LA VEJEZ
Encendió
el ordenador. Tenía una hora libre y, como siempre en tales casos, se ponía a
hacer cosas, ya fuese filosofía, ya literatura. En crear apuntes, hacer
esquemas y escribir textos se le iba pasando el tiempo. Liberto, que estaba en
su silla detrás de él, veía con curiosidad cómo se iba construyendo la trama.
En su imaginario sólo era una palabra: “la novela”; pero una palabra mágica con
poder curativo; una palabra llena de esperanza, como cuando está a punto de
nacer un niño; una palabra que, con su poder balsámico, limaba el dolor que los
sepultureros de la escuela estaban sembrando en el corazón de Liberto. Liberto
era fuerte. Un corazón recio. Pero Juan Luis, que había compartido con él
tantos y tantos momentos, de repente lo sentía frágil. Sentía en su alma la
delicadeza propia de la taza de porcelana que se puede romper. Juan Luis giró
su silla y lo miró. Vio en sus ojos el brillo nocturno del cobre. Sintió un
imán que lo atraía a unas vivencias que se removían en el fondo de la cueva, y
que pugnaban por salir. No había tristeza sino nostalgia; un lamento de ser, y
de ningún modo abatimiento. Era el crepúsculo de cobre que se cernía sobre el
incipiente otoño de su vida. Liberto se estaba despidiendo de la juventud:
hasta entonces se había mantenido joven en un cuerpo adulto; ahora el cuerpo le
empezaba a fallar. Liberto tenía, a la sazón, al filo de los sesenta años.
-Me
han pedido que dé un curso en Segovia. Para profesores. Me ha hecho mucha
ilusión, pero algo en mí se echa para atrás: yo ya no estoy para estos trotes.
-Vamos,
Liberto, no exageres. No me vas a decir que ya te has vuelto chocho.
-Sí,
tú ríete, que ya verás cuando te toque. Ayer me preguntaste por el médico, ¿te
acuerdas? ¿Qué te dije ayer?
-Que
tienes un punto de artrosis en las caderas.
-Pues
eso. Yo estaba contento de ver que aguanto el entrenamiento, que me cuesta y me
duele. Tendría que sustituir la marcha por la bicicleta, pero media hora a pie
rinde lo mismo que dos en bicicleta. Se me hace ya cuesta arriba. No, con los
alumnos no hago el ridículo, todavía mantengo el tipo. Pero siento que es el
declive, estoy envejeciendo. Es una evidencia a la que me tengo que rendir.
-No
pensaba que te empezara a afectar tanto. Me dijiste que se te venía una artrosis
que te produciría dolores en el futuro, pero no sabía que los dolores te habían
empezado ya.
-Esto
es otra etapa, Juan Luis; hay que aceptarlo. Ya no soy un joven de treinta
años. Ni siquiera soy el hombre de poco más de cincuenta que era cuando llegué.
-Pero
eso ¿te va a impedir dar tus cursos de expresión corporal?
Liberto
asintió con la cabeza. Era un asentimiento quieto, su rostro apenas se movió,
hierático. Desde el silencio de su cara se proyectaba la sombra del árbol sobre
el patio. Y fue un horizonte sombrío el que le bañó la frente. Liberto hablaba,
con una mirada estoica, encarando el futuro con esperanza: pero aceptando la
naturaleza con resignación.
-Hay
que moverse bastante cuando haces expresión corporal. Yo ya no puedo.
-Pero
quieres.
-Pero
quiero. Mi voluntad tiene la fuerza de suplir con el alma el lento abandono del
cuerpo.
-Sin
embargo, todavía no ha llegado ese momento. Pasará tiempo antes de que tus
palabras correspondan a los hechos.
-Sí,
tienes razón... El temor se está anticipando. Dentro de uno, o dos años, estaré
jubilado. Mandaré todo esto a freír espárragos.
-A
tomar por culo la educación.
-A
tomar por culo. Y me tocaré la pera pensando en otras cosas.
-Podrás
dedicarte por fin a lo que te gusta.
-No
lo creas... todavía no tengo pensado lo que voy a hacer. ¿Trabajar en una ONG,
quizás?
-Cuando
te jubiles nos seguiremos viendo unas cuantas veces al año. Tomaremos cañas,
comeremos juntos. Vendrás a Segovia, pasearemos por el campo. Y de vez en
cuando, un congreso.
