NAVIDAD
Era
el 22 de diciembre. A media mañana se habían apagado los cánticos y llegaban
los autobuses. Todos los chicos habían salido para sus pueblos y el pueblo se
quedaba solo. Solo… Solo de chicos. Por las calles deambulaban gentes surgidas
del fondo de las casas: gentes despaciosas y sonrientes; gentes con la bolsa de
la compra, gente en las tiendas, en correos y en los bares, gentes suspendidas
en el tiempo, gentes; gentes que hablaban con la gente, gentes deambulando en
el mercado, gentes. Algunas luces oscilaban solitarias amparando el pleno día.
Un sol de invierno lucía, repartiendo sus gélidos rayos, sobre las casas que
bostezaban. Los tejados rojos, negros y marrones, se encendían con la alegría
de la luz; y la hierba mojada de escarcha, en el campo, y en los jardines,
descansaba cubierta de rocío pero nadie cantaba ya.
Entonces
se entornaron sus ojos. A las sombras que bañaban el umbral de los sueños
sucedió una imagen luminosa. Las calles, bañadas de luz, bostezaban también en
el umbral de la mañana. Era un tiempo pasado de nostalgia, lejos de la vieja
Castilla, allá en el sur. Los niños caminaban dentro de sus bufandas y había
mujeres que iban a la compra, y los hombres estaban en la mina, y las calles
lucían; y los hielos cortaban. Había belenes en la tienda y todavía no existían
los árboles de navidad. Allá, en la esquina, había tres rapazuelos cantando.
Uno llevaba una zambomba y otro una carraca; otro, con su pandereta, le ponía
su sonajero a la música y gemía un plateresco cascabeleo ideal. Se paraban en
las puertas y cantaban:
Dame el aguinaldo,
carita de rosa,
que no tienes cara
de ser tan roñosa.
Y
como la puerta se hiciese remolona entonaban, para abrirla, la sonata destinada
a conseguir el aplauso definitivo:
La campana gorda
de la catedral
se te caerá encima
si no me lo das.
Entonces
se abría la puerta y salía una mujer enfundada en su delantal; y tenía la
escoba en la mano o iba con el trapo de la limpieza, o con una bayeta mojada, o
simplemente sin nada. Entonces se quedaban frente a ella con sus caritas de
pillos y le cantaban al belén, pillos angelicales, o a la nochebuena que se
iban a emborrachar; o al pavo que habían comido, qué más da. Y la mujer les
daba unos trozos de turrón o unos mazapanes, o unas pesetas si no tenía nada. Si
el aguinaldo lo pedían unos jóvenes, podía darles una copa de coñac.
Las
calles se llenaban de bufandas y de gorros (alguna boina), mientras los burros
que pasaban dejaban boñigas o alguna oveja con su pastor sembraba el suelo de
cagarrutas. El sol luminoso de invierno resbalaba por los charcos helados, y
los chicos, que iban a clase en sus pasamontañas, pellizcaban las orejas de los
que sólo llevaban la bufanda. Se entretenían pisando el hielo con fuerza hasta
romperlo con sus talones, les divertía
ver que el agua salpicaba, en pequeños chapoteos, el trozo de charco que habían
horadado con sus zapatos.
La
calle era un desfile de gorros y bufandas, zambombas, panderetas y carracas; y cánticos
y luces, villancicos de colores, y turrones; almendras, mazapanes, peladillas.
Alegría en los rostros infantiles, hijos de mineros, cuyos padres volvían a
casa con la cara más negra que el carbón.
Entreabrió
los ojos y se encontró en Baba. Allí no cantaba nadie pero todos se habían ido
a comprar. Se habían olvidado de los villancicos porque iban a la discoteca.
Gritaban, bromeaban, bailaban, reían pero no cantaban. El turrón blanco y duro
se había convertido en una verborrea de turrones (de coco, de huevo, de fruta,
de arroz). Todo era más abundante, más caro y más fácil; pero menos alegre porque
no había canciones, ni luces, mi aguinaldos, ni ilusión. No había ilusiones y
no había bufandas: sólo tacos, chistes y diversiones. Lo único que lucía en las
navidades de ahora era el sol del invierno, que iluminaba el rocío dándoles
brillo a las cosas vanas; supliendo con sus rayos las cuatro escuálidas
bombillas que relucían sin cantar. Los belenes se habían escondido tras el
árbol de navidad.
La
víspera había comido con el resto de profesores en un restaurante del pueblo.
Había sido una comida deslucida. Las risas habían cubierto el vacío, la
atomización, la falta de compañerismo, las comuniones inexistentes. Hoy, 22 de
diciembre, subía en el coche a media mañana camino de Segovia. Ni siquiera el
campanilleo monocorde de la lotería había sido para él: nunca le tocaba.
Marchaba a casa con alegría (pero con nostalgia); y pensaba en su esposa y en
su hija, luces chisporroteantes que iluminaban su navidad. Su hermosa familia
que le guardaba sus besos, le rodeaba el cuello como las cálidas bufandas de
invierno diciéndole cosas que le sonaban a villancico. Le daban un trozo de
turrón y parecía que les había pedido el aguinaldo: con su pandereta, con su
zambomba, con su carraca; con sus ojos alegres e iluminados, enamorados por el
sol.
Aquellos
días alegres, nostálgicos y cantarines, abrían las vacaciones que le llenarían
de recuerdos la navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario