LA CONVERSIÓN DE PILI
Nunca
se olvidaría de aquel día. Aquella mañana de verano en que vino con su padre a
arreglar las cosas del notario. Hacía sol y la viajera traqueteaba por la
carretera. Fueron temprano. El sol todavía era luz sin calor, un haz de rayos
que no quemaba. Por las ventanillas aún podían ver el paisaje sin correr las
cortinas; luego, a la vuelta, quemaría la chapa de fuera, los plásticos de
dentro, en el coche habría una atmósfera agobiante y de vez en cuando la gente
se secaría el sudor con el pañuelo. Las cortinas taparían los cristales y el
viaje se volvería largo, aburrido, sin paisaje adonde mirar. Eso sería a la
vuelta: por la tarde, a las tres o las cuatro, cuando el sol rondara por el
cenit, cuando hiciera más calor. Ahora, a las diez, salían de la estación con
dirección al notario. Por la calle empedrada de Fernández Ladreda los zapatos
tropezaban en los adoquines, y todavía podían los coches atravesar la ciudad:
por debajo del acueducto.
Su
padre fue pastor en sus años mozos. Luego se dedicó a la agricultura. Estuvo
trabajando de vaquero, de porquero, había arado y segado los campos de trigo y
ahora iba agachado, apoyado en su garrota, con la cara cosida a cuchilladas por
el sol. En la frente, cual arado duramente marcado, tenía la impronta de
profundos surcos. El pelo blanco todavía guardaba la huella de sus matas
pelirrojas, volcado en la cara pecosa, tostada, oscura, con resquicios añejos
de lo que había sido piel rosada algún día. Tenía la boina calada con el paño
negro, con aquel conato de cordón puntiagudo que tenía en el centro, que le
daba un aire de paisano viejo. Pero allí era, simplemente, un paleto.
La
oficina del notario está en un edificio nuevo lleno de mármoles y cristales.
Subieron padre e hija y preguntaron en un mostradorcillo que hay nada más abrir
la puerta.
-¿Para
hacer la escritura de unas tierras, por favor?
-Sí,
no tiene más que ir a la oficina de al lado.
La
chica señaló vagamente hacia el pasillo. Pili fue allí y se topó con un pasillo
largo, con recovecos, lleno de puertas. Llamó a la primera y le contestaron
enfadados, y Pili conoció la cara de los malos modos. Su padre, después de
haber andado por Fernández Ladreda, con la cerviz agachada, lucía las arrugas
de la frente bajo la boina. Su ademán quejumbroso hizo mella en su hija.
-Siéntese,
padre. Espéreme en esta silla hasta que vuelva.
Y
esperó. El entretenimiento de los viejos era hurgar en la memoria, porque no
sabían leer y allí no se podía poner la radio. Pili se fue. Preguntó en la primera
puerta.
-Por
favor, ¿el notario?
Desde
aquel antro lleno de legajos y papeles la miró una cara de ratón con arrugas.
Tenía las gafas caídas sobre el caballete de la nariz y, al oír su voz, la miró
por encima con aire importante.
-¿El
notario, dice? Esto es una oficina y el notario sólo recibe a la gente que
tiene los papeles hechos. ¿Trae usted sus papeles?
-¡Sí,
sí! –dijo Pili, y sacó una carpeta desgastada que traía en el bolsillo.
El
señor le dijo que eso no era, que tenía que hacer los trámites al final del
pasillo. Había cola. Una cola larga, interminable, como las horas del
hambriento. Se limitó a esperar. De su bolso sacó un pañuelo y se limpió la
frente, sembrada de gotitas de sudor. El tiempo que pasaba era lento, y en su
ánimo pesaba como el calor de una mañana de verano. Pensó en su padre; afinó el
oído, por si lo oía. No lo oyó. ¡Podían haber puesto aire acondicionado! ¡Dios,
qué calor! Aquello era inaguantable.
Por
fin llegó a la ventanilla. Sacó su carpeta y se la enseñó a la señorita. La
señorita miró por encima de sus gafas, distraída. Tomó la carpeta, la miró con
las gafas y luego miró por encima de nuevo.
-Esto
no es aquí. Tiene que ir al final del pasillo, en recepción.
-¿Pero
esto no es la recepción?
-No.
Esto es el registro.
Pili
miró al pasillo, con cara contrariada.
-Gracias.
Volvió
sobre sus pasos y se dirigió al mostrador donde había estado antes.
-Por
favor, ¿para hacer una escritura?
La
muchacha la miró, con aire severo.
-Ya
se lo he dicho, en el pasillo.
Pili
se impacientaba.
-He
estado en el pasillo. He estado haciendo cola durante media hora, y me han
dicho que no era allí.
-Claro,
usted ha ido a la oficina del registro. No, señora, no, es en la segunda
puerta, no en la última.
-Pues
podía habérmelo dicho antes.
La
miró con disgusto, y la chica le devolvió una mirada de desprecio. Volvió al
pasillo sin querer hacer historias. Allí esperó en otra cola y, cuando le tocó
el turno, el señor de la mesa le pidió una póliza.
