LOS HIJOS DEL MARQUÉS
1.
Era un fragor de batalla con el
hedor de la muerte. Soberbias galeras cruzadas en el Mediterráneo, clamor de
gritos y crujir de remos, densas nubes de humo emanadas de cubierta por el
crepitar del fuego. La nave capitana, mandada por Don Juan de Austria, estaba
apresada por las galeras turcas. Un hedor terrible suspendía el aire (olor a
madera ardiendo, a carne quemada, a sudor y sangre, olor a muerto). Las espadas
espantosamente manchadas, con jirones de carne, de pelos, de cabezas
sanguinolentas, se cruzaban con los aceros de los alfanjes, de las cimitarras,
de los sables. Una multitud de cascos partidos en cuchilla y una multitud de
turbantes decorando las cabezas. Los mástiles hechos astillas, cañones sobre
cubierta, montados en madera, las velas desprendidas, sucias y desparramadas.
En el palo mayor de una galera la bandera ondeaba sobre el puesto de vigía. El
vigía no estaba. Se habría caído, lo habrían herido, estaría muerto. Lluvias de
flechas se clavaban en la borda, entre los remos, sobre cubierta. Centenares,
miles de soldados, con sus armaduras, luchando a brazo partido en el temible
cuerpo a cuerpo.
Don Juan de Austria estaba cogido.
Sobre la popa se vencía, casi tumbada, una bandera rojigualda con las barras de
Aragón. Frente a ella había un pendón blanco de bordes rojos, y sobre ella un
sol de rayos cegadores, partida en dos por abajo, con el borde superior mordido
por las llamas. Don Juan, agazapado bajo el castillo de popa, esperaba el golpe
del enemigo.
De repente un griterío surcó el
cielo. Las voces acuchillaban el aire, rasgando el espacio con sus gritos de
guerra, y una proa agresiva enfilaba su mástil sobre la flota turca; era la
nave del almirante. Don Álvaro de Bazán, jefe técnico de la flota, arrancaba
los ayes de dolor de los soldados enemigos. Decenas, centenares, miles de remos
se clavaban en el mar al ritmo frenético de la artillería. Los turcos caían
como conejos. En el castillo de popa estaba
el almirante de pie con gesto fiero, señalando al frente con su brazo
prolongándolo en la espada.
-¡Al ataque!
Nadie supo en aquellos momentos lo
que estaba pasando por allí. La nave capitana, liberada del cerco por la
intervención del almirante, se vio libre de nuevo. Los navíos turcos que le
cerraban el paso se abrieron para huir. Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa
Cruz, con el cuello cubierto por la gorguera, tal como se lo imaginaba en los
billetes de peseta, lanzaba su mirada fiera sostenida por una nariz
autoritaria. El casco le tapaba la calvicie, tenía una barba blanca, y
mostachos con las guías hacia arriba. El marqués de Santa Cruz había vencido la
resistencia turca, había metido una cuña entre los enemigos que cercaban a los
suyos, y había salvado a don Juan de Austria. En alguna de aquellas naves,
alistado en los ejércitos por necesidad, un hombre de letras se había quedado
manco.
Lepanto. La ruina de los turcos,
alivio de la cristiandad. Allí el viejo marqués se cubrió de gloria. Tiempo
atrás el doctor Laguna, en el aula oscura de la universidad de Colonia, a la
sola luz de las antorchas, había visto a Europa en la figura de una viejecita
enferma y desvalida. Su voz pausada, vencida y trunca a la vez, anunciaba la
ruina de un continente dividido. Mientras tanto los turcos extendían por todas partes
su dominio. Laguna, el mismo Laguna que clamaba por la defensa de Europa,
también quería conocer al enemigo emprendiendo un viaje por Turquía. El viaje,
aunque azaroso, era la solución y no la guerra. Comprender al enemigo y no
pensar en pelearse. Defender la identidad de tu pueblo, pero sin destruir a los
pueblos de los otros. Tener fe, conocer al otro, vivir en paz.
Y entonces llegó la batalla de
Lepanto. La estirpe del marqués se perdió en la noche de los tiempos. Lo
encontramos después en el siglo XVIII, con José de Santiago, unido en
matrimonio con María de las Huertas Olaso. En su linaje había apellidos
ilustres: Fernández de Córdoba, Queipo de Llano, Ponce de León, Fernández de
Velasco. ¿Dónde llegaba el linaje de Bazán? ¿Por dónde se perdió aquel
apellido? Sólo sabemos que allá en los albores del siglo XX, salida de la noche
legendaria, Basilia de Santiago debió casarse con Gregorio Isabel. En algún
lugar del árbol genealógico entronca un hombre con sudor de pueblo: entronca en
la leyenda teñida de misterio, bajada del olimpo, al pueblo pobre de carne y
hueso con Espirdo. Allí nacía, un día prosaico y gris, la rama del árbol que
pasó hambre y sudó en el campo. Ángel se llamaba y era pobre: Ángel Isabel de
Santiago.
