sábado, 29 de abril de 2017

Los hijos del marqués



LOS HIJOS DEL MARQUÉS

 

1.
            Era un fragor de batalla con el hedor de la muerte. Soberbias galeras cruzadas en el Mediterráneo, clamor de gritos y crujir de remos, densas nubes de humo emanadas de cubierta por el crepitar del fuego. La nave capitana, mandada por Don Juan de Austria, estaba apresada por las galeras turcas. Un hedor terrible suspendía el aire (olor a madera ardiendo, a carne quemada, a sudor y sangre, olor a muerto). Las espadas espantosamente manchadas, con jirones de carne, de pelos, de cabezas sanguinolentas, se cruzaban con los aceros de los alfanjes, de las cimitarras, de los sables. Una multitud de cascos partidos en cuchilla y una multitud de turbantes decorando las cabezas. Los mástiles hechos astillas, cañones sobre cubierta, montados en madera, las velas desprendidas, sucias y desparramadas. En el palo mayor de una galera la bandera ondeaba sobre el puesto de vigía. El vigía no estaba. Se habría caído, lo habrían herido, estaría muerto. Lluvias de flechas se clavaban en la borda, entre los remos, sobre cubierta. Centenares, miles de soldados, con sus armaduras, luchando a brazo partido en el temible cuerpo a cuerpo.
            Don Juan de Austria estaba cogido. Sobre la popa se vencía, casi tumbada, una bandera rojigualda con las barras de Aragón. Frente a ella había un pendón blanco de bordes rojos, y sobre ella un sol de rayos cegadores, partida en dos por abajo, con el borde superior mordido por las llamas. Don Juan, agazapado bajo el castillo de popa, esperaba el golpe del enemigo.
            De repente un griterío surcó el cielo. Las voces acuchillaban el aire, rasgando el espacio con sus gritos de guerra, y una proa agresiva enfilaba su mástil sobre la flota turca; era la nave del almirante. Don Álvaro de Bazán, jefe técnico de la flota, arrancaba los ayes de dolor de los soldados enemigos. Decenas, centenares, miles de remos se clavaban en el mar al ritmo frenético de la artillería. Los turcos caían como conejos. En el castillo de popa estaba  el almirante de pie con gesto fiero, señalando al frente con su brazo prolongándolo en la espada.
            -¡Al ataque!
            Nadie supo en aquellos momentos lo que estaba pasando por allí. La nave capitana, liberada del cerco por la intervención del almirante, se vio libre de nuevo. Los navíos turcos que le cerraban el paso se abrieron para huir. Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, con el cuello cubierto por la gorguera, tal como se lo imaginaba en los billetes de peseta, lanzaba su mirada fiera sostenida por una nariz autoritaria. El casco le tapaba la calvicie, tenía una barba blanca, y mostachos con las guías hacia arriba. El marqués de Santa Cruz había vencido la resistencia turca, había metido una cuña entre los enemigos que cercaban a los suyos, y había salvado a don Juan de Austria. En alguna de aquellas naves, alistado en los ejércitos por necesidad, un hombre de letras se había quedado manco. 

 

            Lepanto. La ruina de los turcos, alivio de la cristiandad. Allí el viejo marqués se cubrió de gloria. Tiempo atrás el doctor Laguna, en el aula oscura de la universidad de Colonia, a la sola luz de las antorchas, había visto a Europa en la figura de una viejecita enferma y desvalida. Su voz pausada, vencida y trunca a la vez, anunciaba la ruina de un continente dividido. Mientras tanto los turcos extendían por todas partes su dominio. Laguna, el mismo Laguna que clamaba por la defensa de Europa, también quería conocer al enemigo emprendiendo un viaje por Turquía. El viaje, aunque azaroso, era la solución y no la guerra. Comprender al enemigo y no pensar en pelearse. Defender la identidad de tu pueblo, pero sin destruir a los pueblos de los otros. Tener fe, conocer al otro, vivir en paz.
            Y entonces llegó la batalla de Lepanto. La estirpe del marqués se perdió en la noche de los tiempos. Lo encontramos después en el siglo XVIII, con José de Santiago, unido en matrimonio con María de las Huertas Olaso. En su linaje había apellidos ilustres: Fernández de Córdoba, Queipo de Llano, Ponce de León, Fernández de Velasco. ¿Dónde llegaba el linaje de Bazán? ¿Por dónde se perdió aquel apellido? Sólo sabemos que allá en los albores del siglo XX, salida de la noche legendaria, Basilia de Santiago debió casarse con Gregorio Isabel. En algún lugar del árbol genealógico entronca un hombre con sudor de pueblo: entronca en la leyenda teñida de misterio, bajada del olimpo, al pueblo pobre de carne y hueso con Espirdo. Allí nacía, un día prosaico y gris, la rama del árbol que pasó hambre y sudó en el campo. Ángel se llamaba y era pobre: Ángel Isabel de Santiago.


2.

            Cuenta la leyenda familiar que el marqués enviudó. Casó entonces con la criada, y de las segundas nupcias nació el linaje de Ángel. Cómo pasó todo, nadie lo supo. Como la leyenda de Lepanto, tejióse otra mucho más mezquina, más prosaica e interesada. Dicen las malas lenguas que los descendientes del primer matrimonio les quitaron la herencia a los del segundo; los dejaron en un linaje de parias. La gente murmuraba sobre la procedencia de aquellos chicos que acababan de llegar al pueblo. Y hasta decía el rumor, con voces que se perdían en la noche, que alguna mano oscura había sobornado para que renunciara a sus derechos. Nadie supo nada. En los ecos de la siega señalaban a aquellos chicos como descendientes del marqués. Vivían en casas humildes y llevan pantalones de pana. En verano, con la boina calada, hacían la siega o guardaban las ovejas; segaban la mies con la hoz en duras jornadas, pasando calores,  calamidades, y sudando de sol a sol.
            He aquí a los chicos de Espirdo. El pueblo donde se guarda el apellido de los Isabeles se quedó callado. La gente pobre, las casas toscas, la cara triste, se quedó con las manos llenas de callos. Allí estaban las gentes que buscaban trabajo. Allí estaban, después de la caída, los hijos del marqués.

 
 
3.