-No
tengo póliza...
-Pues
le hace falta una. Baje a la calle y doble la esquina, allí hay un estanco.
-¿Por
dónde? Perdón, no le he entendido.
-Abajo,
bajando la puerta. ¿El siguiente?
La despedida del
señor no pudo ser más perentoria. Cogió su bolso y volvió pasillo arriba. Buscó
a su padre en la sala de espera y lo encontró sentado en un rincón, con las
piernas abiertas y las manos apoyadas en la garrota. Su mirada perdida no
descansaba en ningún sitio; era la mirada vacía de quien espera sin saber qué
espera, ni cómo, ni dónde, ni cuándo; una mirada aburrida, con la mente que se
le pone a uno cuando no quiere ni puede pensar, ocupado tan sólo en la espera;
pero sin saber qué esperaba, ignorando cuánto tiempo tardaría, ajeno a los
papeles y a los trámites, no porque no supiera, sino porque no quería saber.
-Padre, venga
conmigo. Estese en la cola mientras voy a comprar una póliza. Así, cuando
vuelva, habrá corrido la fila y no tendremos que esperar tanto.
El padre hizo
dócilmente lo que le pedía. Y ella salió a la calle, después de perderse un par
de veces, porque el edificio aquel tenía entreplantas y ella contaba un piso
como si fueran dos. De modo que, al pulsar el botón del ascensor se fue al
sótano, y allí se le apagó la luz, tuvo que tantear a ciegas hasta que dio con
ella, se subió a un piso equivocado y al final se salió por la escalera. Llegó
a la calle y dobló la esquina contraria: allí no había nada. Desanduvo lo
andado y en la otra esquina encontró el estanco. Se puso contenta y, cuando fue
a comprar la póliza, se dio cuenta de que había una cola esperando. Tuvo que
ponerse la última. El tiempo corría lento, monótono, con una parsimonia que
adormecía; en su pecho, mientras tanto, sentía pálpitos porque se le aceleraba
el corazón.
Cuando volvió a la
notaría se encontró a la gente riendo. Inquirió con la mirada. Al principio no
vio nada, pero pronto identificó la garrota de su padre sobre la pared. Se
asomó a la segunda puerta y lo vio parado, mirando como un bobo alrededor suyo,
girando y moviendo la cabeza sin saber qué hacer ni qué decir.
-¿Qué le pasa,
padre? ¿Le ha ocurrido algo?
El buen señor se
sintió protegido cuando vio a su hija. La recibió con una sonrisa nerviosa y,
sin atreverse a hablar, la llamaba con la mirada.
-Pero ¿qué hace
usted aquí? Le dejé en la cola y ahora ha pasado todo el mundo menos usted. Lo
peor es que ni siquiera está haciendo la cola. ¡Mire, todos esos están pasando
antes que usted!
El buen hombre se
atrevió a decir, temeroso:
-Es que ese joven me
ha dicho que mirase el letrero de la pared: en él está escrito lo que debo
hacer.
Pili apretó los
labios y se le endureció el mentón. Su padre no sabía leer. Y como no se
atrevió a decirlo, se salió de la cola avergonzado, mirando si lo miraban, sin
saber qué hacer. La sala estaba llena de gente que se reía. Eso la sublevó: en
vez de explicarle las cosas y decirle que no debía abandonar la cola, la gente
se divertía viéndole girar y andar de un lado para otro como un pato mareado.
-Vamos, padre, venga
conmigo.
Pili recogió el
bastón. Se lo dio a su padre y el buen hombre, agachado, volvió a caminar con
un aspecto todavía más pueblerino. La boina calada parecía taparle las
entendederas; para la gente era la boina una tapa para el hueco donde debía
tener las ideas, una clara señal de que no las tenía. Se volvió a la gente
clavando los ojos con furia y descubrió al que se reía más: era un mocoso (no
tendría más de dieciocho años) que se divertía a costa del dolor ajeno; lo más
insultante era que aquel chico era el oficinista encargado de orientar al
público.
Acompañó a su padre
nuevamente hasta la sala de espera. Lo dejó sentado después de haberle
explicado bien que no se asustara, y que esperara tranquilo. Ella iría al
registro y volvería por él, cuando lo llamaran para firmar.
Miró al reloj: ya
eran las doce. Habían perdido la mañana y todavía no había hecho nada. Sería
difícil que cogieran el autobús para Cuéllar. Y mucho menos que la llevaran
para Fresneda. Tenía que recoger a su hijo en el colegio para darle la comida,
y era casi seguro que volvería tarde. No obstante decidió esperar un poco. De
pronto sintió que se reían. Miró al encargado y vio que se reía él. Con las
cejas le hacía una seña a su compañero y vio que también se empezó a reír.
Entonces supo el motivo de la risa: el encargado tachó una palabra y la volvió
a escribir con uve; había escrito “debolución” con b.
Le dio rabia.
