LOS VIENTOS DE MI
PAÍS
A mi amiga Agustina, que al lanzarme un reto
me ha obligado a repasar desde la raíz todas mis convicciones.
Vengo
de un lugar donde los mineros volvían cansados a casa; donde los obreros subían
penosamente, cuesta arriba, a la fábrica; donde por las noches se respiraba un
aire de huevos podridos y gas sulfúrico. Los mineros, enfundados en sus monos,
llevaban el talego al hombro, el casco con su lámpara y la cara negra; los
obreros pedaleaban la cuesta con pinzas en los pantalones, y las torres de
hierro se elevaban entre el amoníaco lanzando a la noche el venenoso vaho de su
lengua. Los mineros morían a veces en las explosiones de metano; y sembraban en
sus pulmones polvo de carbón que los endurecía, poco a poco, como las piedras.
Los mineros morían tantas veces de silicosis. Un día se petrificó el pueblo
cuando la central térmica, arrojando llamaradas de carbón, quemó al obrero que
miraba por la ventanilla de la caldera; y no fue mi padre: no estaba de turno.
Mi padre conoció la soledad de los días tristes. En las noches de invierno, con
el aullido del lobo, muchas veces se resguardaba en un mísero chozo empapado de
lluvia; con la manta mojada, alejado de todos, cuidando las ovejas; y en el canto
berrueco imaginaba fantasmas, sacudido por las ráfagas que rompían los árboles
en las noches lúgubres. O trabajaba de sol a sol, pero de sol de tres días;
metido en la tolva y alimentando el molino: tres días sin dormir; y como al
cuarto se quedase dormido fue expulsado por el amo, como un haragán, sin que le
temblase el pulso. O gemía en la noche guardando las vacas, con el chillido del
búho, tiritando en sus cuatro años, más que de frío y de hambre, de melancolía:
llamando a su madre y sabiendo que no le contestarían más que las lechuzas y
los búhos.
Soy
de un país donde la mujer trabaja, como el hombre, de sol a sol, pero sin
cobrar un sueldo. Donde las manos se helaban, frotando en la tabla, lavando la
ropa en el río. Y planchaba y cosía y tantas veces segaba, y trillaba, con un
sombrero de paja, con la piel cuarteada y seca, labrada por el viento solano,
las tardes a mediodía. Y los cerros se llenaban de barro los días de lluvia,
cuando la tierra se envolvía en polvo y la preñaban las nubes y el lodo se
atascaba en las puertas; y la gente no podía andar, cuando se hundían los pies
mientras cantaba Pepe Pinto; con las botas catiuscas, la riada arrastrándose
cuesta abajo como una culebra, y en las ventanas abiertas, con la radio puesta,
cantaba Rafael Farina. Los chicos iban al colegio y recitaban, como recita las
letanías el cura, aplicados como niños buenos, las alineaciones del fútbol.
*
Corría
el año 1960. Los mineros volvían a casa con la cara negra de carbón y yo ahora
comprendo que no debía haber duchas en la mina; ni duchas ni vestuario, porque
volvían con el mono sucio. Mi madre encendía el brasero en las frías mañanas de
invierno. Comíamos garbanzos y judías y en navidad comíamos pollo; el pavo, la
ternera, el cordero, todo eso era comida de ricos; como lo era el jamón serrano
y por eso comíamos jamón cocido. Mi madre hacía trajes a domicilio porque era
modista; sin embargo no trabajó nunca porque era mujer, la mujer sólo podía ser
mujer de su casa, ya se sabe, ama de una casa que la esclavizaba; sólo el
marido podía llevar el sueldo a casa. El padre de Rafa se había ido a trabajar
a Alemania; Rafa se quedó solo con su madre, como Pepe, Manuel y tantos otros,
que tenían padres y tíos que se habían marchado del pueblo. Será que no tenían
trabajo. No lo sé.
