalén. Con sólo 43 años ya tiene en su haber unos cuantos libros entre los que destacan especialmente tres: uno dedicado al pasado de la humanidad, otro que habla del presente y otro que se ocupa del futuro; el primero lleva por título Sapiens: de él vamos a hablar aquí. Pese a su juventud Harari es consultado por los principales líderes políticos del momento.
            Su estilo es sencillo y directo, fácil de leer y, sin embargo, cargado de datos; pero el arsenal científico queda relegado a unas cuantas notas llenas no tanto de citas como de referencias bibliográficas, y un índice alfabético de los principales términos empleados con mención de las páginas donde aparecen; el texto propiamente dicho está libre de la pesadez del aparato científico y metodológico, habitual en los libros de investigación, y se ofrece al lector como un relato interesante y ameno; sólo consiguen hacer agradable la erudición, desvistiéndola de ropajes eruditos, las grandes mentes como Ortega y Gasset, Francisco Miró Quesada Cantuarias, Jesús Mosterín y ahora Yuval Noah Harari.
Sapiens es un libro de historia; en él se recoge el pasado de la humanidad, prácticamente desde que el homo sapiens eliminara a las cuatro especies humanas que convivieron con él: los neandertales, los denisovanos, el homo floresiensis y el homo ergaster; pasó por tres revoluciones, la cognitiva, la agrícola y la científica, la primera de las cuales retrasa el origen de la historia en 70.000 años. El libro está construido en cuatro partes, tres dedicadas a estas tres revoluciones y otra, de la mano de los imperios, a la unificación de la humanidad. El autor rompe moldes defendiendo ideas provocadoras; así, la verdadera revolución del pensamiento es el cotillleo, el sapiens es un asesino ecológico, la agricultura fue un desastre y como somos esclavos de nuestros genes, jamás hemos podido ser felices a pesar de tanto progreso. Paralelamente plantea problemas que la historia se olvidaba siempre de tratar, como el maltrato animal, las teorías sobre la felicidad, la importancia del individuo dentro de la comunidad o la violencia de género.
Vamos a sobrevolar uno a uno los 19 capítulos que conforman el libro; al hilo de nuestros comentarios aflorará la originalidad de unos temas de los que todo el mundo ha oído hablar pero que rara vez han sido tratados como se merecen; por lo menos en un libro de estas características, divulgador y al mismo tiempo riguroso.


1. El cerebro se cuece en la cocina.

            Conocida es la tesis del órgano costoso: en nuestro cuerpo hay órganos que consumen mucha energía, que son el tubo digestivo y el cerebro; así que cuando el primero disminuye y se atrofian los músculos (lo que sucedió cuando empezamos a comer carne) la energía sobrante se destina a alimentar el cerebro. Harari siempre encuentra la metáfora perfecta: “al igual que un gobierno reduce el presupuesto de defensa para aumentar el de educación, los humanos desviaron energía desde los bíceps a las neuronas” (p. 21), y por eso sus músculos se atrofiaron. Después dominaron el fuego para cocinar los alimentos y nuevamente Harari tiene a mano una comparación muy gráfica: “mientras que los chimpancés invierten cinco horas diarias en masticar alimentos crudos, una única hora basta para la gente que come los alimentos cocinados” (p. 25).

2. La teoría del chismorreo.

            Las primitivas agrupaciones humanas eran tropillas como máximo de 50 individuos; cuando aparece el chismorreo llegan a 150, que es el máximo de personas que se pueden conocer íntimamente (p. 40): “hablar unos a espaldas de otros”, por paradójico que parezca, “es esencial para la cooperación en gran número” (p. 37). Ahora bien, para que se puedan comunicar más de 150 personas hace falta algo más que chismes: hacen falta mitos; los dioses, las naciones, el dinero y la justicia son mitos que no existen “fuera de la imaginación común” (p. 41). El chisme aparece hace 70.000 años y todavía estamos en él.