Liberto
quería sonreír, pero no podía. Ya en sí tenía un temperamento adusto. Muy
hablador, pero poco comunicativo. Los ecos de la cueva donde le latía el
corazón raramente le salían por los poros de la piel. Era un hombre con
sensibilidad, pero poco expresivo. Su propia risa era el ejemplo de cómo se
interponía una máscara de teatro entre sus sentimientos y sus palabras, y el
eco de la distancia era siempre la comedia. En sus palabras no se vertía la
tosca presencia del drama.
-No
sé qué hacer –meditó. Al hablar con Juan meditaba en voz alta-. De momento me
tocaré los huevos. Paqui se enfada mucho cuando se lo digo, pero lo digo como
lo siento; es la pura realidad.
-Puede
ser un momento de lenta maduración en la sombra. Una gestación de algo que
quizá ignores aún, pero será tu futuro. No fuerces las cosas: date tiempo.
-Sí,
creo que será así. –Ahora Liberto, moviendo resueltamente el rostro, asentía.
Ahora Juan Luis se anticipaba a lo que él mismo pensaba sin saber. –Escribirás
tus experiencias –prosiguió Juan Luis-. Tienes muchas cosas que decir. En el
terreno teórico, pero también en lo práctico.
La
mirada de Liberto se perdió en la lejanía.
-Yo
no soy un hombre de letras. Soy una persona de acción. –Su mentón se movía en
ademán indicativo; apuntaba en dirección al ordenador-. Tú, en la novela,
contarás muchas cosas. Hay para escribir un buen libro con todo lo que hemos
hecho juntos.
A
Juan Luis se le hizo un nudo en la garganta. Comprendió, de pronto, cuántas
esperanzas tenía su amigo puestas en la novela. Él, sin darse cuenta, estaba
poniéndoles voz a las palabras de su amigo; como el escribano que hacía cartas
de amor para los jóvenes que no sabían escribir. ¡Cuántas veces Liberto,
ironizando sobre su suerte, había dicho: “yo
soy de la ginasia: no sé leer ni escribir, y cuento con los dedos”!
No
era verdad. La “ginasia” les había dado a los chicos gimnasia, juegos, deporte,
sesiones de relajación, expresión corporal; pero también intelectualizaciones
sobre el lenguaje del cuerpo, prácticas artísticas con el estudio del cómic,
reseñas bibliográficas y periodísticas, reportajes antropológicos sobre el
cuerpo a través de las culturas, la guerra, la paz y las olimpiadas, el
fuego... El fuego de quemar y la llama olímpica: la propaganda. Leni
Riefenstahl. El fuego de Heráclito. Lenguas que devoran el destino de la gente,
consumida en sus propias
contradicciones; cuando el alma envenena el cuerpo y la fuerza no sirve para
construir, sino para matar. “El deporte es la estructura fascista de la
sociedad”. Leía las soflamas de mayo del 68, de aquellos teóricos
contestatarios, la Francia republicana, les Partisans...
No.
Liberto no era un ignorante como irónicamente decía. Y, a la manera lúdicamente
socrática, se mofaba de todos; con ironía. Era un lector voraz, empezó dos
carreras y no terminó ninguna; no las terminó porque, en su dinámica
torrencial, le tocó vivir tiempos revueltos; con protestas y con huelgas. ¡Que
no le tocaran su orgullo y su dignidad...! Liberto era un hombre de acción. El
tiempo que empleó en vivir se lo quitó de escribir sus cosas, aunque nunca
dejara de leer. Devoraba bibliotecas enteras mientras su vida era un torbellino.
Para leer no había que emplearse a fondo, bastaba con escuchar. Y escribir era
mucho más que la escucha por activa que ésta fuera; escribir no era vivir la
vida de otros, sino construirse él su propia vida; y él, que allí donde pasaba
la vivía, fue una historia trepidante, una novela de aventuras: pero no fue
nunca la aventura de escribir.
Comprendió
entonces que al escribir su novela estaba escribiendo la de los dos. Que no era
escribir la historia de dos hombres y un
destino, eso ya lo sabía; pero no había sabido hasta ahora que aquella novela
era más que una historia. Era una vida. Una vida labrada golpe a golpe, cuerpo
a cuerpo (uno viviendo la filosofía, otro viviendo desde el cuerpo): hasta que
les pasó lo que a don Quijote y a Sancho; que al final, el filósofo acabó
viviendo el cuerpo y el cuerpo se convirtió en filosofía. Un filósofo corpóreo,
un cuerpo pensante. Así lo sintetizó Liberto en una cita: “educar es aprender a
pensar desde el cuerpo”.