            Espirdo. Entre Segovia y Pedraza hay un pueblo de humildes casas, llanuras agrestes, ásperas colinas. Hay una torre antigua que tañe las campanas, allá por noviembre, como la cálida garganta de la iglesia. Hay una hilera de árboles por el camino, que se pierde, allá en el horizonte, hundiéndose en la noche de los tiempos. De allí vienen como un eco lejano las pisadas de los abuelos. De allí surgen, viniendo hacia nosotros, como si la gente hubiera nacido en el interior de las piedras. Cuando se remonta el tiempo en busca de los orígenes, perdiéndose en una garganta profunda, las huellas desaparecen en la niebla.
            De aquel matrimonio vinieron seis hermanos. Seis hermanos que extendieron su semilla como el labrador esparce la siembra, lanzándola al viento por los cuatro costados. Luisa fue a parar a Martín Miguel de las Posadas. Pepa, casada con un joven anarquista, pasó en Segovia unos años eternos cuando su marido fue a la cárcel, después de la guerra. Y luego estaba Vitoria. Y Ángel y Félix, y Paca, y Carmen y Juanito. Paca tuvo una hija, pero murió muy joven; su marido, entonces, se casó con su hermana Carmen, que crió a la niña como si fuera su propia hija. A Ángel le llamaban el arenero.
            Había en Espirdo unas cuevas con una arena muy fina, casi blanca. Las mujeres la usaban para limpiar la lumbre, a modo de estropajo. Ángel y su hermano Félix iban a buscarla y se la llevaban a vender a Segovia; allí, con la borriquilla cargada, iban gritando por las calles.
            -¡El arenero!
            Así se ganaban la vida; vendiendo su mercancía por las calles. Unas calles tachonadas de piedras, llenas de cagarrutas de ovejas, por donde paseaban los perros y meaban los gatos; calles con los orines de algún rapazuelo hambriento merodeando en la picaresca de las casas, con los burros de alforjas cargadas, con los mulos y las yeguas, con las cabras. Las boñigas se extendían por las calles de Segovia como se perdían entre las lomas de Espirdo, serpenteando entre los árboles, cuando el sol de la mañana madrugaba, prolongando sombras largas y tristes, pasado el pilón de la plaza, por las afueras. Allí, en la loma, estaban las cuevas de los areneros. Allí iban, desgranando el rosario de los días, buscando el sustento en una tierra disuelta en granos; granos finos que les daban de comer.
            -¡El arenero...!
            Ángel tenía la barbilla partida, como un tajo que cortaba a otro tajo en forma de T. Era vital, alegre, risueño. Ángel y Félix pasaron entre Espirdo y Segovia sus jóvenes años. Vivir. Había que buscarse el sustento, la tierra no daba para más; había que peregrinar, a lo ancho de la geografía, vomitados por una tierra inhóspita y cruel. Y se quedó en Segovia.

 

            Había un estanco al pie de la iglesia, en el viejo barrio de San Millán. Allí iba Ángel a llevar cabritos y conejos, y los vendía en el azoguejo, y con ello se ganaba un sueldo que le daba para comer. Tenía que traerlos de el Espinar, de San Rafael, que estaban situados a treinta kilómetros de Segovia; y esos treinta kilómetros los recorría a diario, subido en un carro tirado por mulas, fumándose estoicamente su cigarro y cruzando por prados, sendas y cañadas. En los días de verano daba gusto mirar el paisaje, salpicado de pinos, campos y riachuelos; sembrado de muros hechos de piedras superpuestas, sin apenas argamasa, que recorrían los prados como si fueran venas; por los cerros de Ortigosa, los llanos de Otero, el valle de los Ángeles y el delgado hilo de agua por el portachuelo, atravesando terreno pedregoso junto a la estación de el Espinar; pasando apriscos y cabañas, rudimentarias carreteras, caminos de carretas, sendas risueñas, bailes alegres de verano (sombras de troncos y riscos y alambradas), entrelazados con luces despiertas y pinceladas de colores. Como a la vera de los ríos en Segovia, tachonada de chopos que se mecían, hilos de troncos robustos, álamos blancos.
            El joven Ángel trabajaba en aquel estanco. Allí servía una joven tímida, recatada y discreta, que no miraba por no tener que hablar, que no salía por no tener que mirar. Aquel nudo de miedos ante la vida fue alimentado como se alimentaba a los hijos por entonces; con el miedo a los padres, con el miedo a la gente, sobre todo a los señoritos; con un nudo de aguante en la garganta, los ojos mirando al suelo y el corazón en un puño; confundiendo el amor con el respeto. Se llamaba Josefa.
            Había nacido en Orejanilla. Sus hermanos, Lorenzo, Segunda y Gervasio, también se habían desparramado por la geografía. Su padre se llamaba Alejandro y decían las gentes que era un hombre muy bueno. Habiendo enviudado tempranamente, trabajó con denuedo para sacar adelante a sus hijos. Lo vieron lavar, cocinar, coser; y cuando no cuidaba de las ovejas, se esmeraba en las labores del campo. Su sueño era darle estudios a Lorenzo. Lorenzo estaba cojo; como les pasa a todos los padres y madres de la tierra, se desvivía por aquel hijo al que sabía más débil; al que cuidaba de un modo especial. Tenía algunas ovejas y eso le permitió llevarlo a Segovia; allí, después de haber estudiado bachillerato, lo metió en la escuela normal de magisterio. El caso es que acabó siendo maestro. 

 