Los
obreros iban en bicicleta al poblado: allí, en el otro extremo del pueblo,
lejos, cuesta arriba, se llegaba a la fábrica. Luego pusieron los autobuses y
en ellos controlaba las huelgas la policía secreta. Había una residencia de
empleados y otra de ingenieros; una piscina de ingenieros y otra de obreros;
por lo menos había piscina: la Calvo Sotelo era una fábrica grande; y la
Montoro, y la Montesa, y la Calatrava. Luego estaban las minas (Peñarroya,
Asdrúbal), donde la tierra se tragaba a los mineros; y los obsequiaba con
silicosis, con metano, de vez en cuando alguna explosión, bajo el suelo. El
ruido de las máquinas era ensordecedor, mi padre casi se queda sordo. Había una
plaza de toros y un gran teatro. Y una casa de baños de la que se contaban
cosas terribles en el pueblo.
Había
un seguro donde estaban las consultas, pero cuando tenías que operarte ibas a
Ciudad Real. Un instituto de enseñanza media, ¿para qué más? A pesar de que el
pueblo llegó a tener cien mil habitantes. Los hijos de los médicos, los
ingenieros, los policías, los abogados, los que tenían comercios, iban al
instituto; para los demás era la escuela de maestría; pero poco a poco el
instituto fue recibiendo a los hijos de los obreros. No había televisión y los
mocosos teníamos que ir a verla a casa del vecino. Tampoco había coches. El
tren era de carbón y cuando íbamos a la estación, mi padre cargaba las maletas;
y el trayecto era siempre bien largo. Algún taxi habría, seguramente, pero no
había costumbre de usarlo; ni dinero. El hotel León era sólo para los ricos.
Hoy comprendo que el sueldo no daba para
más, pero es que aunque hubiera dado tampoco había costumbre de gastarlo. Y en
el verano uno viajaba hasta el pueblo no más; en tren y en viajera, y si estaba
cerca, andando: el avión sólo estaba para el Hola y el ABC.
Tiempo
atrás, durante la guerra, mis padres habían conocido las calamidades. El
hambre. La tristeza. Alcobas sin puertas separadas por cortinas. Dormir tres en
una cama, y hasta cuatro, dos en la cabecera y dos a los pies. Comer cocido sin
carne, a veces una molleja, unos bofes: casquería. Gachas. Contar el turrón y
pasarse la noche con un único trozo (“¿a ti cuánto te queda?”). El
racionamiento. Guardar las ovejas en días de nieve, dormir en la choza
empapado, tumbado en la manta que el pastor se liaba al cuerpo, y temblar bajo
el aullido de los lobos. Después de la guerra fue peor. Trabajar de un sitio a
otro por un sueldo de miseria, sin vacaciones, sin seguridad social, sin un
domingo de descanso. Crecer flacos como don Quijote, soportar abusos, días
interminables de trabajo, diez horas, doce, ¡qué más da! Podían ser dieciséis.
Peor era para los represaliados: el padre preso, huido, fusilado, los hijos
desprotegidos, señalados con el dedo, las viudas trabajando como esclavas sólo
para vivir. Los hijos en el tren, en el molino, en la construcción, en la
vaquería, bajo el viento y la nieve y la lluvia y el frío. Así crecieron
nuestros padres y nuestros abuelos. Nosotros, por lo menos, teníamos la
fábrica. La fábrica tenía sus ventajas. Cuando la había. Como en Puertollano.
El
día que acabó la guerra ondeaba en el ayuntamiento la bandera bicolor. Mi padre
la miró con melancolía. Sus ojos nublados mandaban destellos al corazón, a la
cabeza: “si para que vuelva la bandera tricolor tiene que haber otra guerra, yo
prefiero la bicolor”; eso pensaba mi padre: republicano. Su padre fue fusilado
y él nunca pidió venganza. Padeció persecución por la justica por haber
militado en un partido que luchaba por la reconciliación nacional. Eran tiempos
de hambre, de frío. Una mentalidad derrotista y terrible la de aquellos
tiempos. Días de resignación, de fatalismo: era la mentalidad de la derrota (porque
todos perdimos la guerra). Pero había detrás de ellos una fatalidad centenaria,
milenaria quizá: de la que se nutrían los fandangos, las soleás, las coplas; la
que flotaba en el amén de la iglesia; la costumbre de agachar siempre la
cabeza, como los campesinos de Courbet. Y detrás de ella había otra mentalidad
natural, agarrada a las tripas, visceral y biológica: la de echarle la culpa al
otro; la necesidad de identificar a los demás para mejor separarlos del clan,
para tenerlos enfrente, para poder apuntar mejor cuando tiraban las piedras.
