viernes, 31 de marzo de 2017

La vejez




LA VEJEZ

 

         Encendió el ordenador. Tenía una hora libre y, como siempre en tales casos, se ponía a hacer cosas, ya fuese filosofía, ya literatura. En crear apuntes, hacer esquemas y escribir textos se le iba pasando el tiempo. Liberto, que estaba en su silla detrás de él, veía con curiosidad cómo se iba construyendo la trama. En su imaginario sólo era una palabra: “la novela”; pero una palabra mágica con poder curativo; una palabra llena de esperanza, como cuando está a punto de nacer un niño; una palabra que, con su poder balsámico, limaba el dolor que los sepultureros de la escuela estaban sembrando en el corazón de Liberto. Liberto era fuerte. Un corazón recio. Pero Juan Luis, que había compartido con él tantos y tantos momentos, de repente lo sentía frágil. Sentía en su alma la delicadeza propia de la taza de porcelana que se puede romper. Juan Luis giró su silla y lo miró. Vio en sus ojos el brillo nocturno del cobre. Sintió un imán que lo atraía a unas vivencias que se removían en el fondo de la cueva, y que pugnaban por salir. No había tristeza sino nostalgia; un lamento de ser, y de ningún modo abatimiento. Era el crepúsculo de cobre que se cernía sobre el incipiente otoño de su vida. Liberto se estaba despidiendo de la juventud: hasta entonces se había mantenido joven en un cuerpo adulto; ahora el cuerpo le empezaba a fallar. Liberto tenía, a la sazón, al filo de los sesenta años.
         -Me han pedido que dé un curso en Segovia. Para profesores. Me ha hecho mucha ilusión, pero algo en mí se echa para atrás: yo ya no estoy para estos trotes.
         -Vamos, Liberto, no exageres. No me vas a decir que ya te has vuelto chocho.
         -Sí, tú ríete, que ya verás cuando te toque. Ayer me preguntaste por el médico, ¿te acuerdas? ¿Qué te dije ayer?
         -Que tienes un punto de artrosis en las caderas.
         -Pues eso. Yo estaba contento de ver que aguanto el entrenamiento, que me cuesta y me duele. Tendría que sustituir la marcha por la bicicleta, pero media hora a pie rinde lo mismo que dos en bicicleta. Se me hace ya cuesta arriba. No, con los alumnos no hago el ridículo, todavía mantengo el tipo. Pero siento que es el declive, estoy envejeciendo. Es una evidencia a la que me tengo que rendir.
         -No pensaba que te empezara a afectar tanto. Me dijiste que se te venía una artrosis que te produciría dolores en el futuro, pero no sabía que los dolores te habían empezado ya.
         -Esto es otra etapa, Juan Luis; hay que aceptarlo. Ya no soy un joven de treinta años. Ni siquiera soy el hombre de poco más de cincuenta que era cuando llegué.
         -Pero eso ¿te va a impedir dar tus cursos de expresión corporal?
         Liberto asintió con la cabeza. Era un asentimiento quieto, su rostro apenas se movió, hierático. Desde el silencio de su cara se proyectaba la sombra del árbol sobre el patio. Y fue un horizonte sombrío el que le bañó la frente. Liberto hablaba, con una mirada estoica, encarando el futuro con esperanza: pero aceptando la naturaleza con resignación.
         -Hay que moverse bastante cuando haces expresión corporal. Yo ya no puedo.
         -Pero quieres.
         -Pero quiero. Mi voluntad tiene la fuerza de suplir con el alma el lento abandono del cuerpo. 

 