            Lorenzo se fue a dar clase a Santander. Elvira recordaba cómo, siendo niña (tendría aproximadamente siete años), su tío Lorenzo le trajo de Santander un pajarillo. Era un pajarillo de madera. Tenía una goma en las patas con la que se pegaba a la ventana y, con un extraño resorte, movía repetidamente la cabeza como si quisiera picotear los cristales. Otra vez trajo una gramola. Nadie había visto una cosa parecida, y todo el pueblo se juntó en su casa deseoso de ver cómo funcionaba, picado por la curiosidad. Era como un tocadiscos, pero con manivela; tenía una concha cónica y retorcida, parecida a una trompeta, por donde salían las canciones. Lorenzo ponía uno de aquellos discos negros, tan mágicos como extraños, y salían melodías que los cautivaban. Por aquel entonces sólo se conocía la guitarra y la bandurria, y alguna pequeña flauta, la dulzaina y el tamboril.
            Lorenzo fue encarcelado en la guerra. Nadie supo por qué. Es decir, sí: el nuevo régimen encarcelaba a los maestros; los perseguía porque enseñaban la cultura a los niños, y en la cultura siempre hay un poso de libertad de la que desconfían los déspotas. Algunos conocidos suyos, y la familia del pueblo, quisieron usar sus influencias para sacarlo de la cárcel. Lorenzo se negó porque decía que no había hecho nada malo. Ni siquiera se había metido en política. Estaba convencido de que todo había sido un error, y en cuanto se aclararan las cosas lo pondrían en libertad.
            Lorenzo murió de pena algunos años más tarde. Murió en la cárcel. Seguramente la tristeza de no saber por qué lo habían encarcelado acabó minándole la moral. La injusticia. Y el absurdo. ¿Por qué tienen que morir los hombres buenos? Hubo un hombre muy bueno que le lloró; lloró porque no comprendía nada; lloró porque sus entrañas hervían en piélagos de fuego clamando por el amor de un hijo; lloró porque la pena que sentía se le hacía un nudo en la garganta, un nudo en el estómago, un nudo en el corazón; al pensar en aquel hijo tan bueno, en aquel hijo tan débil que había perdido. Lloró como lloran todos los padres del mundo, al ver arrancado de sí a ese hijo bienamado, esa carne de su carne, ese corazón desparramado, ese hijo de sus entrañas. Lloró por su hijo y por la justicia. Lloró porque lo quería y porque no entendía nada. En aquel calabozo de Santander, atravesado por la humedad del mar, goteando de agua las ventanas y rezumando los muros de frío, acaso en ese inhóspito paraje se lo había llevado una pulmonía.
            Mercedes, ya viuda, se marchó de Santander. Vivió en Madrid, lejos de sus vecinos desalmados, lejos de los asesinos de maestros, lejos de los suyos... Lorenzo y Esperanza (¡tan pequeños!), cómo iban a saber. Quién les devolvería ya a su padre. Quién se lo explicaría. Quién le explicaría al mundo que para poder vivir tuviera el corazón que enmudecer de la garganta.
            Quedaba en el pueblo su hermano Gervasio. Se fue a Guadarrama. Su hijo, Manolo, enfermo del pulmón, se ofreció para que hicieran con él un experimento: a cambio, le darían un trabajo; murió a los pocos años. El sanatorio de Guadarrama es un soberbio edificio con muros de piedra, con amplias paredes, como una fortaleza. Sus tejados a dos aguas estaban cubiertos de pizarra negra como el alcázar de Segovia; parecía un castillo. 

 

            Josefa creció en Orejana como un pajarillo herido, como un conejo asustado, como un pastor sin ovejas. Orejana: viejo pueblo diseminado en siete barrios, allá por el prado de Valdenavarre, entre El Arenal y Orejanilla. La Revilla, la Velilla, la Matilla... Allí, a la salida del pueblo, justamente en dirección a Arcones, está La Muñeca. Dicen las gentes que hubo dos hermanos que cuidaban sus ovejas. Dos hermanos; un niño y una niña. Dicen que llegaron a casa con una oveja menos, y su padre (hielo en el pecho y piedra en el corazón), los echó de casa. Estuvieron las dos criaturas vagando por el campo: era ya noche cerrada. Caía la nieve en lentos copos que se espesaban, sobre el suelo, cubriendo las piedras, las copas de los árboles, las matas de hierba. Antes de ver brillar sus ojos en la oscuridad escucharon sus aullidos: estaban aterrados. Cuando llegaron los lobos echaron a correr; el niño aullaba de miedo mientras se encaramaba a un árbol, y su pobre hermana lo seguía. No pudo impedir que, poco acostumbrada a gatear donde sólo gatean los chicos, la pobre niña resbalara. Pasó el tiempo y avanzaba la noche. Cuando, por fin, acertó a preocuparse el duro corazón de aquel labriego, salieron en su busca y se les erizaron los pelos de espanto. Allí estaba el niño, encaramado al árbol, tiritando de miedo y de frío. De su hermana no quedaba nada. La habían despedazado los lobos y esparcido sus huesos. De la pobre niña sólo quedaba una muñeca. La encrucijada de aquel bosque fue conocida desde entonces con ese nombre: La Muñeca.
            Orejana. Cuentan las crónicas que en tiempos fue residencia de la esposa del emperador Trajano. Aureliana... Orejana. Todavía Juan, allá por los años ochenta, aseguraba haber tenido en su casa muros de piedra de un metro de espesor. ¿Eran romanas aquellas paredes? Nunca lo sabría: pero siempre lo creyó.
            El tiempo cambia las cosas y el progreso se lleva la nostalgia. Los emigrantes, allá por los años ochenta, resucitarían la fiesta de San Ramón Nonato. Venían de Segovia, de Madrid, de Vitoria, de Barcelona. Querían resucitar las tradiciones, pero ya no vibraban; carentes de vida, eran un cromo; tan sólo el pilón guardaba en su muda presencia las barrabasadas que hacía la juventud en otro tiempo; cuando no había que comer, cuando no había escuela, cuando los niños tenían que trabajar, y se sufría.
            Josefa fue una de aquellas niñas. Creció y se crió en el mísero pueblo de Orejana (entre prados, campos y encinas). Creció en invierno sin saber lo que era reír, y conoció los veranos que todavía no se podían disfrutar. Eran tiempos difíciles. Los hombres sufrían, las mujeres penaban; los niños trabajaban, no había cine, ni parques, ni teatro: y a los siete años los niños tenían que madurar. Allí creció Josefa y cuando ya era moza, sin haber conocido el baile, la enviaron a Segovia para servir. Era criada en el estanco de San Millán y en aquel estanco, sin haber conocido las expansiones de la juventud, conoció al que sería su esposo: Ángel Isabel de Santiago. Vendedor de cabritillos, conductor de carretas por los caminos de San Rafael. El arenero. 

