A VUELTAS CON LA
EDUCACIÓN
Vivimos
en sociedad. Irremediablemente. La sociedad es una mesa que descansa sobre
varias patas: una de ellas es la educación. Que en veinticinco años España haya
conocido cuatro reformas educativas es indicativo de lo mucho que valoramos la
educación; de lo contrario nadie se preocuparía por ella. Otro indicio es que
todo el que puede levanta su voz para criticarla; generalmente es una voz
airada. Si nos atenemos a estos hechos, todo el mundo se preocupa por la
educación.
El
dato negativo es que cualquiera se arroga el derecho de hablar sobre el tema.
Sepan o no sepan. No hay escritor que se precie que no haya escrito su
preceptiva columna. Ni artista. Ni abogado. Ni ingeniero. Ni maestro. Ni
político. Ni la gente de la calle. Todos, si tuvieran oportunidad, escribirían
en el periódico sobre los desastres de la educación. Todos hablan de lo mismo:
el informe Pisa, el Pasa y el Pesa; lo poco que saben los jóvenes; el desorden
que se vive en las aulas; no sólo el bajo rendimiento, preocupa la convivencia,
la mala educación, el acoso, lo poco que respetan a los profesores. Y todo el
mundo levanta airado el dedo con gesto acusador. Uno se pregunta si interesa la
educación, o si la educación es una moneda de cambio para meterse con el
gobierno.
Un
tío mío, que es aviador, me contaba un día que todo el problema del manejo de
un avión se resumía en la regla de las tres emes: man, milieu, machine. Se me
ocurre que podríamos aplicarlo a la educación. La educación puede fallar por problemas
humanos, por el medio en que se desenvuelve o por problemas técnicos: vamos a
examinarlos uno por uno.
Empecemos
por los problemas técnicos. Las leyes de educación. Las sucesivas maquinarias
que hemos ido poniendo al frente del vehículo para que empiece a andar. La
LOGSE, la LOCE, la LOE y la LOMCE. La segunda se preocupa por la calidad de
enseñanza, como si hubiera inventado la pólvora; olvidamos que la calidad ya
estaba incluida, como uno de sus epígrafes importante, en la LOGSE. La última
va más allá: quiere mejorar la calidad de enseñanza; supone, implícitamente,
que nuestra enseñanza ya tiene calidad, pero quiere mejorarla; y quiere hacerlo
con menos dinero: resolviendo, de un plumazo, el nudo gordiano.
Las
otras dos leyes son más modestas en el nombre que reciben: ninguna alardea de
calidad, como Sócrates, que, sabiendo más que los sofistas, no presumía de
ello. La LOE se llama a sí misma, modestamente, ley de educación. Pero la
primera de todas, la LOGSE, declara explícitamente su voluntad de ordenar el
sistema educativo; y que ese orden sea general, para todo. ¿Por qué? ¿Es que
nuestro sistema de educación estaba desordenado? Pues sí. Resulta que los
chicos terminaban la EGB con catorce años, pero no podían trabajar hasta los
dieciséis: para sacarlos de ese limbo en donde ni estudiaban ni trabajaban (ya
veis, los chicos eran “ninis” mucho antes de la crisis), se alargó dos años la
educación obligatoria; y dejaba de ser primaria sin dejar de ser general (ya
sabemos que la EGB era educación general básica); así, pues, como era
obligatoria, era una deuda que el Estado tenía con la sociedad.
La
intención era buena. Lo que fallaba eran los métodos. Porque muchos alumnos que
no querían estudiar se vieron obligados a estudiar hasta los dieciséis años;
con posibilidad de estar hasta los dieciocho: estaban desmotivados. La
desmotivación tiene, primero, raíces sociales; familiares; uno lleva a la
escuela los prejuicios que trae de su casa; y de la calle; el edificio
educativo, desde el inicio, estaba minado por la sociedad; que se quejaba luego
de que el edificio no funcionase cuando las paredes se resquebrajaban. Luego
estaban los profesores, que intentaban motivarlos; pero ¿qué puede hacer una
cucharada de azúcar cuando en casa le han puesto tres cucharadas de sal? ¿Acaso
eso endulzará el pastel? El resultado fue que se dispararon los índices del
fracaso. Pero confesémonos todos, con el corazón en la mano: ¿fue el fracaso
escolar obra del sistema educativo? ¿O el sistema sólo sacó a la luz ese fracaso
social (esos ninis que estaban fuera de la escuela) que estaba sumergido y
que nadie quería ver? Si admitimos estos
extremos, nos podremos preguntar: de toda la población fracasada que pululaba
fuera del sistema educativo ¿consiguió la escuela rescatar a algunos? Si la
respuesta es positiva, el sistema ha triunfado, aunque los datos oficiales
hablen de tremendo fracaso. Hemos rescatado a una parte de la indigencia educativa.