3. Desmontando prejuicios.

En el tercer capítulo Harari nos explica por qué nos hartamos de comida sin necesidad y a costa de nuestra salud; y lo hace con la “teoría del gen tragón” (p. 56), ya que “el instinto de hartarnos (…) está profundamente arraigado en nuestros genes”, porque hace 30.000 años, si una mujer no se comía todos los higos que tenía una higuera, luego venían los papiones y se los quitaban. También se discute (p. 57) si estamos o no genéticamente programados para la poligamia. Y se descubren cosas muy curiosas como que (p. 65), a pesar de la revolución científica “los cazadores-recolectores eran los mejor informados (…) de la historia”; hoy la humanidad en su conjunto sabe muchísimo más, pero individualmente cada uno de nosotros sabe infinitamente menos, puesto que con la aparición de la agricultura se abrieron “nichos para imbéciles”. Y frente al sobrepeso de los cazadores-recolectores, los agricultores (p. 67) tenían una dieta pobre, puesto que sólo comían trigo, patatas o arroz.

4. El homo sapiens es un asesino ecológico en serie.

            Este tema volverá a aparecer en el capítulo 18, y lo introducirá el autor con ejemplos clamorosos: cuando colonizó Australia desaparecieron los grandes animales (canguros gigantes, leones marsupiales, diprodontes y aves mayores que los avestruces actuales: p. 82); en el ártico se extinguieron los mamuts (p. 84) y, en fin, cada vez que los humanos colonizaban algún sitio arrasaban con la biodiversidad. Hubo, según el autor (p. 91), tres oleadas de extinción de origen antrópico: la de los cazadores-recolectores, la de los agricultores y la de la revolución industrial; así que le hacen reír “los ecologistas sentimentales que afirman que nuestros antepasados vivían en armonía con la naturaleza”.

5. El fraude de la revolución agrícola.

            Según la historia oficial los sapiens “abandonaron alegremente la vida agotadora, peligrosa y a menudo espartana de los cazadores-recolectores y se establecieron para gozar de la vida placentera y de hartazgo de los agricultores” (p. 97). En realidad fue al revés. Harari (p. 113) muestra una pintura egipcia donde se aprecia “la posición encorvada del labriego (…) quien, de manera parecida al buey, pasaba su vida realizando un duro trabajo que oprimía su cuerpo, su mente y sus relaciones sociales”. Lejos de domesticar al trigo, fue el trigo el que lo domesticó a él (p. 98), como si el sapiens fuese el esclavo escogido por la planta para creer y multiplicarse. “La esencia de la revolución agrícola” fue “la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones”, con lo que “la revolución agrícola era una trampa” (pp. 101-102). Consecuencia de ello fue que “los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas obligaciones” (p. 106) y el sapiens se vio atrapado en medio de una vorágine productora. Además, la agricultura apareció asociada a la ganadería, y ésta fue también una fuente de sufrimiento para los ganaderos y para el ganado. Harari cierra el capítulo con un lamento por el sufrimiento de los animales materializados en una ternera (p. 115): “después de nacer, la ternera es separada de su madre y encerrada en una minúscula jaula (…) para que sus músculos no se fortalezcan”, de manera que no puede andar ni jugar durante cuatro meses antes de ser sacrificada: así se fabrican “unos músculos blandos” que significan “un bistec blanco y jugoso”. La conclusión del autor es demoledora: “en términos evolutivos, el ganado vacuno representa una de las especies animales con más éxito que haya existido nunca”, pero están “entre los animales más desgraciados del planeta”.


6. Atrapados entre los mitos.

            “El espacio agrícola se encogía” (p. 119), porque si los antiguos cazadores-recolectores ocupaban decenas de kilómetros cuadrados, los campesinos vivían en un pequeño campo y una pequeña casa (p. 117); por su parte “el tiempo agrícola se expandía”, porque si los cazadores-recolectores “vivían precariamente” y por tanto preocupados por el presente, el agricultor tenía que predecir el futuro para llevar a buen término las cosechas (p. 119). Y como los miles y millones de personas que había en las sociedades agrícolas necesitaban del mito para la cooperación (eso que Harari llama “el orden imaginado”), viven abriendo sus mentes “a los cuentos de hadas, a los dramas, los cuadros, las canciones, a la etiqueta, a la propaganda política, la arquitectura, las recetas y las modas” (p. 132). Estamos atrapados en él como si fuera algo tan natural como las lluvias y las montañas. La conclusión también es lapidaria: estamos atrapados entre los mitos. “No hay manera de salir del orden imaginado. Cuando echamos abajo los muros de nuestra prisión y corremos hacia la libertad, en realidad corremos hacia el patio de recreo más espacioso de una prisión mayor” (p. 137): nueva metáfora pedagógica del autor, y muy gráfica.

7. La agricultura engendró el número, el número engendró la escritura y la escritura sustituyó el cerebro por la burocracia.