 




sábado, 22 de abril de 2017

A VUELTAS CON KANT (2): LA ÉTICA Y EL AMOR






A VUEL TAS CON KANT (2):
LA ÉTICA Y EL AMOR
  

1. La moral.

            -¿Qué debo hacer?
            -¿Eh?
            Babi experimentó una sacudida, zarandeada por la pregunta. A Juan le entraron ganar de sonreír.
            -Tranquilos –dijo-, no es por vosotros. Es la segunda de las preguntas que se hacía Kant.
            De pronto se dieron cuenta y respiraban aliviados. Era verdad. Desde primero de bachillerato estudiaban aquellas famosas preguntas kantianas. Juan prosiguió.
            -¿Qué debo hacer? O más acertadamente: ¿cómo debo actuar? La cuestión es cómo actuar en el mundo para obrar bien. Pero ¿qué es obrar bien? El bien, para Platón, iluminaba los caminos de la verdad. Pero no sabemos qué hay que hacer para obrar bien. ¿Tú lo sabes, Babiana?
            Babiana se echaba para atrás, haciendo no con la cabeza.
            -Cristina, ¿lo sabes tú?
            -¿Yo? No, desde luego.
            -¿Julián?
            -Me temo que no lo sé. Parece difícil.
            -Kant creyó dar con la solución. Recordad que exigía siempre que utilizáramos juicios a priori, esto es, independientes de la experiencia: y por lo tanto infalibles. Veamos si eso también ocurre con la moral. Para obrar bien, según esto, habría que actuar como si no estuviésemos en el mundo. Como si no tuviéramos intereses. Como si el resultado de mis acciones a mí no me afectara. Veámoslo con un ejemplo: yo tengo que juzgar a un joven por robo, y descubro que ese joven es mi hijo; pues bien, si soy juez, tendría que juzgarlo como si no fuera mi hijo; y dictar sentencia como si a mí me resultara indiferente. O sea, actuar como si yo estuviese fuera del mundo, como si el resultado de mis acciones no  me influyera, esto es una decisión a priori: sin tener en cuenta mi experiencia, que es el contexto de todo lo que me rodea.
            Juan prosiguió después de tomarse un respiro.
            -A diferencia de la ciencia, que nos dice cómo es el mundo, la ética nos dice cómo debe ser. Por eso no se limita a describirlo, sino que nos da órdenes para cambiarlo. Una orden es un mandato, un mandamiento, o, como decía Kant, un imperativo. Por ejemplo, no matarás. Cada religión tiene sus mandamientos (o sus prohibiciones, que son mandamientos en negativo). Pues bien, el cristianismo tiene diez. Los incas tenían tres. Y vosotros: ¿cuántos tenéis?
            Miró al árbol cuyas ramas bailaban, mecidas suavemente al leve rumor del viento. Detrás estaba el cemento del patio, las canastas, los dibujos en el suelo: un mundo de deberes y de reglas.
            -Kant explica en qué consiste el imperativo hipotético. Tiene la siguiente estructura: “si quieres, debes”. Si quieres vivir, debes comer. Pero ¿y si estoy desesperado y no quiero vivir? ¿Tengo derecho a dejar de comer? ¿Qué pasaría entonces? 
 

            Juan comprobó que los alumnos sintonizaban con su pensamiento.
            -Mi obligación es comer, aunque le haya perdido el gusto a la vida. Porque el deber no puede depender de los deseos. Resultaría entonces que los que quieren vivir tendrían la obligación de vivir, y los que no quieren no la tendrían. Pero eso es inadmisible. Las normas deben valer para todos, no sólo para algunos. Recordad que las leyes deben ser universales y necesarias. Universales: todo el mundo tiene obligación de cumplirlas; nadie escapa a la responsabilidad de vivir. Necesarias: es imposible que sea de otro modo; no tendría sentido que la ética estuviera basada en la renuncia a la vida.
            Carraspeó.
            -De modo que las normas son independientes de la experiencia: se deben cumplir aunque a mí no me apetezca; ser válidas en todo momento, igual cuando nos benefician que cuando nos perjudican. Dicho de otro modo: el imperativo no puede ser hipotético; debe ser categórico. Debemos cumplir categóricamente con nuestro deber sean cuales sean las circunstancias.
            Ahora hizo una pausa didáctica.
            -La ética de Kant no tiene contenido. Sus imperativos obligan categóricamente nos apetezca o no. A vosotros no os apetece estudiar, pero es vuestra obligación hacerlo. No hace falta que nos pongan las cosas divertidas para que nos entren ganas de aprenderlas; de hecho, la televisión lo hace todo divertido y no por eso estamos obligados a hacer lo que nos dice; es más, la mayoría de las veces no hay que hacerlo. Desgraciadamente en este mundo no están en sintonía el deber con el querer. Nos apetece comer chorizo, jamón, bacon, hamburguesa... pero debemos comer fruta, verdura, legumbres y fibra. Hasta tal punto esto es así, que recordaréis que Aristóteles llegó a afirmar que para obrar bien había que hacer más bien lo contrario de lo que nos apetece. Sin embargo hay una diferencia entre Aristóteles y Kant: ¿sabéis cuál es?
            Todos callaron.
            -Que Aristóteles buscaba la virtud porque nos trae buenas consecuencias; sobre todo la felicidad. Mientras que Kant quiere que cumplamos con nuestro deber independientemente de las consecuencias. La ética de Aristóteles es teleológica, finalista (también podemos decir: consecuencialista). Mientras que la de Kant es deontológica, porque busca el deber por el deber, independientemente de que sus consecuencias sean buenas o malas. Pues bien: las éticas que te dicen lo que debes hacer son unas éticas materiales. Por ejemplo el cristianismo. Si quieres ir al cielo debes cumplir los mandamientos; pero si no te interesa el paraíso puedes olvidarte de ellos; porque el deber depende del deseo, y donde no hay deseo no hay deber. El deber, por el contrario (dice Kant), no busca ningún premio; debemos cumplir con nuestro deber aunque nadie nos regale nada; y aunque no nos apetezca.
            Juan hijo una pausa con la tiza en la mano. Luego se volvió al encerado y dibujó un círculo.
            -Esto es una moneda. Por un lado tiene la cara y por otro la cruz. En la cara están nuestros deseos, las tentaciones, el placer: chorizo, pereza, tabaco, alcohol. En la cruz están las consecuencias: colesterol, fracaso, borrachera, adicción. Aun así, Kant no rechaza las tentaciones para no caer en la trampa que nos tienden: recordad que a Kant no le importan las consecuencias. Kant las rechaza porque impiden que las normas valgan para todos (porque si cada uno tiene sus propios deseos, cada uno debería tener también sus propios deberes). Por eso las éticas no pueden ser materiales; no pueden tener contenido, no deben decirnos lo que debemos hacer. La ética kantiana es formal. En lugar de decirnos qué hacer, debe aclararnos cómo obrar. Y ¿cómo debemos obrar? Sin utilizar a los demás en beneficio propio. Si me hago amigo tuyo, es porque te aprecio: no para que me enseñes matemáticas. Por eso es inmoral la prostitución, y la tortura; la primera porque utilizamos a las personas como objetos de placer, y la segunda porque las usamos para sacarles información. No hay ningún mandamiento en la ética de Kant; pero, hagáis lo que hagáis, siempre debéis tratar a los demás como personas, no como cosas. 
 