Sólo que los datos de partida incluían sectores de la población ajenos a la
escuela; y a la escuela se los endosaban como fracaso aunque fueran otras
instancias las que habían fracasado.
Esto
no excluye que tengamos un problema con esa población que ya se ha
escolarizado. Antes los padres no llevaban a sus hijos a la escuela; como eran
una boca más, los ponían a trabajar (¿cuántos niños trabajaban antes, incluso
antes, de cumplir los diez años?) Hoy están obligados a llevarlos al instituto
o al colegio; y como no quieren, les han contagiado el virus del no querer; y
¿cómo puede rendir en las aulas una mente que viene ya infectada de su casa?
¿Cómo consigues tú hacer arrancar un motor oxidado, y más aún si no tiene
gasolina, por muy maestro que seas y por mucha teoría educativa que hayas
aprendido cuando te formabas? Vistas así las cosas, sólo puede haber dos
soluciones: o trabajar con las familias o desentenderte de los que no quieren
estudiar; o pones a rendir los consejos escolares, los centros de profesores y
otras instancias sociales, o los echas a la calle; o les enseñas a todos o enseñas
sólo a unos pocos; la primera solución ha sido elegida por los gobiernos de
izquierda; la segunda, por los de la derecha; comprensividad frente a
selección; el problema de la comprensividad es que los alumnos aventajados son
formados con la rémora de la desmotivación de sus compañeros; la ventaja, que
algunos jóvenes destinados al fracaso consiguen rehabilitarse; el problema de
la selección es que los sucesivos filtros o reválidas van echando a la calle a
quienes creen que no quieren pero no saben que quieren o que les conviene; y la
ventaja, que al quedar en clase sólo los convencidos (o los privilegiados),
avanzan más rápido. Quienes claman airados por que cambie el sistema deberían
tener bien presente que sólo hay estas dos opciones: o abres la escuela a todo
el mundo o trabajas para unos pocos; la segunda opción creará unas élites bien
formadas, pero probablemente deshumanizadas; la segunda les dará oportunidades
a todos, y aunque al principio parezca que retrocedes, nada impedirá que
después avances más rápido.
La
LOGSE también se planteó el objetivo de dignificar la enseñanza: antes, los
listos iban al instituto, y los tontos a la escuela de maestría; ahora había
que hacer que los institutos fueran también escuelas de maestría; y se
convirtieron en centros donde se enseñaba a la vez el bachillerato y la
formación profesional. Con una ventaja añadida: los antiguos oficios requerían
destrezas profesionales, pero no necesitaban que los trabajadores tuvieran una
cultura general que les permitiera leer y escribir correctamente; ahora,
alargando la formación obligatoria, se pretendía que ningún trabajador fuera
analfabeto. El intento ha fallado. Porque, como un efecto dominó, le ha caído
encima la ficha de la que hablábamos antes: la desmotivación que los chicos
traían de casa y el desprecio de los padres por la escuela.
Y
un tercer factor muy importante: la primera finalidad de la LOGSE era el pleno
desarrollo de la personalidad del alumno, y sólo después, pero siguiéndole muy
de cerca, estaba la formación para el trabajo; la última de las reformas hace
caso omiso de la primera y se centra sólo en la segunda. Como consecuencia de
ello la LOGSE sustituía el conductismo por el aprendizaje significativo. Y ¿qué
ganábamos cambiando a Skinner por Ausubel? Que ya no memorizábamos de
paporreta. El sistema anterior tenía, como columna vertebral, los objetivos
operativos: aquellos que se pueden observar, evaluar y medir; ahora bien, los
objetivos operativos valen para aprendizajes mecánicos como aprender a escribir
a máquina (se trata de escribir tantas pulsaciones por minuto con un máximo de
tantas faltas tipográficas); pero ¿cómo evalúas un comentario de texto con
objetivos operativos? Como es evidente que eso no es posible, los pedagogos los
sustituyeron por objetivos didácticos: que son evaluables, pero no medibles; e
introducen en la evaluación factores de subjetividad, pero permiten ver
aspectos educativos inmensamente más ricos que los que podíamos observar con
los objetivos operativos. El reto era interesante. Prometedor.
