Introdujo
la llave. Giró, no abría. La sacó un poco de la cerradura, volvió a girar. Lo
volvió a intentar sacándola más, pero tuvo que introducirla de nuevo. Giró
varias veces y otras tantas se atrancaba. Hasta que bruscamente, inesperadamente,
se abrió. Dentro se respiraba silencio. Se detuvo, respiró el vacío, miró hacia
la escalera, levantó la vista, la retuvo, allí, acurrucándose en el aire,
flotando en el espacio, esfumándose en el silencio. La puerta se había cerrado
y en sus cristales, transparentes, había ecos de vida.
En aquel
momento se sintió flotar. Era como si las cosas se hubieran detenido y
estuvieran suspendidas; un lugar, fuera del espacio, donde no tuvieran sitio
para descansar; un sitio que, en el tiempo, se encontrara flotando entre las
cosas, como la isla envuelta entre aguas que permanece inmóvil mientras todo
pasa. Aquel flotar fuera del tiempo y del espacio, rodeado de espacio y tiempo,
era un ser sin carne, un lugar de la memoria, una isla sin río, envuelta en ríos
sin erosión, una sensación de no ser nada: una memoria sin recuerdo.
Fue un
instante. Luego volvió en sí y sus ojos regresaron del país donde la mirada se
nubla, donde el alma se expande, donde los pensamientos se detienen. Su corazón
regresaba de un sentir sin sangre, de un querer sin sentido, de un ensueño sin
objeto. Miró. Escaleras arriba, subiendo pocos peldaños, descansaba el
edificio. Miró al buzón. Sobresalía un cuaderno arrugado de tapas blandas, de
cartón con espiral, de bordes aplastados y deshechos.
Lo sacó.
Tuvo que forcejar con el buzón, metálico, y logró sacarlo arañando los bordes.
Su mano derecha lo acarició mientras lo sujetaba su mano izquierda. Una nube de
polvo le hizo estornudar. Lo abrió. Había un dibujo infantil, unos garabatos apenas,
rellenos de lápices de colores mientras un letrero, mal hecho, encabezaba una
redacción que se asomaba a las ventanas del dibujo. Eran líneas inseguras, mal
orientadas, apretadas como aprietan el lápiz los niños cuando aprenden. En las
hojas viejas, levantadas de tanto escribir, agarrándose a las letras, había un
olor a escuela y a tiempo.
Su mente
soñadora se volvió a abstraer. Se olvidó del buzón, del cuaderno, del polvo, de
las escaleras y del timbre. Y entonces volvió a la realidad. Levantó la vista
hacia la baranda, guardó el cuaderno en la palma doblada, y sus pies maquinales
ascendieron por la escalera. Su mano sopesó las llaves y las volvió a
introducir hasta que dio con ella. Se abrió la puerta crujiendo levemente y se
abrieron ante él, como dos fantasmas, las cortinas de la niebla. Tanteando a
ciegas encontró la luz. La apretó, pero el interruptor no funcionaba. Entonces
fue al salón, descorrió las cortinas, abrió los batientes y entró a raudales la
luz del día. Sus pies pisaron algo. Fue una cosa alargada, metálica, como una
pinza.
La
recogió. Al agacharse sus sentidos olieron a viejo. Sus aletas se movieron,
olfateando. Estornudó. Su mano movía en el aire aquella pinza antigua, y la
analizaba al trasluz; pero no al trasluz del espacio, sino del tiempo. Aquella
pinza pertenecía a un niño que sujetaba los pantalones para que no se
engancharan en la bicicleta. Aquel niño había ido, seguramente, con su padre a
montar en bicicleta. Y el tiempo, que es el bisturí del espacio, la había
dejado lejos de la corriente, del río de la vida donde navega todo, y cuando
naufragan las cosas las arrastra, como cadáveres, en el flujo sin fin donde
vagan las cosas y se convierten en huellas.
Sopesó el
cuaderno. En su pasta colocó la pinza. Los miraba, como huellas naufragadas, y
miró la casa donde tenía que mudarse. De repente esa casa estaba llena de
huellas. Quiso adivinar quién era aquel niño, adivinar quizás qué había hecho
aquel día, cómo había salido al campo con su padre, como había peleado, cómo
había corrido por la carretera. Así, así corre la vida, se nos escapa; y no
tiene freno, se nos lleva sin que podamos pararla, por la carretera. Así él
había sido niño y ahora, que el tiempo había pasado, sus ojos miraban el otoño,
con la cadena. Adivinó que aquella cadena tenía los platos oxidados, los
piñones secos, sin engranajes donde pasar, sin grasa. El niño. Aquel niño que
vivía en la casa donde tendría que mudarse, porque la había alquilado. Sintió
en el estómago un revuelo, un malestar, una náusea.
