viernes, 22 de diciembre de 2017

NAVIDAD



NAVIDAD
  

            Era el 22 de diciembre. A media mañana se habían apagado los cánticos y llegaban los autobuses. Todos los chicos habían salido para sus pueblos y el pueblo se quedaba solo. Solo… Solo de chicos. Por las calles deambulaban gentes surgidas del fondo de las casas: gentes despaciosas y sonrientes; gentes con la bolsa de la compra, gente en las tiendas, en correos y en los bares, gentes suspendidas en el tiempo, gentes; gentes que hablaban con la gente, gentes deambulando en el mercado, gentes. Algunas luces oscilaban solitarias amparando el pleno día. Un sol de invierno lucía, repartiendo sus gélidos rayos, sobre las casas que bostezaban. Los tejados rojos, negros y marrones, se encendían con la alegría de la luz; y la hierba mojada de escarcha, en el campo, y en los jardines, descansaba cubierta de rocío pero nadie cantaba ya.
            Entonces se entornaron sus ojos. A las sombras que bañaban el umbral de los sueños sucedió una imagen luminosa. Las calles, bañadas de luz, bostezaban también en el umbral de la mañana. Era un tiempo pasado de nostalgia, lejos de la vieja Castilla, allá en el sur. Los niños caminaban dentro de sus bufandas y había mujeres que iban a la compra, y los hombres estaban en la mina, y las calles lucían; y los hielos cortaban. Había belenes en la tienda y todavía no existían los árboles de navidad. Allá, en la esquina, había tres rapazuelos cantando. Uno llevaba una zambomba y otro una carraca; otro, con su pandereta, le ponía su sonajero a la música y gemía un plateresco cascabeleo ideal. Se paraban en las puertas y cantaban:

Dame el aguinaldo,
carita de rosa,
que no tienes cara
de ser tan roñosa.

            Y como la puerta se hiciese remolona entonaban, para abrirla, la sonata destinada a conseguir el aplauso definitivo:

La campana gorda
de la catedral
se te caerá encima
si no me lo das.

            Entonces se abría la puerta y salía una mujer enfundada en su delantal; y tenía la escoba en la mano o iba con el trapo de la limpieza, o con una bayeta mojada, o simplemente sin nada. Entonces se quedaban frente a ella con sus caritas de pillos y le cantaban al belén, pillos angelicales, o a la nochebuena que se iban a emborrachar; o al pavo que habían comido, qué más da. Y la mujer les daba unos trozos de turrón o unos mazapanes, o unas pesetas si no tenía nada. Si el aguinaldo lo pedían unos jóvenes, podía darles una copa de coñac.


            Las calles se llenaban de bufandas y de gorros (alguna boina), mientras los burros que pasaban dejaban boñigas o alguna oveja con su pastor sembraba el suelo de cagarrutas. El sol luminoso de invierno resbalaba por los charcos helados, y los chicos, que iban a clase en sus pasamontañas, pellizcaban las orejas de los que sólo llevaban la bufanda. Se entretenían pisando el hielo con fuerza hasta romperlo con sus talones,  les divertía ver que el agua salpicaba, en pequeños chapoteos, el trozo de charco que habían horadado con sus zapatos.
            La calle era un desfile de gorros y bufandas, zambombas, panderetas y carracas; y cánticos y luces, villancicos de colores, y turrones; almendras, mazapanes, peladillas. Alegría en los rostros infantiles, hijos de mineros, cuyos padres volvían a casa con la cara más negra que el carbón.
            Entreabrió los ojos y se encontró en Baba. Allí no cantaba nadie pero todos se habían ido a comprar. Se habían olvidado de los villancicos porque iban a la discoteca. Gritaban, bromeaban, bailaban, reían pero no cantaban. El turrón blanco y duro se había convertido en una verborrea de turrones (de coco, de huevo, de fruta, de arroz). Todo era más abundante, más caro y más fácil; pero menos alegre porque no había canciones, ni luces, mi aguinaldos, ni ilusión. No había ilusiones y no había bufandas: sólo tacos, chistes y diversiones. Lo único que lucía en las navidades de ahora era el sol del invierno, que iluminaba el rocío dándoles brillo a las cosas vanas; supliendo con sus rayos las cuatro escuálidas bombillas que relucían sin cantar. Los belenes se habían escondido tras el árbol de navidad.
            La víspera había comido con el resto de profesores en un restaurante del pueblo. Había sido una comida deslucida. Las risas habían cubierto el vacío, la atomización, la falta de compañerismo, las comuniones inexistentes. Hoy, 22 de diciembre, subía en el coche a media mañana camino de Segovia. Ni siquiera el campanilleo monocorde de la lotería había sido para él: nunca le tocaba. Marchaba a casa con alegría (pero con nostalgia); y pensaba en su esposa y en su hija, luces chisporroteantes que iluminaban su navidad. Su hermosa familia que le guardaba sus besos, le rodeaba el cuello como las cálidas bufandas de invierno diciéndole cosas que le sonaban a villancico. Le daban un trozo de turrón y parecía que les había pedido el aguinaldo: con su pandereta, con su zambomba, con su carraca; con sus ojos alegres e iluminados, enamorados por el sol.
            Aquellos días alegres, nostálgicos y cantarines, abrían las vacaciones que le llenarían de recuerdos la navidad.





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