Cuando
acabó la guerra nadie tenía dinero para trabajar. Ni siquiera los que la
ganaron. Sólo, entre los vencedores, tenían dinero los que mandaban. Y ellos
abusaban de los otros, vencedores y vencidos. La mayoría tenía sólo sus brazos,
el sudor de sus frentes. No había máquinas para arar, apenas el arado romano.
La ciencia y la técnica desaparecieron del horizonte. Para médico bastaba un
cursillo, y ser adicto al régimen. Si padecías apendicitis te morías de
peritonitis. Cualquiera podía ser maestro. Para gimnasia, el instructor de
falange. Todavía en los años 60 tenían que venir los ingenieros de Inglaterra,
del Japón, de Alemania. La mentalidad del empresario era la de lucrarse, no la
de invertir. España, en pleno siglo XX, no había llegado ni siquiera al
capitalismo: Buñuel lo supo ver; en Viridiana.
Por eso nos tuvimos que ir a trabajar a Alemania. Porque en España no había
empresas.
Poco
importaba la competencia. Así lo vimos en la Muerte de un ciclista: lo mostró José Antonio Bardem. Pero es que
ni siquiera había competición. Sólo había agresión, avasallamiento, violencia; una
violencia larvada en los que mandaban, en aquel triste bigotillo, autoritario y
mediocre, en el traje gris de los policías, en los municipales. La guardia
civil parecía temible. La radio, mientras tanto, nos tenía en un mundo feliz
tan ideal como bello, tan amable como falso; Antonio Molina encantado de bajar
a la mina: Rafael Farina preocupándose por los toreros; luego vendría Manolo
Escobar y en España sólo cabían el vino, el sol y las mujeres; y nuevamente
excomulgar al discrepante, pues todo era viva España “y el que no la quiera no
tiene perdón”. La única ideología posible era el nacional-catolicismo. Existía
el marxismo, perseguido, acosado hasta la muerte; todavía murió algún
anarquista en el garrote vil; la socialdemocracia existía, en las catacumbas;
la democracia cristiana, el liberalismo, eran espuma que rebalsaba por los
bordes del régimen. La única plenitud que había estaba en la Iglesia; pero la
Iglesia cambiaba, con Juan XXIII, con Paulo VI, con el concilio; y el cardenal
Tarancón y el obispo Añoveros; otra Iglesia intentó despegar con la ciencia,
con la técnica, con el negocio, con el dinero; era del Opus Dei, y gobernaba
con Franco. Las mujeres necesitaban ir con velo a misa. Era un mundo más triste, más gris, más pegado a las
jerarquías, insensible al respeto, un mundo aburrido, de plomo.
Eran
los años 60. Años de especulación. De inversiones fáciles. De abusos. El
turismo nos llenaba de divisas y España, puritana y católica, tuvo que aceptar
a las suecas, la música yé-yé y las minifaldas. En el cine guardaba las
esencias el español analfabeto, reprimido y baboso, arrastrándose detrás de las
rubias después de que Manolo le hubiera cantado a la morena de su copla; José
Luis López Vázquez, Alfredo Landa: especímenes inferiores persiguiendo a la
raza superior, la de las rubias; los escotes y bikinis merodeaban en las
playas: eran los tiempos de la españolada. Pero con el turismo vinieron también
los libros, una tímida apertura se dibujó con los escritores de la tierra, ni
dentro ni fuera, y con el pie cambiado; y entre ellos se colaron Voltaire,
Lorca, Marx, Freud, Marcuse, Machado. Y mientras se desesperaba la censura los
grises ocupaban las universidades. Un despegue industrial afloró en Cataluña:
mis amigos se iban a trabajar a Barcelona, se estaban emancipando al tiempo que
se convertían en charnegos.