Sacó de
su bolsillo una pequeña linterna. Tenía una manivela que giró, durante un
minuto, hasta que salió la luz para perforar la niebla. La enfocó hacia las
paredes y la paseó, escalándolas, por la oscuridad; y vio que las paredes
tenían polvo en el espacio, pero también en sus entrañas había, contenido en el
misterio, polvo de tiempo. Y se detuvo en un armario. La luz de la linterna
enfocaba, como un río de fuego, la madera vieja; un armario empotrado tenía los
batientes desgastados y en el pomo
redondo, pulido como el cristal, había una mancha de grasa. En el pomo había
restos de un brillo que en tiempos había sido transparente; pero ahora,
ensuciado entre manchas y golpes, se había vuelto traslúcido. Examinó aquella
mancha y le pareció grasa; una grasa que en su día resbaló, pastosa, pero ahora
estaba seca. Su imaginación, imparable, le mostraba al niño cansado, apoyándose
en las paredes con sus manos manchadas, mientras su padre cargaba, escaleras
arriba, una tras otra, las dos bicicletas. Seguramente se fue a cambiar y el
niño, antes de que le regañara su madre, agarró el pomo. Se bañó y comió y se
puso el pijama.
Un viento
glacial le recorrió el corazón y sonó un ruido. Su oído se aguzó; un portazo.
Volvió la vista. Regresó por el pasillo y su corazón agitado se le paró dentro.
Miró, asustado, abriendo los ojos a un lado y a otro por desvelar el misterio.
Llegó a la cocina. La puerta bailaba aferrada a sus goznes, y golpeaba el marco
una vez y otra, con las bofetadas del viento. En seguida vio que era la ventana
de la cocina y la cerró. Se le cayó la linterna al suelo. Se dio cuenta, de
pronto, de lo absurdo que era necesitar linterna para tener una luz con la que
poder buscar la linterna. Buscó a ciegas. Y su mano izquierda se agarró al
borde de la mesa mientras con la derecha, agachándose, la buscaba. Su mano
izquierda: la que sujetaba como un tesoro, para no perderlo, el cuaderno.
Era frío.
O miedo. Como un fantasma: había sentido un fantasma metérsele en su interior.
Suspiró, contuvo el aliento. Sus dedos se paralizaron hasta que se levantó,
decidido, a cerrar la ventana. Y cuando lo hizo con su pie tocó la linterna. Se
volvió a agachar y la encendió de nuevo. Iluminó la mesa y sobre ella yacía,
como un cadáver minúsculo, el objeto; aquel objeto que tocó los dedos, segundos
antes, paralizándole el alma; una cuchara pequeña que venía del pasado; una
cucharilla, silenciosa y cubierta de polvo, que extendía el miedo. Como ondas
que emanaban de lejos, inundándolo todo como una crecida, el río de la vida. El
que destruye el corazón y los movimientos y los convierte en huellas.
Sin saber
por qué, dejó de sentir miedo. De repente se llenó de una profunda tristeza,
una pasión de amor, una melancolía. Veía al niño y se le partía el alma; y
quería adivinar el rostro de aquella cara infantil, pero no la veía. Sus
facciones se esfumaban en el polvo como la marca del tiempo. Como se esfuman
los cadáveres incorruptos que han sido desenterrados muchos años después, al
tocarlos. Aquel niño desayunó, al día siguiente, y se fue al colegio. En la
cartera llevaba, seguramente, aquel mismo cuaderno. El cuaderno que él ahora
tenía agarrado en el hueco de la mano.
¿Quién
sería? Las casas tienen vida. Las alquilamos, las poseemos, instalamos en ellas
la vida de nuestro corazón, los pensamientos que hay en el alma, la razón de
nuestras manos. Lo llenamos todo de vida, se llenan las paredes de recuerdos,
depositamos en ellas las vibraciones de la conciencia, nuestros sobresaltos
inconscientes, nuestros amores, las vivencias que tenemos, nuestros deseos.
Pero las casas tienen debajo la huella de otras vidas. Antes de instalarte tú
vivió allí un niño. Antes de que tú desayunases ese niño había desayunado. Y
ahora estás aquí, y el niño se ha ido. Y no sabes qué fue de él, por qué se fue
de casa, qué padres ha tenido, qué deseos animaron sus pensamientos. Y ahora
respiran las paredes y en ellas hueles su espíritu. Paredes que no son tuyas,
porque en ellas están sus recuerdos; sus recuerdos, sus vivencias, las penas,
las alegrías, sus silencios y sus gritos, paredes llenas de juegos, de
presencias, de espíritus, de grasa de bicicleta y de niños antiguos, de sus
padres, de los miedos.
