EL ROBO
(RELATO)
1
El chico que estaba
citado no llegó a la entrevista. Juan esperó cinco minutos, comiendo la
manzana. El ruido que hacía cada mordisco, entre grueso y fresco, arrancaba un
casquete de carne y sobre la mesa caían, a veces, unas gotitas. Hacía frío. El
cielo nublado se ensombrecía y tuvo que levantarse a encender la luz a pesar de
estar en pleno día. No era frecuente que en el mes de octubre hubiera esas
inclemencias, pero ni había sol, ni estaba el ambiente caldeado; y, como
todavía era época de calores, no habían puesto la calefacción. Se puso su
chaqueta. Esperó un rato más y ya se afirmaba la evidencia de que el alumno no
vendría. Entonces cerró su cuaderno, el cuaderno de anillas que se había
confeccionado con las fichas de su tutoría: una ficha por alumno, varios
apartados en cada ficha, la foto, los datos personales... Sus gustos, sus
hábitos, sus dificultades en el estudio...
Lo cerró. Hurgó en su cartera y
extrajo unos apuntes de filosofía. En su mano, la manzana se iba convirtiendo
poco a poco en un pedúnculo: lo tiró. Se frotó la frente los dedos sobre sus
ojos, relajándose: estuvo así un corto instante. Cuando los abrió vio remolinos
de aire girando obsesivamente en el cielo. Eran remolinos invisibles,
materializados por ramas, hojas y briznas de hierbas como se materializan los
campos magnéticos en limaduras de hierro. Sobre el patio rugía el ulular del
viento. Veía a los alumnos correr, cerrando sus anoraks y levantando las
solapas para cubrirse el cuello. Jaime caminaba, con ademán tranquilo, sin
hacer movimientos estentóreos por las inclemencias del tiempo. El patio se
vaciaba. La bedela, que tenía órdenes de no dejar entrar a nadie durante el
recreo, se peleaba con los chicos, incapaz de reconocer en el vendaval un caso
de fuerza mayor. Juan la veía gesticular. Y comprendió la diferencia que hay
entre los listos y los tontos: unos saben, sin que nadie se lo diga, cuándo hay
que saltarse la rutina; otros obran de manera rutinaria aunque se esté
hundiendo el mundo. Los primeros saben mandar; los segundos, aunque obedecen
sólo cuando los mira el jefe, no saben más que obedecer.
El aire rugía con fuerza como en los
peores días del invierno. Enfrente, en el aula de la ESO, se habían abierto las
ventanas. Eran ventanas correderas con carpintería de aluminio, y en aquella
ráfaga furiosa se había roto uno de los cristales En una ventana contigua
gesticulaba Julia. Se estaba peleando con unos papeles que volaban, haciendo
remolinos en la clase, incapaz de devolverlos a su cartera. Estuvo forcejeando
durante un buen rato; al fin, arrugando los papeles mientras los cogía, los
guardó todos: fue la única manera de hacerse con ellos.
Jaime, en el patio, tenía levantadas
las solapas de su chaqueta; el pelo le latía furiosamente, como si el aire se
lo fuera a arrancar. Pero miró, deteniendo ostensiblemente su mirada, para
observar la batalla de Julia contra los elementos. Su labio esbozó una sonrisa.
Después buscó el pasillo, hurtándose al aire, y se topó con la intransigencia
de la bedela. Alba –que tal era su nombre- pretendía dejarlos a todos en el
patio. Pero la vencieron las razones de los chicos, y sobre todo el empuje de
una masa de cuerpos que presionaban juntos contra la puerta.
Juan miró el reloj:
faltaban todavía diez minutos. Hojeó sus papeles y se desesperó, como se
desesperaba siempre cuando tenía tantas cosas interesantes para leer y un
tiempo tan corto hasta que sonara el timbre. De repente se acordó: cumbres
borrascosas; el cielo se había puesto como el título de la novela. La sacó de
su cartera y la sobrevoló con la mirada. Y pasó lentamente algunas hojas para
releer los fragmentos que había señalado en ella. Cumbres borrascosas. Si
tuviera libre todo el día, sin obligaciones, lo devoraría de un tirón sin
levantar la vista siquiera.
2
Cumbres
borrascosas. Al día siguiente le venía a la mente la historia, con la
persistencia de las cosas que dejan huella, machaconamente, sin parar. Iba solo
en el coche y venía escuchando a Berlioz. Todavía no se había calmado la
agitación del viento y las sacudidas golpeaban el coche lateralmente,
queriéndolo sacar de la carretera. Una historia de amor. Un paisaje interior
con la fuerza salvaje de esas agrestes montañas donde sopla la ventisca.
Cumbres borrascosas. Las borrascas interiores son tormentas que hay que
contener con la fuerza de la educación. Las tormentas del alma. Los instintos,
las inclinaciones, y el ambiente en que nos criamos, son ayudas y obstáculos en
la dura y difícil tarea de crecer. No era sólo una historia de amor: a Juan Luis
le parecía sobre todo una novela escalofriante sobre la educación.
Mientras conducía
su cabeza les daba vueltas a cuatro pasajes que le habían impactado. La
sinfonía fantástica, como una cabalgata fúnebre, le recordaba los últimos pasos
del viejo enamorado; buscando a su amada, presa del desvarío, como un espíritu
sin cuerpo vagando entre las tumbas. Cuatro días llevaba sin comer. Y sin
dormir. Tenía “chupadas las mejillas y los ojos inyectados en sangre”. Estaba
“muerto de hambre y de sueño”. Y sin embargo estaba feliz. Tremendamente feliz.
“La felicidad de mi
alma destruye mi cuerpo”[1].
“Parecía que
hablaba con palabras que saliesen del fondo de su alma”[2].
¡Eso, eso era lo que la educación debía conseguir! ¡Que el alumno hablara con
voz propia, no repitiendo las voces de sus maestros! La campana sonaba en el
aire como un eco de la sinfonía fantástica. Entre fantasías y realidades, y
sobre cuerpo y espíritu, Juan se debatía entre volar por el aire o estar con
los pies en tierra.
“Si eres bondadoso
de corazón, serás agradable de cara”.
“Y un corazón
perverso hace horrible la cara más agradable”[3].
El corazón
bondadoso se lava, se peina, y al hacerlo parece más alegre, y al parecerlo se
siente más guapo. Una persona de corazón piensa en los demás y quiere evitar
las cosas desagradables que hay en ella; y no se presenta con el aspecto sucio
que nos da asco. Cuidarse es pensar en los demás. No se trataba solamente de
saber estar, porque es mucho más que una cuestión de etiqueta. Se trataba de
saber ser. Uno sabe estar ante los demás cuando sabe ser uno mismo, y eso sólo
es posible cuando se es feliz.
“Era tan bueno, que
no podía ser siempre desgraciado”[4].
Heathcliff, siempre degradado por su señor,
siempre maltratado, pasaba semanas sin lavarse, sin cambiarse de ropa. Con el
pelo desgreñado, como un salvaje. Y por eso la criada le decía que acaso él,
que había sido recogido entre los gitanos, que se sentía excluido y que nadie
sabía de sus raíces: acaso su padre era emperador de la China y su madre reina
de la India; y al decirle esas cosas lo alegraba, y entonces descubría que no
era malo, y le daban ganas de peinarse y lavarse, de hacerse agradable a los
demás. Entonces su corazón, feliz, ya era bondadoso; y su luz interior
encendía, iluminándola, la belleza de su cara, una belleza que no vemos cuando
no hay una luz que la haga visible: que nos la muestre.
Sería bueno si
tuviera buena salud[5].
Cada cual es feliz
cuando consigue lo que le falta. A Heathcliff le faltaba el amor, y la ternura
de la criada lo hizo bueno: por un momento; luego volvieron los malos tratos de
su señor y volvió a hacerse malo. A su hijo Linton le faltaba la salud, porque
nació enfermo. Su debilidad, y el sentimiento de no tener lo que muchos tienen,
le hicieron rencoroso, mezquino. Él sabía que era mezquino. Sentía la
mezquindad en él y se arrepentía de ella. Y no quería ser así, pero lo era: al
mostrarse como era, Linton era sincero. Esto planteaba a Juan muchas dudas
sobre la educación. Desde hacía tiempo tenía por costumbre no condenar a los
chicos por su forma de ser, porque a lo mejor ellos no querían ser como eran.