Los
tiempos estaban cambiando. La mentalidad de superficie también cambió. Ya no
nos abrazaba la fatalidad: con el trabajo ganábamos dinero, el dinero nos hizo
poderosos, y el poder nos hizo libres. Las mujeres se emanciparon, porque
también empezaban a trabajar. Ser joven era ponerse el mundo por montera.
Serrat lo supo ver bien, sintiéndose mediterráneo y buscando amores “de antes
de la guerra”. Y combatiendo la hipocresía. Raimon nos lanzaba a todos al
viento, y Lluis Llach nos animaba a tirar de la estaca. La poesía también había
salido a la calle: con Gabriel Celaya, con Blas de Otero. Alberti nos llevaba a
buscar a los poetas andaluces, de la mano de Agua Viva. Y Luis Eduardo Aute. Y
Jarcha. El país salió de su letargo, se sacudió de encima el nuevo fatalismo,
pero no el viejo. Crítica, negociación, felicidad, fueron palabras que se
pusieron de moda. Y se puso de moda comprar un piso. Y viajar. Muerto el
dictador, el país parecía otro; ya antes se habían conquistado tantas zonas de
libertad que, a pesar del régimen, juntándolas todas, los españoles se creían
libres. La reforma no hizo más que oficializar la realidad; reconocer lo que
había en la calle.
Llegó
la década de los 70. Y de los 80. El golpe de Tejero no pudo parar un avance
social que era imparable. Yo era maestro por aquel entonces. Pasé muchas horas
esperando el tren, el autobús, buscando un taxi cuando nevaba a todo meter,
enseñando los números y las letras, de pueblo en pueblo. Y oí a mucha gente en
las estaciones, en el mercado, en los bares. Todos hablaban de lo mismo. De
hipotecas. De aviones. De Londres, París y Nueva York. Ya todos presumían de
haber estado allí, y quien no había pisado un avión es que era tonto. Eso sí,
desde una incultura apabullante. Te hablaban de Trafalgar Square, del Big Ben,
de Harrod’s; pero no sabían del partenón, o poco; ni de los burgueses de
Calais, con Rodin a la cabeza; todo era presumir y no conocer: estar sin ver, o
ver sin mirar, que es lo mismo; porque yo he estado en Londres, pero Londres no
ha estado en mí, que es como si no hubiera ido. Y que a cómo están las
hipotecas. Y que si a capital fijo o capital variable, vete tú a saber, el
ignorante jugaba en bolsa, se creían altas las clases medias, y el paleto se ponía
corbata sin saber que bajo el traje despuntaba la boina todavía: y era Miguel
Delibes. Viejas historias de Castilla la
Vieja. A mí se me salían las hipotecas y los coches por la orejas. Era el
capitalismo popular de Margaret Thatcher. La filosofía de Felipe González: gato
negro o gato blanco, lo que importa es que cace ratones. Se anunciaba el fin de
las ideologías. Desde una ideología inconsciente, la del pensamiento único.
Había,
sí, bolsas de pobreza. En los extrarradios había chabolas. Pero como había poco
paro, nos creíamos la ficción del pleno empleo. Cualquiera podía invertir. Pero
las empresas no querían obreros, ahora buscaban autónomos; así, se ahorrarían
gastos, derechos laborales y seguridad social. Se extendió la ciencia como una
mancha de aceite: la técnica; todos querían estudiar en la universidad, todos
querían una carrera; en la cuneta quedaban los desclasados; y los vagos. Mucha
movilidad, era el sueño americano: el más pobre podía ser jefe del más rico; si
descollaba. Rockefeller, Onassis eran ahora los modelos. Una mentalidad
universal: si tú quieres, tú puedes; en las antípodas del fatalismo coyuntural
de posguerra, cuando querer era la prueba cruel de la impotencia.
