LA CIENCIA Y LA TÉCNICA[i]
1. El método científico.
-Vamos a trabajar de modo parecido a
como trabajan los científicos –dijo Juan-. Vamos a ver. Lo primero es
encontrarse ante un problema que necesitemos resolver. O sentir curiosidad por
algún fenómeno que nos llama la atención. Por ejemplo, la lluvia. ¿Por qué
creéis vosotros que llueve?
Nadie dijo nada, porque todos
esperaban que se lo dieran resuelto. Juan insistió.
-A ver, ¿qué es lo que produce la
lluvia?
Tuvo que insistir de nuevo.
-¿Por qué llueve?
Al fin, Jonathan, que era el más
ingenuo, contestó:
-Por la condensación del agua de las
nubes.
-¡Ah, no, me parece que haces
trampa! Tú contestas con lo que ya sabes, y os he pedido que contestarais como
si no lo supierais.
Pero Jonathan se mantenía en sus
trece.
-Es por la condensación del agua que
se evapora.
-No entiendo. ¿Se condensa o se
evapora? ¿De qué agua estás hablando?
-Del agua de los ríos.
-¿De modo que el agua de los ríos se
evapora?
-Sí.
-¿Y por qué?
-Por el calor.
-¿Qué calor?
-El del sol. El agua se calienta y
sube en forma de nube; luego se enfría y se convierte en lluvia.
-Ya veo... Es como cuando te duchas.
El agua sale caliente y llena la ducha de vapor. Luego se enfría y se deposita
en las paredes en forma de gotitas.
El rostro de Jonathan, y el de
Estrella, y el de Mario, se iluminaron. Pero Juan se encargó de apagarlo con
sus preguntas.
-¿Y cómo es que se enfrían las
nubes?
-Es igual que el aire –dijo Manuel-.
El aire caliente pesa poco y asciende. Luego se enfría y vuelve a bajar, porque
el aire frío pesa.
-Y... ¿cómo es que el aire de las
nubes se puede enfriar? Las nubes están más cerca del sol; por eso están más
calientes.
-No entiendo lo que dices –dijo
Manuel. Juan contestó:
-A ver: cuando vosotros encendéis un
fuego, la llama quema por arriba, pero no por los lados. Si colocáis la mano
cerca de la llama sentiréis más calor que si la ponéis lejos, ¿no?
-Sí.
-Pues el agua de las nubes debería
estar más caliente que la del río, porque está más cerca del sol. Las nubes,
pues, no pueden condensarse.
Entre los chicos había murmullos de
perplejidad. Era una perplejidad incrédula. Sabían que no era verdad lo que
estaba diciendo, pero no podían decir por qué.
-Vamos a ver –prosiguió Juan-. El
sol no se cae porque está enganchado al cielo. El cielo es como una cúpula
cristalina que rodea a la tierra, y a ella están sujetos el sol, los demás
astros y las estrellas. De hecho hay tantas cúpulas como tipos de astros flotan
en el espacio.
Los chicos tenían cara de
incredulidad. No sabían qué decir.
-Si el sol –prosiguió Juan- está
enganchado al cielo, está más cerca de las nubes que de los ríos, y las
calienta más; el agua de las nubes se debería evaporar, y la de los ríos, que
está más fría, debería condensarse.
-Pero es al revés –contestó Manuel-.
El agua de los ríos se evapora, y la de las nubes se condensa.
-¿Y por qué?
-No sé.
-Estáis contestando con cosas que
habéis aprendido sin entenderlas de verdad. Estáis perplejos porque comprendéis
que mis objeciones son fundadas, y sin embargo estáis acostumbrados a creer lo
que me habéis dicho. Mis objeciones chocan con vuestras creencias. Es más,
vuestras creencias chocan con la lógica. Comprendéis que mis razonamientos son
correctos, y os negáis a admitirlos. ¿Por qué rechazáis las evidencias?
Se encogieron de hombros.
Evidentemente no sabían responder.