El maestro, antes de condenar al maleducado, tenía que ilusionarle: como
ilusionaba la criada al desgraciado de Heathcliff. Acaso la educación esté muy
poco en castigar y mucho más en comprender. Comprendiendo hacemos felices a los
desgraciados, y al hacerlos felices los hacemos buenos.
Todas estas ideas
daban vueltas por su cabeza cuando llegaba a Baba. El aire se ovillaba en el
cielo, y unas veces eran remolinos de polvo, otras de briznas de hierbas y
ramas, otras de hojarasca. Todavía no arrancaba los cardos, los espinos, las
ramas duras y salvajes. El cielo se llenaba de hojas que se levantaban y
giraban, furiosamente, bajo los embates del viento. Pero fueron rachas de otoño
y paró el vendaval. Cuando entraba al instituto ya eran sólo unos aires
molestos, que le metían polvo en los ojos y los hacían llorar; y la fuerza de
sus golpes perdía fuelle, porque la borrasca no podía durar siempre; tarde o
temprano amainaría.
Entró en clase. Le
tocaba empezar con ética, con los alumnos de cuarto, y cuando dejó en la mesa
su cartera pasó lista antes de empezar. Los alumnos estaban serios; sus voces
parecían apagadas y él los miró un momento: les faltaba sueño; seguramente necesitaban
dormir.
3
Juan los encontró
torpes. Seguramente trasnochaban demasiado, o su vida era un desorden, o
desayunaban poco. Él sabía que comer a deshora, salir a deshora, estudiar a
deshora y dormir a deshora deprimía el ánimo, y embotaba el pensamiento. Y
aquella mañana los sentía ausentes. Empezó a dar clase y notó en seguida que no
le seguían. Muchos no escuchaban, pero lo que le sorprendió más fue que ni
siquiera trasteaban. No escuchaban, pero estaban tranquilos: eso no era normal.
-Vamos a ver –dijo,
decidiendo interrumpir su clase-. Yo sé que sois ruidosos, que habláis en clase
todo lo que queréis y que me sacáis de quicio. Pero hoy no atendéis, estáis
como idos.
Miró a todos en una
ojeada panorámica.
-Tampoco habláis
entre vosotros. No lo llenáis todo de ruido. No me hacéis sentir cansado, y sin
embargo siento que estoy hablándole a la pared.
Los miró de nuevo.
-A vosotros os pasa
algo.
Miró a Maia.
-¿Qué os pasa?
Maia estaba
callada. No estaba locuaz aquel día, y Juan miró para otro lado. Sus ojos se
detuvieron en Julia, que miraba a la mesa sin la luz que otras veces embellecía
su rostro. Miró a Pedro. Miró a Olga, miró a Darío: nada; parecía que habían
firmado la conspiración del silencio. Por fin habló Cristal.
-Preguntádselo a Maia.
Algo sabe.
Juan miró a Maia y
Maia no tuvo más remedio que hablar. Lo que decía le salía con cuentagotas.
Parecía que le costaba hilvanar las palabras.
-Fue ayer. Yo no
sabía que iba a reaccionar así.
-¿Quién?
-Radón.
-¿Y cómo ha
reaccionado Radón? ¿Y por qué? ¿Qué ha pasado?
Parecía
avergonzada. No tuvo más remedio que hablar.
-A mí me
desapareció el anillo. Era el anillo de mis padres, el que ellos me regalaron
esta misma semana. Lo traía en la cartera para enseñárselo a Ilse y ahora me ha
desaparecido.
-Bueno –contestó
Juan-: los anillos son muy pequeños y no son tan fáciles de encontrar cuando se
pierden. ¿Alguien lo ha visto?
Contestaron
negativamente con la cabeza.
-¿Habéis mirado
bien en vuestras cosas?
-Juan, no sigas. Ya
se lo hemos dicho a Radón.
Quien no le dejó
seguir había sido Estrella.
-No sigas buscando;
Radón ha estado en clase.
-Yo se lo dije
–explicó Maia-. Le conté la desaparición del anillo. Dije que me lo habían
robado.
-Entonces Radón
hizo lo de siempre: preguntar quién había sido; y no se le ocurrió más que
amenazarnos con levantarnos un expediente disciplinario. La gente se acogotó y
se callaron todos. A nadie le hace gracia que se lo digan a sus padres.
-Pero bueno
–insistió Juan Luis-. Si no sabe quién ha sido ¿cómo va a castigar a nadie?
-Nos castigó a
todos –dijo Ilse-. Nos amenazó con dejarnos sin excursiones si no denunciábamos
a quien lo había robado.
-Ya –musitó Juan-.
¿Y vosotros?
-¿Cómo lo vamos a
denunciar, si no lo sabemos? –exclamó, azorado, Darío-. ¡Y encima nos va a
hacer pagar a todos lo que costó el anillo!
-¿Cuánto valía el
anillo, Maia? –preguntó Juan.
Maia se esforzaba
por esconderse, avergonzada. Al fin y al cabo había sido ella quien recurrió a
Radón. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? El anillo era de sus padres.
-Cincuenta mil
pesetas –contestó por fin.
Juan se echó las
manos a la cabeza.
-¿Y cómo traes a
clase un anillo de cincuenta mil pesetas? ¿Has perdido el juicio?
Darío lo colocó
ante los hechos consumados.
-Bueno, de nada
sirve darle vueltas. Ya estamos todos castigados. Nos han suprimido todas las
excursiones y ahora tenemos que pagar el anillo.
Juan hizo cuentas.
Cincuenta mil pesetas entre diecinueve alumnos tocaban a dos mil quinientas
pesetas por alumno. No es que fuera mucho dinero, pero para ellos era un
dineral.
Juan sabía que
estaban prohibidos los castigos colectivos, pero no lo dijo. No se podía
socavar públicamente la autoridad de un profesor, aunque el profesor hubiera
metido la pata; y menos si se trataba del mismísimo jefe de estudios. Lo que
había que hacer era deshacer la madeja sin cuestionar la autoridad de nadie.
Había que hacer justicia, a ser posible sin menoscabo de la autoridad. Había
que obrar con prudencia.
-Vamos a ver –dijo
Juan Luis-, atengámonos a los hechos: ha desaparecido un anillo; puede haberse
perdido, no podemos decir que lo hayan robado; no conviene precipitarse.
-¡Me lo han robado!
–dijo Maia con vehemencia-. Yo se lo había enseñado a Ilse y después lo guardé
en mi cartera, en un bolsillo pequeño con cremallera; la cremallera la cerré,
me acuerdo perfectamente.
-Es verdad –dijo
Ilse-, el anillo no podía caerse; estaba perfectamente guardado.
-De modo que fue un
robo –concluyó Juan.
-Fue un robo
–remachó Maia.
-¿Y cuándo se
produjo?
-Durante el recreo.
Yo me fui a comer un bocadillo de tortilla al bar, y cuando volví ya no estaba.
Abrí el bolsillo para enseñárselo otra vez a Ilse y explicarle cómo estaba
hecho el anillo.
El interés de Maia
por el anillo se convirtió en deseo de recuperarlo. El deseo de Radón era
evitar un conflicto, impedir que el instituto perdiese su reputación con los
padres. Y el deseo de Juan no era preservar la reputación de nadie, sino hacer
justicia. Radón quería una solución rápida, y se agarró a lo fácil: el castigo
colectivo. Juan quería una solución justa, y prefirió, sin ofender a nadie,
buscar para comprender. El sentido crítico de Juan contrastaba con los palos de
ciego que estaba dando Radón.
-Está bien
–prosiguió Juan-, admitamos que alguien se ha llevado el anillo. Lo ha hecho
sin darse cuenta, y a lo mejor lo tiene entre sus cosas y no sabe que lo tiene;
o lo ha hecho porque sintió la tentación de llevárselo, porque seguramente le
gustaba... Da lo mismo. Los motivos no nos interesan. Lo único que nos interesa
es que lo devuelva. Y como no tenemos ningún interés en avergonzarle delante de
nadie, le vamos a dejar que lo devuelva en silencio. Vamos a darle de plazo
hasta mañana. Que lo deje en un lugar donde lo podamos ver fácilmente, sin que
se pierda de nuevo. ¿Os parece bien?
Todos lo
confirmaron con un murmullo de aprobación, como en la iglesia cuando rezan el
rosario.
-Está bien. Pues
entonces, sacad los cuadernos.
Hubo un murmullo,
esta vez no de voces, sino de carteras que se abrían y cuadernos que sonaban.
Los pupitres se llenaron de hojas y lapiceros y de repente se oyó la voz de
Maia.
-Ilse, ¿qué hacen
aquí tus apuntes de biología?
Su voz volvió a ser
alborotadora, estentórea, semejante a un grito. Volvía a ser la Maia de
siempre.
-¿A ver? –dijo Ilse,
que estaba sentada a su lado. Maia se lo enseñó-. ¡Anda! ¿Y cómo es que mis
apuntes están arrugados?
La hoja de Ilse
parecía un envoltorio de papel de la tienda, como si el tendero hubiera hecho
con ella un cucurucho y luego lo hubiera extendido de nuevo: la hoja de Ilse,
extendida sobre la mesa, guardaba la marca de todos los pliegues que había
tenido y eran inútiles sus esfuerzos por alisarla. Aquello no necesitaba unas
manos tirando de la hoja por los lados: necesitaba una buena plancha.
-¡Anda! –exclamó
Maia de nuevo-. ¿Y tú cuándo has metido tus apuntes en mi cartera?
-Yo no he sido
–contestó Ilse, que no se acordaba de lo que había hecho con los apuntes-. No
tengo la menor idea.
Juan los llamó al
orden. Les dijo que no alborotaran tanto y que no hacía falta tanto jaleo para
coger lápiz y papel. De modo que abrevió, para cortar el alboroto, y cogió una
tiza. Empezaba la clase de ética.
4
Paredes les había
dado clase una hora más tarde. Enseñaba cultura clásica y se paseaba con un
maletín de madera, que contenía (quién sabe) acaso la maqueta de una ciudad
romana. Paredes era jovial y alegre. Bajita, con unas redondeces que la hacían
rellena sin estar gorda, tenía un pelo negro cortado en redondo a la altura del
cuello; cuando movía la cabeza meneaba la melena como una cortina que se
bambolease, por una y otra mejilla, en ágiles ondulaciones que hacían pensar en
las olas del mar. Aquel pelo negro, que dinamizaba su rostro, pronto le valió
el sobrenombre de “Mafalda”.
Mafalda era
simpática con los alumnos; se hacía querer. Pronto demostró no tener saña con
las notas. A diferencia de otros profesores, que presumían de hacer grandes
sangrías suspendiendo, ella se esforzaba por que aprendieran todos; aunque eso
no siempre era posible. Aquel día, mientras les hablaba de la ciudad romana,
entre el cardo y el decumano volvió a salir el anillo de Maia.
-A lo mejor aparece
mañana. Juan nos ha hablado muy bien hace un rato.
Julia, en su
rincón, hurgaba en su cartera. Y torció el morro en un gesto de contrariedad,
pero nadie se fijó en ella. Luego sacó un cuaderno y lo puso sobre la mesa.
Levantó los ojos justo cuando hablaba Jaime.
-Lo que yo no
entiendo es qué hacían los apuntes de Ilse en la cartera de Maia. Ilse todavía
no lo ha explicado.
Todas las miradas
se volvieron hacia Ilse; ella, mientras tanto, se ruborizó: tantos ojos
mirándola le hacían sentir vergüenza. Además, sabía muy bien por dónde llegaban
los tiros. Fue el propio Jaime el que puso en voz alta sus temores.
-¿No será –y su
pregunta no era retórica- que Ilse buscaba en la cartera de Maia precisamente
el anillo? Maia se lo había enseñado varias veces, y ella sabía de sobra dónde
estaba. Maia, enséñanos tu cartera.
-¿Qué quieres ver?
–replicó Maia.
-Quiero ver dónde
está la cremallera donde guardabas el anillo.
Maia abrió su
cartera. Extrajo sus libros y cuadernos, y al fondo, pegada a una esquina,
estaba la cremallera.
-Lo que sospechaba
–concluyó Jaime-. Para acceder a ese pequeño bolsillo hay que sacar los
cuadernos, porque si no se hace muy difícil manejarlo. La persona que lo hizo
seguramente lo hizo con prisa; en parte por el temor de que la pillaran y en
parte porque durante el recreo soplaba mucho el viento, y hacía falta sujetar
los papeles. Cuando uno saca y mete papeles de prisa los papeles se arrugan.
Maia, ¿cómo tienes tus papeles y cuadernos?
-Arrugados. –Maia
sacó sus hojas y todos podían ver lo arrugadas que estaban.
-Si esa persona
volvía de un desdoble –por ejemplo, de biología-, seguramente llevaba sus
apuntes en la mano; y no sería extraño que los hubiera mezclado con los de Maia
mientras hurgaba en su cartera. Ilse, ¿no es verdad que tú lo hiciste?
-¿Tú estás loco?
–repuso Ilse, airada-. ¿A ti qué te pasa? ¿Por qué no dejas de meterte conmigo?
–La figura de Ilse era esbelta; larga, alta, con poca cintura. Su cara de
muñeca, con sus labios carnosos, se llenó de ira: y enrojeció de pronto. Se le
señaló una vena en la frente y otra, en el cuello, cuando empezaba a dar
gritos.
Paredes, asustada,
intentó poner orden haciendo gala de un talento conciliador. Aquello
tranquilizó un poco a Ilse. Pero Jaime, cizañero, metía el dedo en la herida.
-¿Por qué te
alteras tanto? Si fueras inocente no te pondrías así. Tu propio sofoco es una
confesión en regla.
Entonces Ilse se
alteró mucho más. Sus nervios se desataron, ya fuera de sí, y mientras Darío,
Cristal y Pedro la calmaban, Maia enmudecía, perpleja. Hubo que llamar a Radón.
Paredes, contemporizando, procuró rebajar la tensión, y su voz fuerte, aguda
como las voces femeninas, pero de contralto, no se sabía si ayudaba a calmar
las cosas o contribuía más a tensarlas. Le preguntó a Jaime:
-¿Por qué te
ensañas tanto con Ilse?
-¡Porque tenemos
que pagar tres mil pesetas por culpa suya! ¡Que las pague ella! ¡Que las pague
o que devuelva el anillo! Los demás no tenemos por qué cargar con las culpas
ajenas.
Llegó Radón. Ilse
estaba fuera de sí, y parecía que le iba a dar un síncope. Maia empezaba a
reaccionar y se abrazaba a ella. Le acariciaba el pelo y no paraba de decir:
-¡Ilse, Ilse, no
llores! ¡Estate tranquila, Ilse, no les hagas caso! ¿Cómo se les ocurre
acusarte, si eres mi mejor amiga?
Pero Ilse no se
calmaba. Radón se la llevó y entonces la clase se tranquilizó un poco. Pero los
ánimos estaban alterados. Unos creían en la inocencia de Ilse, Jaime aparentaba
estar convencido de su culpa, y los otros no sabían qué pensar. Cuando pasó una
hora todos pudieron ver a Ilse. Tenía la cara enrojecida, los ojos hinchados y
el pañuelo mojado. Como tras la tempestad viene la calma, su cara había perdido
tono y se había quedado sin color. Su mirada apagada se perdía en el vacío, y
Juan, al verla, se decía para sus adentros: “¡no puede ser!” Fue a consolarla
pero Ilse ya estaba inconsolable. Tres días después se reuniría el consejo
escolar y ratificaría sin lugar a dudas el castigo: tendría que devolver el
anillo, o en su defecto pagar cincuenta mil pesetas; y sería expulsada del
instituto. Radón podía respirar tranquilo porque el asunto estaba resuelto,
pero aun así era pusilánime; tenía miedo a enfrentarse con los padres de Ilse,
aunque aquello significara una victoria de cara a los otros padres. Él quería
quedar bien y no le importaban los sufrimientos ajenos; pero a ser posible
preferiría que no hubiera escándalo, y aquella situación se había vuelto
escandalosa en demasía.
