EL GENARES EN
RUSIA
Uno
de aquellos jóvenes idealistas deseaba conocer en directo la revolución que
estaba en marcha. Y se fue de viaje a Rusia (por aquellos tiempos, la Unión
Soviética). Creyó que volvería contando las bondades del socialismo y volvió
contando… que no le quisieron vender helados. Fue el caso que todos los
españoles que estaba alojados en el hotel quisieron comprar helados por el
mucho calor que hacía, y el camarada vendedor no quiso porque ya eran las ocho
de la tarde: justo la hora a la que él cerraba su tienda. (En el viejo mundo
capitalista el chiringuito habría seguido abierto media hora más, y hasta dos
si hacía falta, para vender de golpe sesenta helados a sesenta turistas). Contó
también que había visto regar los campos un día de lluvias torrenciales porque
lo habían planificado desde hacía tiempo. Y que no pudieron visitar el país
libremente porque las autoridades se encargaban de que sólo se visitase lo que
ellas querían. Aun así, al volver se compraron un buen coche soviético; y como
las soldaduras del Lada se caían a pedazos, acabaron comprándose un buen coche
capitalista.
También
recuerdo cuando, siendo estudiante, trabajaba durante el verano para hacerme
con algún dinerillo. Trabajé en los montajes, en una gran fábrica de productos
químicos. Me tocó con un viejo comunista que había decidido ir aquel año de
vacaciones a Yugoslavia: y ante el aburrimiento soberbio de un turismo
espartano decidió, desde entonces, que pasaría siempre sus vacaciones en una
buena playa capitalista. Tal otro había comprobado que en una fábrica soviética
el obrero se escaqueaba de la tarea todo lo que podía (no le iban a pagar más:
total, a él le daba lo mismo); y no sólo perdía el tiempo con un aburrimiento
descomunal, sino que el desinterés y la desidia generaban productos de una
calidad ínfima; luego pasaban al consumidor para no alegrarle la vida más de lo
que un lingote de oro se la alegra a un perro. Recuerdo también que, estando
trabajando en las carreteras, terminamos de asfaltar el camino que conectaba
una casa con la carretera vecinal; y, como nos sobrase todavía medio camión de
asfalto bien caliente, le preguntamos al dueño: ¿lo aprovechamos para asfaltar
el pueblo? Total, el asfalto y la mano de obra ya estaban pagados, al pueblo le
iban a salir gratis. A lo que el buen señor nos dijo: “que el ayuntamiento se
lo pague si quiere, que esto es mío; así que lo vais a tirar ahí, en la
cuneta”. Entre la falta de solidaridad de este campesino capitalista y la falta
de implicación de aquel obrero soviético, o del camarada que vendía helados,
¿no había más semejanzas que diferencias? Al campesino le faltaba solidaridad,
al camarada le faltaba motivación: el incentivo. El primero pensaba que, si él
había asfaltado su casa con su trabajo, el ayuntamiento tendría que trabajar
también para asfaltar el suyo; y el camarada pensaba que, trabajara más o
trabajara menos, a él le iban a pagar lo mismo. El campesino, obsesionado con
su trabajo, no podía concebir, aunque lo entendiera, que el trabajo no era un
arte individual, sino un esfuerzo colectivo; y el camarada no sentía que en su
trabajo estaba el bienestar de sus conciudadanos además del suyo. Los dos
comprendían lo que era mejor para todos pero ninguno lo aceptaba: el uno porque
creía que ayudar a los demás era sostener vagos, y el otro porque no sentía que
su trabajo repercutiese en el bienestar de los demás y por lo tanto tampoco en
el suyo; el primero creía sólo en él, y el segundo no creía en la sociedad:
tampoco en sí mismo. El primero adoraba al dinero en el mismo altar en que le
rendía culto al individualismo; y el segundo, en el altar del socialismo, no
podía rendirle culto a la propiedad, y por lo tanto se desentendía de lo que no
era suyo: igual que el campesino que no había querido regalarle al ayuntamiento
el asfalto que le sobraba. Desde dos horizontes opuestos, capitalismo y
socialismo, los dos acababan adorando al individuo: el primero estaba vacío
porque era tan pobre que no tenía más que dinero; y el segundo vacío también,
porque era tan pobre que no sabía aspirar más que al dinero: y no podía.
Capitalismo y socialismo habían desembocado en la misma suerte de nihilismo: no
creer en nada, no confiar en nada, nacer y vegetar sin esperar nada, consumidos
en su riqueza el uno, el otro en su pobreza, y ambos en la misma miseria moral:
la de vivir sin ilusión, el horizonte ciego, la pasión seca, la mirada vacía,
la razón sin esperanza; vivir sobreviviendo, sin ninguna motivación; y la fe en
un mundo mejor, desguarnecida.
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