-Es más, voy a sacar consecuencias
de lo que os digo. Seguramente conocéis los invernaderos: los tenéis en
Encinillas, sin ir más lejos. Un invernadero es una huerta cubierta con una
lona de plástico. Los rayos del sol pasan a través de ella, pero luego el
plástico no los deja salir; al rebotar sobre el suelo, la tierra se calienta:
es el efecto invernadero. Pues bien, si hubiera bóvedas celestes sobre nuestras
cabezas, en las que pudieran sujetarse los astros, se comportarían como los
plásticos de los invernaderos; y la temperatura de la tierra se calentaría.
Permanecían mudos.
-Sin embargo, las cosas no son así.
Mario, exasperado, se atrevió a
objetar:
-¡Es que lo enredas todo! Dices unas
cosas que ya..., ya.
-Mario, no hay ningún enredo. No
hago más que razonar. Lo que pasa es que no estáis acostumbrados a emplear la
razón, y estáis demasiado aferrados a vuestros prejuicios; cuando la razón las
refuta lo lógico sería que cambiarais de creencias... y sin embargo lo que
sucede es que desconfiáis de la razón.
Los alumnos se retorcían en sus
asientos.
-¿Y bien?
Silencio.
-Dais más crédito a la costumbre que
a la razón. La reflexión no puede neutralizar vuestras costumbres. Sois tercos,
automáticos e intransigentes. Y os creéis razonables. ¿Veis? La idea de que la
razón guía vuestros pensamientos es también una creencia. Pensáis sin razonar.
Y esta evidencia que he descubierto ante vosotros no puede derribar el muro de
lo que os han hecho creer. Somos dogmáticos, no racionales. Vuestras creencias,
vuestras costumbres, pueden más que la fuerza de la razón y que la evidencia de
los hechos. Y lo curioso es que vuestros prejuicios están en lo cierto; son mis
afirmaciones las que son erróneas, pero vosotros no podéis demostrar por qué.
Ahora estaban más dispuestos a
escuchar, aunque los velaba el fantasma de la desconfianza; de la duda. Un
psicólogo diría que los había puesto en conflicto cognitivo. Había cuestionado
sus prejuicios con razones y con hechos; los prejuicios, que son creencias o
costumbres, son obstáculos al conocimiento; resistencia al cambio. Sus mentes,
sacudidas por la perplejidad, lucharían contra las razones, hasta que la
claridad racional diera al traste con sus creencias; entonces cambiarían de
hábitos; se acostumbrarían a tomar en cuenta las objeciones de la razón, y
acabarían aprendiendo. Aprender es remover nuestros prejuicios para
sustituirlos por razones; y por hechos.
-¿Os rendís ante la fuerza de los
hechos?
Querían decir que sí, pero los posos
racionales que latían en su mente los ponían en guardia. Algo extraño había en
las razones de Juan; algo que requería más razonamiento; quizá buscar nuevos
ejemplos, nuevos argumentos con los que refutar los argumentos de Juan. Juan
los ayudó, orientando sus palabras en el sentido que requería la prudencia.
-¿Vosotros creéis que arriba, en el
cielo, hay cúpulas cristalinas?
-¡No! –dijeron algunos, aunque lo
pensaban todos.
-No hacen falta: hoy sabemos que los
astros se sujetan de otra forma. Pero sin entrar en esos detalles, os voy a
resumir nuestra conversación. Primero fue la curiosidad sobre el origen de la
lluvia. Luego fue la primera hipótesis: la condensación del agua de los ríos. Y
la refutación: la proximidad del sol al cielo hace que las nubes, y no los
ríos, se evaporen. Lo conectamos luego con otra idea que teníamos admitida
(bueno, más bien que admitieron los antiguos; nosotros ya no): y era que en el
cielo hay bóvedas en las que están enganchados los astros. Y dedujimos una
consecuencia: si así fuera, el clima de la tierra sufriría un efecto
invernadero. Luego lo contrastamos con la realidad: no ocurre así. Por lo tanto
había que cambiar de hipótesis. Pregunta. Respuesta (toda
respuesta al porqué de las cosas es una suposición, una afirmación provisional,
una hipótesis). Consecuencia. Contrastación. Cambio de
hipótesis. Hay que abandonar la idea de que las nubes se evaporan y no los
ríos, porque no resiste la comparación con los hechos. Lo mismo le sucede a la
idea del efecto invernadero. ¿Os dais cuenta? Hemos razonado punto por punto
como razonan los científicos.