La indecisión de
Radón le hizo posponer la solución del caso durante varios días: y ese tiempo
era el que se daba Juan para intentar resolver el asunto. Juan, como muchos
otros, no creía en la culpabilidad de Ilse. De vez en cuando aparecía Maia, con
sus encías hinchadas, para intentar reconfortarla.
5
Al día siguiente se
topó Juan con un fenómeno extraño: y era que Maia no estaba, como la víspera,
al borde de la histeria. “El alma humana tiene recovecos imprevisibles”, se
decía; “tan pronto se altera como se tranquiliza; y hay veces que se altera
hasta tal punto que sale fuera de sí, como una posesa”.
No tenía mucho
tiempo para que triunfara la justicia. La maquinaria del castigo se había
puesto en marcha, y era imparable. En el fondo lo que se buscaba era orden, no
justicia. Para que todo estuviera en orden hacía falta encontrar un culpable,
que apareciera el anillo y que hubiera una sanción. El culpable se había
encontrado: era Ilse. Sobre ella se levantaría la sanción: solo faltaba el
anillo. Con ello todo volvería a su ser y la reputación quedaría salva.
A Juan, por el
contrario, todo le parecía demasiado simple para ser verdad. Hay veces que las
cosas son más simples de lo que parecen; y veces en que la sencillez es una
simplificación abusiva. Cuando hay que analizar las cosas no se puede abreviar.
Allí se había abreviado y no se había analizado nada. Habían bastado unas
apariencias, unas cuantas coincidencias y con todo ello se había construido una
historia. El protagonista era Ilse, y ahí quedó todo. Nadie se preocupó de
analizar con lupa las apariencias. Nadie buscó si aquellas apariencias
coincidían con la realidad. Se había hecho todo sin sentido crítico: y allí, en
tales circunstancias, lo mismo se había hallado un culpable como podía
condenarse a un inocente. El inocente no podía defenderse: tenía en contra la
sombra de la sospecha de los demás.
Juan debería estar
atento. Tenía clase con ellos a tercera hora, pero tendría que estar pendiente
durante todo el día. En los descansos miraba por la ventana de su despacho. Por
los pasillos diseccionaba los gestos de los alumnos, escrutaba las formas y los
bultos de las carteras, analizaba la expresión de los rostros y la limpieza de
las miradas. Se fijaba en Jaime cuando hablaba con Ilse, en la expresión de la
cara de Maia, y no veía nada. Veía a Jinena, veía a Julia, escuchaba a Darío
hablar con Ilse, y no sacaba nada en claro. Cristal parecía ajena a todo, y
Babi, Olga y Estrella no parecían tener relación alguna con el anillo. Juan
Luis se desesperaba, y el tiempo fluía con una rapidez desconcertante. Temía
que al día siguiente Radón tomara cartas en el asunto.
Por otra parte, el
autor del robo no aparecía. Él había pedido que devolviera el anillo
discretamente; y el anillo no aparecía. Al revés que Radón, Juan Luis no
buscaba un culpable; sólo quería que apareciera el anillo, y volvería el orden
sin aspavientos ni escándalos, como si se olvidara todo espontáneamente y el
anillo nunca hubiera desaparecido. Podía ser que se hubiera extraviado y no lo
hubiera robado nadie; todo habría quedado en una distracción, no en un robo.
Desgraciadamente, las palabras de Maia no lo permitían. Y la desgraciada
acusación de Jaime había ido demasiado lejos. Parecía difícil zanjar la
cuestión como si no hubiera pasado nada.
Él, que era muy
torpe en las relaciones personales, buscó a todo el mundo y estuvo hablando con
unos y con otros. Su obsesión era resolver el problema. Y la de Radón era
personalizarlo. Convertirlo en conflicto. Juan no descubría nada nuevo. Juan
estaba desesperado.
Habían pasado dos
días. Aquella mañana vio a Jaime hablando con Maia. Los siguió,
disimuladamente, por el patio, y no pasó nada. Maia caminaba con un enorme
bocadillo de tortilla que había comprado en el bar. Aquel día no tenía clase
con ellos. Pero estaba de guardia, y aprovechó para darse una vuelta por la
clase de cuarto. De repente vio a Jaime discutiendo con Julia. Jaime le gritaba
con furia, y ella le zarandeaba. Él se desprendió de su mano, que le agarraba
de la ropa como una zarpa; y se recogió la camisa dentro del pantalón, pues lo
había dejado todo descamisado. Las palabras de Jaime eran ofensivas:
-¿Tú qué te has
creído, gilipollas?
-¡Que me dejes! –se
defendía ella.
-¡No, que me dejes
tú, so payasa! ¡A mí no me mires! ¡Ni me toques, que te doy un pescozón que te
dejo mirando para Valencia!
Juan corrió pasillo
abajo. Tenía guardia con Jobar, que se quedó vigilando en la sala de
profesores. Así que, libre de ocupaciones, llegó hasta ellos y se interpuso.
Los separó apartando a uno y a otro con cada uno de sus brazos, bisbiseó
llevándose el dedo índice a los labios y los mandó callar.
-¡Hablad bajo, que
aquí están dando clase!
Habló en un
susurro, evitando ser oído por los demás, y señaló con la mano a todas las
puertas del pasillo.
-Venid conmigo. Y no gritéis, que se
entera el jefe de estudios y la liamos.
Los llevó al aula
de tercero, que estaba vacía. Tenían educación física, y se encontraban todos
en el polideportivo; así que entraron los tres en aquella aula y pudieron
hablar sin que los molestara nadie.
-Bueno, a ver si
nos calmamos -les dijo Juan levantando un poco la voz, pero sin gritar mucho.
Una de las paredes daba al aula de cuarto, y por allí los podían oír. Los llevó
a la pared opuesta, que daba al patio y les ofrecía mayores posibilidades de
discreción-. ¿Pero vosotros no teníais que estar en clase ahora mismo?
-No –repuso Julia-,
tenemos desdoble. Ahí detrás están dando clase los de francés, y nosotros
tenemos cultura clásica; Paredes no ha venido.
-¿Y los demás?
-Los demás están en
el aula de plástica.
-¿Cuántos sois los
que tenéis clase con Paredes?
-Cinco. Pero los
otros tres se han ido. Sólo quedamos nosotros.
Juan respiró con
alivio. La casualidad había hecho que se encontraran a solas, y sentía
curiosidad por ver lo que salía de aquel interrogatorio.
-Bueno -les dijo
por fin, cuando vio que estaban en calma-. Ahora me vais a contar qué estabais
haciendo. ¿Por qué os habéis peleado?
Callaron. Cada uno
esperaba que hablara el otro. Se estableció un reto mudo en el que perdería el
que hablara primero. Pero el silencio no podía durar mucho, ya que estaba Juan
con ellos. Su sola presencia les imponía una autoridad que les impidió seguir;
y ante aquella presión psicológica, fue Julia quien habló.
-Jaime es el que ha
empezado. Me ha venido a hablar de malas maneras.
Juan miró a Jaime.
Jaime escondía los ojos detrás de sus gafas. Su mirada tenía algo de
inquietante. No sabía por qué, pero a él no le inspiraba confianza.
-Son tonterías
–dijo Jaime-. Cosas sin importancia. Chiquilladas. Lo que pasa es que nos hemos
acalorado y nos hemos agarrado de los pelos.
-¿Por nada?
–inquirió Juan.
Por nada –confirmó
Jaime-. Sólo estábamos discutiendo por unos apuntes. Ya ves que son bobadas.
-¿Por unos apuntes?
-Sí –confirmó
Julia.
A Juan no se le
escapó el arañazo que tenía Jaime en el cuello.
-¿Y por unos
apuntes os arañáis? –dijo, apuntándole al cuello con la mirada.