            -¿Y qué es una persona? –preguntó Julián.
            -Una persona es un ser digno.
            -¿Y qué es la dignidad? –volvió a inquirir Julián.
            -Lo contrario del precio. Los objetos tienen precio, pero las personas no: ni se compran ni se venden. A la prohibición de comprar o vender es a lo que llamamos dignidad. Las personas tienen dignidad, por eso también la esclavitud, como la manipulación, la prostitución o la tortura, es inmoral.
            Julián sacudió la cabeza en señal de aquiescencia.
            -Ser persona es tener dignidad, pero ¿por qué somos personas? Porque somos libres. ¿Y de dónde viene nuestra libertad? De la razón. La razón nos hace libres. Si un perro tiene ganas de orinar, orina: esté donde esté; pero nosotros nos aguantamos buscando el lugar ideal y el momento adecuado. Y podemos decidir porque pensamos con razones. Los animales, por lo general, no buscan razones para actuar, y actúan por impulso. Pues bien, Kant llama autonomía a la capacidad de obrar libremente, y reserva el nombre de heteronomía para la acción realizada por capricho; una acción dependiente de los deseos, del apetito, de la tentación, del instinto. La ética kantiana es una ética de los seres libres, no de los que no pueden tomar decisiones; en Kant, por lo tanto, no oiremos hablar de derechos de los animales, sino solamente de los derechos humanos.
            Juan escribió en el encerado dos palabras: “universal”; “necesaria”.
            -En resumen: la ética de Kant es universal; por eso el imperativo categórico dice así: “obra de tal manera que siempre puedas querer que tu máxima se convierta en ley universal”. O lo que es lo mismo: lo que quieras para ti debes quererlo para todo el mundo. Hay un viejo refrán castellano que se le parece mucho. Dice así: “lo que no quieras para ti no lo quieras para otro”.
            Luego señaló con la tiza la palabra “necesaria”.
            -La ética kantiana también exige que el imperativo categórico sea necesario, que no pueda ser distinto de cómo es. He aquí esta segunda máxima: “trata a la humanidad, tanto en tu persona como en la de los demás, siempre como un fin y nunca como un medio”. Lo podemos decir también en castellano viejo: “nadie es más que nadie”. Porque todos somos iguales. Valer más o menos es lo mismo que tener precio, y ya hemos visto que las personas no lo tienen.
            -Pero entonces –objetó Julián- está prohibido el trabajo asalariado. El patrono no tiene derecho a utilizar al obrero como mano de obra.
            -Eso es verdad –contestó Juan-: el patrono no tiene derecho a reducir al obrero a la mera condición de fuerza de trabajo, explotado y embrutecido. Lo debe tratar como persona; y es lo que hace al firmar un contrato en el que el obrero, libremente, le vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Pero lo trata siempre como persona, reconociéndole sus derechos, respetándolo en su dignidad. Un obrero no tiene por qué ser un objeto, sino una persona que trata con el patrono, en tanto que personas, de igual a igual. En tanto que personas –Juan le ponía el énfasis levantando el dedo índice-. No en tanto que expertos, pues en lo relativo a la experiencia, como no es un a priori, hay jerarquías y diferencias. El experto debe mandar sobre el que no sabe. Y el que no está preparado debe respetar la autoridad del que lo está. Porque, si no, no funcionaría nada. Debe mandar el que sabe, y eso es correcto. Y somos iguales en todo lo que no depende de la experiencia: es una igualdad a priori, y es sintética; o al menos sí que debiera serlo; para ajustarse a los requisitos que había marcado la razón pura.



2. El amor. 

            Después del toque del timbre Juan Luis salió a pasear. Estaba libre. Ante él estaba el espacio que se abría ante sus ojos. Estaba el pinar. Y también el tiempo: una hora que tenía por delante, antes de que el timbre sonara de nuevo. Dejó los libros en su mesa y cogió su manzana. Y al morderla, un chorro de sabor fresco le llenó la boca, y el agua fragante escapó de sus papilas y se expandió por su cerebro. Aquella sensación silvestre lo llenó de felicidad. Mientras mordía la manzana, espontáneamente, llegó a su mente un pensamiento inesperado; y era que, sin saber cómo, quizá porque le vino por sorpresa, el bienestar del cuerpo se había trocado en bienestar del alma; la alegría de una sensación le había producido alegría en el sentimiento, que había terminado inesperadamente  en sentimiento feliz.
            Subió entre los pinos. El frescor de la brisa, alegrándolo por fuera, agrandaba la alegría que ya sentía por dentro. Se sintió ligero, y su mente, embotada ligeramente por el peso de la clase, se volvió ingrávida y echó a volar. Y manaron pensamientos de palabras que habían surgido en clase. El amor. El amor era, seguramente, una impaciente necesidad de dar. Y de recibir. El amor carnal. ¿No era eso usar en beneficio propio el cuerpo de una mujer? No. También la mujer lo necesitaba a él, a su cuerpo, en beneficio propio. ¿Entonces amar era ceder voluntariamente su propio cuerpo? ¿Entregarse? ¿Esclavizarse? No: mi cuerpo es instrumento de tu placer, pero sólo si tu cuerpo es instrumento del mío. Tu placer sólo es alegre si va acompañado de mi placer; de lo contrario es un placer triste. Al entregar nuestros cuerpos (sin pedir nada a cambio) esperamos que el placer corporal libere nuestro espíritu, deshaciendo sus ataduras como nos liberaba, al morderla, el frescor de la manzana; pero esa liberación, desatada por una descarga corporal, sólo tenía alegría si producía la liberación del otro. El placer triste es un placer vacío, semejante al que experimentamos cuando compramos el sexo, pagando con unas monedas lo que no se puede comprar: la alegría; alegría de tenerte cuando tengo tu cuerpo, porque tú me lo has entregado; ni te lo he pagado ni te lo he quitado, sino que me lo has dado. El darte yo y el darme tú no ha sido una compraventa, porque nadie ha exigido nada; cada uno se ha exigido a sí mismo lo que el otro necesitaba pero no le podía exigir, so pena de convertirlo todo en una compraventa, en un intercambio comercial. En un negocio cada uno defiende sus propios derechos. En el amor, sin embargo, cada uno defiende los derechos del otro. Por eso no es un negocio. Y al hacerlo, yo respeto a la persona amada sintiéndola digna en el estar conmigo. En la venta del sexo, sin embargo, no se está con una persona, sino que la usamos; no la respetamos, la despreciamos; y, lejos de quererla, la rechazamos; estamos deseando pagar para no compartir ningún momento con ella, porque nos sobra. 


