LA CUEVA DEL ESCALÓN
Estaban
subiendo por la cuesta. Una suave pendiente los adentraba en un camino que,
poco a poco, se hacía más abrupto. El terreno pedregoso se empinaba hasta que
dejaban de caminar erguidos para apoyarse con las manos en las rocas. Abajo, el
valle era bellísimo. Junto al río, al fondo, había una casa que parecía de
juguete. Las laderas bajaban con una pendiente de vértigo, y sobre ellas, en la
hierba de terciopelo, pacían las vacas. Arriba estaba el monte, como un enorme
peñasco que casi parecía recién parido por la tierra. A su alrededor todo
estaba lleno de piedras; pedruscos y cantos rodados, roca fragmentada de
variados tamaños, más abajo guijarros pequeños. En el cielo las nubes estaban
hinchadas, preñadas de agua, y su acuarela tecnicolor cubría todos los matices;
del blanco al gris, pasando por el azul celeste. Soplaba el aire y hacía
fresco. En la casita de abajo habían visto un burro. Íñigo y Fernando habían
querido fotografiarlo e Ignacio sintió deseos de justificarse ante el guía.
-Más al
sur, donde nosotros vivimos, ya no hay burros. Casi. Los hubo hace cuarenta
años cuando yo era un chaval, pero ahora han desaparecido.
-Huy
–dijo el guía-, aquí no desaparecerán. Por estos caminos el único medio de
transporte siempre ha sido el burro. Uno se ponía enfermo y caminaba subido al
asno hasta llegar al pueblo, y lo menos bajaba el valle hasta donde corre el
Asón.
-Y
supongo que los aperos de antaño todavía siguen usándose. Las alforjas, por
ejemplo.
-Ya lo
creo. Y segar a mano. Todavía se siega a mano por el valle, las mujeres llevan
toda la carga en el cuévano -el guía señaló a su espalda, en un gesto elocuente
que todos entendieron.- En estos valles abruptos no hay otra forma de segar.
El río
corría revuelto. Según el guía, el agua que había caído los dos últimos días
estaba a punto de sacarlo de madre. La lluvia llenaba las cuevas y manantiales
que lo alimentaban. Ignacio le preguntó, acuciado por la curiosidad:
-¿Es la
lluvia la que alimenta el río, o los manantiales?
El guía
respondió sin vacilar:
-En
realidad las dos cosas van ligadas. En un relieve kárstico como éste la tierra
es muy porosa. El agua de lluvia se filtra por ella y pasa a engrosar los
manantiales, que a su vez alimentan el río.
-¿El
burro es una especie protegida? –preguntó Ignacio, cambiando de conversación-.
¿Por qué ahora hay tan pocos? Bueno, parece que en Santander abundan. Aquí los
burros son más delgados y negros, y prácticamente los hay en todas partes.
Era
verdad. Aquellos burros eran negros y esbeltos. Y tenían las orejas más largas.
El
camino, que ya era agreste, se volvía abrupto. Estaba lleno de zarzas, espinos,
matorrales, helechos. A Fernando, como tenía pantalones cortos, le pinchaban
las piernas. También había ortigas entre las zarzas. Ignacio, que estaba detrás
de Fernando, recibía latigazos de las zarzas que volvían a su ser, después de
apartarlas del camino, cuando pasaban. Había caracoles en las piedras. El
viento que soplaba se hacía más gélido.
Al fondo
empequeñecía el valle. Entre la hierba mojada pacía a veces un caracol, y sus
dibujos multicolores en blanco y negro le daban la belleza de la geometría; más
que concha parecía un dibujo técnico.
Por fin
las matas y zarzales se abrieron para dar paso a la cueva, que aparecía de
repente con la majestad de las sombras. La entrada era enorme. Bajo la bóveda
pétrea el suelo se llenaba de rocas amontonadas como un desprendimiento.
Fernando saltaba entre ellas agarrándose para no caer, y desde abajo la tierra
parecía engullirlo.