Tú estás
aquí, pues has venido. En tus manos tienes las llaves, y en tus sienes una
pregunta: ¿por qué se han ido? Aquí voy a vivir yo, pero aquí vivieron ellos:
¿por qué se han ido? Como una exhalación el río de la vida, en vez de
llevarnos, nos arrastra: ¿por qué ahora, si ayer fuimos su tiempo, nos
abandona? ¿Por qué ya no están en casa? ¿Por qué?
Sus manos
buscaron las huellas. Tocaron las paredes, quisieron sentir sus dedos, la
huella de ellos. Él no podía instalarse porque estaban ellos. Esa casa no sería
la suya, porque estaban ellos. La poblaban, la habitaban, sus cuerpos no
estaban allí, y estaban sus recuerdos. Él lo sabía. Los sentía, los palpaba, y
no los tocaban sus manos, pero los tocaba su aliento. En el armario, tirando
del pomo de grasa, había un cartel. Un cartel rojo, desvencijado con los años,
con una esquina hecha jirones, restos de una pancarta: “no pasarán”. Lo leyó en
letras rojas, orondas, enormes letras de pulpa como una naranja: “no pasarán”.
En las huellas estaba la historia de esa casa.
Volvió al
pasillo, desesperado. Una angustia le subía golpeándolo desde el vientre. No pasarán.
Buscó a tientas la cerradura de la puerta. Agarró el pomo, abrió, salió para
respirar. Una bocanada de aire le llenó los pulmones porque le faltaba aliento.
Amarró el borde de la puerta para cerrar y se clavó las astillas. Tocó aquellos
bordes con cuidado y estaban astillados. Los iluminó con la linterna y vio los
golpes en la puerta. Las huellas. Las huellas del tiempo. La historia que
asomaba a su puerta transportada por las huellas. La presencia. Los fantasmas.
Quiso
bajar y tocó barro con las suelas. Enfocó la linterna y había sangre. Y pasos
en la sangre. Restos de huida que un día rompió el tiempo. ¡Dios mío! El niño.
¿Por qué huiría? ¿Qué le pasaría? ¿Tan abandonada estaba aquella casa que había
alquilado? ¿Tantos años deshabitada? ¿Qué misterios se escondían allí? Avanzaba
y cada paso era una huella de aquella historia. Restos de ropa deshilachada en
los goznes. El buzón lleno de cartas sin abrir. Buscó la llave. Lo abrió. Entre
folletos manchados y arrugados sobres, un papel de periódico. Lo abrió.
Una casa
desahuciada. Una familia en la miseria. El niño, con el cuaderno en la mano,
iba al colegio. El banco se lo había
llevado todo. La bicicleta. La casa llena de vecinos. Los vecinos retratados
con una pancarta: “no pasarán”. Las ventanas cerradas a cal y canto. Barricadas
en las puertas. La policía. Alambradas cortadas con las cizallas. Golpes de
martillos en la puerta. Astilladuras. Restos de sangre en el vestíbulo. Los
vecinos corriendo, aporreados. Los zapatos manchándose en la sangre. El niño
corriendo, tapándose la cabeza, junto a sus padres. Y la casa que se quedaba
sin habitantes.
Se paró.
De repente su espíritu se llenó de una tranquilidad extraña. Porque los
misterios, cuando se transforman en historias, se hacen cálidos vaciándose de
miedo. Él estaba allí, abatido: pero sin miedo. Sabía que aquella casa era de
ese niño. Del niño al que habían robado la bicicleta. Y supo que no podría
estar allí. Porque aquella cara tenía su dueño. Sus paredes eran del niño, sus
armarios, sus cucharas, el rincón donde guardaba la bicicleta. La vida
interrumpida porque los bancos se llevaban su casa. Porque los padres, que no
podían pagar, estaban sin trabajo. Fueron desahuciados como miles de padres
eran desahuciados en España. Porque se perdían las casas a millares. ¿Adónde
irían esos padres, esos niños? ¿En qué colegio estudiarían? ¿Acaso vivirían sin
bicicletas?
Mientras
tanto, él, encaramado a la puerta, iba a mudarse a aquella casa. Y supo que
sufriría pues sus paredes, sus armarios, sus ventanas, le recordarían
continuamente la presencia de los niños; esos niños que estaban siendo
desahuciados. Sus labios, entumecidos, se entristecían sin quererlo. Las
paredes de la luz se harían blancas. Y en sus rayos estaría la derrota. Y sus
ojos, desde la niebla, se encaramarían a la luz; unos ojos con el brillo de una
lágrima.
Sobrecogedor como la realidad que lo ha inspirado.
ResponderEliminar"Como ondas que emanaban de lejos, inundándolo todo como una crecida, el río de la vida. El que destruye el corazón y los movimientos y los convierte en huellas"... Mis tres casas se convirtieron en mi corazón, en mi río,en mis huellas y en esa lágrima que desgarra el recuerdo.
ResponderEliminarMuy bueno!
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