            El amor produce en mi persona un reparto de papeles: mi deseo me mueve a satisfacer mis necesidades, pero mi voluntad me pide satisfacer las de mi compañera. Mi deseo quiere disfrutar, y se defiende; mi voluntad quiere que ella disfrute, y la defiende a ella. La defensa apasionada del deseo y la pasión desbocada de defenderla, unidas en un mismo brote, son las dos caras de una misma moneda: la una no puede existir sin la otra; la unión entusiasta de esos dos impulsos es lo que llamamos amor. Y ese sentimiento es sublime.
            Pasaba Juan Luis entre los pinos y su mente cambiaba de idea. Las hojas, zarandeadas por el aire, bullían en las copas como bullían los pensamientos en su cabeza. No utilizar a las personas en beneficio propio: el imperativo categórico. Al amar, yo no utilizo a mi amada para beneficiarme, porque no la obligo a hacer el amor cuando a ella no le apetece; por el contrario, mi deseo se enciende cuando se enciende el deseo de ella, y si el de ella no se enciende mi deseo se apaga; o se vuelve triste, y entonces se vuelve triste la falta de deseo de ella, y seguramente su deseo se alegra. Amar es compenetrarse hasta el sentido, hasta la médula; es sentir pasión cuando se apasiona, volviéndose alegre, a mi tiempo el deseo de ella.
            No: amar no era utilizar a otra persona, sino compartir con ella necesidades y satisfacciones, imbricándolas íntimamente en la sustancia de nuestro ser. Es vibrar por simpatía, cuando vibra una guitarra si se pulsa otra guitarra, otra cuerda. El amor, por tanto, no es tan solo la libertad del ser; es la libertad de dos seres vibrando con la pasión que tienen dentro; una vibración libre, conjugada, espontánea, que se funde en las entrañas; y las entrañas del otro se convierten en las entrañas de uno mismo. Una libertad sin pasión no es amor; para que haya amor la libertad tiene que llenarse de contenido, tiene que tener un ser que se expande y un ser para expandirse, tiene que ser sensación y sentimiento libre, tiene que ser una libertad plena. Dejar libre a una naturaleza vacía es abandonarla a su suerte, incapaz de vivir la vida porque no ha aprendido, hundida en la desolación del mundo, y ya no es libertad sino soledad, desesperación, sufrimiento, abatimiento y pena.               


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  


sábado, 15 de abril de 2017

Constancia, perseverancia e inteligencia motivada



 CONSTANCIA, PERSEVERANCIA E INGELIGENCIA MOTIVADA

 

            Todas las acciones tienen un origen, una meta y un camino. Su origen siempre es una necesidad. Si nos pasamos la vida lamentándonos del estado de necesidad en que nos encontramos, estaremos resignándonos antes de tiempo: puede ser por pereza o por pusilanimidad; si, por el contrario, buscamos remedio a nuestros problemas, seremos personas decididas; valientes, resolutivas. Supongamos ya que nos hemos decidido: constancia será el esfuerzo por mantenernos en el camino, siempre pendientes de la meta; esa meta que nos atrae, como un imán. Y cuando sentimos peligrar esa meta y nos empeñamos en perseguirla antes de que se vaya, seremos perseverantes. Todo buen entrenador (Zidane, Guardiola, Simeone, Emery, Mendilíbar, Ancelotti) debe ser valiente y decidido, pero realista, a la hora de plantearse las metas. Posiblemente Simeone sea un ejemplo de constancia: pasito a paso, sin prisas, pero sin pausas; partido a partido. Y Sergio Ramos representa, quizás, la perseverancia de quien no se rinde cuando todo está perdido; o parece que lo está, pero sólo lo parece.
            Constancia es mantenerse en el esfuerzo; perseverar es mantener el objetivo, aun cuando parezca que se aleja (ya lo dijeron los del 68: “sed realistas, pedid lo imposible”). En los dos casos se busca una meta, pero quien es constante persiste atendiendo al esfuerzo, mientras que quien persevera persiste atendiendo a la meta. En el fondo, son dos perspectivas del mismo hecho: la constancia, mirando a la meta, se centra en no salirse del camino; la perseverancia, mirando al camino, se centra en no apartarse de la meta; y si la constancia se mantiene a lo largo del trayecto, la perseverancia se refuerza cuando se acaba el tiempo y nos vamos alejando de la meta; para ambas cosas hace falta tener el ánimo fuerte.
            El Real Madrid disputaba con el Atlético de Madrid la final de la copa de la Champions. Al finalizar el partido, ganaba el Atlético por uno a cero; quedaban sólo cinco minutos de descuento. Cualquier otro se habría desanimado y hubiera dado el partido por perdido. Pero el Real Madrid no. El Real Madrid jugó a la desesperada, peleando cada jugada como si fuera la última, arrastrado por la pasión del triunfo que se le escapaba, en una lenta agonía que trepidaba en la pelota como un vendaval. Al final vino el gol; y al garbo y la grandeza de Sergio Ramos le hizo eco la pequeñez de Cristiano Ronaldo, que hacía ostentación de fuerza cuando abatía sin mérito a un enemigo vencido. El agónico empeño por sacar tiempo al tiempo y por vencer, a la desesperada, el peso de la adversidad ha caracterizado una época del Madrid que se resistía; fuerza endemoniada batiéndose el cobre fue, en esos lances, un luchador apasionado; en toda justicia podríamos erigirlo en símbolo de la perseverancia. 