-Tened
cuidado. Ésta es la parte más resbaladiza de la cueva.
Bajaron
agarrándose a las rocas, poniendo el pie en el lugar exacto donde lo había
puesto el que les precedía, y las manos se mojaban de roca fría. Los pies de
Ignacio se hundieron en el barro. La luz del casco iluminaba el interior sin
dejarles ver apenas, sólo veían el pequeño trozo de suelo que pisaba su
portador. Íñigo, de espaldas a la pared que supuraba agua, tanteaba con botas y
manos para bajar por aquel amasijo de rocas desprendidas desde tiempos
inmemoriales; y, como las fauces de un animal fabuloso, la cuerva se los tragó.
Iban en
fila guiándose unos a otros. El suelo se había vuelto liso, la bóveda perdía
altura para formar una galería. Poco antes habían visto un enorme bloque
desplomado sobre el suelo; medía más de diez metros de largo y unos siete de
alto, y era seguramente un trozo de bóveda: todavía tenía la forma cóncava que
tienen, en las catedrales, las bóvedas de cañón; pero esta curvatura se había
girado y ahora estaba besando el suelo. En su parte inferior había una cinta
blanca de medio metro de ancho: era carbonato cálcico, que depositaba el agua y
se vertía, como una mano invisible, desde una grieta del techo.
Siguieron
avanzando. El suelo era a ratos resbaladizo, a ratos tapizado de barro, a ratos
formando huecos duros que se llenaban con el agua de las filtraciones; Fernando
metió el pie en uno de esos huecos y se mojó hasta el tobillo. Ignacio hacía lo
mismo en un yacimiento de barro, y su bota quedó succionada hasta el empeine.
Llegaron a un claro dentro de la galería y el techo volvió a subir para formar
una bóveda. De entre sus grietas chorreaba agua, como una ducha, y todos
aprovecharon para lavarse las manos. Siguieron avanzando y, veinte metros más allá,
después de sortear obstáculos y evitar que se torcieran los tobillos, llegaron
a un río subterráneo.
-Mirad el
río –dijo el guía-. Hoy baja poca agua. No tendrá más de trescientos metros, y
un poco más allá se forma un lago. –Señaló hacia las tinieblas con la lámpara
que llevaba en la mano-. No tiene ninguna dificultad, pero sería una agonía
recorrerlo. Su lecho está lleno de barro y nos cubriría las botas hasta la
rodilla. Dar un solo paso sería sacar la pierna y volverla a hundir en el
barro: un esfuerzo agotador; imaginad lo que sería caminar así durante
trescientos metros.
Íñigo
hizo un gesto de aquiescencia. Se quedaron contemplando la lengua de agua
negra; negra porque estaba hundida en la oscuridad, y negra porque flotaba en
el barro. Dieron la vuelta y se encaramaron a una pared que subía, inclinándose
como el valle. Nuevamente pusieron pies de plomo para no resbalar; para no
hacerse magulladuras ni romperse ningún hueso, si se deslizaban entre las
piedras cuesta abajo; y también para no hundirse en el río y tener que bregar
con el barro. Las piedras, redondeadas como si estuvieran cubiertas de cemento,
tenían una baba fría, viscosa y húmeda, que no era la viscosidad del musgo,
mojado y pegajoso; era la de la piedra; una superficie mineral cubierta de agua
y arcilla, que curiosamente, en algunas zonas, sujetaba los pies si no la
pisabas con miedo.
Era como
un valle subterráneo. Al subir al final de la tierra inclinada llegaron a la
pared vertical; y allí encontraron estalactitas, banderas, pequeños trozos de
columnas rotas; unas tenían un color muy blanco; otras eran rojizas, marrones,
hasta negras.
-El agua
–dijo el guía- gotea por las grietas y en sus bordes deja el carbonato cálcico
que lleva disuelto; con el paso del tiempo, muy lentamente, el calcio acumulado
va formando estalactitas. Cuando lleva partículas de óxido de hierro la
estalactita se vuelve roja, y si tiene manganeso se va oscureciendo; a veces el
color pardo y oscuro que tiene la calcita se debe a que lleva arcilla disuelta.