            La revolución agrícola hizo que las sociedades fueran más complejas y fue preciso contar para recaudar impuestos; como el cerebro humano no tenía mucha memoria, “las redes sociales humanas permanecieron relativamente pequeñas y sencillas” y eso duró miles de años (p. 141); hasta que los sumerios “inventaron un sistema para almacenar y procesar información fuera de su cerebro”: como una necesidad de los números apareció después la escritura, y entonces el cerebro fue sustituido por la burocracia y la asociación libre se sustituyó por la compartimentación: ahora las cosas están separadas (p. 149).

8. El triunfo del machismo contra todo pronóstico.

            Apareció la desigualdad de manera casual y luego se perpetuó por los intereses que se crearon en ella, pero los dominadores la justificaron como una necesidad de la naturaleza (p. 158); en la India “una persona puede casarse sólo en el seno de su casta, y los hijos de esta unión heredan su nivel social” (‘. 159): es lo que podríamos llamar el pecado original social. Después el autor pasa a explicar la jerarquía del género y otros problemas anejos. Afirma Harari que “tiene poco sentido que la función natural de las mujeres es parir, o que la homosexualidad es antinatural” (p. 169), porque los “conceptos ‘natural’ y ‘antinatural’ no se han tomado de la biología sino de la teología cristiana” (p. 168); si las alas de los mosquitos empezaron siendo paneles solares, sería antinatural que las usaran para volar; si la boca apareció para comer, sería antinatural usarlas para hablar y besar; y si los chimpancés utilizan el sexo para reforzar alianzas políticas, ¿sería esto antinatural? Nadie prohíbe lo que no es posible (eso es realmente lo antinatural, y por eso dice Harari, con mucho humor,  que nadie “se ha preocupado nunca de prohibir que los hombres fotosinteticen” o “que las mujeres corran más deprisa que la velocidad de la luz”, porque son cosas que no suceden nunca (p. 168). Harari desmonta por último las tres hipótesis que justifican el machismo: si se debiera a que “los hombres son más fuertes que las mujeres” (p. 175), ¿cómo se explicaría que los más fuertes sean los menos poderosos? Si fuera que los hombres son más agresivos ¿cómo se explica que los mejores emperadores fueron los que practicaron la virtud de la clemencia? (p. 179) Y si fuera por motivos genéticos ¿cómo se explica (p. 180) que los elefantes y bonobobos estén controlados por las hembras? Harari concluye con una pregunta: si “el sistema patriarcal se ha basado en mitos infundados y no en hechos biológicos, ¿qué es lo que explica la universalidad y estabilidad de este sistema?” (p. 181).


9. La sociedad parece fragmentarse, pero en realidad camina hacia la unidad.

            Define la cultura como una “red de instintos artificiales” (p. 185) y todas las culturas tienden a unificarse: lo que parece división en el corto plazo, en el largo plazo son unificaciones (p. 189) y se impone, finalmente, una “visión global” (p. 193); ésta se expandirá con el dinero, porque “para los comerciantes, todo el mundo era un mercado único” (p. 194).

10. ¿Qué es el dinero?

            ¿Qué sucedería si no hubiera dinero? Ese experimento se intentó hacer en la Unión Soviética mediante un sistema de trueque centralizado; el resultado fue que a todos “según sus necesidades” y de cada uno “según sus capacidades” se convirtió en “todos trabajarán tan poco como puedan y recibirán todo lo que puedan conseguir” (p. 200). Falló por falta de confianza. Ahora bien, “el dinero es un sistema de confianza mutua” porque “los dólares sólo tienen valor en nuestra imaginación común”; para decirlo con otras palabras, yo creo en el dólar porque mis vecinos creen en él, y mis vecinos creen en él porque yo creo en él (p. 203). De esta manera, dice Harari, al ser confianza universal, con el dinero como intermediario “dos personas pueden cooperar en cualquier proyecto”; y como es convertible, el dinero es un “alquimista” que puede “convertir la tierra en lealtad, la justicia en salud y la violencia en conocimiento” (p. 209); el experimento soviético falló porque sin el dinero no había ni confianza ni convertibilidad.

11. ¿Por qué los judíos no son judíos?