Julia lo miró al
suelo. Jaime la sacó de apuros.
-Bueno, Julia
estaba un poco irritada. Poco antes había tenido unas palabras con Ilse.
Se le levantaron
las cejas. Fue un movimiento imperceptible, pero Juan lo captó en seguida.
También Jaime, en una milésima de segundo, pareció darse cuenta de sí mismo.
-Julia, ¿por qué te
has peleado con Ilse? –la tranquilizó Juan, con una voz cálida y bonachona.
Julia no sabía qué
decir. Pareció, por unos instantes, buscar la respuesta. Y su cara fue como la
del actor que había perdido la memoria y esperaba a que le soplara el
apuntador.
-Julia, tú te has
peleado con Ilse. Después te encuentras con Jaime y le pides unos apuntes. Y le
arañas en el cuello. ¿Por qué?
-No, yo no le he
pedido unos apuntes. Los apuntes de biología los quería él
-¿Qué apuntes?
El apuntador de
aquel modesto teatro no hacía, seguramente, bien su trabajo. Juan los
diseccionaba con la vista. Los dos tenían un rictus, que les duró poco, y luego
se relajaron; pero la relajación de sus rostros era seguramente un deseo que no
acababa de encajar en la realidad.
-¿Para qué querías
unos apuntes de biología, Jaime?
-¡Ella, ella los
buscaba!
La mirada de Juan
se pareció a la de un espectador de tenis, que iba continuamente de uno a otro
siguiendo los botes y rebotes de la pelota. Aparentemente, los dos chicos se
habían enredado, y él cada vez tenía más curiosidad de por dónde iban a salir.
-No, si lo que pasa
es que se me habían perdido.
-¿Estás segura?
–preguntó Juan.
-No sé...
-A ver, busca en tu
cartera.
-No, si ya los
encontraré. Ahora no corre prisa. Seguro que están entre mis cosas.
-Búscalos.
-Se habrán
traspapelado...
-Estamos en una
guardia. Vuestra profesora no ha venido. Tenéis una hora libre. Búscalos,
Julia. Busca tus apuntes y así me quedaré tranquilo. No quiero que te vuelvas a
pelear con Jaime por tus apuntes.
Julia parecía
desconcertada, y Juan no veía ningún motivo para que lo estuviera: aquello
excitó su curiosidad. Como un animal camino del matadero, Julia abrió su
cartera. Parecía acorralada. Su rostro se había puesto pálido, y sus labios y
sus dedos empezaron a temblar.
-Busca en el
cuaderno de biología. Sácalo de la cartera.
Julia lo sacó y el
temblor de sus manos casi parecía parkinson. También la miraba Jaime con
inquietud. La última hoja con apuntes estaba suelta; estaba sujeta, dentro del
cuaderno, como si el cuaderno fuese una carpeta. Pero lo más curioso era que
aquella hoja no estaba escrita con la misma letra.
-Dámela –ordenó
Juan.
Julia se quedó
mirando sin saber qué hacer. Y aunque Juan miraba a Julia, por el rabillo del
ojo observó que Jaime también miraba con inquietud; sentía aflorar la tensión
en los ademanes del muchacho.
-Dámela –y se la
quitó a Julia, más que recibirla de sus manos-. ¿De quién es esta letra?
–Julia, sin querer, enmudeció-. Por cierto, estos apuntes están incompletos.
Falta otra hoja.
-Faltan dos
–continuó Julia-. Las tiene Maia.
Julia hablaba como
si se hubiera rendido. Juan ya no miraba la expresión de su rostro, cuyas
facciones se habían dejado caer en ademán de derrota. Julia estaba pálida.
-Se las he metido
yo –confesó-. Hace tres días le pedí a Ilse sus apuntes, porque falté a clase.
Pensaba fotocopiarlos.
-Y aparecieron en
la cartera de Maia.
Julia no contestó.
Su cara se abandonó, en un ademán de completo abatimiento. Tan débil estaba,
que permaneciendo muda fue su manera de decir que sí. Entonces, como cada vez
que hay que derribar el árbol que se vence, en vez de apuntalarlo, remachó
Jaime:
-¿Tú qué hacías
hurgando en la cartera de Maia?
-¿Cómo lo sabes?
–dijo, con la mirada perdida.
-Porque te vi
–remató él. Juan se acordó, en un ramalazo, de aquel día en que vio volar, en
el recreo, unas hojas de la mano de Julia. El viento azotaba con furia y
recordó que Jaime estaba en el patio, mirando.
Pero entonces Julia
desarmó a Jaime.
-¿Ah, sí, me viste?
¿Entonces dónde está el anillo? Porque a mí me ha desaparecido. ¿Dónde lo
tienes? ¡Enséñame tu cartera!
Jaime era demasiado
listo como para quedarse mudo. Sabía que lo último que tenía que hacer en aquel
momento era dejar que le traicionara el rostro y parecer culpable. Así que
apretó sus facciones. Las tensó, sin apretar el mentón, en un ademán de fuerza,
no de derrota. Quería mostrar aún que llevaba la voz cantante.
-¡Oye, oye, a mí no
me metas en tus cosas! Tú apáñatelas con Ilse, con Maia, y con Juan. No te
metas conmigo, que yo no tengo nada que ver en esta historia.
Entonces Julia se
armó de valor. Ya estaba dispuesta a decir toda la verdad. Por las esquinas de
sus ojos resbalaban unos lagrimones. Se había descubierto todo, no tenía por
qué seguir fingiendo.
-Yo entré en clase
durante el recreo el día que soplaba el vendaval. Vi el anillo de Maia y quería
quitárselo. Hurgué en su cartera, le abrí el bolsillo y lo cogí. Pero entonces
sopló una ráfaga que alborotó todos los papeles. Yo llevaba los apuntes de Ilse
bajo el brazo y, para recoger los de Maia, se me volaron. Como un reflejo, los
recogí en el aire con una mano mientras con la otra ordenaba los de Maia. Sin
saber cómo, se me mezclaron todos y metí dos de las hojas de Ilse en la cartera
de Maia, y la otra la volví a sujetar bajo el brazo. Cerré la cremallera y me
fui.
Julia se paró un
momento porque le temblaba el mentón; como les tiembla a los niños cuando hacen
pucheros. Estuvo un momento callada, ajustando el control de sus facciones, y
continuó el relato. Juan no la interrumpió, porque sabía que quería terminar.
Ni la interrumpió Jaime tampoco, porque nada de lo que decía podía involucrarlo
a él.
-Fue un arrebato.
No sé por qué lo hice pero fue más fuerte que yo. Cuando dijiste –miró a Juan
Luis- que si devolvíamos el anillo discretamente nada nos iba a ocurrir, yo lo
busqué en mi cartera. Quería devolverlo aquel mismo día. Pensaba aprovechar la
hora de educación física, cuando se fueran todos para quedarme rezagada; iba a
dejar el anillo en la cartera de Maia y luego ir al polideportivo con los
demás.
-¿Y por qué no lo
hiciste?
-¡Porque no lo
tenía! ¡Alguien me lo había quitado!
Juan recordó el día
que vio volar los papeles bajo el vendaval. Desde su despacho, él no vio más
que papeles volando. Pero desde el lugar desde donde miraba Jaime seguro que se
veía todo. Juan recordó la sonrisa taimada que se dibujaba en sus labios.
-¡Jaime! –dijo
Juan, con la firmeza del dedo acusador-: devuélvenos el anillo.
Jaime se quedó
lívido. Jaime se quedó desconcertado. Y no fue porque lo acusara Juan Luis, fue
por la seguridad con que lo acusaba. Su desconcierto fue tal porque vio una
autoridad inflexible en el gesto de Juan; en sus ojos no había ni una sombra de
duda.
-¡Un momento, un
momento! –se atrevió a decir, empeñado en defenderse-. ¡Aquí no se va a acusar
sin pruebas a nadie!
Los ojos de Juan
fueron dos dardos que se clavaron en sus ojos.
