A VUEL TAS CON KANT (2):
LA ÉTICA Y EL AMOR
1. La moral.
-¿Qué
debo hacer?
-¿Eh?
Babi
experimentó una sacudida, zarandeada por la pregunta. A Juan le entraron ganar
de sonreír.
-Tranquilos
–dijo-, no es por vosotros. Es la segunda de las preguntas que se hacía Kant.
De pronto
se dieron cuenta y respiraban aliviados. Era verdad. Desde primero de
bachillerato estudiaban aquellas famosas preguntas kantianas. Juan prosiguió.
-¿Qué
debo hacer? O más acertadamente: ¿cómo debo actuar? La cuestión es cómo actuar
en el mundo para obrar bien. Pero ¿qué es obrar bien? El bien, para Platón,
iluminaba los caminos de la verdad. Pero no sabemos qué hay que hacer para
obrar bien. ¿Tú lo sabes, Babiana?
Babiana
se echaba para atrás, haciendo no con la cabeza.
-Cristina,
¿lo sabes tú?
-¿Yo? No,
desde luego.
-¿Julián?
-Me temo
que no lo sé. Parece difícil.
-Kant
creyó dar con la solución. Recordad que exigía siempre que utilizáramos juicios
a priori, esto es, independientes de la experiencia: y por lo tanto infalibles.
Veamos si eso también ocurre con la moral. Para obrar bien, según esto, habría
que actuar como si no estuviésemos en el mundo. Como si no tuviéramos
intereses. Como si el resultado de mis acciones a mí no me afectara. Veámoslo
con un ejemplo: yo tengo que juzgar a un joven por robo, y descubro que ese
joven es mi hijo; pues bien, si soy juez, tendría que juzgarlo como si no fuera
mi hijo; y dictar sentencia como si a mí me resultara indiferente. O sea,
actuar como si yo estuviese fuera del mundo, como si el resultado de mis
acciones no me influyera, esto es una
decisión a priori: sin tener en cuenta mi experiencia, que es el contexto de
todo lo que me rodea.
Juan
prosiguió después de tomarse un respiro.
-A
diferencia de la ciencia, que nos dice cómo es el mundo, la ética nos dice cómo
debe ser. Por eso no se limita a describirlo, sino que nos da órdenes para
cambiarlo. Una orden es un mandato, un mandamiento, o, como decía Kant, un
imperativo. Por ejemplo, no matarás. Cada religión tiene sus mandamientos (o
sus prohibiciones, que son mandamientos en negativo). Pues bien, el
cristianismo tiene diez. Los incas tenían tres. Y vosotros: ¿cuántos tenéis?
Miró al
árbol cuyas ramas bailaban, mecidas suavemente al leve rumor del viento. Detrás
estaba el cemento del patio, las canastas, los dibujos en el suelo: un mundo de
deberes y de reglas.
-Kant
explica en qué consiste el imperativo hipotético. Tiene la siguiente
estructura: “si quieres, debes”. Si quieres vivir, debes comer. Pero ¿y si
estoy desesperado y no quiero vivir? ¿Tengo derecho a dejar de comer? ¿Qué
pasaría entonces?
Juan
comprobó que los alumnos sintonizaban con su pensamiento.
-Mi
obligación es comer, aunque le haya perdido el gusto a la vida. Porque el deber
no puede depender de los deseos. Resultaría entonces que los que quieren vivir
tendrían la obligación de vivir, y los que no quieren no la tendrían. Pero eso
es inadmisible. Las normas deben valer para todos, no sólo para algunos.
Recordad que las leyes deben ser universales y necesarias. Universales: todo el
mundo tiene obligación de cumplirlas; nadie escapa a la responsabilidad de
vivir. Necesarias: es imposible que sea de otro modo; no tendría sentido que la
ética estuviera basada en la renuncia a la vida.
Carraspeó.
-De modo
que las normas son independientes de la experiencia: se deben cumplir aunque a
mí no me apetezca; ser válidas en todo momento, igual cuando nos benefician que
cuando nos perjudican. Dicho de otro modo: el imperativo no puede ser hipotético;
debe ser categórico. Debemos cumplir categóricamente con nuestro deber sean
cuales sean las circunstancias.