            Un imperio es un orden político que gobierna sobre más de dos pueblos y menos de veinte, tiene fronteras flexibles y un apetito sin límites (p. 214); puede devorar y digerir cada vez más naciones y, cuando los imperios caen, dejan “herencias ricas y perdurables”; el ejemplo que cita Harari es más que elocuente: los judíos ultraortodoxos no siguen “las tradiciones del antiguo reino de Judea”; por el contrario, siguen las costumbres de los imperios bajo los que vivieron: se visten como en Europa oriental, hablan un dialecto alemán (el yidish), discuten sobre un texto babilonio (el Talmud) y sobre los rollos de la Torá, que no existían en la antigua Judea (p. 217). De modo que si somos estrictos los judíos no son judíos.
            A pesar de eso para el caudillo escocés Calgaco los beneficios de los imperios parecen dudosos: “al pillaje, la matanza y el robo les dan el falso nombre de imperio; producen un desierto y lo llaman paz” (p. 217). Unos son gobernados por tiranos y otros, como el imperio británico, por democracias (p. 215). Hoy (p. 232) se está forjando un imperio global que “no está gobernado por ningún Estado o grupo étnico”; está gobernado por el gran protagonista de la historia del que hemos hablado: el dinero.


12. Los tres dioses a los que adoramos no vienen de la Biblia.

            Hay, según Harari, tres fuerzas unificadores de la humanidad: el dinero, el imperio y la religión (p. 234); ahora toca hablar de la religión. Después de hacer un recorrido histórico por el origen de las religiones, concluye que no vivimos, contrariamente a lo que parece, bajo el monoteísmo; hemos expulsado a los dioses por la puerta para dejarlos entrar por la ventana: los nuevos dioses son ahora nuestro panteón de santos, nuestro monoteísmo es en realidad un politeísmo. En opinión de Harari, hay tres religiones fundamentales en nuestro tiempo: el nacionalismo (que se verá en el capítulo 18), el capitalismo (que se verá en el 16) y el humanismo (que pasa a estudiar en el presente capítulo: p. 256). Hay un humanismo liberal (en donde la “humanidad” es una cualidad de cada individuo) y otro socialista (que cree que la “humanidad” es una cosa colectiva: p. 257); a estas dos sectas el autor ha añadido una tercera, la más peligrosa, cuyos representantes más famosos son los nazis: es el humanismo evolutivo (p. 258); para este último la “humanidad”, encarnada en la raza aria, no es universal y eterna, y “puede evolucionar hacia el superhombre o degenerar en un subhumano”. Ahora bien, dice Harari, “aunque el humanismo liberal santifica a los humanos”, en el fondo “se basa en creencias monoteístas” (p. 257): de ahí su éxito.

13. La cultura es un parásito para la humanidad.

            ¿Se puede predecir el futuro de la historia? No, porque es caótica. Ahora bien, hay dos tipos de sistemas caóticos: los de nivel 1 “no reaccionan a las predicciones sobre él”, como la meteorología; los de nivel 2 sí reaccionan: entre estos últimos está la historia. “¿Qué ocurrirá (p. 267) si desarrollamos un programa informático que prediga con un 100 por ciento de precisión el precio del petróleo mañana? El precio del petróleo “reaccionará” frente a la previsión y la cambiará; si sé que el autobús que estoy tomando va a tener un accidente mañana, dejaré de tomarlo y así no me pasará nada. Y si la historia es imprevisible resultará que lo que ha sucedido no tiene por qué ser lo que tenía que suceder, las culturas que han triunfado no son necesariamente las mejores, nada prueba “que el cristianismo fuera una mejor opción que el maniqueísmo, o que el imperio árabe fuera más provechoso que el de los persas sasánidas” (p. 269). Quizá las culturas sean infecciones, parásitos mentales que anidan en las personas, dañándolas; “se multiplican y pasan de un anfitrión a otro, alimentándose de sus anfitriones, debilitándolos  a veces incluso matándolos” (p. 270): es la teoría de los memes, que le debemos a Richard Dawking (rara vez cita Harari a sus autores; como ya hemos dicho, los reserva para un anexo al final del libro). Cita también al posmodernismo, para quien cada cultura extiende su propio discurso a costa, también, de las personas, que son sus víctimas. En cuanto a la teoría de juegos, sucede que los comportamientos que dañan a todos los jugadores son precisamente los que arraigan (por ejemplo, las carreras de armamentos llevan a la bancarrota y no suelen cambiar el equilibrio militar: p. 271). Todo parece invitar al pesimismo.

