En
cierta ocasión me enfrenté a Adela Cortina cuestionando su hipótesis de que
siempre se podrían arreglar las cosas entre personas buscando el consenso a
través del diálogo. Le respondí que, antes de
ponernos pensar en diálogos, habría que resolver algunas cuestiones
afectivas indispensables (y, por supuesto, previas). Me habría gustado ver cómo
resuelve ella esta situación de clase que presento a continuación; sin más
armas que la famosa teoría de la democracia deliberativa (y, por supuesto, del
consenso).
UNA EXPERIENCIA EN AL AULA
Siempre, cuando le tocaba con ellos, la clase se
desmadraba. Acababa de tener un debate estupendo con la clase anterior; las
mesas en U, cada uno en su sitio, escuchando atentos, hablando si se terciaba,
diciendo cosas razonadas y criticándolas con argumentos, pidiendo turno sin
pisarse la palabra, respetando al vecino y llenos de curiosidad, queriendo
aprender, queriendo saber, queriendo conocer otros puntos de vista; todos
tenían trece años.
Pero en esta clase nadie escuchaba.
Hablaban a la vez, levantando la voz, mirando para atrás, sentándose de lado,
gastándose bromas mientras el compañero hablaba; unos bostezaban, otros
golpeaban los pupitres, se les caían los lápices, los bolígrafos, éste escribía
palabras en griego que no entendía, el otro hacía cuentas de sumar y restar, el
otro estaba enfundado en el abrigo, con la calefacción encendida y el libro
cerrado sobre la mesa; pero la mayoría tenía las mesas ocupadas con sus
mochilas, así, cerradas, utilizándolas como almohadas o abrazándose a ellas;
otros ponían la pierna en la silla del vecino, se abrían de brazos sobre el
respaldo de la silla, se estiraban, bostezaban, alargaban las piernas, hacían
ruido con la boca, los pies o las manos, golpeaban los cuadernos (cuando los
tenían sacados), y arrancaban las hojas para hacer ruido; luego las arrugaban
para que sonasen más, tiraban bolas de papel, rebuznaban; algunos tenían trece
años, pero la mayoría andaba por los dieciocho; las chicas se preocupaban por
acentuar las curvas, bajar los escotes, subir las faldas, pintarrajearse el
rostro, sobrecargar los labios de carmín; y luego se enfundaban en gruesos
plumas que calentaban nada más verlos.
El profesor intentaba dar clase.
Desde hacía veinte minutos mandaba a uno leer un párrafo; luego le preguntaba a
otro, y como no contestaba, le ponía un negativo. Y así seguía la letanía.
Lectura, pregunta, negativo. Lectura, pregunta, negativo. Lectura, pregunta,
negativo. Tacatac. Tacatac, tacatac, tacatac. Como un tren de los viejos.
Tacatac y tacatac. Pasando por puentes y ríos, por campos y caminos, por postes
y árboles. Tacatac, tacatac y tacatac. Pasaban al lado de la vida y ellos,
aislados en su vagón, se la estaban perdiendo toda. La vida de ellos estaba
dentro del vagón: no lo que pasaba fuera. Y el vagón era un amasijo de
aburrimiento, de frustraciones y de atonía, de horizontes sin caminos y
habitaciones sin salida, porque los vagones estaban cerrados; porque caminaban
a toda velocidad aislados de la vida, y ellos, si se les ocurría vivir, no se
podía bajar; no hasta que el tren se parara. Habían elegido el tren de la pereza,
de la abulia y del rechazo, y sólo cuando llegaran a las estaciones podían
pensar en bajarse. La pérdida de tiempo es un bólido que te lleva a toda
velocidad. Vives al margen del mundo, te metes en tu mundo que está hueco,
porque en él no hay fe ni ilusiones sino solamente resentimiento, y aire
viciado porque tus padres no están en casa, y cuando están te ignoran y tú te
sientes una mierda, y cuando no te ignoran te pegan, o te abofetean con sus
cigarros, con su ignorancia, con sus envidias, con su mundo estrecho,
frustrados porque viven trabajando o no pueden trabajar, rellenando sus ratos
de ocio con cerveza, con vino, con ron o con coñac; jugando a las cartas para
no pensar que jugaron en la vida y también perdieron, y apostaron por lo fácil
y les aburre la facilidad, los llena de hastío, y su horizonte se ha ido
estrechando hasta reducirse a las paredes de una casa, de un prostíbulo o de un
bar; y esas cuatro paredes también se van estrechando; se enrarece el aire
porque cada vez hay menos (ventanas cerradas, pero con cristales para ver lo
que hay al otro lado; en la pantalla del móvil, de vez más falsos, viciados y
enrarecidos, fuera de esas cuatro paredes que viven fuera de la vida y
ahogándose en desilusión); se enrarece el tiempo, que se vuelve hueco y se
enrarece el aire, llenándose de humo del tabaco o del porro o de otros humos del
partido del domingo, que si ganó tu
equipo o ganó el mío, porque el fútbol es otro tren en los que viajas,
apartándote de la vida, viviendo ficciones que se enredan en el tiempo
desprovisto de sustancia, el tiempo que has elegido, sin aliento, y que cuanto
más pasa más te recuerda que estás muerto y tú te ignoras en la droga, el
tabaco y el alcohol: para olvidar; para olvidar que la droga que te lleva al
olvido es el mundo que tú tendrás que olvidar.