-¡Exacto! –dijo sin
contemplaciones-. Ahora vas a venir conmigo a ver al jefe de estudios. Y te vas
a retractar de todos los infundios que has dicho sobre Ilse. ¡Vergüenza debiera
darte verla linchada por todos sin atreverte a mover ni un dedo! ¡Menudo
compañerismo! Se acusa a alguien sin pruebas y aquí no pasa nada.
¡Sinvergüenza! ¡Si no te retractas yo te juro que te voy a hundir!
Jaime se retiraba,
acusando el golpe. Pieza por pieza se estaba desmoronando su defensa. No
obstante se atrevió a lanzar un último contraataque.
-¡A mí no me pidáis
el anillo porque no lo tengo! ¿Qué alguien se lo quitó a Julia? De acuerdo,
pero yo no he sido.
-Jaime –dijo Juan
Luis en un tono que dejaba claro que él no estaba para bromas-: yo te he visto.
Lo sé todo desde que la mirabas en el recreo, bajo el vendaval, cuando ella
sustrajo el anillo. ¡Así que no me lo niegues porque pienso presentarme como
testigo!
Aquel ataque acabó
de desarmar a Jaime. Lentamente, como si le pesara el cuerpo, se venció hacia
delante y se echó hacia atrás. Se dejó caer en una de las sillas y miró hacia
arriba (quizá pidiendo clemencia) buscando su mirada.
-Está bien: yo te
doy el anillo. Pero por favor, no digas nada. No digas que lo hizo Julia ni
tampoco que lo hice yo. Di tan sólo que has encontrado el anillo, que quien lo
robó lo ha devuelto al sitio de donde lo había cogido, y que tú no sabes quién
ha sido. Lo de los apuntes de biología se puede arreglar sin implicar a nadie.
-Lo de los apuntes
de biología lo vamos a dejar como está porque son la prueba de la inocencia de
Ilse. Lo demás, veremos cómo se arregla.
Jaime y Julia
estaban sentados, mirando a Juan, que permanecía de pie con el rostro severo,
con el dedo acusador: un pantocrátor. Pero sus ojos de fuego estaban envueltos
en nubes que apagaban su brillo; no era un dios justiciero ni ajusticiador, un
dios cruel, entregado a la cólera divina. Estaba abierto a la clemencia. Y en
ello la justicia se vio abrazada por la bondad.
6
Ilse estaba en el
despacho de Radón. La jefatura de estudios, como un cuchitril demasiado
pequeño, tenía dos mesas colocadas en ángulo recto. Una estaba paralela a la
pared, y detrás estaban los gritos del patio; unos gritos que, venidos de la
realidad, no traspasaban los muros irreales del poder. Sobre aquella mesa
estaba el ordenador.
La que corría
perpendicular a la otra pared llegaba hasta la puerta de jefatura. Una puerta
que daba al pasillo, flanqueado desde la otra orilla por otro recinto que
también cuadriculaba la realidad: la secretaría. Por aquel pasillo pasaban los
chicos hacia el bar, en el recreo. Por allí pasaban los jefes, cuyos cuarteles
generales estaban reunidos en aquel espacio: jefatura, secretaría, el recinto
de las fotocopiadoras, el despacho del director. El pasillo por donde
transitaba la vida estaba rodeado por los centros de mando que parecían
apretarlo, desde miradas irreales, como un collar extraño; como un tumor.
La puerta de
jefatura estaba cerrada. Aislados del mundo, sentados a la mesa, estaban: a un
lado, Ilse; al otro, Radón.
-El otro día te
dije que no te preocuparas –dijo Radón-: no te iba a denunciar. Te dije que
buscaría una solución más aceptable para todos, y ya la tengo. –Radón le mostró
el anillo, que había sacado de uno de los cajones, y lo dejó brillar un rato
ante sus ojos.
Ilse abrió los ojos
y la boca; como ventanas que miran hacia fuera, aquellos huecos vertieron al
exterior toda la desnudez de sus sentimientos. Radón, acostumbrado a
enmascararlos, permanecía frío. Pero su voz era lacrimosa. Lacrimosa y cálida a
la vez. Cuando hablaba transmitía una sensación de paz que acariciaba el aire como
un bálsamo.
-Sí: el anillo de
Maia. Ha aparecido. Ya no te pueden acusar de haberlo robado.
El rostro de Ilse
se encendió. Sus ojos eran dos linternas, y en el rubor de sus mejillas lucía
la aurora: la aurora de rosáceos dedos, que diría Homero; la sangre que se
reactivaba liberaba la vida que volvía a fluir.
-¿Quién ha sido?
-acertó a decir ella.
-Eso es lo de menos
–respondió el jefe de estudios-. Lo hemos encontrado y con eso basta.
Evidentemente no
era cierto. A él eso no le bastaba. Hacía falta un culpable a quien poder
castigar. Porque toda historia tiene un protagonista, que triunfa, y un
antagonista, que acaba perdiendo. Al faltar el antagonista la historia se queda
sin el villano, y ya no es historia sino suceso.
Por otro lado, él
quería que el instituto fuese un lugar sin historia. Un lugar exento de
conflictos, un sitio donde nunca pasa nada. Entre una historia sin protagonista
y una moraleja ejemplarizante, él prefería la primera (aunque su corazón le
estuviese pidiendo lo segundo). Pero entre la cabeza y el corazón, él prefería
la cabeza. Que estaba fría. Que no tenía vida. La cabeza nos coloca frente a la
realidad, y el corazón es la fuente de nuestros deseos; él prefería vivir una
realidad ramplona y reservar los deseos para sus sueños.
-La historia ha
terminado –concluyó Radón.
-¿Pero quién ha
sido? ¿Y por qué lo ha hecho?
Radón se encogió de
hombros.
-¿No lo sabremos
nunca?
Radón la miró, con
ojos inexpresivos, detrás de sus gafas de culo de botella. La barba cerrada,
aunque afeitada, le daba a su rostro un aire sombrío. Las gruesas gafas
esculpían bajo sus ojos unas bolsas somnolientas. Y el mentón algo caído, bajo
unos labios carnosos, pero sin color, le daba también cierto aire primitivo;
algo así como un ser hermético, congestionado, insensible.
-¿Has dicho algo en
casa?
Ilse vaciló un
instante, como si hubiera tardado en comprender. Después sus ojos volvieron en
sí, un poco más apagados. Titubeó:
-No... Me dijiste
que no dijera nada.
-Sí, te lo dije;
pero no estaba seguro de que no te traicionarían los nervios.
-Bueno, me contuve.
Al decirme tú que por ahora no me sancionarían, me quedé más tranquila. En casa
no me notaron nada.
-Muy bien. Así todo
es mejor. Todo lo que pasó queda entre nosotros, y no tiene por qué saberlo
nadie de fuera. Es como si Jaime nunca te hubiera acusado. Al no haber
publicidad, no hay escándalo.
-Pero se enteró
toda la clase. Jaime me acusó delante de todos, y en realidad ha habido muchos
testigos.
-Sí, es verdad...
–Los ojos de Radón parecían apresados entre los círculos concéntricos de su
culo de botella. Era como si, mirando al exterior, nunca salieran del recinto
de sus gafas. Y eso le daba un aspecto gris. Descarnado.
Vaciló un momento
antes de proseguir.
-Hay que intentar
que nadie hable de esto, como si no hubiera ocurrido. Cuando pase un poco de
tiempo se habrá olvidado. Será como si no te hubieran acusado nunca. ¿Estás
dispuesta a olvidar?
-De acuerdo.
-Es difícil simular
que no ha pasado nada cuando todo es del dominio público. Se sabe que
desapareció el anillo. Se sabe que volvió a aparecer: ha triunfado el orden. A
ti te han acusado injustamente, pero no se te ha sancionado por ello. Tú no
eres culpable de lo que no has hecho: todo está en orden si, desatendiendo las
voces que te calumniaban, cuando parecía que lo que decían era cierto, el
instituto ha preferido perseguir la verdad antes que castigar sin pruebas. Yo
creo que debes decírselo a tus padres. Tus compañeros se lo dirán a los suyos,
de modo que nadie va a creer que tú, la más implicada directamente, no te has
enterado.
Calló y la miró con
cara de cansancio. Siguió diciéndole más cosas, con su verborrea habitual.