Luego
enfocó al suelo y todos pudieron contemplar una superficie cilíndrica que
empezaba a levantarse.
-A veces
el agua, al llegar al suelo, todavía lleva carbonato cálcico; y al ir
depositándose, con el paso de los años forma las estalagmitas. Cuando la
estalactita y la estalagmita se juntan –señaló con la luz a un cilindro
irregular, lleno de extraños abultamientos, como nudillos de la mano deformados
por el reúna-: entonces se forma una columna. ¿Veis?
Después
señaló a un grupo de pequeñas estalactitas de un blanco muy puro, casi
transparente.
-Mirad
eso: no es cuarzo; es aragonita.
Ignacio
aprovechaba para sacar fotos a la cueva, y a Alicia, Íñigo y Fernando dentro de
ella. Quería tener un recuerdo de aquel viaje fantástico. Pronto llegaron a otra
galería cuya bóveda estaba muy elevada; como un calvero en el bosque, aquel
amplio espacio era como una torre dentro de una catedral.
-Mirad el
techo –señaló el guía-. Aquí viene multitud de murciélagos que se quedan
colgados en esa bóveda. Se quedan todo el invierno. –En seguida vio la pregunta
en los ojos de Iñigo-. No hay peligro: son inofensivos. Si venimos aquí en
invierno nos los encontraremos como una gran mancha negra tapizando la bóveda.
-¿Y si
los enfocamos con las luces? –preguntó Alicia-. ¿Se despertarían?
-No es
probable que eso suceda. Tendríamos que enfocarlos muy directamente para
conseguir que se despertaran. De todas formas, os repito, son inofensivos.
Sería peor para ellos.
-¿Por
qué? –preguntó Fernando.
-Porque
las hembras vienen embarazadas. Cuando llegan se frena el proceso de gestación,
y sólo cuando viene la primavera ésta continúa. Si los despertamos en invierno
las hembras se pondrían muy nerviosas y eso interrumpiría el embarazo. Yo he visto algunos abortos y os
puedo asegurar que en esa masa gelatinosa ya se va reconociendo el cuerpo.
Les dio
pena. Alicia miró a la bóveda y sus ojos se quedaron soñadores. Fernando,
mientras tanto, prosiguió la marcha. Fernando se sentía explorador y le gustaba
ir el primero (siempre, claro está, que el guía marcara el camino). El guía los
llevó a una pared de la que colgaba una cuerda con nudos; aproximadamente
(calculó Alicia) cada medio metro había un nudo. El guía les explicó que todos
tenían que trepar por aquella cuerda para llegar a lo alto de la pared. En ella
había practicadas algunas muescas para que pudiera meterse el pie y sujetarse
en el momento de trepar. Fernando enmudeció. Miraba hacia arriba. Ignacio tuvo
miedo. A Íñigo le picaba el gusanillo de la aventura. Pero Alicia, soñadora, se
quedó, entre emocionada y seria, mirando hacia arriba.
El guía
subió para mostrarles los movimientos. Después subió Fernando. La cuerda, fría,
tenía una humedad arcillosa. Fernando la sintió en sus manos mientras subía.
Bajo las indicaciones del guía, se colgó de los brazos mientras con las piernas
subía de muesca en muesca; y así, como un pequeño espeleólogo, subió hasta
arriba. Luego siguió la ascensión de piedra en piedra, agarrado a otra cuerda
que estaba fijada a la pared, a modo de barandilla. Cuando hubo llegado arriba
lo invadió una inmensa alegría. Se sentía héroe al haber escalado aquella pared
rocosa, húmeda, redondeada, arcillosa, que subía casi en vertical hasta el
techo.
Todos
subieron sin problema. Alicia, que no creía poder hacer esas cosas, se
sorprendió a sí misma; su corazón pasó del susto al júbilo casi sin transición.