Ya
no había que ser competentes, sino competitivos. Tragar conocimientos e
indigestarse de ingeniería, pero sin criticar nada, que aquello no era cultura,
sino culto: culto al trabajo, culto al poder, culto al dinero, culto al saber:
el que te da poder, no el que te da plenitud; lejos de esa felicidad que se
consigue, según San Juan de la Cruz, “toda ciencia trascendiendo”. San Juan se
saltaba la crítica, pero es que los yuppies no llegaban a ella. Yuppy: young
urban people. Se perdió de vista la cultura con el culto al dinero. “Adiós,
papá, consíguenos un poco de dinero más”. Los Ronaldos. Se perdió la sencillez,
la autenticidad, y fuimos gente disfrazada, aparente, falsa, plástica. “Dicen
que tienes veneno en la piel”. Radio Futura. Se puede hundir el mundo mientras
no me quiten el botellón. El dinero fácil hizo posibles todos los sueños, y
entonces dejamos de soñar. Yo vengo de un mundo donde soñábamos casi todos,
porque los sueños eran imposibles. Como don Quijote. Rocío Dúrcal. La
prosperidad escaló peldaños con Felipe Gonzalez: y la clase media, que él
contribuyó a crear, se volvió contra su creador porque el obrero que se creyó
rico ya no necesitaba un partido de izquierda (se volvió de derechas). José
María Aznar demostró que España había dejado de ser de izquierda: y revivió el
franquismo sociológico. Los valores de libertad, solidaridad y felicidad se
difuminaron frente a la libertad de empresa, la competitividad y el dinero. El
mundo se volvió egoísta. Y lo hicimos entre todos. Votando a José María Aznar.
Libremente empezamos a decir que la empresa
pública era ineficaz, que gastaba mucho; y había que volverla privada,
liberalizar la economía: era el turno de los liberales. Los mismos que
volvieron deficitarias las empresas salvándolas luego con el dinero público. Y
entonces descubrimos que gastar no era derrochar. Las empresas públicas
gastaban más porque no estaban para ganar, sino para servir; para servir a los
más necesitados, que eran muchos; y no por gastar más iban a ser más
ineficaces. Desaparecieron las cajas de ahorros, y, ya convertidas en bancos,
desapareció la obra social que llevaban a cabo: cuando editaban libros, daban
becas, regalaban agendas y financiaban proyectos de desarrollo local y regional
(por ejemplo, sosteniendo económicamente museos, teatros y cosas parecidas).
Resumiendo:
se privatizó la fuerza de trajo (los autónomos); se banalizó la ciencia
(investigando sólo en lo que la economía necesitaba); se empezaron a privatizar
las máquinas (para conseguir trabajo se necesitaba coche, ordenador y móvil); se
diluyó la frontera entre los obreros y los cuadros (pues cualquier obrero podía
ser universitario). Paralelamente, se vaciaron los estudios, como un cochino en
la matanza al que estuvieran destripando (y así, tú podías tener los máximos
títulos con los mínimos conocimientos: o sea, que se devaluaron los diplomas;
sólo funcionaba la ciencia en su nivel práctico y la LOGSE, que pretendía
adaptar al alumno a la vida laboral sólo después de haber buscado el pleno
desarrollo de su personalidad, quedó devaluada en la LOMCE: competitividad a
costa de felicidad; y de cultura). Se extendió una mentalidad superficial que
empezó a impregnar todos los estratos sociales: el placer por el placer; el
culto al cuerpo, despreciando lo espiritual; odio al pensamiento (porque el
nuevo rico necesitaba sentirse bruto, ser bruto es ser macho, y todos los
empollones son unos mariquitas); egoísmo; ya no está de moda ser generoso,
amar, compartir: el corazón también está devaluado; el único valor en alza era
el alcohol, el sexo, el músculo.
Hemos
desembocado en la civilización del tedio. Cuanto más placer buscamos, más nos
aburrimos. La prosperidad económica ha desembocado en pobreza afectiva, en
miseria intelectual. El horizonte de nuestros jóvenes está vacío. Todo es
fácil, nada cuesta, nada quieren, nada saben, nada esperan, el futuro se ha
vaciado porque ya en el presente lo tienen todo; es una generación vana, sin
interés, sin futuro. Y es que se agota en el presente, ya ni disfruta con el
pasado ni espera nada del mañana: es un parásito que está ahí, vegetando, sin
aliento, sin ilusión, sin esperanza, sin energía.