Y eso era lo que les quería mostrar:
por eso terminó aquí su charla y se dio por satisfecho. Al día siguiente les
hablaría del método científico, cuestionando nuevamente la verdad de sus
creencias. Ya lo decía Unamuno: el filósofo debe ser un agitador de
conciencias. Y él era filósofo: con eso estaba todo dicho.
2. El pis de los angelitos.
-Ahora –dijo Juan- voy a dar una
explicación posible; la lluvia es el pis de los angelitos.
Se rieron todos. Juan los provocó.
-¿Pensáis que no es una explicación
científica?
-¡Noooo! –dijeron Mario, y Estrella,
y Laura, y Manuel, y Jonathan, y todos los demás. Y no paraban de reír.
-Me parece que sois un saco de
prejuicios –terció Juan-. ¿Qué es una explicación científica?
Claro, no lo sabían. La sonrisa se
les congeló en los labios.
-Una explicación científica es algo
que se puede contrastar. Y vosotros creéis que es toda idea que no contiene las
palabras “ángeles”, “espíritus”, “poderes”, y cosas así.
Evidentemente, era lo que todos
creían. Pero no se atrevieron a asentir porque no sabían por dónde les iba a
salir Juan.
-¿No pensáis que la enfermedad es un
espíritu que se mete en el organismo sano, volviéndolo enfermo? Como los
endemoniados de la Biblia.
Ahí ya recuperaron la sonrisa.
Estaban seguros de tener razón, y de que su razón era irrefutable. Lo negaron.
-Y sin embargo, es verdad –aseguró
Juan.
Un murmullo de desaprobación general
se levantó de la clase. Juan sabía que tendría que buscar argumentos demasiado
contundentes para poder vencer. Pero no le costó nada.
-Así lo afirmaban los iatroquímicos
en el siglo XVII. Y en el siglo XIX lo confirmó Pasteur. Sólo que Pasteur, en
vez de llamarlos espíritus, los llamó microbios.
Era gracioso ver cómo la clase se
quedaba congelada cada vez que Juan daba un golpe de efecto.
-Vuestros prejuicios no os dejan ver
la realidad. Os dejáis cuadricular por las palabras. Creéis que admitir la
existencia de espíritus es superstición, mientras que la de los microbios no lo
es. Y no sabéis mirar la realidad detrás de las apariencias. Lo que importa es
la idea, no las palabras. La idea es que la enfermedad está causada por la
intromisión de un ser extraño en nuestro cuerpo; cómo lo llamemos es
secundario. Podemos llamarlo espíritu o microbio, da igual. Es sólo cuestión de
palabras. Vuestro rechazo a admitir ciertas palabras en el lenguaje científico
os incapacita para comprender el avance de la ciencia.
Sólo Sara se atrevió a decir:
-Lo que dices es verdad, Juan. Pero
debes reconocer que nosotros no estamos acostumbrados a ver las cosas de esa
manera.
-Claro. Y para eso estoy yo: para
agitar las conciencias. (Eso no lo digo yo, lo decía Unamuno). La misión del
profesor es combatir las supersticiones; y una superstición engañosa es
desterrar ideas que se expresan con palabras que consideramos supersticiosas,
sólo porque nos fijamos en ellas y no en sus significados. Cuando un científico
descubre una realidad nueva no tiene palabras para nombrarla; unas veces se
inventa una palabra nueva, y nos parece científica (todos los neologismos nos
lo parecen); pero otras veces recurren a palabras ya existentes, y las utilizan
dándoles un significado distinto; pero si esas palabras ya estaban teñidas de
sentido religioso, tenderemos a rechazarlas; porque nos fijamos en el
significado antiguo, no en el nuevo. Estoy de acuerdo en que los sabios son
torpes muchas veces, al usar términos ambiguos para nombrar realidades
científicas. Pero hay que tener en cuenta también que el avance de la ciencia
está unido a una controversia religiosa. Las palabras les podían servir de
camuflaje.
