EL
ESCRITOR Y SUS LECTORES
El
escritor se sienta ante la mesa y busca las palabras. Sabe lo que quiere
escribir, pero no sabe cómo: ni los sentimientos se dicen, ni las sensaciones
tampoco. Puedo decir lo que es un color rojo pero eso no despertará mi
sensibilidad ante el rojo; puedo hablar de su longitud de onda, de su lugar en
el espectro electromagnético, justo antes del infrarrojo: y me quedaré frío.
Pero si hablo del color intenso de la sangre; del hondo latir del corazón; del
estallido de las amapolas en el campo; de la sandía abierta en una tarde de
verano, palpitando con las pepitas clavadas como balas; si me inundo en las
metáforas hasta que flote mi sensibilidad, arrancándola al vacío, y hundo en
ella una borrachera de sensaciones: entonces podré sentir las cosas. No con el
concepto, sino con la metáfora. No diciendo, sino mostrando. Decir las cosas es
evocar su nombre sin su presencia, como cuando hablo de un color sin sentirlo,
nombro un sabor sin que me tiemblen las papilas o designo los olores sin que se
estremezca mi pituitaria. El científico habla de las cosas sin que sus nombres
lo conmuevan; pero el artista saca las cosas de la carcasa de sus nombres y nos
las trae aquí, en su pura presencia, nos las mete por los sentidos, por los poros
de la piel, por el cuerpo, las saca de la corteza, las mete en el tálamo, en la
amígdala, nos deja a solas con ellas
para que floten desnudas, sin ropa, sin palabras ni conceptos, y lleguemos a
flotar con ellas; hasta que se metan dentro de nosotros como el hilo se mete en
la aguja, como el agua se mete en la esponja, como el frío se mete en la frente,
por la nariz, buscando los rincones íntimos donde se cuela en las entrañas.
Las
palabras del escritor no sirven para nombrar las cosas: sirven para despertarlas.
Como el canto del gallo nos saca del sueño sin que nuestro oído tenga que
entender. Tan sólo sentirlo. Como el rugido del volcán nos mete el volcán en el
cuerpo hundiendo en nosotros los mismos temblores que hay hundidos en él, desde
el corazón de la tierra. Una palabra es un sonido que ponemos en lugar de una
cosa sin que se le parezca en nada. Pero el escritor busca parecidos entre las
cosas y las palabras, y ya no son conceptos sino referencias, no son cosas
designadas; sus palabras son fotos de las cosas, presencias de las cosas, las
palabras del artista no dicen nada sobre las cosas, sino que se limitan a
mostrarlas, a sentirlas, a hacerlas vivir en nosotros, a expresarlas; porque si
en la denotación ponemos significados en los signos, en la connotación ponemos
su referencia, sus realidades; y así el escritor, que no dice nada sino que se
expresa, cambia las representaciones por presencias; el mundo, que está muy
lejos de los conceptos, se mete dentro de nosotros en las metáforas.
El
escritor está solo ante su mesa. Solo ante el papel. Su mano sostiene la pluma
y quiere escribir, pero las palabras no salen. El científico busca las palabras
en su diccionario y sabe que un insecto tiene seis patas, un mamífero tiene
pelo y un átomo tiene electrones; pero ni ha experimentado nunca lo que es
andar con seis patas ni ver con ojos poliédricos ni ha sentido las escamas del
reptil, ni siente la luz del electrón en su desnuda realidad, cuando da saltos;
la luz del electrón puede quemar, pero la palabra electrón no emite luces que
queman; y ni siquiera el escritor, que es mamífero, sabe lo que es el pelo del
mamífero con sólo nombrarlo, si no se mete en la piel de una ballena, en la
coraza de un rinoceronte, en el cuerpo de un gorila, en el pellejo de un elefante.