¿Cómo
empezó todo? Yo llegué a Segovia hace treinta años. Todavía había máquinas de
escribir en las oficinas, en los bancos. Pero en un suspiro las cambiaron por ordenadores.
Estábamos asistiendo a una revolución tecnológica. Y la técnica lo puso todo
patas arriba. Cambió la mentalidad. Cualquiera podía, con un ordenador en casa,
manejar el mundo. Nos creíamos núcleos de nuestra propia célula mandando sin
obedecer; hebras de ADN que controlaban nuestro protoplasma; y, convertidos en
puestos de mando, nos olvidamos del protoplasma; mentes sin cuerpo.
Paralelamente nos íbamos al gimnasio preocupados sólo de nuestros músculos: nos
convertíamos en maniquíes descerebrados. Y, pura contradicción, se solapó la
realidad con la apariencia: nos creíamos mentes sin cuerpo y éramos cuerpos sin
cabeza; una enorme esquizofrenia se apoderó de nuestra sociedad; y, creyéndonos
poderosos más que libres, éramos, exactamente, lo contrario. Estábamos
alienados. Hasta la médula. Y por eso votamos a Aznar.
El
mismo que defendía al individuo: frente al Estado. Pero el individuo al que
defendía era el rico y como ricos nos creíamos todos, por eso le votábamos más
y más. Con Aznar triunfaron los mediocres. O sea, casi toda España. Quienes
querían que cada cual se sacara las castañas del fuego: no que el Estado
defendiera a los más débiles. La bajada de impuestos: la insolidaridad. Con
Aznar había que pagar las autopistas. Las autovías de Felipe nos salieron
gratis, porque las habíamos pagado nosotros: o sea el Estado. Con Aznar triunfó
ese liberalismo que confundió la iniciativa con el individuo, la libertad con
la soledad, el Estado con el abandono: más economía y menos Estado. No fue
culpa suya sino nuestra: le votamos nosotros. Con Aznar subió al poder la
insolidaridad disfrazada de iniciativa. Había que arriesgarse sin preocuparse
por la igualdad de oportunidades. Cuando Felipe necesitó estabilidad compró a
Pujol, a Cataluña. Y cuando la necesitó Aznar la pagó mucho más cara. Entre
todos alimentaron la codicia de la burguesía catalana. El ansia de
independencia para mandar y enriquecerse sin que la controlara la otra
burguesía; la de España. El mundo de Aznar fue el de los que no se equivocan
nunca. Ni con el Prestige, ni con el yak-42, ni con las nacionalizaciones, ni
con la guerra de Irak. Nunca reconocieron sus errores. Como tampoco los
reconocía Felipe González. Aquí no dimitía ni dios, y si alguien se iba era
porque los echaba la justicia: como a Roldán, a Barrionuevo, a Corcuera. Aquí
se apalancaban todos y ahí se quedaban. Le pasaría después a Rajoy, con la
Gürtel, con la Púnica, con los trajes de Camps; y con Rita Barberá, la
incombustible.
Pero
no lo hubieran hecho si no les hubiéramos dejado. Cuando a los mafiosos los
condenaba la justicia el pueblo los premiaba con mayorías absolutas; y no había
quien los echara a la calle, porque la voluntad popular así lo quería. ¿Y por
qué lo quería? Porque votaban con la mentalidad del capitalismo popular. Porque
los políticos eran el reflejo de lo que quería hacer el pueblo; si es que el
pueblo existe. La mentalidad del triunfador; de levantarse sobre el mundo, de
descollar sobre todos. Los famosos del Hola
son el escaparate de lo que sus lectores no serían nunca. Pero los políticos
eran el escaparate de lo que todos creían poder llegar a ser. Una generación
insolidaria, unas generaciones egoístas, soberbias, avasalladoras, enajenadas.
Cuando Zapatero llegó al poder prohibió fumar en los espacios públicos, y Aznar
vociferaba: ¿quién es el Estado para decirme a mí lo que debo fumar o beber?