2.
Cuenta la leyenda familiar que el
marqués enviudó. Casó entonces con la criada, y de las segundas nupcias nació
el linaje de Ángel. Cómo pasó todo, nadie lo supo. Como la leyenda de Lepanto,
tejióse otra mucho más mezquina, más prosaica e interesada. Dicen las malas
lenguas que los descendientes del primer matrimonio les quitaron la herencia a
los del segundo; los dejaron en un linaje de parias. La gente murmuraba sobre
la procedencia de aquellos chicos que acababan de llegar al pueblo. Y hasta
decía el rumor, con voces que se perdían en la noche, que alguna mano oscura
había sobornado para que renunciara a sus derechos. Nadie supo nada. En los
ecos de la siega señalaban a aquellos chicos como descendientes del marqués.
Vivían en casas humildes y llevan pantalones de pana. En verano, con la boina
calada, hacían la siega o guardaban las ovejas; segaban la mies con la hoz en
duras jornadas, pasando calores,
calamidades, y sudando de sol a sol.
He aquí a los chicos de Espirdo. El
pueblo donde se guarda el apellido de los Isabeles se quedó callado. La gente
pobre, las casas toscas, la cara triste, se quedó con las manos llenas de
callos. Allí estaban las gentes que buscaban trabajo. Allí estaban, después de
la caída, los hijos del marqués.
3.
Espirdo. Entre Segovia y Pedraza hay
un pueblo de humildes casas, llanuras agrestes, ásperas colinas. Hay una torre
antigua que tañe las campanas, allá por noviembre, como la cálida garganta de
la iglesia. Hay una hilera de árboles por el camino, que se pierde, allá en el
horizonte, hundiéndose en la noche de los tiempos. De allí vienen como un eco
lejano las pisadas de los abuelos. De allí surgen, viniendo hacia nosotros,
como si la gente hubiera nacido en el interior de las piedras. Cuando se
remonta el tiempo en busca de los orígenes, perdiéndose en una garganta
profunda, las huellas desaparecen en la niebla.
De aquel matrimonio vinieron seis
hermanos. Seis hermanos que extendieron su semilla como el labrador esparce la
siembra, lanzándola al viento por los cuatro costados. Luisa fue a parar a
Martín Miguel de las Posadas. Pepa, casada con un joven anarquista, pasó en
Segovia unos años eternos cuando su marido fue a la cárcel, después de la
guerra. Y luego estaba Vitoria. Y Ángel y Félix, y Paca, y Carmen y Juanito.
Paca tuvo una hija, pero murió muy joven; su marido, entonces, se casó con su
hermana Carmen, que crió a la niña como si fuera su propia hija. A Ángel le
llamaban el arenero.
Había en Espirdo unas cuevas con una
arena muy fina, casi blanca. Las mujeres la usaban para limpiar la lumbre, a
modo de estropajo. Ángel y su hermano Félix iban a buscarla y se la llevaban a
vender a Segovia; allí, con la borriquilla cargada, iban gritando por las
calles.
-¡El arenero!
Así se ganaban la vida; vendiendo su
mercancía por las calles. Unas calles tachonadas de piedras, llenas de
cagarrutas de ovejas, por donde paseaban los perros y meaban los gatos; calles
con los orines de algún rapazuelo hambriento merodeando en la picaresca de las
casas, con los burros de alforjas cargadas, con los mulos y las yeguas, con las
cabras. Las boñigas se extendían por las calles de Segovia como se perdían
entre las lomas de Espirdo, serpenteando entre los árboles, cuando el sol de la
mañana madrugaba, prolongando sombras largas y tristes, pasado el pilón de la
plaza, por las afueras. Allí, en la loma, estaban las cuevas de los areneros.
Allí iban, desgranando el rosario de los días, buscando el sustento en una
tierra disuelta en granos; granos finos que les daban de comer.
-¡El arenero...!
Ángel tenía la barbilla partida,
como un tajo que cortaba a otro tajo en forma de T. Era vital, alegre, risueño.
Ángel y Félix pasaron entre Espirdo y Segovia sus jóvenes años. Vivir. Había
que buscarse el sustento, la tierra no daba para más; había que peregrinar, a
lo ancho de la geografía, vomitados por una tierra inhóspita y cruel. Y se
quedó en Segovia.