14. Saber es poder.

            La ciencia moderna es ignorancia convertida en observación gracias a la sed de poder; pero ¿por qué hubo que esperar tanto para comprender que al poder se llegaba mediante la investigación? (p. 278). Sí, porque la revelación sagrada fue sustituida por la revelación de la naturaleza, la tradición por el experimento, los relatos por las matemáticas (p. 283), pero ¿por qué no ocurrió antes? ¿Qué fue lo que hizo que la modernidad sustituyera lo uno por lo otro? Harari no da respuesta a esta pregunta; describe lo que sucedió pero no explica por qué sucedió así. Sin embargo cuando distingue la pobreza biológica (que mata a quienes tienen hambre) de la pobreza social (que no asegura entre todos la igualdad de oportunidades: p. 294), da algunas pistas: hoy ya no es tan importante la pobreza biológica como lo era antes (afirmación ésta cuando menos discutible) y la pobreza social está desapareciendo porque “la mayoría de los habitantes del mundo tienen tendida bajo ellos una red de seguridad” (p. 295); da un ejemplo muy gráfico: cómo, gracias a las matemáticas (la ley de los grandes números), se creó hace dos siglos un fondo de pensiones tan eficaz que dura hasta hoy (las “Viudas escocesas”: pp. 284-287). Bien acertado estaba Bacon: saber es poder. La ciencia puede incluso derrotar a la muerte, es la utopía del proyecto Gilgamesh (p. 295).


15. De cómo la ciencia no hubiera crecido sin el imperialismo.

            Pero la ciencia no era una pasión romántica del saber por el saber: la ciencia servía a los imperios y sin el dinero de los imperios nunca se habría desarrollado; y como los imperios crecían con las conquistas y las conquistas se hacían por mar, la ciencia inventó la dieta náutica para combatir el escorbuto (pp. 306-307); ahora bien, los chinos y los otomanos disponían de la misma tecnología que los europeos y el mismo afán de conquista, ¿por qué, entonces, no fue colonizada Australia por Husein Pasha ni Zheng He y sí lo fue por el capitán Cook? (p. 311). La respuesta de Harari es contundente: todos aquellos imperialismos disponían de la ciencia moderna, pero sólo Europa disponía de algo que marcó la diferencia: el capitalismo (p. 312). Según Harari, “el acontecimiento fundacional de la revolución científica” fue “el descubrimiento de América” (p. 319); a raíz de él se empezaron a hacer mapas vacíos; mapas con muchos espacios inexplorados que incitaban a explorar lo desconocido (la ignorancia como motor del saber), y así poco a poco los mapas se fueron llenando; es, dice Harari, como si “los puntos vacíos del mapa” fueran “imanes” que atraían a los europeos (p. 320); sigue el relato de Moctezuma, Atahualpa, Zhen He, el imperio inglés (donde la ciencia impulsó la conquista y la conquista impulsó la ciencia, fundiéndose con ella: el gran levantamiento de planos de la India, el descubrimiento de Mohenjo-daro, el desciframiento de la escritura cuneiforme, la hipótesis de los indoeuropeos (pp. 323-334). Harari concluye con los usos siniestros de la ciencia que hace el imperialismo, critica el racismo y su vertiente más light, el culturismo (pp. 333-334) y recuerda que hubo gente, como Rudyard Kipling, que embelleció con barniz altruista y épico lo que no dejaba de ser una explotación egoísta de los pueblos colonizados (p. 332): por ejemplo en “La carga del hombre blanco”.