¡Zas! De un plumazo se despedazó a la educación. Porque en una sociedad
liberal, según eso, no hace falta que nadie nos enseñe; y si mis hijos deciden
drogarse un día, el Estado no será quién para inmiscuirse en su libertad.
Porque una sociedad liberal no necesita educación. Y el hombre de derechas, el
que era rico y el que pretendía serlo, se convirtió en un anarquista con
recursos; el Estado liberal, reducido a su mínima expresión, se acababa
pareciendo al ideario ácrata de una sociedad sin Estado; Bertín Osborne no tuvo
empacho en decir en televisión que era anarquista. Sí, como yo cura. Igualito.
Todos
sabemos que los políticos de entonces cometieron muchos errores. Pero al
hacerlo, cumplían con nuestro mandato. Los elegíamos nosotros. Engañándonos en
las campañas, sí; pero también queríamos que nos engañasen; nos dejábamos engañar.
Luego vino el reflujo. Con Zapatero volvió a la escena la vieja España de izquierda
que combatió contra Franco. Y la derecha de Rajoy, delfín de Aznar, respondió con
una de las peores campañas de linchamiento que uno pueda recordar. La
descalificación. El insulto. El sofisma. La prepotencia. La manipulación. La mentira.
Las manifestaciones multitudinarias (un millón de personas) donde la Iglesia
protestaba, de la mano de Rajoy, contra el matrimonio homosexual. (Sin recordar
que Jesús, cuando querían lapidar a la adúltera, les exhortó a que, quien se
sintiese autorizado, tirara la primera piedra). Se protestaba contra el maestro
que no podía educar (el niño es propiedad de su familia; ella es la única que
puede, si quiere, manipularlo); ya lo había dicho Aznar, ¿quién es el Estado
para prohibirme fumar si yo quiero? Se protestaba contra el estatuto catalán,
que Zapatero propuso que se reformase para contener las iras del nacionalismo.
Los héroes se volvieron villanos: y se expulsó al juez Garzón por investigar
demasiado la corrupción y defender la memoria histórica a capa y espada. Había que
dejar tranquilos a los muertos, si eran de la guerra, pero teníamos que
removerlos mucho si eran de la ETA. De repente hubo gente que, sin ningún
complejo, se declaraba intolerante. Y Zapatero, que estaba en el centro de
todo, fue sometido a escarnio y reducido
a payaso, un ignorante que no sabía mandar. Un linchamiento sin escrúpulos. Del
mismo político que, ya convertido en presidente, nos pedía moderación. Con
Cataluña. Cuando ardió la mecha que él mismo había prendido.
Sólo
había un problema: que se mofaba de la voluntad popular; ésa que él mismo
invocaba cuando le iban bien las cosas. El pueblo no se equivoca (decía). Pero
si Zapatero era tonto y lo había elegido el pueblo, era evidente que el pueblo
se había equivocado. Nos estaba llamando tontos a la mitad de los españoles.
Pero el pueblo es una palabra que no corresponde a ninguna realidad. Si los
votantes son de los nuestros, ellos son el pueblo; pero si les votan a los
otros son la chusma. Y si bien es verdad que existen las chusmas (esas masas
enloquecidas capaces de linchar a cualquiera), al pueblo yo no lo he visto en
ninguna parte: eso del pueblo es una palabra vacía, una abstracción, un
fantasma inexistente; el pueblo es la gente cuando la coronamos con una aureola
de santidad; pero cuando la convertimos en un demonio la llamamos chusma. No
existe el pueblo español. Existe un pueblo de izquierda, un pueblo de derechas,
un pueblo de centro. Más que hablar del pueblo, habría que hablar de la gente.