 

Pero esos alumnos que desde el principio no creen en la victoria se han  rendido antes de empezar a luchar. Los hay, incluso, que parecen valientes al plantearse retos, pero, apenas empieza el trabajo, se desinflan y abandonan: ¿para qué voy a estudiar –dicen- si de todas formas voy a suspender? Tales alumnos son un ejemplo de inconstancia. ¿Puede la enamorada confiar en un joven que ha dado muestras de desinflarse a la primera de cambio? ¿En una joven cuyas promesas se deshacen apenas y se olvida de su novia apenas conoce a otra chica? ¿Qué clase de constancia es esa? ¿Qué valor tienen las palabras de quien, aplazando siempre el esfuerzo para más tarde, jura y perjura que el próximo esfuerzo ya será el definitivo?
Constancia son las hormigas que, pacientemente, van llevando provisiones al hormiguero sin desfallecer nunca. Constancia es la madre que está al pie del cañón, cuidando de su bebé, a pesar del cansancio, del dolor de espalda y de las pocas horas de sueño. Constancia es el esfuerzo de quien, día a día, estudia poco a poco para preparar un examen y no piensa nunca en abandonar.
Por el contrario, quien te promete una y otra vez lo mismo y te falla continuamente no es constante. Quien tiene que hacer una dieta y dice todos los días que porque empiece un día más tarde no va a pasar nada, ése es inconstante. Quien tiene diez entrenamientos y de esos diez falta a cinco porque hace frío, ése es un inconstante. La falta de constancia tiene que ver con la pereza. Toda promesa requiere la constancia de quien se compromete. No podemos confiar en quien no cumple lo que promete, porque quien no cumple no inspira confianza; la constancia es, pues, un rasgo que nos empuja a creer en alguien.
Recordémoslo: perseverar es dejarse atraer por la meta que se aleja; la constancia también consiste en eso, pero la visión de la meta es más bien lejana y lo que nos atrae cuando somos constantes es el poderoso imán del camino en el que estamos; la constancia es esfuerzo, pero la perseverancia es pasión. Y es que perseverar es mantener la constancia cuando aparecen dificultades en el camino.
Solemos conocer mejor las cosas cuando nos preguntamos por lo que no son: por sus contrarios. ¿Qué es lo contrario de la constancia? La pereza; no es constante el ocioso, el haragán, el vago. Mientras que lo contrario de la perseverancia es la pusilanimidad; no ser perseverante es ser cobarde o flojo (sin entender por cobardía una actitud culpable, sino solamente el temor que procede de la falta de ánimo). La falta de constancia es falta de fuerza para trabajar; la falta de perseverancia es una falta de fuerza acompañada de una falta de fe; porque la constancia, que empieza con el esfuerzo por conseguir algo, puede convertirse, cuando aprieta la dificultad, en un mero esfuerzo por el esfuerzo, como una inercia anímica, olvidándose incluso de la meta; y la perseverancia es, más que un empeño por esforzarse, esa otra forma de inercia anímica que se deja llevar por la meta, que nos anima y obsesiona, envolviéndonos en una pasión: el esfuerzo constante es una ascesis, una lucha consigo mismo; y el esfuerzo perseverante es una agonía, una lucha con las circunstancias; evidentemente, uno deja de perseverar cuando se rinde y se vuelve inconstante cuando lo abandonan las fuerzas del ánimo (flojera) o de la voluntad (abulia); quien no se esfuerza es abúlico o perezoso, y en los dos casos siente la frustración de no estar contento consigo mismo; y quien no persevera se ha rendido porque la presión de las circunstancias es fuerte, y a la frustración de no haber sido fuerte se une la de haber sufrido demasiada la presión del mundo contra el que ha tenido por luchar. Ser constante es casi una forma de ser; ser perseverante es más bien un acto de fe y una forma de actuar. 

 

Ramón y Cajal fue constante en su empeño, perseveró estudiando las neuronas hasta el final. Darwin también fue metódico y constante en el Beagle durante su viaje a través del mundo, observando todas las especies de animales y vegetales que caían en su mano; y perseveró en su lucha contra la adversidad, que tomó la forma de intolerancia religiosa, beligerante con la ciencia. Lo mismo cabe decir de Pasteur y Lutero, metódicos en su lucha, movidos por la fe, por esa creencia en lo que uno hace convertida en pasión, en confianza, en vitalidad. Los habitantes de Sarajevo, asfixiados por el cerco de las tropas serbias, supieron resistir; y fue su perseverancia la que les dio la victoria, creyendo siempre que vencerían cuando nadie daba un céntimo por ellos; queriendo creer, cuando la superioridad militar serbia era apabullante, que David podría vencer a Goliath. Lo mismo les pasó a los habitantes de Numancia. La perseverancia no conduce siempre al triunfo, sino a persistir en la lucha cuando todo parece perdido; unas veces lo conseguimos, otras no: decimos, entonces, que estamos ofreciendo una resistencia numantina.
Pero el tesón de perseverar en el esfuerzo es una virtud vital que no necesariamente tiene que ver con la justicia. Abimael Guzmán, Hitler y el ISIS perseveraron hasta su último aliento en conseguir lo que querían, pero fueron unos criminales. Y Pol Pot. Y Stalin. Ser tenaz es una cualidad moral indisociable de la primera. Don Quijote es un ejemplo de justicia y tenacidad. Y Sócrates. Y Jesucristo. Hitler y Stalin fueron ejemplos de tenacidad injusta. Y todos aquellos idealistas que se derrumban a la primera de cambo lo son de justicia sin tenacidad. Tan nefasto es ser justo sin ser perseverante como ser perseverante sin ser bueno.
La perseverancia requiere de la constancia auxiliada por la fe (no una constancia inerte); y la constancia requiere de la paciencia como la fe te da el entusiasmo sobre el que se construye la voluntad; aunque otras veces es el esfuerzo de la voluntad el que produce entusiasmo. La sumisión que producen las religiones, desertando del esfuerzo porque no hace falta que tú te preocupes (dios va a hacer las cosas por ti), tiene su contrapartida en un proverbio cristiano: ayúdate y dios te ayudará. Las mujeres de Jerusalén, como requiere el ejemplo de Job, son resignadas; se abandonan y quieren ser pacientes sin ser constantes; sin ser esforzadas; es verdad que hay que pensar dos veces las cosas, y hasta veinte, antes de hacerlas; pero también lo es que una vez que lo hemos pensado, no hay que dejar para mañana lo que podamos hacer hoy; hay que practicar la paciencia de la inteligencia, pero sin desligarla, cuando ya nos hemos decidido, del ímpetu de la pasión; uno de los pilares de la perseverancia es el entusiasmo. 