Había un estanco al pie de la
iglesia, en el viejo barrio de San Millán. Allí iba Ángel a llevar cabritos y
conejos, y los vendía en el azoguejo, y con ello se ganaba un sueldo que le
daba para comer. Tenía que traerlos de el Espinar, de San Rafael, que estaban
situados a treinta kilómetros de Segovia; y esos treinta kilómetros los
recorría a diario, subido en un carro tirado por mulas, fumándose estoicamente
su cigarro y cruzando por prados, sendas y cañadas. En los días de verano daba
gusto mirar el paisaje, salpicado de pinos, campos y riachuelos; sembrado de
muros hechos de piedras superpuestas, sin apenas argamasa, que recorrían los
prados como si fueran venas; por los cerros de Ortigosa, los llanos de Otero,
el valle de los Ángeles y el delgado hilo de agua por el portachuelo,
atravesando terreno pedregoso junto a la estación de el Espinar; pasando
apriscos y cabañas, rudimentarias carreteras, caminos de carretas, sendas
risueñas, bailes alegres de verano (sombras de troncos y riscos y alambradas),
entrelazados con luces despiertas y pinceladas de colores. Como a la vera de
los ríos en Segovia, tachonada de chopos que se mecían, hilos de troncos
robustos, álamos blancos.
El joven Ángel trabajaba en aquel
estanco. Allí servía una joven tímida, recatada y discreta, que no miraba por
no tener que hablar, que no salía por no tener que mirar. Aquel nudo de miedos
ante la vida fue alimentado como se alimentaba a los hijos por entonces; con el
miedo a los padres, con el miedo a la gente, sobre todo a los señoritos; con un
nudo de aguante en la garganta, los ojos mirando al suelo y el corazón en un
puño; confundiendo el amor con el respeto. Se llamaba Josefa.
Había nacido en Orejanilla. Sus
hermanos, Lorenzo, Segunda y Gervasio, también se habían desparramado por la
geografía. Su padre se llamaba Alejandro y decían las gentes que era un hombre
muy bueno. Habiendo enviudado tempranamente, trabajó con denuedo para sacar adelante
a sus hijos. Lo vieron lavar, cocinar, coser; y cuando no cuidaba de las
ovejas, se esmeraba en las labores del campo. Su sueño era darle estudios a
Lorenzo. Lorenzo estaba cojo; como les pasa a todos los padres y madres de la
tierra, se desvivía por aquel hijo al que sabía más débil; al que cuidaba de un
modo especial. Tenía algunas ovejas y eso le permitió llevarlo a Segovia; allí,
después de haber estudiado bachillerato, lo metió en la escuela normal de
magisterio. El caso es que acabó siendo maestro.
Lorenzo se fue a dar clase a
Santander. Elvira recordaba cómo, siendo niña (tendría aproximadamente siete
años), su tío Lorenzo le trajo de Santander un pajarillo. Era un pajarillo de
madera. Tenía una goma en las patas con la que se pegaba a la ventana y, con un
extraño resorte, movía repetidamente la cabeza como si quisiera picotear los
cristales. Otra vez trajo una gramola. Nadie había visto una cosa parecida, y
todo el pueblo se juntó en su casa deseoso de ver cómo funcionaba, picado por
la curiosidad. Era como un tocadiscos, pero con manivela; tenía una concha
cónica y retorcida, parecida a una trompeta, por donde salían las canciones.
Lorenzo ponía uno de aquellos discos negros, tan mágicos como extraños, y
salían melodías que los cautivaban. Por aquel entonces sólo se conocía la
guitarra y la bandurria, y alguna pequeña flauta, la dulzaina y el tamboril.
Lorenzo fue encarcelado en la
guerra. Nadie supo por qué. Es decir, sí: el nuevo régimen encarcelaba a los
maestros; los perseguía porque enseñaban la cultura a los niños, y en la
cultura siempre hay un poso de libertad de la que desconfían los déspotas.
Algunos conocidos suyos, y la familia del pueblo, quisieron usar sus
influencias para sacarlo de la cárcel. Lorenzo se negó porque decía que no
había hecho nada malo. Ni siquiera se había metido en política. Estaba
convencido de que todo había sido un error, y en cuanto se aclararan las cosas
lo pondrían en libertad.
Lorenzo murió de pena algunos años
más tarde. Murió en la cárcel. Seguramente la tristeza de no saber por qué lo
habían encarcelado acabó minándole la moral. La injusticia. Y el absurdo. ¿Por
qué tienen que morir los hombres buenos? Hubo un hombre muy bueno que le lloró;
lloró porque no comprendía nada; lloró porque sus entrañas hervían en piélagos
de fuego clamando por el amor de un hijo; lloró porque la pena que sentía se le
hacía un nudo en la garganta, un nudo en el estómago, un nudo en el corazón; al
pensar en aquel hijo tan bueno, en aquel hijo tan débil que había perdido. Lloró
como lloran todos los padres del mundo, al ver arrancado de sí a ese hijo
bienamado, esa carne de su carne, ese corazón desparramado, ese hijo de sus
entrañas. Lloró por su hijo y por la justicia. Lloró porque lo quería y porque
no entendía nada. En aquel calabozo de Santander, atravesado por la humedad del
mar, goteando de agua las ventanas y rezumando los muros de frío, acaso en ese
inhóspito paraje se lo había llevado una pulmonía.