Mientras las decía, por su mente pasaba un espectro; algo en lo que el
instituto había fallado. Y era que el culpable, ni había aparecido, ni había
sido castigado. Eso no beneficiaba a la reputación del instituto.
Había que echarle
tierra al asunto. No le benefició nada el que Jaime, al disculparse, lo hiciera
con un exceso de vistosidad. De todas formas, el trauma de Ilse se había
contenido: Maia, al consolarla, lo había desactivado todo; y los padres de
Ilse, al no verla sufrir, no verían motivo de queja. El tiempo lo borraría todo
como la nieve, y la imagen del instituto, sin resentirse, lo envolvería todo en
una espesa niebla.
7
Jaime estaba
sentado en su sitio, aproximadamente en el centro del aula: ni muy cerca del
profesor ni demasiado lejos. Juan iba a empezar la clase.
-Perdona, Juan, me
gustaría decir algo.
Juan mostró
sorpresa. Parecía que Jaime lo hubiera interrumpido en el momento de empezar.
Vaciló un poco, como si se lo estuviera pensando, y luego dijo:
-De acuerdo, Jaime.
Tienes la palabra.
Nadie supo que
aquella escena había sido preparada de común acuerdo. Ni supo tampoco que ellos
dos habían tenido una larga conversación en presencia de Julia. Julia,
cabizbaja, no paraba de mirar al cuaderno. “A secreto agravio, secreta
venganza”: tal era el título de una de las obras del siglo de Oro.
Parafraseando a Agustín Moreto, Juan había convencido a Jaime de que una
pública ofensa requería una pública disculpa.
Jaime midió sus
palabras. Titubeó antes de hablar. Luego arrancó como un río.
-Aquí hay chicos y
chicas que, como yo, han venido a sacarse el graduado. Unos vienen porque los
obliga la ley, otros porque los obligan sus padres; unos vienen a la fuerza,
otros porque les apetece; unos vienen de Peñalviento, de Baba, de San Juan;
unos vienen en autobús, otros vienen andando. Cada uno tiene sus amigos, cada
uno viene con su historia, cada uno con sus aficiones. A veces nos picamos, los
de unos pueblos con los de otros; pero cuando llegamos aquí todos somos
iguales: chicos y chicas de dieciséis años, que van a convivir durante cinco
horas al día, y que nos vamos a hacer amigos, colegas, nos vamos a contar
chistes, vamos a salir al recreo, nos vamos a echar unas risas.
Durante el breve
instante que calló, intentando respirar un poco, la clase, que escuchaba
atentamente, permaneció silenciosa como una tumba. Se podría haber oído el
aleteo de una mariposa.
-Nadie tiene nada
contra nadie.
Pero cuando lo
decía, en su cara había una falsedad teatral.
-Nos podremos
gastar bromas pesadas, pero nadie menospreciará a nadie en esta clase. –Sus
ojos parecían vacíos, no se sabe si por culpa de las gafas o de su mirada; pero
las gafas, sirviéndole de escudo, escondían sus sentimientos y tenía un aspecto
inquietante: impasible-. Nos podremos insultar en el autobús, entre pueblos,
pero cuando estamos en clase todos somos del mismo pueblo. Se podrán pasar un
poco los chicos con las chicas, pero a fin de cuentas todos somos jóvenes.
Se apoyó en el
pupitre con las yemas de los dedos y agachó la mirada, como descansando; pero
en seguida la volvió a levantar.
-Digo esto porque
esos rencores, esas pequeñas rencillas que a veces nos unen y a veces nos
separan, crean entre estas cuatro paredes una atmósfera que es la que
respiramos cinco horas al día. Yo mismo he sido víctima de este ambiente. He
empezado a cogerle manía a Ilse, no sé por qué, pero el caso es que la aborrecía.
Pienso que no era nada particular: simplemente una acumulación de roces, bromas
pesadas, chistes obscenos, manías de los pueblos, vete a saber... Realmente
ella no me había hecho nada: pero yo le tenía tirria. Y ella, sin yo tener
culpa de nada, me había cogido manía también.
Ilse lo escuchaba
con incredulidad, dudando entre odiarlo y reírse. Maia, más ajena a esas cosas,
escuchaba con estupor. Y Juan recordaba hasta qué punto un corazón perverso
hace horrible la cara más agradable. Jaime no era feo, pero su cara se afeaba:
era su alma, que la ensombrecía. Jaime era un chico inteligente, pero utilizaba
su inteligencia al servicio de su egoísmo, eso se le notaba. También sabía
hablar bien. Aquella intervención suya era todo un ejemplo de retórica; se habría
preparado minuciosamente el discurso, con toda seguridad. Pero lo que decía su
habla lo desdecía su voz. Lo que decía su voz lo desmentía su cara. Lo que
decía su boca lo desmentía su cuerpo, y había gente en aquella clase sensible a
esos matices. Como Cristal.
-El caso es que yo
mismo fui víctima de este ambiente –prosiguió-. Cuando acusé a Ilse relacioné
de buena fe una serie de hechos que la acusaban; y al exponer mis
razonamientos, mi mala leche ponía mucho rencor en mis palabras. De modo que yo
decía la verdad de lo que pensaba, pero mi tono, y mis gestos, que eran
involuntarios, sazonaron mis palabras con la mentira. Yo la acusé, convencido
de que era culpable...
El asco de Juan
Luis le retorcía las tripas. De sobra sabía Jaime que Ilse era inocente, porque
el anillo no lo había robado ella, sino Julia; y lo más grave es que ya Julia
no lo tenía, porque se lo había quitado él. “¡Será cínico...!” El sentimiento
de Juan pugnó por no exteriorizarse. Había que resolver aquel problema sin
crear más conflictos de los que ya había. Era preciso no convertir aquello en
una caza de brujas, pero sus tripas amenazaban con desbordarse, desenmascarando
de una vez a Jaime ante sus compañeros.
Juan Luis se
contuvo. Jaime prosiguió. Pero era verdad que un corazón perverso hace horrible
la cara más agradable.
-Todos fuisteis
testigos -prosiguió- de la furia con que acusé a Ilse. En aquel momento sentí
odio, y el odio me empujó a decir cosas injustas. Repito que no la acusé en
vano: mi cerebro se dejó llevar por la lógica de las pruebas, que parecían
acusarla de manera irrefutable.
Hizo otra pausa
para tomar aire.
-Luego apareció el
anillo. No lo tenía ella: por lo tanto era inocente. Yo le pido perdón, aquí,
delante de todos, por haberme precipitado. No lo pido por haber llegado a esas
conclusiones, porque el razonamiento es matemático y yo razoné sobre pruebas
convincentes. Pero las apariencias engañan, y bien es verdad que yo me dejé
llevar por las apariencias. La prueba más decisiva de todas era que Ilse no tenía
el anillo; por tanto no lo había robado; aquello echó por tierra mis
demostraciones, que se derrumbaron como se derrumba un castillo de naipes.
Entonces giró a un
lado buscando a Ilse, y dirigiéndose a ella le dijo, con una solemnidad
afectada:
-Ilse, yo te he
ofendido públicamente: no puedo pedirte perdón hablando contigo a solas. Debo
reconocer públicamente que fuiste inocente y lo reconozco aquí, ante todos.
Debo pedirte perdón por haberte acusado sin pruebas. Me precipité. Lo digo
aquí, Ilse: ¿me perdonas?
Sus palabras
pusieron a Ilse en una situación comprometida. Ilse no sentía ninguna simpatía
por él, y perdonarlo hubiera sido contribuir a hacerlo simpático. Aquella forma
de pedir perdón lo ponía todo al revés: él, que había sido malo, se volvía
bueno, y al mismo tiempo Ilse, que era la víctima, parecería culpable: bueno
por pedir perdón, culpable por no perdonarlo. Ilse, sonriendo con su amplia
boca nerviosa, tuvo que transigir:
-Sí, te perdono.
