LOHENGRIN
Atrás dejaba
los campos áridos que empezaban a despertarse. Anchas planicies de tierra
parda, casi amarilla, premonición de la paja calcinada que anunciaría el
verano. Como manchas desiertas, aquí, allá, islotes de árboles como pinceladas
consumidas por la luz; tal los papeles de periódico olvidados en la calle,
amarilleados, resecos, calcinados por la vida, sin color. Luego el coche se
adentró en el jardín umbrío, allá por Peñalabra; se poblaba el campo, sobre San
Juan y Peñalviento, abriéndoles a los ojos otro paisaje; unos campos húmedos,
unos pinares que se extendían a ambos lados de la carretera, hasta perderse de
vista; la tierra se vestía de troncos rojos y abigarrados y eran palos
cruzados en el horizonte; duros hilos tejidos entre las hojas, bajo las hojas
afiladas, sobre el humus blando de la tierra, húmedo y mullido, como un
colchón.
Era un día
diáfano pero en su mente latía la niebla. La niebla, como un ser vivo, avanzaba
por los troncos y cubría el suelo, al pie de los árboles, invadiendo el espacio
sobre las ramas más bajas. Era un vaho espeso que abría sus brazos, rodeando
los claros de luz y abrazándolos, cerrándose sobre ellos como se cierra la
serpiente sobre su presa. Poco a poco la bruma escondía los árboles. Y aquella
respiración de la tierra, inspirada por el río, extendía su humedad por las
altas regiones del espacio; las copas de los árboles se vieron sepultadas por
su corporeidad hueca, extraña mezcla de luces y sombras, cuerpo sin cuerpo,
pero espacio sin vacío; la penumbra de otoño que humedece los corazones.
Así, así era
en sus oídos el preludio de Lohengrin. Era un preludio envuelto en silencio, de
voces inaudibles, veladas por el aire. Sonaba en la radio de su coche mientras
lo conducía, alargando el viaje, retrasando su llegada, deseando no llegar. El
viaje, el viaje era la vida. Cuando llegara se caería de sus pensamientos, se
olvidaría de la música, del sentir, del corazón encogido, del alma plena; y
saldría a la luz inhóspita, a las paredes donde empezaría el trabajo. El
destierro se extendería por las aulas hasta abrazarle el corazón, y él estaría
aún ausente, atrapado en el otro mundo, cautivado por la música; encerrado en
la magia de Lohengrin. El preludio era una música inaudible, hecha de silencio,
que avanzaba hacia el oído llenando el sonido; un sonido pálido, lejano, sin
color; un sonido se acercaba con una lentitud eterna, viajando como velado por
la faz de la niebla; y al llegar a sus oídos rompía el velo, emergía a la luz
como una explosión, y brillaba; después de un momento abandonó la luz y
volvería a la niebla. Y fue vagar errante otra vez en el abrazo de la bruma,
que lo envolvía todo, hasta perderse en el silencio.
Luego se sentó
a su mesa y se puso a escribir. Fue aprovechando una hora entre dos clases,
abstrayéndose del ruido, cerrando la puerta del despacho, mirando el patio. Y
el árbol, como un chopo mecido por el viento, lo arrullaba; envolvía su
pensamiento entre las sábanas del sentir. Y entonces, sumido en sus energías
más profundas, escribió lo que había sentido aquella mañana. La niebla que
trazaban en su mente, cuando iba sentado en su coche, las pinceladas de
Lohengrin.
"(...) profundas, escribió lo que había sentido aquella mañana. La niebla que trazaban en su mente, cuando iba sentado en su coche, las pinceladas de Lohengrin." Un desenlace de pincelada, me remueve la nostalgia querida Lechuza.
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