Entonces comprendió que nunca más se reirían de ella. Y cuando lo comprendió
vio que seguían riendo: esta vez miraba a sus piernas; tenía unos calcetines
dentro de unos zapatos de charol en pleno mes de verano, y eso sólo lo hacían
los paletos; los paletos, que por parecer bien vestidos copiaban las ropas de
la ciudad, pero las combinaban mal. Los calcetines, el pañuelo en la cara, la
boina de su padre, el no saber leer, las faltas de ortografía... Ésas eran sus
señas de identidad. Y el no saber estar en público. La timidez del que se sabe
observado, el temblor de las manos nerviosas: todo se conjugaba en una risa
descarnada de la ciudad sobre el campo. Y en la ciudad estaba el notario. Lo
peor era que ellos necesitaban al notario para escriturar las cosas del campo,
y encima le tenían que pagar. Y caro. Mientras, él se reía de ellos.
Nunca se iba a
olvidar de aquel día. Aquella mañana, entre las risas de escarnio, supo que
había que estar bien adaptado a la sociedad. Por sus muertos que escribiría sin
faltas de ortografía. Por su madre que aprendería perfectamente a leer y
escribir. Se compraría revistas y se fijaría en ellas para aprender a combinar
la ropa. ¡Por éstas, que son cruces!
Sus ojillos le
brillaban cuando miraba a Juan. Su cara, ensombrecida por la tristeza, se
protegía tras las solapas de su abrigo. Soplaba el viento. Hacía frío. En aquel
mes de diciembre un haz de cuchillos rebotaba en las espinas de las zarzas. Se
estremeció. Y mientras se sujetaba las solapas con una mano, cubriéndosela con
la otra no se sabe si para protegerse del frío o de la vergüenza, a sus ojos
asomó una lágrima. Ella lo disimuló en seguida mirando al suelo. Pero Juan lo
había visto. Había visto las zarzas que volaban y se enredaban donde tenía el
corazón, y se le clavaban en el pecho amargamente. Era el orgullo herido, era
pundonor.
-¡Por mis huevos,
Juan, que yo aprendo a leer y escribir! ¡Por mis ovarios! Nadie se va a reír de
mí como que me llamo Pilar. Nacida en Fresneda, vecina del pueblo y con más
dignidad que el menos patán de las ciudades. ¡Te lo juro, por lo más sagrado!
¡No voy a dejar que ningún chulo se ría de mi padre! ¡Nunca más!
Y mientras hablaba,
las palabras atropelladas se perdían en el suelo. Una lágrima había dado paso a
otra, una queja se había aferrado a otra queja, y ya el mar de sus ojos se
había anegado: ya no eran dos ojos, eran dos lagunas. Pilar, inconsolable, no
se contenía; y Juan avergonzado no sabía cómo contenerla; si abrazarla, si
hablarle simplemente, si temperar sus cuitas o cambiar de tema; al final optó
por seguir hablando. Le dijo que no se preocupara. Que no sufriera. Le dijo que
más corazón había en su pecho que en todos los pechos vacíos de Segovia. Que la
risa de todos los payasos era el aliento miserable de quien no se sabe reír. Y
se ríe del pobre. Y se ríe del débil, del desafortunado, de la gente del
pueblo. Se ríe de la ignorancia. Y de todos aquellos que no se saben defender,
y por eso ríen.
-¡Pues yo, por mi
santa madre, te juro que voy a aprender a defenderme!
Juan le levantó el
mentón con la mano y los ojos de Pili brillaron en la noche. Parecían estrellas
fugaces. El lo hizo para que fuera capaz de sostenerle la mirada, que ahí
empezaba su primer acto de rebeldía. Ella la sostuvo sin temor. Sin temor y sin
vergüenza. Con resolución. Su mirada ya no era lacrimosa. Aún trémula, pero ya
dura, su firmeza era esperanza. Juan sonreía y mientras lo hacía se ensanchaba su
pecho. Él era el maestro. Se juraba que no fallaría. Se lo juraba. Se lo dijo a
sí mismo sin abrir la boca, pero en su rostro transfigurado ella lo debió leer;
la felicidad manaba a borbotones por su mirada.
-¿Sabes una cosa?
–dijo Pili-. Cuando os vi poner carteles a los de adultos el furor de las
tripas me trajo hasta aquí. Yo he traído a mis amigas, a Inés, a Charo, a Juani
y a Dioni, que acabará viniendo. Sólo tiene que perder el miedo, pero vendrá.
Siento que los números y las letras son el arma con la que no podrán engañarnos
nunca.
Levantó la cara con
orgullo; y como un Mussolini proletario, le pareció que aquella cara tenía el
mentón partido. No se veían sus ojos castaños, la noche le ocultaba su cara
pecosa. Juan Luis, viendo esta valentía en su postración, sólo deseaba que no
se transformara en venganza. Aquellas muestras de valor las admiraba, pero
también las temía. Sus temores, llenos de solidaridad, lo traspasaron. Puso la
mano en su hombro y en la presión de los dedos quiso transmitir simpatía. Por
su pecho, como un latigazo, atravesaba un ramalazo de calor.
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