El
ingeniero, el periodista, el cocinero que escribe recetas, artículos, tratados,
no ven las cosas por dentro, no las sienten; tan sólo las nombran sintiéndolas desde
lejos, que es lo mismo que no sentirlas. Pero el escritor se mete en ellas. No
le basta con decir que los insectos se ahogan en la superficie del lago, sino
que busca sentir lo que siente el insecto cuando se está ahogando. Kafka se metió
en la piel de un insecto. Escribir es un acto de simpatía universal: meterse
dentro de las cosas, sentirlas como si fuéramos ellas, sentir sus vibraciones,
temblar con sus temblores, meterse los colores en los ojos y meterse uno mismo
en los colores, sentir con el que sufre, gozar con el que goza, llorar con el
que llora; porque escribir, en suma, no es hablar de la realidad, sino vivirla
a través de las palabras. A diferencia de las metáforas, los retruécanos, las
silepsis, las antítesis, las paradojas, el concepto no te hace sentir lo que te
nombra. Diríase que el concepto surge de la experiencia, pero es una goma que
borra en nosotros la experiencia de la que surge. La metáfora, en cambio, es un
líquido que se mete en la esponja que tenemos dentro, un cuchillo que se clava
en nuestra carne, un aliento que se mete en la pituitaria; y no sólo hunde la
experiencia en el fondo de nosotros sino que la funde con nuestro ser,
transformándola en vivencia; la diferencia entre vivencia y experiencia quizá
esté en la profundidad con que la vivimos; en la intensidad con que se nos mete
en el sentimiento.
El
escritor sujeta la pluma. Está desafiando esa hoja de papel. Desafiado por
ella. Quiere escribir, tiene mucho que decir, pero no tiene cómo expresarlo.
Como se suele decir, tiene la mente en blanco. Si fuerza las palabras las
palabras dirán mucho, pero no dirán nada; no le saldrán versos, sino métrica;
no le saldrán rimas, sino ripios; y no será poeta, sino poetastro. El poeta no
puede escribir mientras las palabras no salgan. Y es que (a diferencia del científico)
el dramaturgo, el novelista, el poeta (el artista) no es dueño de sus palabras;
se pone a escribir, forzándose a sí mismo, sin que el verbo fluya; y cuando eso
pasa no siente el placer de la escritura. Hasta que, a fuerza de escribir sin
entusiasmo, siente de repente que el verbo fluye. Ha habido un clic, un momento
a partir del cual las palabras salen solas; escribir sin inspiración es como
arrancar un coche en el invierno frío; hay que saber torear el frío para
calentar su mecanismo, preparar el motor para que arranque, mantener el
arranque sin que se ahogue, y luego acelerar sin dejar que cale; el escritor debe
arrancar el verbo y sacarlo del silencio en el que duerme; para eso utiliza las
palabras; las palabras (sus herramientas) son los materiales de su oficio, como
el albañil usa ladrillos y el cocinero usa patatas; pero no basta con el oficio
de escritor, como no basta con tener ladrillos para saber construir una casa;
el escritor debe sentir lo que escribe; una señal muy clara es el sentimiento
de felicidad que experimenta cuando ha conseguido desatascar el verbo dormido.
De
modo que el escritor busca las palabras sin encontrarlas, como un nadador se
mueve en un río sin agua; pero el nadador no conseguirá que fluya el agua
obstinándose en nadar en el cauce seco; el escritor sí: el escritor conseguirá
que fluya el verbo a fuerza de llamarlo con sus palabras. A veces no. A veces
escribirá sin éxito y tendrá que tirar las páginas estériles. Otras veces el
verbo fluirá solo, y casi sin querer se sentirá traspasado por él y, más que
escribir, se dejará “escribir” por él: dejará que se mueva sola la pluma, casi
sin que la muevan sus dedos, como si se le hubiera metido una fuerza extraña
que guiara su pluma sin apenas tener que esforzarse por guiarla. Los antiguos
usaron unas cuantas metáforas para expresar esa actividad febril, ese
sentimiento creador que se apodera de nosotros: los griegos decían que era la
musa, que se metía en ellos y por eso la invocaban al empezar a escribir; los
hebreos decían que era dios el que escribía la Biblia usando a los escritores
como instrumentos; el verbo que fluye como un río, a veces como un torrente,
potente, incontenible, inagotable, era la inspiración de los románticos; los
psicólogos lo llaman estado de flujo. Escribir bajo los efectos de la inspiración
es como una borrachera, la inspiración es como una droga, un narcótico, un
éxtasis, un rapto, esa manía creadora que nos riega de felicidad mientras
creamos, de ella hablaba Platón: como un sueño embriagador que tienes sin
buscarlo, y que para los griegos era la visita de un dios que te arranca de la
atonía, de la nada de dormir, que fructifica como una tierra fértil cuando
estás soñando.