El profesor pensaba en las mentes de
sus alumnos. Se imaginaba que ese desprecio, esa desidia que tenían en clase,
se la habían inyectado las jeringas de sus padres; veía las paredes sin
horizonte como un líquido amniótico donde se estaban criando; un líquido tóxico
que los volvía brutos, ciegos y sordos; brutos para no sentir que el mundo que
tenían fuera estaba más vivo que el mundo de su aburrimiento; ciegos para no
ver que la sociedad les ofrecía una enseñanza gratis, una medicina gratuita, un
conservatorio donde podían estudiar si les gustaba la música, unas pistas y
canchas donde podían hacer deporte; y sordos para oír lo que no fuesen cantos
de sirena que los llamaban a despreciar aquellas facilidades para el esfuerzo,
para resbalar donde vivir sin esfuerzo, que era demasiado fácil; y deprimente a
la vez. Estaban rechazando la alegría y se echaban en brazos del placer;
alegría que daba placeres que costaban y placer que te llenaba de tristeza
porque no te costaba nada. No tenías más que apretar un botón: allí podías
abrir los brazos sobre la silla, echarte para atrás, beber cerveza, eructar y
ver partidos de fútbol y escenas pornográficas. Y así te llenas de hastío, como
una niebla seca y perversa, que te envuelve, entumeciéndote los miembros,
abortándote, debilitándote, sumiéndote en el placer inerte y hueco, sin más
horizonte que el de permanecer allí, con las ventanas cerradas, hipnótico ante
la pantalla y aplastado en su poder magnético, como sirenas que cantan al oído
y primero te dan lo que te gusta a cambio de tu libertad, luego te convierten
en cerdo y, finalmente, te matan.
El alma del profesor estaba partida.
Ninguno de sus alumnos podía imaginar la magnitud de su sufrimiento. Ninguno
sospechaba (porque estaban ciegos, embrutecidos y sordos) que mientras se
enfadaba con ellos su corazón estaba llorando lágrimas de sangre en silencio.
“¡Pues yo prefiero a Vicente!”, decía uno. “¡Pues yo no voy a volver!”, decía
otro. Y lo decían porque los obligaba a trabajar cuando ellos el trabajo lo
miraban con odio. El profesor sentía que la salvación de aquellos chicos estaba
en obligarlos a no caer por el terraplén de sus vicios; porque creía que, si
caían, ya nadie iba a poder rescatarlos. Los obligaba a trabajar aunque no
quisieran; los obligaba a escuchar, aunque fueran sordos; los obligaba a mirar
aunque, para lo que no fueran mundos electrónicos y artificiales, estaban
ciegos; los obligaba a vivir sus vidas, porque vivían la vida de los otros: y
como la vida de sus padres tampoco les gustaba, vivían las de los seres de
ficción, decepcionantes, electrónicas y falsas; y, a pesar de sus esfuerzos,
aquellos chicos ni trabajaban, ni escuchaban, ni miraban; y se empeñaban en
pasar al lado de la vida y en vivir vidas falsas. Sentía que su trabajo de
profesor estaba abocado al fracaso. Era fácil enseñar a los alumnos brillantes:
bastaba con darles lo que ellos mismos te pedían. Pero enseñar a quien no
quiere aprender es un drama, para quien enseña es una tragedia; porque siente
que está luchando contra molinos; porque le parece que la libertad no puede
nada contra el destino; pero aquel profesor creía que el destino no estaba
escrito, a pesar de tus padres, de tus fobias, a pesar del mundo, y el futuro,
aunque lo desgarre la fatalidad, se recompondrá siempre entre las manos libres;
siempre que ser libre no sea lo contrario de ser bueno.