El último en subir fue Iñigo. Era como un segundo guía que cerraba todas las
operaciones para asegurarse de que no fallara nada.
Ya arriba
se internaron en una pequeña galería y el guía los llevó hasta otro
ensanchamiento que, esta vez, no desembocaba en bóveda, sino en rendija. Había
una rendija con una abertura de unos treinta o cuarenta centímetros por donde
tenías que pasar. Evidentemente no podían pasar de rodillas, ni agachados;
prácticamente tenían que tumbarse; y, con una agilidad felina, el guía pasó sin
ninguna dificultad. Después pasó Fernando, cuyo cuerpo pequeño hacía que el
paso fuese más fácil. Entró Alicia y, como tenía una pequeña mochila a la
espalda, se atrancaba con la piedra; pero en seguida se estiró, alargando
brazos y piernas, apoyando las rodillas en el suelo; su pantalón blanco, sus
manos, su cara se llenaron de arcilla. Luego vino Ignacio, que se estiró como
Alicia, pero evitando, para no mancharse los pantalones, rozarlos con el suelo.
Y, sin ningún problema, cerró el grupo Íñigo, que parecía tener en estas lides
cierta experiencia.
Al otro
lado había un hall cuyas paredes, pétreas y arcillosas, parecían negras a pesar
de las lámparas en los cascos. Todavía tuvieron que bajar por unos desniveles
resbaladizos hasta tocar tierra firme. Allí había una columna partida que
enlazaba el suelo con la bóveda; era –pensó Ignacio, que por entonces estaba
leyendo la novela- uno de los pilares de la tierra; y su mente se llenó de
reminiscencias telúricas que vinieron a su alma desde la noche de los tiempos.
-¿Venían
a vivir aquí los hombres primitivos? –le había preguntado al guía apenas
entraron en las primeras trastiendas de la cueva.
-No
–había dicho el guía-. Aquí hace frío
para dormir. Es un lugar inhóspito. –En seguida, viendo las gotas de
sudor que les corrían por la frente y por el cuello, se apresuró a precisar-.
Nosotros tenemos calor porque estamos andando; el esfuerzo, con la humedad de
la cueva, nos da un sudor pegajoso. Pero si ahora mismo nos parásemos, al poco
rato tendríamos frío. No: los hombres primitivos hacían fuego a la entrada de
la cueva, no aquí adentro. Aquí sólo venía el iluminado que no tenía miedo a
los espíritus. Conjuraba el mido a lo desconocido y suspendía la respiración
ante el misterio de las profundidades de la cueva. Luego pintaba las paredes y
la bóveda, y bajo la antorcha, con la luz reverberando entre estalactitas, con
los cruces de relieves y destellos, entre luces y sombras, visiones y
tinieblas, imagínate lo que se le vendría a la cabeza. Luego lo pintaba y
volvía con su gente. Sólo ellos, los que volaban en fantasías y flotaban entre
cortinas, sombras cambiantes, ondas misteriosas y luces vacilantes: sólo ellos
se atrevían a venir al interior de la cuerva. Además, hacía frío.
Ahora
estaban en otra bóveda, arriba, en la torre de la catedral de piedra. A la
altura de las gárgolas, el guía les enseñaba los extraños relieves; las venas
de cristalitos que serpenteaban por la columnas de piedra, las banderas que
ondeaban sobre la columna como capiteles –unas, gruesas y oscuras, otras,
blancas o con vetas; otras eran filamentosas y transparentes-. Y les enseñó de
nuevo las formaciones excéntricas. Aquellas estalactitas nacientes, blancas y
pequeñas, que no crecían en vertical siguiendo la fuerza de gravedad, sino que
se torcían por los lados, formando clavos retorcidos o cuernos de rinoceronte;
otras crecían a la izquierda, luego subían y después volvían a bajar. Y lo más
curioso era que aquellas deformaciones no seguían todas la misma dirección. Por
el contrario, y como si cada una tuviera su propio norte, se abrían y cerraban,
se entrecruzaban en montón, como si fuesen un relieve de Gaudí, en las catedrales
cuyas filigranas vegetales creaban un orden en el desorden, tal como aquellas
estalactitas desbocadas que formaban con su caos un hermoso bosque. Y aquellas
formas caprichosas no salían de las grietas como salen todas las estalactitas
del mundo, sino de aquellas plataformas que parecían platos, o bandejas que
crecían de forma concéntrica, y luego sobre ellas se ponían a crecer las
estalactitas. En el techo vieron uno de aquellos capiteles desprendido, sujeto
al techo pero mostrando el espesor de sus crecimientos concéntricos, como una
creación frágil que contenía una enorme fuerza en su volatilidad cristalina.