16. El culto al crédito, o sea la fe en la fe.

            “Nadie quiere pagar impuestos, pero todo el mundo está contento a la hora de invertir” (p. 348): y sin embargo en ambos casos se trata de desprenderse de nuestra riqueza; pero mientras que en la economía premoderna se producía para ganar, en la economía moderna las ganancias se reinvierten para producir más (p. 345). ¿Y eso por qué? Porque si se confía en el futuro se obtiene crédito, y con el crédito se produce y se crece (p. 342). La propia palabra “crédito” significa creencia, fe, y está estrechamente emparentada con la confianza. Harari describe gráficamente “el círculo mágico del capitalismo imperial: el crédito financió nuevos descubrimientos; los descubrimientos condujeron a colonias; las colonias proporcionaron beneficios; los beneficios generaron confianza, y la confianza se tradujo en más crédito” (p. 349). Eso explica cómo Holanda, un país minúsculo, construyó un gran imperio frente al imperio de los Habsburgo: los beneficios permitieron a los holandeses devolver los préstamos (p. 350), lo que les hizo generar confianza y seguir consiguiendo crédito de los financieros; en cambio el rey de España (p. 353), mediante tributos y amenazas, “dilapidó la confianza de los inversores  y se fue arruinando poco a poco. El crédito funciona cuando lo mueve el egoísmo y no el altruismo (”el impulso egoísta humano de aumentar los beneficios privados es la base de la riqueza colectiva”, tal era el criterio de Adam Smith; lo que lleva a la paradoja de que “el egoísmo es el altruismo”: p. 343). Después (pp. 353-354) de exponer el éxito de la compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC) y Occidentales (WIC), pasa Harari a hablar de la burbuja del Mississipi (p. 356), la guerra del opio (p. 358), la independencia griega (p. 359), el auge de la esclavitud (p. 363), la gran hambruna de Bengala (p. 364) o el colonialismo abyecto de Leopoldo II de Bélgica (p. 365) como algunos de los grandes hitos del capitalismo. Si el crédito es la fe, está claro que el capitalismo es la gran religión del mundo moderno que tiene, evidentemente, sus infiernos; el mayor de ellos es el terror a que se detenga el crecimiento, para lo cual inyectan crédito barato “creando de la nada billones de dólares” (p. 347); y cuando la burbuja estalla, como pasó en el Mississipi en 1719 y con la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos en 2007, se hunde el crédito y se produce la recesión (p. 361). Y habla Harari del otro gran infierno del capitalismo: “bien pudiera ser”, dice en la p. 366, que la especie humana y la economía global sigan creciendo, pero hay muchos más individuos que viven hambrientos y en la indigencia”. Aquí está el problema: el individuo contra la especie.


17. El lado oscuro del capitalismo.

            El diagnóstico es demoledor: “en 8.500 a.C. se podían verter amargas lágrimas a propósito de la revolución agrícola, pero era demasiado tarde para abandonar la agricultura. De manera parecida, puede que no nos guste el capitalismo pero no podemos vivir sin él” (p. 366). Todo empezó con la máquina de vapor. Sabido es que “la revolución industrial fue, por encima de todo, la segunda revolución agrícola” (p. 375): tractores, fertilizantes, medicamentos, hormonas, insecticidas; los animales ya no son animales sino máquinas: gallinas en jaulas tan pequeñas que no pueden levantarse, cerdas en cajas tan pequeñas que no pueden darse la vuelta, vacas que duermen sobre sus propios orines y excrementos (p. 376), pollitos asfixiados en cámaras de gas o introducidos por millones en trituradoras automáticas… el maltrato animal alcanza cotas indescriptibles, y eso cuando los experimentos con monos demuestran trágicamente que los bebés buscan más el cariño que la comida (pp. 378-381). Además, por primera vez en la historia la oferta superaba a la demanda: ¿quién iba a comprar el excedente? El capitalismo se reinventó a sí mismo: el sobrepeso, el consumismo; “en lugar de comer poco (…) la gente come demasiado y después compra productos dietéticos, con lo que contribuye doblemente al crecimiento económico” (p. 383).

18. Y sin embargo hoy vivimos mejor.

            En el mundo antiguo con individuos débiles se formaron comunidades fuertes (p. 396); hoy tenemos individuos fuertes, pero las comunidades se debilitan. Parece que nuestro mundo es sombrío, pero Harari nos invita al optimismo apoyándose en las estadísticas (pp. 402-403); y si la paz real no es ausencia de guerra sino improbabilidad de que la haya, nunca ha habido paz real en el mundo (p. 407): hasta hoy, en que “la humanidad ha roto la ley de la jungla” (p. 408); pero como la historia es imprevisible, no podemos saber (p. 411) si acabaremos bien o mal. Lo cierto es que ya los profesores no pegan a sus alumnos ni los padres venden a sus hijos (estamos hablando en términos generales); y, cada vez más, las mujeres se sienten protegidas de sus maridos por la ley (p. 403). El mundo es cruel hoy, pero si miramos atrás antes lo era mucho más.