Ahora hizo una pausa didáctica.
-La ética de Kant no tiene
contenido. Sus imperativos obligan categóricamente nos apetezca o no. A vosotros
no os apetece estudiar, pero es vuestra obligación hacerlo. No hace falta que
nos pongan las cosas divertidas para que nos entren ganas de aprenderlas; de
hecho, la televisión lo hace todo divertido y no por eso estamos obligados a
hacer lo que nos dice; es más, la mayoría de las veces no hay que hacerlo.
Desgraciadamente en este mundo no están en sintonía el deber con el querer. Nos
apetece comer chorizo, jamón, bacon, hamburguesa... pero debemos comer fruta,
verdura, legumbres y fibra. Hasta tal punto esto es así, que recordaréis que
Aristóteles llegó a afirmar que para obrar bien había que hacer más bien lo
contrario de lo que nos apetece. Sin embargo hay una diferencia entre
Aristóteles y Kant: ¿sabéis cuál es?
Todos callaron.
-Que Aristóteles buscaba la virtud
porque nos trae buenas consecuencias; sobre todo la felicidad. Mientras que
Kant quiere que cumplamos con nuestro deber independientemente de las
consecuencias. La ética de Aristóteles es teleológica, finalista (también
podemos decir: consecuencialista). Mientras que la de Kant es deontológica,
porque busca el deber por el deber, independientemente de que sus consecuencias
sean buenas o malas. Pues bien: las éticas que te dicen lo que debes hacer son
unas éticas materiales. Por ejemplo el cristianismo. Si quieres ir al cielo
debes cumplir los mandamientos; pero si no te interesa el paraíso puedes
olvidarte de ellos; porque el deber depende del deseo, y donde no hay deseo no
hay deber. El deber, por el contrario (dice Kant), no busca ningún premio;
debemos cumplir con nuestro deber aunque nadie nos regale nada; y aunque no nos
apetezca.
Juan hijo una pausa con la tiza en
la mano. Luego se volvió al encerado y dibujó un círculo.
-Esto es una moneda. Por un lado
tiene la cara y por otro la cruz. En la cara están nuestros deseos, las
tentaciones, el placer: chorizo, pereza, tabaco, alcohol. En la cruz están las
consecuencias: colesterol, fracaso, borrachera, adicción. Aun así, Kant no
rechaza las tentaciones para no caer en la trampa que nos tienden: recordad que
a Kant no le importan las consecuencias. Kant las rechaza porque impiden que
las normas valgan para todos (porque si cada uno tiene sus propios deseos, cada
uno debería tener también sus propios deberes). Por eso las éticas no pueden ser
materiales; no pueden tener contenido, no deben decirnos lo que debemos hacer.
La ética kantiana es formal. En lugar de decirnos qué hacer, debe aclararnos
cómo obrar. Y ¿cómo debemos obrar? Sin utilizar a los demás en beneficio
propio. Si me hago amigo tuyo, es porque te aprecio: no para que me enseñes
matemáticas. Por eso es inmoral la prostitución, y la tortura; la primera
porque utilizamos a las personas como objetos de placer, y la segunda porque
las usamos para sacarles información. No hay ningún mandamiento en la ética de
Kant; pero, hagáis lo que hagáis, siempre debéis tratar a los demás como
personas, no como cosas.
-¿Y qué es una persona? –preguntó
Julián.
-Una persona es un ser digno.
-¿Y qué es la dignidad? –volvió a
inquirir Julián.
-Lo contrario del precio. Los
objetos tienen precio, pero las personas no: ni se compran ni se venden. A la
prohibición de comprar o vender es a lo que llamamos dignidad. Las personas
tienen dignidad, por eso también la esclavitud, como la manipulación, la prostitución
o la tortura, es inmoral.
Julián sacudió la cabeza en señal de
aquiescencia.
-Ser persona es tener dignidad, pero
¿por qué somos personas? Porque somos libres. ¿Y de dónde viene nuestra
libertad? De la razón. La razón nos hace libres. Si un perro tiene ganas de
orinar, orina: esté donde esté; pero nosotros nos aguantamos buscando el lugar
ideal y el momento adecuado. Y podemos decidir porque pensamos con razones. Los
animales, por lo general, no buscan razones para actuar, y actúan por impulso.