No
es escritor el que busca las palabras, sino el que las encuentra. Y las
encuentra quien es capaz de sentir, pero no siente cuando quiere, como el
enamorado no puede amar a la fuerza a una joven que no le atrae, aunque busque
esa atracción. La búsqueda unas veces se ve coronada por el éxito y otras no. A
veces el roce hace el cariño, como la búsqueda de palabras acaba provocando la
inspiración; otras veces el empeño será estéril; y muchas veces vendrá la
inspiración sin buscarla: gratuitamente, como un don que se te da sin apenas
merecerlo. Bienaventurados aquellos que se han visto tocados por el dedo de la
gracia.
El
lector busca despertar en las palabras los mismos sentimientos que se
despertaron en el escritor cuando las escribía. Si lo consigue, habrá conectado
con el libro. Hay libros que no nos dicen nada, y es porque no lo hemos
conseguido aún, o porque esos libros están mal escritos. A veces no sentimos
cosas que la moda no tiene antenas para sentir; y como el gusto estético tiene
una parte innata y otra adquirida, la sensibilidad de nuestra época muchas
veces borra en nuestra sensibilidad la capacidad de sentir cosas para las que
no está preparada nuestra época; el tiempo que nos ha tocado vivir; así, Wagner
fue rechazado en un principio y poco a poco su música fue entrando en el gusto
de la gente. Sentir, disfrutar una obra de arte, es conectar con los
sentimientos universales que hay en ella; que son los mismos sentimientos que
recorren el alma humana a través de los tiempos; por eso, casi tres mil años
después, somos capaces de disfrutar de Sófocles y Eurípides. Si no somos
capaces de disfrutar de un libro puede ser porque no estemos abiertos a otros
cánones distintos de los cánones de nuestra época; o porque no estemos
familiarizados con la escritura; o porque no tengamos sensibilidad; o porque el
libro sea malo.
Los
cánones de una época son las formas de sensibilidad que han sido seleccionadas
por cada tiempo. Cada época tiene su forma particular de sentir: podemos
llamarlas formas a priori de la sensibilidad histórica; formas, porque son
cauces expresivos (no todos los ríos circulan por los mismos cauces); a priori,
porque se incrustan en nosotros antes de que tengamos conciencia de ellos; de
nuestra sensibilidad, porque forman parte de nuestra naturaleza; y de nuestra
sensibilidad histórica, porque, de toda la amplia gama de sentimientos que caben
en nosotros, sólo una parte ha sido seleccionada por la época que nos ha tocado
vivir; y son, por tanto, aprioris de nuestra historia, no de nuestra
naturaleza; cauces estéticos que conforman nuestra sensibilidad después de
nacer (serían a posteriori), pero antes de poder hacer uso de nuestros sentimientos
(por eso son aprioris de la sociedad, aunque sean a priori según nuestra
naturaleza).
La
familiaridad con la escritura se desarrolla con el hábito. Hay gente que no
disfruta leyendo y es porque no lee. Como hay gente que no disfruta con una
sinfonía y es porque no la entiende; y no la entiende porque no se ha puesto a
escucharla; y no la escucha porque vive en una época acostumbrada a escuchar
rock, pero no música clásica. Apreciar una obra significa salir de tu época e
intentar ponerte en el pellejo del escritor y de la suya. Para eso es necesario
disfrutar. Casi todo el mundo sabe leer, pero a muy pocos les gusta la lectura.