19. La historia no se ha interesado por lo principal: nuestra felicidad.

            “Los historiadores (…) han investigado la historia de casi todo (política, sociedad, economía, género, enfermedades, sexualidad, alimentos, vestidos), pero raramente se han detenido a preguntar de qué manera estas cuestiones influyen sobre la felicidad humana” (p. 413). La especie humana ha salido ganando a lo largo de la historia, pero los individuos humanos han perdido mucho. El homo sapiens ha triunfado pero las personas no son felices. ¿Por qué? Examina Harari varias teorías de la felicidad, pero la más interesante es la biológica (pp. 423-424): “algunos expertos comparan la bioquímica humana con un sistema de aire acondicionado que mantiene la temperatura constante (…) Algunos sistemas de aire acondicionado se fijan a 25º (…) otros (…) a 20º. Los sistemas que acondicionan la felicidad humana también difieren de una persona a otra. En una escala de 1 a 10, algunas personas nacen con un sistema bioquímico alegre que permite que su humor oscile entre los niveles 6 y 10, y que con el tiempo se estabilice en el 8 (…) Otras personas están maldecidas con una bioquímica triste que oscila entre 3 y 7 y se estabiliza en el 5 (…) su cerebro no está construido para el alborozo, ocurra lo que ocurra”. Luego examina (p. 427) la perspectiva hedonista, la búsqueda de sentido y la solución propuesta por el budismo. “La mayor laguna” de la historia es que no sabemos cómo el genio de los pensadores, “la valentía de los guerreros, la caridad de los santos y la creatividad de los artistas” influyeron o no en la felicidad y el sufrimiento de los individuos (p. 434), y concluye: ya es hora de que nos preocupemos por la felicidad.


20. Salir de Darwin para crear seres darwinianos.

            Quizá ser feliz consiste en liberarnos de la tiranía de la naturaleza, por lo menos en parte; intuye Harari que “en los albores del siglo XXI” el homo sapiens “está empezando a quebrar las leyes de la selección natural, sustituyéndolas con las leyes del diseño inteligente”. Tres son los campos donde esto ha empezado a ocurrir: la ingeniería biológica (manipulando genes somos capaces de hacer patatas resistentes al frío, fabricar insulina para los diabéticos, engendrar ratones con una oreja en la espalda y hasta podremos revivir neandertales y mamuts (pp. 438-443); la ingeniería de ciborgs (combinando partes orgánicas o inorgánicas podemos crear manos y oídos biónicos y hasta controlar piernas biónicas con la mente, y quién sabe si podremos también crear mentes colectivas: pp. 443-447); y los seres informáticos, seres inorgánicos que pueden evolucionar independientemente de nosotros; pero si los virus y antivirus se expanden por el ciberespacio, ¿podríamos llegar a crear “una evolución no orgánica”? (p. 447). Quizá (p. 448) no estemos tan lejos de recrear un cerebro humano dentro de un ordenador. Harari termina con una pregunta inquietante: “puesto que pronto podremos manipular (…) nuestros deseos, quizá la pregunta real (…) no sea ‘¿en qué deseamos convertirnos?’, sino ‘¿qué queremos desear?’” (p. 454). No menos inquietante es la conclusión: “¿hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?” (p. 456). La profecía de Frankestein es que “si intentamos jugar a ser dioses y manipular la vida seremos severamente castigados” (p. 451).

Conclusión.

            Hemos hecho un recorrido por el libro de Harari y hemos descubierto, a la vez, la falsedad de dogmas imbatibles y la realidad de algunas ideas insólitas; la agricultura no ha sido un progreso sino una desgracia; la verdadera revolución no ha sido la creación de conceptos, sino de chismes; el machismo ha triunfado sin fundamento aparente; sospecharemos que el dinero no es más que fe y que los judíos no son judíos; que la cultura es menos amiga que enemiga nuestra; que el capitalismo de lado oscuro tiene siempre un vértice salvador; que escaparemos por fin a la tiranía de la naturaleza, y que todo lo hemos conseguido, o por lo menos casi todo, menos ser felices. Algunas críticas de Harari son estimulantes, otras provocadoras y algunas hasta escandalosas, pero no dejan indiferentes a nadie; y si la tarea que se imponía Unamuno era remover conciencias, ¿no es Yuval Noah Harari el más unamuniano de los historiadores? Sin ser hiperbólicos sí podremos decir, cuando menos, que en muchas de sus páginas hay, más que historia, filosofía de la historia; y que más que un relato de lo que ocurre en la superficie se dedica a hurgar en las profundidades de las causas ocultas, buscando siempre un porqué. Su realismo es tan descarnado que se vuelve pesimista, y sin embargo siempre encontramos un átomo de luz al final del camino. Harari es un optimista informado, es decir un pesimista. Y en sus análisis hay base para buscar las semillas de la salvación: bienvenido sea.
  





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