Mercedes, ya viuda, se marchó de
Santander. Vivió en Madrid, lejos de sus vecinos desalmados, lejos de los
asesinos de maestros, lejos de los suyos... Lorenzo y Esperanza (¡tan
pequeños!), cómo iban a saber. Quién les devolvería ya a su padre. Quién se lo
explicaría. Quién le explicaría al mundo que para poder vivir tuviera el
corazón que enmudecer de la garganta.
Quedaba en el pueblo su hermano
Gervasio. Se fue a Guadarrama. Su hijo, Manolo, enfermo del pulmón, se ofreció
para que hicieran con él un experimento: a cambio, le darían un trabajo; murió
a los pocos años. El sanatorio de Guadarrama es un soberbio edificio con muros
de piedra, con amplias paredes, como una fortaleza. Sus tejados a dos aguas
estaban cubiertos de pizarra negra como el alcázar de Segovia; parecía un
castillo.
Josefa creció en Orejana como un
pajarillo herido, como un conejo asustado, como un pastor sin ovejas. Orejana:
viejo pueblo diseminado en siete barrios, allá por el prado de Valdenavarre,
entre El Arenal y Orejanilla. La Revilla, la Velilla, la Matilla... Allí, a la
salida del pueblo, justamente en dirección a Arcones, está La Muñeca. Dicen las
gentes que hubo dos hermanos que cuidaban sus ovejas. Dos hermanos; un niño y
una niña. Dicen que llegaron a casa con una oveja menos, y su padre (hielo en
el pecho y piedra en el corazón), los echó de casa. Estuvieron las dos
criaturas vagando por el campo: era ya noche cerrada. Caía la nieve en lentos
copos que se espesaban, sobre el suelo, cubriendo las piedras, las copas de los
árboles, las matas de hierba. Antes de ver brillar sus ojos en la oscuridad
escucharon sus aullidos: estaban aterrados. Cuando llegaron los lobos echaron a
correr; el niño aullaba de miedo mientras se encaramaba a un árbol, y su pobre
hermana lo seguía. No pudo impedir que, poco acostumbrada a gatear donde sólo
gatean los chicos, la pobre niña resbalara. Pasó el tiempo y avanzaba la noche.
Cuando, por fin, acertó a preocuparse el duro corazón de aquel labriego,
salieron en su busca y se les erizaron los pelos de espanto. Allí estaba el
niño, encaramado al árbol, tiritando de miedo y de frío. De su hermana no
quedaba nada. La habían despedazado los lobos y esparcido sus huesos. De la
pobre niña sólo quedaba una muñeca. La encrucijada de aquel bosque fue conocida
desde entonces con ese nombre: La Muñeca.
Orejana. Cuentan las crónicas que en
tiempos fue residencia de la esposa del emperador Trajano. Aureliana...
Orejana. Todavía Juan, allá por los años ochenta, aseguraba haber tenido en su
casa muros de piedra de un metro de espesor. ¿Eran romanas aquellas paredes?
Nunca lo sabría: pero siempre lo creyó.
El tiempo cambia las cosas y el
progreso se lleva la nostalgia. Los emigrantes, allá por los años ochenta,
resucitarían la fiesta de San Ramón Nonato. Venían de Segovia, de Madrid, de
Vitoria, de Barcelona. Querían resucitar las tradiciones, pero ya no vibraban;
carentes de vida, eran un cromo; tan sólo el pilón guardaba en su muda
presencia las barrabasadas que hacía la juventud en otro tiempo; cuando no
había que comer, cuando no había escuela, cuando los niños tenían que trabajar,
y se sufría.
Josefa fue una de aquellas niñas.
Creció y se crió en el mísero pueblo de Orejana (entre prados, campos y
encinas). Creció en invierno sin saber lo que era reír, y conoció los veranos
que todavía no se podían disfrutar. Eran tiempos difíciles. Los hombres
sufrían, las mujeres penaban; los niños trabajaban, no había cine, ni parques,
ni teatro: y a los siete años los niños tenían que madurar. Allí creció Josefa
y cuando ya era moza, sin haber conocido el baile, la enviaron a Segovia para servir.
Era criada en el estanco de San Millán y en aquel estanco, sin haber conocido
las expansiones de la juventud, conoció al que sería su esposo: Ángel Isabel de
Santiago. Vendedor de cabritillos, conductor de carretas por los caminos de San
Rafael. El arenero.
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