Álvaro reconoció que tenía razón.
Pero ellos no estaban entrenados en estas lides para superar una batalla
dialéctica.
-Volvamos a nuestro ejemplo
–continuó Juan-. Una idea científica no es la que no contiene términos
religiosos, sino la que se puede contrastar. Que la lluvia es el pis de los
angelitos será una idea científica si se puede contrastar; aunque contenga la
palabra “angelitos”. ¿Cómo la contrastaremos?
Se dirigió a los alumnos en busca de
respuesta. Después, ante la falta de respuesta, cambió aquella pregunta
silenciosa por una pregunta con palabras. En lugar de limitarse a levantar
ligeramente el mentón arqueando las cejas, ahora dijo:
-¿A quién se le ocurre un
experimento para comprobar si nuestra hipótesis es verdadera?
El primero que habló fue Mario.
-Bastaría con subir en avión hasta
las nubes y buscar angelitos mientras llueve.
-Mm... No está mal. Y si no los
encontramos será que la hipótesis no era correcta.
-Claro –dijo Mario.
Pero Álvaro criticó esta conclusión.
-Podría ser que los ángeles fueran
invisibles. O que no fueran perceptibles con nuestros habituales métodos de
observación.
-Sí, Álvaro, pero inventar uno nuevo
sería quizá más difícil que resolver el problema de la naturaleza de la lluvia.
La ciencia no avanza planteando problemas difíciles para resolver problemas
sencillos.
Así estuvieron un momento. Ante la
falta de alternativas Juan propuso, por fin, la suya.
-He aquí un posible experimento:
recogemos gotas de lluvia y las analizamos en el laboratorio. Si encontramos
amoniaco es que la lluvia es orín. Todavía quedaría por saber si el autor del
orín es un ángel o cualquier otro ser desconocido, pero eso es secundario; lo
mismo nos da llamarle ángel que microbio, o partícula, u organismo. Da igual.
No nos vamos a dejar asustar ni engañar por las palabras.
Álvaro hizo una objeción
interesante.
-Podría ser que el orín de los
ángeles no contuviera amoniaco. Quizá los ángeles, como son más puros que
nosotros, tengan una composición distinta. –Y aclaró acto seguido: -suponiendo
que tengan cuerpo.
-Por supuesto. Pero eso no nos hace
avanzar, antes al contrario: nos paraliza. Suponemos que la composición de los
orines celestiales es distinta, y eso nos abre todas las posibilidades del
mundo; nos abre muchos caminos y no sabemos cuál tomar. Necesitamos una
hipótesis que nos oriente hacia uno de ellos. Porque no podemos investigar a
ciegas. El científico tantea el mundo con sus hipótesis, y las hipótesis lo van
guiando; lo que no hace es dar palos al azar a ver si sale algo.
-Sí, supongo –dijo Álvaro-. ¿Cómo
procederíamos?
-Verás: si después de haber
analizado la lluvia encontramos amoniaco, es que es el pis de... de alguien;
por ejemplo, los angelitos.
-No necesariamente. El amoniaco
puede proceder de las emisiones de alguna fábrica, que las haya vertido en
forma de gas o en forma líquida.
-Cierto: de modo que hay que
descartar esas posibilidades hasta que sólo queden los ángeles como única
explicación plausible.
-Pero eso no es posible, Juan.
Siempre que descartemos una posibilidad será posible imaginar otra. Nunca
acabaríamos de idear explicaciones plausibles.
-Así es: el número de hipótesis
puede ser infinito; por eso una idea nunca está probada de manera definitiva;
cada prueba que le hagamos pasar la corroborará más y más, y cuantas más
pruebas supere será más plausible, pero nunca será segura a cien por cien;
siempre nos quedará la posibilidad de que un día alguien diseñe un experimento
que la refute.