Cuando se manifiesta un millón de personas por la autonomía, son fascistas
españoles; cuando se manifiesta por la independencia, es el pueblo catalán; ni
una ni otro son realidades que existen; en ambos casos son generalizaciones
abusivas, abstracciones sin contenido, fantasmas inconsistentes. No existe el
pueblo: existe la gente. En todos los países hay gente que piensa con el
corazón y gente que piensa con las tripas; Berlusconi, Le Pen, el bréxit son
los productos de un pensar visceral; la España de Zapatero, la América de Obama,
la Alemania de Willy Brandt son los productos de un pensar cordial; unos están
disueltos en la mentalidad egoísta, la del insulto, la de la ira, la del
linchamiento (como sucede ahora con el independentismo catalán); y a otra la guía
la generosidad, la comprensión, la empatía, el respeto (como esos voluntarios
que se van desinteresadamente a ayudar al necesitado). En España hay dos
espíritus: el espíritu del 36, que por la derecha quisiera fulminar a todos los
rojos y por la izquierda exterminar, con espíritu justiciero, a los
sinvergüenzas; y el del 78, que pretende asentar la convivencia en el diálogo,
la conmiseración y el respeto: y no ser esclavo de las tripas cuando se le
revuelven a uno con tanto sinvergüenza como anda suelto por ahí. El mundo se
puede cambiar, pero poco a poco. Cuando se cambia de golpe se vuelve
despiadado. Abimael Guzmán quiso ayudar al pobre y construyó una guerrilla
terrible que acabó matando a pobres y ricos. Pol Pot quiso destruir el viejo
mundo para construir uno nuevo: y los muertos que dejó en el camino se contaron
por decenas de miles, por millones; pero se dejó en la cuneta la dignidad, el
respeto, los derechos humanos. Si no queremos quemar Roma para hacerla mejor,
tendremos que soportar a los sinvergüenzas que tenemos alrededor, mientras la
cambiamos, aunque nos comamos sapos y culebras. Que el mundo cambia lentamente
y mientras cambia, tendremos que vigilar poco a poco que la insolidaridad vaya
desapareciendo; que el fin no justifica los medios, como se empeñaba en hacer
creer la ETA. Y otra cosa importante habrá que vigilar: que no nos hagamos como
ellos cuando vayamos construyendo un mundo cada vez más humano; como les pasó a
aquellos españoles pobres con Felipe González, que cuando se sintieron ricos
(poco importa que no lo fueran) se olvidaron de ser solidarios y se
encastillaron ciegamente en el egoísmo.
Sé
que es difícil. Lo sé. Soportar la tentación de acabar de un manotazo con todo.
Pero cuando España inició la transición había una canción que nos decía cómo
tenía que ser la libertad: sin ira. Si, presa de la ira, media España se
hubiera levantado contra la otra media, la violencia habría sido
indescriptible. Cuando ganó Mandela no promovió la revancha de los negros
contra los blancos: buscó la reconciliación, a pesar de que las injusticias
todavía estaban vivas; Mandela militó en el mismo partido en que militaba Gandhi.
A quien quiera empaparse un poco de ello les aconsejo que vean una película: Invictus. Y siempre me acuerdo de mi padre,
cuando acabó la guerra, después de que le hubieran matado al suyo: nunca quiso
venganza ni quiso tampoco luchar por una bandera, pues prefería la monarquía si
con eso se podía evitar otra guerra. Con mucha claridad lo expresaba también
Santiago Carrillo: la opción no es elegir entre monarquía y república, sino entre
dictadura y democracia. Todo esto se resume en las palabras de un estupendo
filósofo peruano (por cierto, de derechas), lleno de humanidad y buen sentido.
Las transcribo a continuación modificándolas levemente:
Hay gente que lucha contra la
gente
para defender una teoría.
Y gente que lucha por la gente
a pesar de todas las teorías.
Ni
el marxismo, ni el liberalismo, ni el anarquismo, ni el nacionalismo, ni el
cristianismo ni el islam, merecen que muera gente por defenderlas. Lo demás es
comprensión y pacifismo. Y humanidad. Y respeto. Y paciencia para tolerar el
salvajismo sin dejar de luchar contra él. Con las armas de la libertad. De la
generosidad. Del humanismo. No hay sangre humana para sacrificarla por una
teoría. La única teoría posible es la humanidad.
"Gente que lucha por la gente", aquí los vientos de mi país son fuertes, demasiados, pero vamos avanzando, estimado escritor de grato recorrido por una España que amo como a mi Perú.
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