Y
ahora el cuerpo se le rendía. No servía de nada apelar a la indómita fuerza de
su voluntad, cuando ya el cuerpo le fallaba. Acero templado en el fuego, pero
acero que se oxidaba. El paso de los años era primero vitalidad, luego
resignación, y se hizo inexorable; para terminar volviéndose destino, acero
forjado en las limaduras del tiempo, en las llamas del sueño, en el horno de la
adversidad.
Envejecemos.
Y envejece el cuerpo, pero al alma ¿de qué le sirve mantenerse joven? ¿De qué,
si el cuerpo es el pellejo donde se expresa su juventud? Con razón decía Platón
que el cuerpo es la cárcel del alma. Las ilusiones perdidas por el paralítico
en su impotencia corporal. Los años que pesan (cuando antes flotaban) en el
momento de envejecer.
-Creo
que no está mal que lo hagas, si no tienes las cosas claras. Para comer la
fruta primero hay que dejarla madurar.
La
vejez no viene de repente. Viene poco a poco, sin que nos demos cuenta, y un
día nos despertamos siendo viejos. Y es un caer en la cuenta del tiempo que se
hace cristalino y duro, poliédrico y proteico, y es la mejor escuela que puede
haber en el mundo. El tiempo es nuestra mejor escuela. Por eso a los jóvenes
les cuesta tanto aprender. Los jóvenes aprenden palabras, recetas, figuras,
esquemas. Sólo los viejos aprenden realidades: experiencias que vibran en el
tambor de nuestro corazón, líquido sangrante que corre por las venas. Y de
viejo aprender duele. Como Odín (que dio un ojo por alcanzar la sabiduría) el
viejo aprende lo que es el mundo y lo paga caro con la vida. Eso lo hace más
fuerte que antes. Más fuerte también, pero más débil.
-Me
siento fuerte todavía, estoy pletórico; y pasarán muchos años antes de que el
cuerpo de verdad me abandone. Lo de ahora es sólo un aviso. Pero estoy perdido.
No sé lo que voy a hacer con mi vida, ahora, que me voy a jubilar. ¿La
política? Ahí no se mueven auténticas realidades. ¿Los tribunales? Creo que la
lucha por la justicia me está devolviendo la ilusión. Estudiaré ciencias
políticas. De joven no pude hacerlo por las huelgas, y siempre fue una
asignatura pendiente para mí. Por lo demás, estoy sumido en el nihilismo.
Juan
sonrió, al tiempo que lo miraba con cordialidad. Con cariño. Mientras decía
aquellas cosas Liberto, sin saberlo, se estaba explorando. Hablar es una buena
manera de descubrirse; contar lo que te pasa sirve para saber lo que te pasa
sin saberlo; descubrirse ante el amigo es descubrirse ante sí mismo, y el amigo
es un espejo donde uno puede mirarse sin temor. Juan, que era consciente de
ello, le dijo:
-No
te preocupes. Ya decía Lenin que, para dar dos pasos adelante, con frecuencia
tenemos que dar un paso atrás. Tú estás ahora en un momento de retroceso. Pero
retroceder no es andar al revés, sino tomar impulso; juntar tus fuerzas para
dar el salto.
Una
mota de polvo se trocó en optimismo. El árbol del patio se balanceaba al son de
una leve brisa y pasaba el tiempo. El timbre estaba a punto de sonar; Juan
Luis, apagando el ordenador, dio por terminada la mañana. Celebró no haberse
sentado al teclado porque la conversación con Liberto lo había llenado de
vibraciones buenas. Su vida se abrió a la esperanza y, mirándolo de lado, le
saludó con un hasta mañana.
Las
obligaciones nos llaman y a veces tenemos que marcharnos. En el corazón de
Liberto vibraba el mismo destello de esperanza, aunque todavía no fuera de
alegría: pero se sintió alegre y se marchó para volver. En él sonaba, en
sordina, un rumor de olas, un leve cascabeleo. Las ilusiones chisporroteaban
como los alumnos en clase, copa con burbujas donde era energía desbordante, un
torrente salvaje y una fuente de sed: era un santo principio; era un nuevo
empezar a ser.
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