Muchas
cosas se pueden decir sobre la maquinaria educativa. Pero vamos a pasar al
factor humano por no entretenernos más; al fin y al cabo esto es un simple
artículo, no un tratado de pedagogía. El factor humano está en los profesores. Uno
de los excesos de la reforma (y no el menor) ha sido introducir en las
programaciones una inflación burocrática que ha pesado como una losa. Proyecto
educativo, proyecto curricular, programación de aula, duplicidad entre claustro
y consejo, entre claustro y comisiones, confusión entre objetivos y contenidos,
necesidad de contextualizar, de secuenciar, complejidad de las evaluaciones,
inserción de los temas transversales, necesidad de separar los contenidos
cognitivos, procedimentales y actitudinales, confusión entre contenidos
actitudinales y objetivos actitudinales… mira, tú: que lo hagan ellos. Eso es
lo que les oíamos decir. Y luego estaban los asesores, que venían, cuando
querían, a tocarles las narices. Todavía me acuerdo de lo que decía una postal de
navidad con la que bromeaba un sindicato; tenía la imagen de un profesor con el
lápiz en la mano, escribiendo a los reyes; rostro abstraído con ademán pensativo:
“¿qué qué quiero que me traigan?”, decía más o menos el texto, y continuaba más
o menos así: “que dejen de asesorarme, que no vengan a ayudarme… que se olviden
de mí”.
Y
era verdad. Un profesor no era un doctor en pedagogía, que programen los
pedagogos. Claro, un pedagogo no lo podía hacer porque, según la ley, él diseña
el mismo currículo para todos, pero cada cual lo tiene que adaptar a su
contexto; la contextualización es cosa del profesor, no del técnico; pero
tampoco le han enseñado sociología. El profesor sentía que tenía que ser menos
profesor y más psico-socio-epistemo-pedagogo, y eso le daba inseguridad, se
sentía incompetente. ¿Cómo se arregla eso? Estimulando la formación del
profesorado: y como la universidad estaba encerrada en la torre de marfil de
las grandes teorías científicas, se crearon los centros de profesores, con
asesores sacados de las escuelas que acercaban la formación a la práctica del
aula; esto, probablemente, fue un acierto, pero había que limarla de enchufados,
pícaros y advenedizos; y por qué no decirlo, también de incompetentes; gente
buena había: buena y preparada; pero también había de los otros. Los centros de
profesores se centraban en las didácticas; los maestros se preocupaban por las
metodologías; los profesores, por los contenidos (en el instituto presumían de especialistas,
no de pedagogos); el resultado fue que los profesores desertaron de los centros
de profesores y casi sólo acudían los maestros; pero muchas veces para conseguir
sexenios calentando el asiento, menospreciando, con envidia, a aquellos otros
maestros que, por haber conseguido ser asesores, se convertían en su imaginario
en vagos y “desertores de la tiza”.
En
fin, que ya vamos viendo cómo se manejaba el factor humano: por arriba se
sentían maltratados; por abajo, maltrataban a sus iguales cuando se convertían
en asesores; y por en medio (es decir, en la médula misma del oficio de
enseñar) despreciaban el oficio; ya ves, maestros que menospreciaban el arte de
enseñar. No estaban motivados. Y no era sólo porque les exigieran demasiado los
políticos: también porque no tenían vocación de maestros; había demasiados profesores
de oficio y muy pocos de vocación; que rechazaban cualquier actividad que
desbordase mínimamente su horario; sólo entendían de incentivos, si no
económicos (que no los había), sí al menos de prestigio y, sobre todo, que
puntuaran a efectos del concurso de traslados. ¡Cuántas veces se ha tratado a
los alumnos como tornillos! Como engranajes de una máquina. Porque muchos
profesores, en su inmensa mayoría, no creían en la enseñanza. Pero había unos
cuantos idealistas que se batían el cobre para mejorarla.
