ENTRE LA LETRA Y EL ESPÍRITU
Figuraos que hay un chico que ha
metido la pata hasta el fondo; que ha desperdiciado el trimestre cosechando un
fracaso clamoroso; figuraos, por ejemplo, que el aprobado en los estudios se
cifra en dos exámenes y el primero se ha saldado con un cero; figuraos, pues,
que en el segundo examen tiene que sacar la máxima nota para que la media de
los dos le dé el pase para el aprobado; tiene que lograr una remontada,
trabajar como un cosaco y lograr el éxito. El estudiante hace un esfuerzo
titánico y lo consigue.
Suponed ahora que entre las seis
hojas que tiene el examen se haya traspapelado una; y que esa hoja corresponda
a otro alumno, el mejor de todos los de la clase. El profesor las corrige por
error como si fueran suyas y le da la máxima nota: lo que le supone el
aprobado.
Suponed también, por qué no, que es
el propio profesor el que ha cambiado los papeles. Que le ha añadido a
sabiendas una hoja que no le pertenece a él, sino al mejor de los alumnos: la
intervención fraudulenta del profesor ¿anula en algo el trabajo del que está
suspenso, cuando ha sido titánico su esfuerzo? Todas las horas de estudio, las
noches sin dormir, el trabajo acumulado ¿dejan de tener mérito porque el
profesor haya cometido una injusticia? Hay ocasiones en que el profesor,
queriendo ayudar al alumno, lo condena.
Supongamos que el alumno saca la
máxima nota: la hoja traspapelada, brillantemente escrita, ¿les quita mérito a
las otras cinco si no tienen menos brillantez? Alguien podrá argumentar que
quien ha salido perjudicado es el autor de la hoja traspapelada; dar por
supuesto, de manera gratuita, que el estudiante que tuvo que remontar un cero
escribió cinco hojas bien y una mal; y que la hoja mal escrita es la que ha ido
a parar al examen del alumno más brillante. ¿Con qué fundamento suponemos esto?
¿No podría haber escrito ese alumno una hoja perfecta, pero de la persona equivocada?
Despreciar el trabajo de un alumno por el error de un profesor es quitarle
valor a un esfuerzo que ha sido valioso; que el profesor se haya equivocado o
haya hecho trampa es un detalle secundario. Supongamos que los dos alumnos
compiten en unas oposiciones por la misma plaza, y que el autor de la hoja
traspapelada sacó en el primer examen una nota excelente; el error (o la
trampa) le habrán privado de un triunfo que se merecía por nota, pero no por
esfuerzo; porque el excelente examen que hizo la primera vez no impide que en
el segundo examen haya sido un aspirante mediocre.
Este símil nos sirve para analizar
un torneo de fútbol: los octavos de final de la Champions, entre el Paris-Saint
Germain y el Barça, que se disputaron en marzo de 2017; en el partido de ida
ganó el primero por cuatro a cero; en el de vuelta, ganó el segundo por seis a
uno; el esfuerzo del Barça fue titánico; la remontada, épica; los jugadores
sudaron sangre como quien suda tinta, transfigurados, y traspasados, por el
dardo de la fe; los parisinos, por el contrario, se limitaron a defender su
ventaja echándose atrás, blindando la portería, echando el cerrojo, sin jugar
al fútbol: un equipo rácano fue arrollado por otro equipo sublime. Lo que pasa
es que el árbitro se equivocó.
De los seis goles que marcó el Barça
uno fue consecuencia de un penalty inexistente: ¿se debió acaso a un error
arbitral? ¿Fue, por el contrario, obra de la parcialidad del árbitro? Ahí
entramos en el terreno de las especulaciones. En cuanto al resultado del
partido, entramos en el terreno de la ficción. ¿Alguien podría asegurar que, de
no tirarse Suárez (como parece que hizo), los ataques del Barça (quizá en esa
misma jugada) no habrían acabado la jugada en gol? El ímpetu que movió al
equipo durante aquellos últimos minutos se saldó con tres goles: quitémosle
uno, todavía quedan dos; y, volviendo a insistir en lo mismo, nada garantiza
que sin ese penalty mal pitado el Barça no hubiera marcado de todas formas el
tercero; el equipo se encontraba en estado de flujo, que es un estado que los
psicólogos conocen bien; nosotros lo llamamos inspiración, acierto, euforia,
éxtasis, arrebato, rapto; y ese furor incontenible, ese huracán imparable,
auténtica fuerza de la naturaleza, es algo que se salda casi siempre con el
éxito. En ese estado las pelotas casi siempre entran en la portería y nadie
sabe por qué; es como si el corazón fuese movido por una mano divina que se
trasladara al pie y el pie se lo comunicara a la pelota.
El esfuerzo del Barça fue titánico.
La remontada, épica. Que hubiese error en el árbitro (con intención o sin ella)
no le quita valor ni mérito. Sin el árbitro quizá (pero sólo quizá: eso no se
sabe) uno de los seis goles no habría subido al marcador; nada nos asegura que
el portero del Barça no hubiera parado un posible penalty en contra, en pleno
estado de flujo como estaban; como le pasó una semana después al portero del
Leicester contra el Sevilla. Reducirlo todo al error arbitral es ignorar la
magistral lección de fútbol que dio el Barça durante todo el partido.
Supongamos (por suponer) que uno de los seis goles no hubiera subido al
marcador: el Barça no se habría clasificado, pero eso no le hubiera quitado
valor; los sofistas estaban preocupados por el éxito; Sócrates lo estaba por el
mérito; si hubieran sido cinco goles en vez de seis, el Barça no se habría
clasificado pero lo habría merecido; a veces la aritmética no expresa la
justicia, como la realidad no se retrata fielmente en el reconocimiento; que
con un cinco a uno no se le reconociera el derecho a clasificarse no significa
que los chicos del Barça, en aquella obra de arte que fue el partido (una obra
apoteósica de inspiración colectiva), no lo hubieran merecido.
Los griegos llamaban praxis a las
acciones que tenían por objeto la mejora personal de quien las hace. El partido
de aquella noche fue el toque sublime de la praxis; no reconocerlo es envidia.
Dice el evangelio que la letra mata: el espíritu da vida; quienes lo reducen
todo a la pitada del árbitro son seres mediocres pegados a la letra; por encima
de la letra, y muchas veces a pesar de ella, resplandece el espíritu del
partido. Recoger firmas para que se repita es un gesto desesperado, pero
legítimo, de quienes perdieron; pero hacerlo por no reconocer al ganador es un
gesto estrecho y mezquino del envidioso: y eso lo deslegitima.
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