-¿Entonces, las leyes científicas no
son seguras?
-No. Sólo lo son las creencias
religiosas, pero la seguridad que dan no es racional, sino afectiva. Y la
ciencia no puede avanzar con el corazón: avanza con la cabeza.
-Pero si yo tengo una canica blanca
en una caja y saco todas las canicas menos una y ninguna de las que he sacado
es blanca, entonces tengo la seguridad de que la única canica que queda es la
blanca; aunque no la haya visto.
-Sí, porque la caja de canicas
contiene un número finito de elementos; la seguridad desaparece en cuanto
trabajamos con conjuntos infinitos: como en el estudio de la lluvia; el número
de hipótesis que pueden explicar su naturaleza es potencialmente infinito.
-Es verdad...
-Cuando lees un prospecto
farmacéutico siempre hay un apartado que dice “efectos adversos”: fijaos que
nunca se dice que no los haya; suele decir casi siempre: “hasta ahora no se han
descrito”; lo que no quiere decir que no los haya; tú puedes ser el primero en
experimentarlos.
Álvaro escuchaba pensativo. Mientras
tanto Estrella, que también estaba concentrada, hizo una pregunta.
-Perdona, pero me cuesta admitir que
la ciencia no sea segura.
-¿Ves? Ése es otro prejuicio. Creéis
en la infalibilidad de la ciencia como antaño se creía en la del papa. Si
Newton hubiera sido infalible no habría sido corregido por Einstein.
-Quizá...
-Cuantas más canicas negras saco de
mi caja mayor es la probabilidad de que la próxima vez saque la blanca; pero
puede que la próxima vez salga otra negra; que una cosa sea más probable no
quiere decir que sea segura.
-Sí... –Álvaro vacilaba.
-Las hipótesis científicas son
explicaciones que podemos comprobar; pero su comprobación nunca es definitiva
porque el fenómeno observado en el experimento puede ser explicado por
hipótesis alternativas. Cada experimento es como un asalto, y la hipótesis es
una muralla que se protege con toda suerte de defensas, incluso con hipótesis
auxiliares; cuantos más asaltos resista más fortalecida saldrá, pero nunca
sabremos si al siguiente asalto empezará a desmoronarse. Las explicaciones
científicas siempre son provisionales; aunque una explicación que ha resistido
numerosas pruebas nos puede dar una seguridad moral, si no científica.
-¿Entonces la gente de ciencia nunca
puede decir taxativamente: esto es así?
-No. La gente de ciencia es muy
cauta. Dirá que es muy probable que esto sea así, o que hay evidencias de que
difícilmente será de otro modo... pero será prudente a la hora de comunicar sus
resultados. Cuando un científico es dogmático se vuelve doctrinario, y entonces
habla de la ciencia como si fuera una religión, seguro de que no puede fallar,
y él es el sacerdote del laboratorio.
Los alumnos sonrieron. Entonces Juan
puso una canción de Violeta Parra. En su estribillo hablaba de “Valentina”. La
melodía tenía brío, y su voz refutaba la existencia de dios con mucha garra.
Juan estaba convencido de que se trataba de Valentina Tereshkova: la primera
mujer astronauta. Ella, que surcó los cielos, podría decirnos si había visto a
dios.
-Pero no lo había visto. Dios no
estaba en el cielo y aquélla era la prueba definitiva.
-No estoy de acuerdo –gruñó
Estrella-. Acabas de decirnos que una idea no está nunca totalmente comprobada
cuando se la compara con los hechos. Y ahora nos dices que la demostración de
que dios no está en el cielo es un hecho definitivo. ¿En qué quedamos?
Sara metió baza y argumentó lo
siguiente:
-Valentino Tereshkova viajó en una
nave espacial. Surcó el cosmos. Pero no vio todo el cielo. Sólo la parte del
cielo que está más próxima a la tierra. ¡Quién sabe si dios no estaba en las
regiones más profundas del espacio!