         -Sin embargo, todavía no ha llegado ese momento. Pasará tiempo antes de que tus palabras correspondan a los hechos.
         -Sí, tienes razón... El temor se está anticipando. Dentro de uno, o dos años, estaré jubilado. Mandaré todo esto a freír espárragos.
         -A tomar por culo la educación.
         -A tomar por culo. Y me tocaré la pera pensando en otras cosas.
         -Podrás dedicarte por fin a lo que te gusta.
         -No lo creas... todavía no tengo pensado lo que voy a hacer. ¿Trabajar en una ONG, quizás?
         -Cuando te jubiles nos seguiremos viendo unas cuantas veces al año. Tomaremos cañas, comeremos juntos. Vendrás a Segovia, pasearemos por el campo. Y de vez en cuando, un congreso.
         Liberto quería sonreír, pero no podía. Ya en sí tenía un temperamento adusto. Muy hablador, pero poco comunicativo. Los ecos de la cueva donde le latía el corazón raramente le salían por los poros de la piel. Era un hombre con sensibilidad, pero poco expresivo. Su propia risa era el ejemplo de cómo se interponía una máscara de teatro entre sus sentimientos y sus palabras, y el eco de la distancia era siempre la comedia. En sus palabras no se vertía la tosca presencia del drama.
         -No sé qué hacer –meditó. Al hablar con Juan meditaba en voz alta-. De momento me tocaré los huevos. Paqui se enfada mucho cuando se lo digo, pero lo digo como lo siento; es la pura realidad.
         -Puede ser un momento de lenta maduración en la sombra. Una gestación de algo que quizá ignores aún, pero será tu futuro. No fuerces las cosas: date tiempo.
         -Sí, creo que será así. –Ahora Liberto, moviendo resueltamente el rostro, asentía. Ahora Juan Luis se anticipaba a lo que él mismo pensaba sin saber. –Escribirás tus experiencias –prosiguió Juan Luis-. Tienes muchas cosas que decir. En el terreno teórico, pero también en lo práctico.
         La mirada de Liberto se perdió en la lejanía.
         -Yo no soy un hombre de letras. Soy una persona de acción. –Su mentón se movía en ademán indicativo; apuntaba en dirección al ordenador-. Tú, en la novela, contarás muchas cosas. Hay para escribir un buen libro con todo lo que hemos hecho juntos.
         A Juan Luis se le hizo un nudo en la garganta. Comprendió, de pronto, cuántas esperanzas tenía su amigo puestas en la novela. Él, sin darse cuenta, estaba poniéndoles voz a las palabras de su amigo; como el escribano que hacía cartas de amor para los jóvenes que no sabían escribir. ¡Cuántas veces Liberto, ironizando sobre su suerte, había dicho: “yo soy de la ginasia: no sé leer ni escribir, y cuento con los dedos”!
         No era verdad. La “ginasia” les había dado a los chicos gimnasia, juegos, deporte, sesiones de relajación, expresión corporal; pero también intelectualizaciones sobre el lenguaje del cuerpo, prácticas artísticas con el estudio del cómic, reseñas bibliográficas y periodísticas, reportajes antropológicos sobre el cuerpo a través de las culturas, la guerra, la paz y las olimpiadas, el fuego... El fuego de quemar y la llama olímpica: la propaganda. Leni Riefenstahl. El fuego de Heráclito. Lenguas que devoran el destino de la gente, consumida en  sus propias contradicciones; cuando el alma envenena el cuerpo y la fuerza no sirve para construir, sino para matar. “El deporte es la estructura fascista de la sociedad”. Leía las soflamas de mayo del 68, de aquellos teóricos contestatarios, la Francia republicana, les Partisans...
         No. Liberto no era un ignorante como irónicamente decía. Y, a la manera lúdicamente socrática, se mofaba de todos; con ironía. Era un lector voraz, empezó dos carreras y no terminó ninguna; no las terminó porque, en su dinámica torrencial, le tocó vivir tiempos revueltos; con protestas y con huelgas. ¡Que no le tocaran su orgullo y su dignidad...! Liberto era un hombre de acción. El tiempo que empleó en vivir se lo quitó de escribir sus cosas, aunque nunca dejara de leer. Devoraba bibliotecas enteras mientras su vida era un torbellino. Para leer no había que emplearse a fondo, bastaba con escuchar. Y escribir era mucho más que la escucha por activa que ésta fuera; escribir no era vivir la vida de otros, sino construirse él su propia vida; y él, que allí donde pasaba la vivía, fue una historia trepidante, una novela de aventuras: pero no fue nunca la aventura de escribir. 