Hicieron
una foto de familia. El guía se había ofrecido a hacérsela tras advertirles que
en aquella hermosa cripta no podrían usar el flash, no podrían hacer
fotografías. Fue una pequeña concesión del guardián de las catedrales de
piedra. De aquel hombre que, con el corazón firme, debía aunar el amor a la
naturaleza con la fortaleza para negar las flaquezas: aquellas pequeñas
debilidades que, anegándose en entusiasmo, ponen la naturaleza en peligro.
Fue el
momento de salir. Volvieron los barros y las piedras, los charcos y las
cuerdas; las rendijas donde hubieron de estirarse con los miembros abiertos
como reptiles. Íñigo no había visto rastro de vida en toda la cueva. Preguntado
por ese detalle, el guía dijo que sí: que hay bacterias que filtran sustancias
nutritivas, y esas bacterias sirven de alimento a otros seres diminutos… pero
poca cosa. La falta de luz contiene falta de vida. A veces –dijo- los
espeleólogos ponen unas trampillas con alimento y al día siguiente recogen
pequeños insectos, arácnidos… La vida, sobre todo, empieza donde acaban las
cuevas.
Y la
cueva los vomitó. Ascendieron por aquel amasijo de rocas que formaba un pasillo
ascendente, un pasillo amplio, un túnel, más avenida que pasillo, y en la
oscuridad de aquel túnel los atraía, como un imán, la boca de la cueva; aquella
boca abierta como un chorro de luz, allá arriba, y nosotros estábamos sorteando
rocas, baba pedregosa, como los bloques de granito que tiran en el mar, para
rodear los diques, los hombres del puerto.
Salieron
al exterior. Se apagaron las lámparas de los cascos, se los quitaron. Iñigo
sentía el pelo mojado sobre su cabeza, aplastado como una costra, sudoroso y
caliente. Bajaron el camino abrupto que, entre piedras y malezas, se tapaba con
ortigas, helechos, hierbas, ramas y espinos. Bajaron hasta donde el camino ya
no tenía follaje. Allí, junto al mismo caracol que había visto cuando llegaron,
y seguía todavía allí, en la tierra mojada por la lluvia, sin moverse, como si
el tiempo no hubiera pasado. Allí abajo el valle se tendía de nuevo con su
terciopelo verde. Las vacas pastando, en la pendiente sedosa, que vista desde
allí daba vértigo. El peñasco ciclópeo que cincelaba el cerro. Y sobre ellos,
las nubes húmedas, plomizas, de barriga hinchada, que dibujaban un claroscuro
en relieve de azules y grises de acuarela.
La vida
es luz: la vida. La cueva los había engullido entre las sombras. Y las cuevas
oscuras recuerdan, cuando nos olvidamos, que tras el tiempo detenido están las
vibraciones; la luz, el movimiento, el sentimiento que nos tiene en el temblor:
la vida. Cuando Alicia pagaba al guía y se despedían con un apretón de manos
aquel calor les recordó, cuando regresaron al coche, que la verdad se ve mucho
mejor con la luz, y que la luz alimenta los prados, las vacas, los perros, los
burros y los gatos. La vida. Algo que nunca estaría en las profundidades de las
cuevas.
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