-En efecto –respondió Juan-. Y por
muy lejos que navegue, nunca se podrá llegar al final del cielo. El cosmos no
tiene fin. Aunque nos pasáramos cien años viajando y aunque tuviéramos
combustible para tanto tiempo, nos moriríamos antes de haber surcado el espacio
mucho menos de un año luz. Y si no podemos llegar al centro del cielo, mucho
menos podremos contar en el cosmódromo lo que hemos visto: hacer llegar allí
nuestra voz requeriría casi tanto tiempo como el que habríamos tardado en
llegar. De modo que el concepto de cielo es muy vago, potencialmente infinito e
impracticable a escala humana. La naturaleza del cielo no es observable, y
mucho menos la presencia de dios en él. Dios y el cielo no son conceptos
empíricos; la existencia de dios, como hipótesis, no es una idea científica,
sino una creencia religiosa.
-¿Entonces, la idea de que la lluvia
es el pis de los angelitos tampoco es científica? –preguntó Manuel.
-Me temo que no –contestó Juan-.
Mientras no definamos con exactitud la composición de su orina no la podremos
contrastar. Si admitimos que los orines de los ángeles tienen la misma
composición que los nuestros, la idea será contrastable: luego será científica;
si se descarta como resultado del experimento será una hipótesis fallida, pero
hipótesis al fin y al cabo.
-Perdona, Juan –dijo Estrella-. Me
parece que no está clara la diferencia entre lo que es científico y lo que no
lo es.
-Me temo que no –concedió Juan-. Es
científico lo que admite contrastaciones sucesivas, y la existencia de dios no
las admite. Tomemos el ejemplo de una vacuna: si se ha administrado con éxito a
un millón de pacientes su grado de corroboración será elevado; pero bastaría
con un solo caso en que no funcionase para que pudiéramos cuestionarla. Como se
dice en la literatura científica: viendo un millón de cuervos negros no se comprueba
que todos los cuervos sean negros; pero basta con que uno solo sea blanco para
que esta afirmación quede descartada. En otras palabras: el éxito nunca es
definitivo, pero el fracaso sí.
-¡Qué cosas! –dijo Álvaro mirando
unos cuervos por la ventana.
3.
La ciencia y la técnica.
Recapitulando: la hipótesis del pis
de los ángeles es una idea científica, porque se puede comprobar. Pero cuando,
para salvar la hipótesis, definimos la orina angelical de tal manera que la
convertimos en inobservable, pierde ya todo carácter científico. Lo mismo le
pasa a la existencia de dios: si definimos el espacio dotándole de características
inobservables, tal espacio deja de ser un ente científico; y si definimos a
dios como ser invisible, lo sacamos ipso facto del ámbito de la ciencia. Lo
mismo les pasa a las supercuerdas; para muchos físicos las supercuerdas son
objetos metafísicos, no son científicos; a menos que un día las caractericemos
de tal manera que se puedan observar.
El trabajo del médico, el mecánico y
el detective, siguen las pautas del trabajo científico. Pero la ciencia estudia
proposiciones generales; el médico, el mecánico y el detective se interesan por
proposiciones individuales. ¿Qué les pasa a los enfermos cuando sube el nivel
de glucosa en la sangre? Eso es trabajo científico. ¿Qué le pasa a este enfermo
cuando viene a contarme sus síntomas? Éste es el trabajo del médico. El médico,
el mecánico y el detective son artesanos de la ciencia; técnicos más que
científicos. La técnica, hoy en día, es imposible sin la ciencia, pero la
ciencia en sí misma se desentiende de las aplicaciones de la teoría; y para que
la ciencia sea posible, debe haberse desarrollado la técnica para construir los
instrumentos de medida que necesita. El médico tiene un repertorio de
instrumentos e ideas para curar a los enfermos: el científico va llenando ese
repertorio con las ideas que descubre; y con los instrumentos inventados al
calor de las ideas.
Ya estaba dicho todo. La clase
estaba madura para que sonase el timbre.
[i] Una parte de este trabajo ha
sido publicada anteriormente con el título de “El pis de los angelitos”.