 

         Comprendió entonces que al escribir su novela estaba escribiendo la de los dos. Que no era escribir  la historia de dos hombres y un destino, eso ya lo sabía; pero no había sabido hasta ahora que aquella novela era más que una historia. Era una vida. Una vida labrada golpe a golpe, cuerpo a cuerpo (uno viviendo la filosofía, otro viviendo desde el cuerpo): hasta que les pasó lo que a don Quijote y a Sancho; que al final, el filósofo acabó viviendo el cuerpo y el cuerpo se convirtió en filosofía. Un filósofo corpóreo, un cuerpo pensante. Así lo sintetizó Liberto en una cita: “educar es aprender a pensar desde el cuerpo”.
         Y ahora el cuerpo se le rendía. No servía de nada apelar a la indómita fuerza de su voluntad, cuando ya el cuerpo le fallaba. Acero templado en el fuego, pero acero que se oxidaba. El paso de los años era primero vitalidad, luego resignación, y se hizo inexorable; para terminar volviéndose destino, acero forjado en las limaduras del tiempo, en las llamas del sueño, en el horno de la adversidad.
         Envejecemos. Y envejece el cuerpo, pero al alma ¿de qué le sirve mantenerse joven? ¿De qué, si el cuerpo es el pellejo donde se expresa su juventud? Con razón decía Platón que el cuerpo es la cárcel del alma. Las ilusiones perdidas por el paralítico en su impotencia corporal. Los años que pesan (cuando antes flotaban) en el momento de envejecer.
         -Creo que no está mal que lo hagas, si no tienes las cosas claras. Para comer la fruta primero hay que dejarla madurar.
         La vejez no viene de repente. Viene poco a poco, sin que nos demos cuenta, y un día nos despertamos siendo viejos. Y es un caer en la cuenta del tiempo que se hace cristalino y duro, poliédrico y proteico, y es la mejor escuela que puede haber en el mundo. El tiempo es nuestra mejor escuela. Por eso a los jóvenes les cuesta tanto aprender. Los jóvenes aprenden palabras, recetas, figuras, esquemas. Sólo los viejos aprenden realidades: experiencias que vibran en el tambor de nuestro corazón, líquido sangrante que corre por las venas. Y de viejo aprender duele. Como Odín (que dio un ojo por alcanzar la sabiduría) el viejo aprende lo que es el mundo y lo paga caro con la vida. Eso lo hace más fuerte que antes. Más fuerte también, pero más débil.
         -Me siento fuerte todavía, estoy pletórico; y pasarán muchos años antes de que el cuerpo de verdad me abandone. Lo de ahora es sólo un aviso. Pero estoy perdido. No sé lo que voy a hacer con mi vida, ahora, que me voy a jubilar. ¿La política? Ahí no se mueven auténticas realidades. ¿Los tribunales? Creo que la lucha por la justicia me está devolviendo la ilusión. Estudiaré ciencias políticas. De joven no pude hacerlo por las huelgas, y siempre fue una asignatura pendiente para mí. Por lo demás, estoy sumido en el nihilismo.
         Juan sonrió, al tiempo que lo miraba con cordialidad. Con cariño. Mientras decía aquellas cosas Liberto, sin saberlo, se estaba explorando. Hablar es una buena manera de descubrirse; contar lo que te pasa sirve para saber lo que te pasa sin saberlo; descubrirse ante el amigo es descubrirse ante sí mismo, y el amigo es un espejo donde uno puede mirarse sin temor. Juan, que era consciente de ello, le dijo:
         -No te preocupes. Ya decía Lenin que, para dar dos pasos adelante, con frecuencia tenemos que dar un paso atrás. Tú estás ahora en un momento de retroceso. Pero retroceder no es andar al revés, sino tomar impulso; juntar tus fuerzas para dar el salto.
         Una mota de polvo se trocó en optimismo. El árbol del patio se balanceaba al son de una leve brisa y pasaba el tiempo. El timbre estaba a punto de sonar; Juan Luis, apagando el ordenador, dio por terminada la mañana. Celebró no haberse sentado al teclado porque la conversación con Liberto lo había llenado de vibraciones buenas. Su vida se abrió a la esperanza y, mirándolo de lado, le saludó con un hasta mañana.
         Las obligaciones nos llaman y a veces tenemos que marcharnos. En el corazón de Liberto vibraba el mismo destello de esperanza, aunque todavía no fuera de alegría: pero se sintió alegre y se marchó para volver. En él sonaba, en sordina, un rumor de olas, un leve cascabeleo. Las ilusiones chisporroteaban como los alumnos en clase, copa con burbujas donde era energía desbordante, un torrente salvaje y una fuente de sed: era un santo principio; era un nuevo empezar a ser. 

 
        


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