Se han acostumbrado a los móviles, los ordenadores, los videos, la literatura fácil,
los entretenimientos de consumo rápido, el disfrute que no da que pensar,
porque “eso raya”. La imagen ha sustituido a la palabra. Y más la imagen que
dice que la imagen que muestra; o la imagen que muestra sin decir nada. Hay que
obligarse a abrir un libro: al principio quizá nos aburra, pero si hablamos de
él y compartiremos nuestras experiencias de lectura, opinaremos sobre él y
opinarán otros; habrá un tiempo en que seguiremos sin disfrutarlo, nos costará
leer; pero hay que pasar página, no cerrar el libro; y llegará un momento en
que, de repente, disfrutaremos leyendo. Todos los tesoros valiosos cuestan
esfuerzo. Y la lectura es un tesoro.
Hay
gente que no tiene sensibilidad para algunas cosas. A muchos la poesía les deja
fríos, y por eso los poetas no tienen un gran público. Hoy gustan los libros
trepidantes, los libros de acción, los que te mantienen en vilo: de ellos unos
son de calidad y pasarán la criba del tiempo; otros no lo resistirán y caerán
en el olvido; pasarán los que son pura técnica y quedarán los que te ponen en
estado de flujo, los que son técnica inspirada. Los cánones de nuestro tiempo
no están abiertos a las obras descriptivas, disfrutan sólo con lo narrativo.
Aprecian la acción, el verbo, no la sensación y el adjetivo. El tiempo que
pasa, no el tiempo detenido. Las cosas que pasan en el tiempo, no las que
quedan y permanecen en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las
épocas y en todos los mundos. La calidad no está reñida con el entretenimiento,
pero hoy se busca entretenimiento barato y de consumo rápido: que no cueste
entrar en él, que nos salga gratis, que no nos aburra; y se confunde la calidad
con el aburrimiento; el entretenimiento con la pereza; la plenitud con el
vacío.
Hay
una novela que nos habla del tiempo. Se llama Momo. En ella aparecen los que viven en el tiempo y otros, señores
serios, córvidos y siniestros, que lo devoran. Vivir el tiempo es jugar con los
niños, cuidar a los enfermos, disfrutar del arte, deleitarse en la amistad,
amar, conversar con los ancianos. Devorarlo es hacer cosas útiles nada más:
trabajar, ganar dinero, ejecutar proyectos, ser máquinas eficaces que funcionan
a piñón fijo. Pues bien: la diversión se ha convertido en devoradora de tiempo;
ya no pensamos en detener el tiempo sino en pasar el rato; divertirse,
entretenerse, es matar el tiempo; no llenarlo de vida y empaparse de él, y
disfrutarlo. El público ya no lee libros: los devora. Entre un debate de
literatura y un programa de cotilleos, del corazón, del pulmón o del hígado, el
público prefiere lo segundo. La literatura no sigue los cauces de la oferta y
la demanda. No si lo que se busca es pasar el tiempo. Pero los seguirá si
usamos, como criterio, el privilegio de llenarlo. Hoy muy poca gente quiere
llenarlo. Tiene abandonada su sensibilidad. Se ha olvidado de ella. Y vive, con
el hígado plantado en el tedio, la maldición de disfrutar del aburrimiento.
Pero
si una obra no se ajusta a los cánones del momento; si no despierta la
necesidad de leer, cuando invertimos nuestro esfuerzo en acostumbrarnos a la
lectura; y si no despierta la sensibilidad que duerme en nosotros: entonces es
que el libro es malo; y no tendremos más remedio que tirarlo a la basura y
olvidarnos de su autor. Que en este mundo tenemos mucho que hacer cuando no
tiramos el tiempo. Cuando disfrutamos de las cosas, cuando nos empapamos de
ellas en vez de limitarnos a usarlas; así, el tiempo se alarga cuando está
lleno, nosotros que somos mortales, y entonces somos capaces de vivir toda una
eternidad.
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