Y al decirlo se
sintió ridícula como una imbécil. Y se sintió más imbécil todavía cuando la
clase prorrumpió en aplausos. La sonrisa de Jaime, satisfecha, se regocijaba
por haberle dado la vuelta a la tortilla. Se reconocía como héroe al que no
dejaba de ser villano. Y se relegaba al olvido, como cosa de menor importancia,
a los inocentes.
Juan consideró que
ya había suficiente. Abortó aquella escena y se puso a dar clase. Pero tuvo que
encadenar sus ideas con aquel discurso para que todo tuviera sentido.
Interiormente pensó que si Ilse recuperaba la alegría, a su corazón volvería la
bondad, desterrando el odio, el resentimiento. Y pensó también que Julián no
podía ser muy feliz: por lo retorcido que era.
CODA
-Al empezar el
curso os expliqué cómo quería que aprendierais. Lo resumí en estas cuatro palabras:
conocer, criticar, decidir y respetar. Sobre todo respeto. Mucho respeto.
Hay quien toma
decisiones sin conocimiento de causa. Como le pasó a Jaime con Ilse. Tuvo
conocimiento de unos datos que la incriminaban y, sin pensárselo más, la acusó.
Como los vendedores de libros, que nos enseñan los libros como si fueran
maravillas y, sin darnos tiempo a pensar, nos obligan a comprar. ¿Cómo lo
hacen? Despertando en nosotros el deseo. Nos enseñan la maravilla, nos meten en
ganas ¡y a comprar! O como los predicadores de las sectas: nos hablan de lo
grande que es su dios, nos llenan de deseos de conocerlo y, sin más historias,
nos meten en su organización. O como los vendedores de droga, que nos enseñan
el producto, encienden nuestro deseo y nos lo venden después. Para consumirlo.
“¿Para qué te lo vas a pensar tanto?”, dicen. “Deja de darles tantas vueltas a
las cosas. Déjate llevar por la vida. Aprende a disfrutar”.
Yo os digo: entre
el conocimiento y la decisión tiene que estar el pensamiento; entre el deseo y
la acción tiene que haber una crítica. El propio Jesús nos avisaba: “guardaos
de los falsos profetas”; lo dice en el evangelio de San Mateo. Y para
distinguir a los verdaderos de los falsos no hay más remedio que cavilar.
Conocemos las cosas
viéndolas, escuchándolas, tocándolas y recordándolas, que es como reconocerlas
de nuevo. Y conocemos también oyendo palabras que evocan cosas y recordando lo
que hemos oído: es lo que pasa cuando leemos. Pero hay veces que oímos una
palabra y actuamos como si ya conociéramos su significado, cuando sólo
conocemos la palabra: no su concepto. Muchos alumnos oyen hablar a su profesor
del aparato digestivo y luego, cuando lo ven en el libro, lo cierran con
autosuficiencia: “está chupado; ya me lo sé”. Y no es verdad: han oído hablar
del aparato digestivo, pero no se lo han aprendido; conocen las palabras, pero
no las ideas. Muchas veces conocemos de esa manera: creemos conocer, pero no
conocemos nada. Hay que tener cuidado con esas cosas. No nos engañemos,
convenciéndonos de que sabemos miles que cosas que no sabemos.
Y pensar, ¿qué es
pensar? Pensar es razonar, es decir relacionar cosas. Unas veces pensamos con
imágenes, que son recuerdos de las cosas que hemos visto, oído o tocado. Otras
veces pensamos con abstracciones, que son conceptos; esquemas que se ajustan a
muchas cosas que se parecen entre sí; por ejemplo, el concepto de mamífero vale
para un perro, un gato o un ser humano.
Sea que pensemos con imágenes o con
abstracciones, el razonamiento es crítica. Criticar las cosas es juzgar si son
verdaderas o falsas, si son engañosas o correctas, si son bellas o feas, útiles
o inútiles, buenas o malas.
Cuando conocemos
las cosas podemos sentirnos atraídos por ellas, o rechazados: las deseamos o
detestamos. Cuando nos decidimos por lo uno o lo otro actuamos sobre ellas. El
deseo es la tentación, y lo que hacemos con el deseo es el pecado: salvo cuando
resistimos a las tentaciones. Por lo menos la mayoría de las veces.
Pues bien: no hay
que sucumbir a la tentación sin pensar primero. ¿Queremos comprar algo?
¿Queremos hacernos de una secta? ¿Queremos consumir chocolate, vino o tabaco?
Primero pensemos lo que vamos a hacer. No hay que hacer las cosas sin
pensarlas. Solo los brutos disparan primero y preguntan después.
Jaime ha disparado
antes de preguntar. Ha condenado sin interrogar al acusado. Ha violado la
presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo
contrario, y Jaime ha confundido un indicio con una prueba. Algún día os lo
explicaré mejor. Por ahora, me contentaré con un ejemplo. El humo es señal de
que hay fuego, pero muchas veces vemos humo sin que haya llama de por medio. Si
desaparece un estuche mientras estaba Jaime solo, esto indica que Jaime puede
habérselo llevado. Es sospechoso, pero ser sospechoso no es todavía ser
culpable: primero hay que demostrarlo. Y Jaime ha confundido ambas cosas. Ha
confundido el indicio con la prueba, la sospecha con la demostración, la
investigación con la sentencia. No olvidéis que un sospechoso no es
necesariamente culpable; precisamente su culpabilidad es lo que tenemos que
demostrar.
Los apuntes de Ilse
estaban en la cartera de Maia: eso la hacía sospechosa. Pero Jaime,
confundiendo el indicio con la prueba, la ha acusado, juzgado y condenado. Él
solito; él solo ha hecho de fiscal y juez, y le ha negado a Ilse el derecho a
tener abogado; el derecho a la defensa. Así no son las cosas en este mundo.
Sólo los animales
actúan por reflejo, por impulso. Un perro hambriento ve un trozo de carne y se
abalanza sobre él, pero los seres humanos sustituyen el reflejo por la
reflexión. En el reflejo, al deseo le sigue la acción. Pero cuando
reflexionamos, entre el deseo y la acción se interpone el pensamiento. Hacer
las cosas sin pensarlas es actuar impulsivamente, no es decidir. Sólo decidimos
los seres humanos. Tú, Jaime, actuaste por impulso: obraste ciegamente y fuiste
injusto con Ilse. Ella estuvo a punto de pagar las consecuencias.
Decidir es elegir
entre dos posibilidades. Podemos elegir entre cuidar las cosas o abusar de
ellas. Lo primero cuesta trabajo, requiere eso que llamamos fuerza de voluntad;
pero lo segundo es fácil. Tenemos que elegir entre el esfuerzo y la facilidad:
eso es ser libre, y ser responsable. Cuando cuidamos la naturaleza cuidamos el
medio ambiente y, claro, es más fácil tirar las cosas al suelo que buscar una
papelera.
El respeto es la
acción, elegida libremente, de cuidar lo que nos rodea sin dejar de cuidarnos a
nosotros mismos: tú, Jaime, le has faltado al respeto a Ilse, no la has cuidado
como compañera, no te has preocupado por ella. Dice claramente el refrán:
“Lo que no quieras
para ti no lo quieras para otro”.
¿Tú quieres que te
acusen injustamente? ¿No? Pues no lo hagas con los demás; no lo hagas con Ilse.
Nosotros hemos
dicho: “lo que quieras para otro quiérelo para ti”.
Si te portas mal
con Ilse, pórtate mal contigo mismo. Pero no te gusta, ¿verdad? Pues no se lo
hagas a Ilse: que todo queda, en esta dichosa vida, en una cuestión de
simetría. Ni siquiera el que está desesperado quiere el mal para sí mismo, sino
para salir de su desesperación, es decir, para disfrutar del bien; aunque él no
sepa que lo quiere. Decidir libremente es muchas veces escoger lo que no nos
apetece, que a veces es lo que nos conviene. Cuando no sabemos elegir (o
cuando, después de haber elegido, no nos acabamos de decidir), entonces nos
tienen que obligar; saber mandar es saber obligar a la gente a hacer lo que
quiere cuando está indecisa. Que lo bueno debe conocerse y no siempre lo
deseamos, aunque lo conozcamos; pero el deseo es ciego: no es fácil, en esas
condiciones, elegir.
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