Pues bien, Kant llama autonomía a la capacidad de obrar libremente, y reserva
el nombre de heteronomía para la acción realizada por capricho; una acción
dependiente de los deseos, del apetito, de la tentación, del instinto. La ética
kantiana es una ética de los seres libres, no de los que no pueden tomar
decisiones; en Kant, por lo tanto, no oiremos hablar de derechos de los
animales, sino solamente de los derechos humanos.
Juan escribió en el encerado dos
palabras: “universal”; “necesaria”.
-En resumen: la ética de Kant es
universal; por eso el imperativo categórico dice así: “obra de tal manera que
siempre puedas querer que tu máxima se convierta en ley universal”. O lo que es
lo mismo: lo que quieras para ti debes quererlo para todo el mundo. Hay un
viejo refrán castellano que se le parece mucho. Dice así: “lo que no quieras
para ti no lo quieras para otro”.
Luego señaló con la tiza la palabra
“necesaria”.
-La ética kantiana también exige que
el imperativo categórico sea necesario, que no pueda ser distinto de cómo es.
He aquí esta segunda máxima: “trata a la humanidad, tanto en tu persona como en
la de los demás, siempre como un fin y nunca como un medio”. Lo podemos decir
también en castellano viejo: “nadie es más que nadie”. Porque todos somos iguales.
Valer más o menos es lo mismo que tener precio, y ya hemos visto que las
personas no lo tienen.
-Pero entonces –objetó Julián- está
prohibido el trabajo asalariado. El patrono no tiene derecho a utilizar al
obrero como mano de obra.
-Eso es verdad –contestó Juan-: el
patrono no tiene derecho a reducir al obrero a la mera condición de fuerza de
trabajo, explotado y embrutecido. Lo debe tratar como persona; y es lo que hace
al firmar un contrato en el que el obrero, libremente, le vende su fuerza de
trabajo a cambio de un salario. Pero lo trata siempre como persona,
reconociéndole sus derechos, respetándolo en su dignidad. Un obrero no tiene
por qué ser un objeto, sino una persona que trata con el patrono, en tanto que
personas, de igual a igual. En tanto que personas –Juan le ponía el énfasis
levantando el dedo índice-. No en tanto que expertos, pues en lo relativo a la
experiencia, como no es un a priori, hay jerarquías y diferencias. El experto
debe mandar sobre el que no sabe. Y el que no está preparado debe respetar la
autoridad del que lo está. Porque, si no, no funcionaría nada. Debe mandar el
que sabe, y eso es correcto. Y somos iguales en todo lo que no depende de la
experiencia: es una igualdad a priori, y es sintética; o al menos sí que debiera
serlo; para ajustarse a los requisitos que había marcado la razón pura.
2. El amor.
Después
del toque del timbre Juan Luis salió a pasear. Estaba libre. Ante él estaba el
espacio que se abría ante sus ojos. Estaba el pinar. Y también el tiempo: una
hora que tenía por delante, antes de que el timbre sonara de nuevo. Dejó los
libros en su mesa y cogió su manzana. Y al morderla, un chorro de sabor fresco
le llenó la boca, y el agua fragante escapó de sus papilas y se expandió por su
cerebro. Aquella sensación silvestre lo llenó de felicidad. Mientras mordía la
manzana, espontáneamente, llegó a su mente un pensamiento inesperado; y era
que, sin saber cómo, quizá porque le vino por sorpresa, el bienestar del cuerpo
se había trocado en bienestar del alma; la alegría de una sensación le había
producido alegría en el sentimiento, que había terminado inesperadamente en sentimiento feliz.
Subió
entre los pinos. El frescor de la brisa, alegrándolo por fuera, agrandaba la
alegría que ya sentía por dentro. Se sintió ligero, y su mente, embotada
ligeramente por el peso de la clase, se volvió ingrávida y echó a volar. Y
manaron pensamientos de palabras que habían surgido en clase. El amor. El amor
era, seguramente, una impaciente necesidad de dar. Y de recibir. El amor
carnal. ¿No era eso usar en beneficio propio el cuerpo de una mujer? No.