 

Una leyenda china nos habla de cómo Yukón desplazó una montaña: empresa que parecía imposible; pero con mucha paciencia, y sin dejar de perseverar, creyéndose que lo lograría poco a poco, carretilla a carretilla, metódicamente, fue sacando tierra de un sitio para llevarla hasta otro; y al término de su vida consiguió desplazar la montaña. Ser paciente no es renunciar a tus derechos, sino invertir el tiempo sin desanimarte en tu lucha por realizarlos.
También nos dice Descartes que hay que ser metódicos y, una vez que conocemos el camino, no dejar de caminar; y advierte que llegan mucho más lejos los que caminan lentamente que los que corren pero se apartan de él. Ser constantes no tiene que ver con la rapidez, sino con la clarividencia; la constancia se consigue estando orientados, sabiendo en todo momento dónde estamos, y no perdiendo nunca las ganas de caminar. Partido a partido, como dice Simeone; sin prisas, sí, pero sin pausas; adaptarse al camino no quiere decir dejar de caminar.
Es verdad que unos nacen con el ánimo fuerte mientras que otros parece que nacieran desanimados. Esto tiene que ver con la genética, y el que nace flojo no tiene la culpa de su flojera mientras que quien nace optimista no tiene tampoco mucho mérito por ello: sólo tiene que dejarse llevar por su naturaleza. Pero quien nace flojo (y en eso está su mérito) tiene que luchar contra la flojera, supliendo su falta de ánimo con la fuerza de la voluntad. El ánimo es la fuerza que se te da, y la voluntad es la fuerza que te creas. Todos tenemos dentro un depósito de energía, y en algunos sucede que esta energía de partida es escasa; pero un coche con poca gasolina puede rentabilizar esta escasez mejorando su maquinaria: la voluntad es la maquinaria del espíritu; y sirve para aumentar nuestra fuerza vital, y con ella nuestras ganas de vivir, cuando ésta es escasa. En este punto recordamos a Nietzsche: el dolor es un potenciador de la acción cuando no tenemos suficiente fuerza en el instinto; en este caso, como cuando los retos del mundo son demasiado fuertes, hay que usar la inteligencia para reforzar nuestra maquinaria espiritual, y por lo tanto vital, para potenciar nuestras fuerzas: precipitarlas por un tobogán y liberar el instinto; ese impulso inicial lo llaman los biólogos energía de activación; y tiene mucho que ver con un esfuerzo titánico; si nos empeñamos en desplegar ese esfuerzo, una vez que hemos conseguido arrancar, todo será más fácil.

 

Hay que ser fuertes en el momento de decidirnos; fuertes en mantenernos en nuestro esfuerzo; y fuertes en buscar la meta. Soñar es ver un objetivo; decidirse es encontrar el camino para llegar a él; ser constante es mantenerse en el camino; y perseverar es no perder de vista el objetivo, sobre todo cuando aprieta la dificultad, El trabajo de las hormigas-obrera es un esfuerzo paciente y constante; y el de las hormigas-soldado, perseverancia todavía más fuerte cuando las termitas invaden el hormiguero y parece que lo pueden arrasar.
Recordemos lo que hemos dicho; si tienes poder en el ánimo, no te costará avanzar; y si tienes fortaleza en la inteligencia, no avanzarás a ciegas (como hace el toro que se estrella los cuernos contra el burladero). El ánimo es una fuerza que nos sale de dentro y la voluntad es esa fuerza metida en la inteligencia, porque con el ánimo nacemos, ya lo hemos visto, pero la voluntad la tenemos que fabricar. Hay gente que nace deprimida y gente que ya es fuerte antes de nacer, antes de tomar su primera decisión; y gente que ya es vieja antes de nacer, mientras otra se sigue manteniendo joven aunque se esté muriendo. Lo importante es fabricar energía cuando la  naturaleza no te ha dado la suficiente; pero esa poca que te ha dado tú puedes, y debes, convertirla en energía de activación. Lo mismo que tenemos tono muscular tenemos que fabricarnos un tono vital.
Hay voluntades animosas y voluntades desanimadas: las primeras son desbordantes; las segundas, titánicas; no es la falta de ánimo, sino de voluntad, lo que hace a las personas desvitalizadas. Porque si la falta de ánimo es voluntad desmoralizada, la falta de voluntad es inteligencia desmotivada; es la búsqueda de alicientes lo que hace que la inteligencia se desarrolle; y ella, en agradecimiento también, potenciará, de rebote, las ganas de vivir.
En fin, resumiéndolo todo, podemos decir que hay dos ideas de la razón: la aristotélica y la nietzscheana; para Aristóteles tenemos que someternos a la razón; para Nietzsche (como diría el jedi), a la fuerza. Pero es una fuerza racional y razonada; racional, porque viene de la razón; y razonada, porque la busca; hay que ser racional usando la razón, razonando para la vida.
Lo racional es la vida, y vivir es un combinado de instinto y de inteligencia; la inteligencia puede ser razonada cuando llegamos a una conclusión partiendo de unas premisas, e intuitiva cuando, sin tener conciencia de las premisas, encontramos la conclusión (la conclusión es una decisión que debemos tomar; que la tomemos o no, depende de la fuerza que tengamos en el instinto). Podríamos decir que la intuición es el instinto que conoce; y el instinto, la intuición que se ha desbordado fuera del conocimiento para ponerse a vivir, actuando de acuerdo con él.
            Lo racional es la vida. Intuir, no sólo razonar. Fuerza para concluir, que nos lleva a terminar lo empezado. Terminar. Finalizar. El fin es el final, el término de una acción; pero también es la meta, la dirección que ha tomado; y la meta, además de ser un objetivo (un ideal), es un camino que conduce a él. La razón es el camino para vivir, y el camino de la conclusión está en las premisas; mas toda premisa contiene una promesa y por eso la razón está viva (en el Evangelio, con mucha clarividencia, se dice: “yo soy la luz”, pero se dice también acto seguido: “yo soy el camino”. Cualquier camino no vale para llegar a la luz, el fin no justifica los medios, al revés de lo que decía Maquiavelo).
La fuerza de la razón es la voluntad. La fuerza de la intuición es el ánimo. El ánimo y la voluntad son la vida, y cuando el pulso vital es alto, tienes la moral alta, como el Alcoyano. Sólo que, entre estar desmoralizado y ser iluso, hay un pulso alto basado en la realidad, siempre en su camino hacia el ideal: a eso, y no a la existencia quimérica, es a lo que llamamos tener alta la moral.
Si el ánimo es lo que mueve a la razón, la fuerza de la razón también nos da ánimos; y la percepción de lo real. Y es que la razón no sólo es el camino, también es una reserva de fuerza moral. ¿Qué nos encontramos en ese camino? Constancia. Perseverancia. Y muchas ganas de luchar. Sin olvidarnos nunca de que la lucha no es la guerra, sino el deporte  (que logra la victoria sin destruir al adversario). El adversario se construye, construye sus fuerzas, fortificándose, emulando, innovando, proyectándose en el mundo, gracias al equipo que le acaba de ganar.