Hablemos
ahora del contexto. De las tres emes que había (personas, contextos y máquinas:
man, milieu, machine), faltaba la de en medio. Cuando tenían que contextualizar,
los maestros confundían realidad circundante con folklore; no me extrañaría que
los de Segovia se hubieran dado al paloteo, los de Valencia hubiesen estudiado
las fallas y los de Huelva se hubieran quedado en el Rocío… que no le interesa
a nadie; a nadie más que a los turistas. En lugar de construir ciudadanos universales
hemos estado construyendo ciudadanos de nuestro pueblo; y claro, luego pasa lo
que pasa; todavía recuerdo nutridas manifestaciones de padres protestando
contra el traslado de sus hijos: porque los habían cambiado de colegio, dos
manzanas más abajo; o porque, cuando iban al instituto, tenían que dejar la
escuela para ir al centro de la comarca, y les parecía intolerable el autobús
(que les salía gratis); muchos lo consiguieron: y prefirieron dejar a sus hijos
en escuelas donde no había laboratorios de física, ni de biología, ni aulas de
informática, ni nada de nada; pero estaban cerca de casa; que era lo único que
importaba. Uno se queda, soñador, pensando en esa Edad Media (que tanto hemos
asociado con el oscurantismo) construyendo universidades (escuelas
universales); y donde los chicos
aprendían latín para viajar sin problemas por todas las universidades de
Europa; y sus padres, tan contentos, ni se les ocurría protestar, ¡qué va! Al
contrario. Umberto Eco lo plasma muy bien el El nombre de la rosa: en una abadía italiana se encuentra un joven
alemán (Adso de Melk) acompañado de un profesor inglés (Guillermo de
Baskerville) para encontrarse con gentes de toda Europa (Jorge de Burgos, por
ejemplo). Hoy, que estamos más avanzados que en la Edad Media, aborrecemos de
la universalidad encerrándonos en el marco estrecho de nuestro localismo. Menos
mal que por lo menos hemos inventado las becas Erasmus. Pero también queremos
olvidarnos de Europa para no salir de nuestro pueblo; todavía me acuerdo de aquel
agricultor que tenía tierras llenas de nogales; yo fui allí de joven a recoger
nueces, y el hombre, que andaba bien nutrido de dinero, tenía una hija que no
conocía más mundo que la escuela donde iba, a diez kilómetros de los nogales.
Sigamos
hablando del contexto. Un día se puso de moda que los maestros sólo estaban
para instruir; para educar ya estaban los padres. Y se montaron en defensa de
esa tesis manifestaciones multitudinarias. Yo estaba perplejo y nunca pude
resolver, al amparo de esta tesis, el primer ejemplo que me vino a la mente:
tengo un alumno cuyos padres son yonquis y están más perdidos que un pulpo en
un garaje. ¿Tengo que limitarme a enseñarle cosas? ¿Tendré que reservar la
educación como coto privado para sus padres? La única respuesta la encontré en
la declaración universal de los derechos humanos: que reconoce, en su artículo 26,
la libertad de educación, pero la supedita, en sus artículos 29 y 22, al
derecho de los niños a ser educados en el pleno desarrollo de su personalidad;
como premisa insoslayable y axioma básico.
En
fin, para concluir, porque ya va siendo hora de ir concluyendo, la educación (y
no sólo la instrucción) es un pilar de la convivencia. Si nos preocupamos por
ella, aunque sea enfadándonos, estaremos reclamando soluciones, y eso es bueno:
muy sano. Pero sólo hay dos salidas; la inclusiva y la exclusiva, la solidaria y
la discriminatoria. No olvidemos que los que no saben acabarán trabajando para
los que saben (y si no, nos irá mal, seguramente); y los que saben no siempre
tendrán educación además de estar formados, como quería Sócrates, por ejemplo;
o como quería el mismísimo Jesús (que, además de acoger al hijo pródigo, nos
animaba a pensar, guardándonos “de los falsos profetas”). Saber es poder, como
decía Bacon, y los que renuncian a saber están labrando desde hoy su propia
impotencia: creo que debemos ayudarles. Porque la cuestión es saber si la
educación es sólo pedagogía o tiene también una función social. Vale la pena
pensar, entonces, cómo tiene que ser en camino por el que andamos.
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