También la mujer lo necesitaba a él, a su cuerpo, en beneficio propio.
¿Entonces amar era ceder voluntariamente su propio cuerpo? ¿Entregarse?
¿Esclavizarse? No: mi cuerpo es instrumento de tu placer, pero sólo si tu
cuerpo es instrumento del mío. Tu placer sólo es alegre si va acompañado de mi
placer; de lo contrario es un placer triste. Al entregar nuestros cuerpos (sin
pedir nada a cambio) esperamos que el placer corporal libere nuestro espíritu,
deshaciendo sus ataduras como nos liberaba, al morderla, el frescor de la
manzana; pero esa liberación, desatada por una descarga corporal, sólo tenía
alegría si producía la liberación del otro. El placer triste es un placer vacío,
semejante al que experimentamos cuando compramos el sexo, pagando con unas
monedas lo que no se puede comprar: la alegría; alegría de tenerte cuando tengo
tu cuerpo, porque tú me lo has entregado; ni te lo he pagado ni te lo he
quitado, sino que me lo has dado. El darte yo y el darme tú no ha sido una
compraventa, porque nadie ha exigido nada; cada uno se ha exigido a sí mismo lo
que el otro necesitaba pero no le podía exigir, so pena de convertirlo todo en
una compraventa, en un intercambio comercial. En un negocio cada uno defiende
sus propios derechos. En el amor, sin embargo, cada uno defiende los derechos
del otro. Por eso no es un negocio. Y al hacerlo, yo respeto a la persona amada
sintiéndola digna en el estar conmigo. En la venta del sexo, sin embargo, no se
está con una persona, sino que la usamos; no la respetamos, la despreciamos; y,
lejos de quererla, la rechazamos; estamos deseando pagar para no compartir
ningún momento con ella, porque nos sobra.
El amor
produce en mi persona un reparto de papeles: mi deseo me mueve a satisfacer mis
necesidades, pero mi voluntad me pide satisfacer las de mi compañera. Mi deseo
quiere disfrutar, y se defiende; mi voluntad quiere que ella disfrute, y la
defiende a ella. La defensa apasionada del deseo y la pasión desbocada de
defenderla, unidas en un mismo brote, son las dos caras de una misma moneda: la
una no puede existir sin la otra; la unión entusiasta de esos dos impulsos es
lo que llamamos amor. Y ese sentimiento es sublime.
Pasaba
Juan Luis entre los pinos y su mente cambiaba de idea. Las hojas, zarandeadas
por el aire, bullían en las copas como bullían los pensamientos en su cabeza.
No utilizar a las personas en beneficio propio: el imperativo categórico. Al
amar, yo no utilizo a mi amada para beneficiarme, porque no la obligo a hacer
el amor cuando a ella no le apetece; por el contrario, mi deseo se enciende
cuando se enciende el deseo de ella, y si el de ella no se enciende mi deseo se
apaga; o se vuelve triste, y entonces se vuelve triste la falta de deseo de
ella, y seguramente su deseo se alegra. Amar es compenetrarse hasta el sentido,
hasta la médula; es sentir pasión cuando se apasiona, volviéndose alegre, a mi
tiempo el deseo de ella.
No: amar
no era utilizar a otra persona, sino compartir con ella necesidades y
satisfacciones, imbricándolas íntimamente en la sustancia de nuestro ser. Es
vibrar por simpatía, cuando vibra una guitarra si se pulsa otra guitarra, otra
cuerda. El amor, por tanto, no es tan solo la libertad del ser; es la libertad de
dos seres vibrando con la pasión que tienen dentro; una vibración libre,
conjugada, espontánea, que se funde en las entrañas; y las entrañas del otro se
convierten en las entrañas de uno mismo. Una libertad sin pasión no es amor;
para que haya amor la libertad tiene que llenarse de contenido, tiene que tener
un ser que se expande y un ser para expandirse, tiene que ser sensación y
sentimiento libre, tiene que ser una libertad plena. Dejar libre a una
naturaleza vacía es abandonarla a su suerte, incapaz de vivir la vida porque no
ha aprendido, hundida en la desolación del mundo, y ya no es libertad sino
soledad, desesperación, sufrimiento, abatimiento y pena.
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