-A ver, Salma, enséñame lo que has escrito.
Salma protestaba.
-¿Por qué?
-Porque lo digo yo.
-¡Pero yo no he hecho nada!
Salma, en efecto, en aquel momento
no estaba haciendo nada (pero él quería que trabajara); y había estado durante
diez minutos tocando las narices y dando la vara (y él quería que sus esfuerzos
no se perdieran en la vanidad de lo inútil); y, toque de ironía, decía que
ahora mismo no hacía nada como si su inteligencia no le diese para entender que
desde que empezó la clase no había parado de interrumpir, molestar, bostezar,
toser, gruñir y gritar sin dejar de dar la lata.
-Enséñame lo que has escrito
–insistió el profesor.
Ella se removía en su asiento,
intentándolo ignorar.
-¡Enséñamelo, te digo!
El profesor frunció el ceño. El tono
se le volvió seco, irritado, iracundo, y su rostro severo le decía que no iba a
tener más contemplaciones.
Salma le entregó la hoja: blanca; la
hoja de Salma estaba blanca; desde que
empezó la clase Salma no había estado haciendo nada; al profesor se le hinchó
la vena y se puso furibundo.
-¿Te parece bonito? ¿A ti te parece
bonito esto, Salma? –La miró echando centellas por los ojos y clavándole las
pupilas como un cuchillo-. ¿A ti cuánto te cuesta esto?
Salma parecía no comprender.
-¡Qué cuánto les cuesta esto a tus
padres! ¡Salma, te hablo a ti! –Salma miraba al compañero de al lado con una
sonrisa irónica, de desprecio hacia el maestro y de estupidez en el rostro-.
¿Tienen que pagar algo tus padres por que vengas a estudiar? ¡Nada! ¡No les has
costado nada! ¡Hasta te dejan los libros! ¿Dónde está tu libro, Salma?
Salma tapó con orgullo su vergüenza;
que no afloraba todavía, pero el maestro rascaba y la iba despertando poco a
poco, aunque ella no se diera cuenta.
-En mi casa.
El profesor movió la cabeza. Y
sonrió con desprecio, y con furia, y con hastío de ver que la semilla del
sembrador no puede crecer porque está cayendo entre las piedras.
-Muy bonito. –Pausa-. La sociedad te
da libros para que no estudies. Te sientas en una silla que no aprovechas,
tienes un pupitre donde no escribes, unos profesores a los que no escuchas:
todo eso lo tienes gratis; mientras tanto hay niños que caminan horas y horas
por senderos abruptos, con los pies descalzos, porque quieren ir a la escuela.
Ellos quieren y no lo tienen tú lo tienes y no lo quieres. ¿No te parece una
burla? ¿No estás tirando a la basura el dinero que de da la sociedad?
Salma callaba, por una vez; acostumbrada
a hablar con violencia.
-Mira, Salma, una cosa te voy a
preguntar: ¿para qué crees que se gasta el dinero el Estado? ¿Todo ese dinero
en escuelas?
Salma agachaba la cabeza, molesta
ya; no quería hablar con el profesor, pero el profesor le había quitado el
protagonismo delante de sus compañeros.
-¿A ver, para qué?
-¡No sé!
Todavía quedaban restos de
insolencia en su voz.
-Te lo voy a decir, Salma: para que
seas libre; para que puedas aprovechar todos los dones que te ha dado la
naturaleza; para que nadie se ría de ti; para que puedas tener un trabajo digno
el día de mañana; y para que puedas defenderte cuando te quieran engañar, como
seguramente estarán engañando a tus padres.
El profesor respiró para decir con
más vehemencia:
-Y te voy a decir algo más: tú no
estudias porque eres mujer; porque sabes que tus padres te casarán cuando
tengas la regla, y tú no podrás hacer nada, y estos estudios no te servirán de
nada, porque nadie te va a ayudar a sacarlos, Salma, nadie valorará tu mérito.
Salma callaba ahora de verdad.
-Y me atrevo a decir que te conozco,
Salma. Te conozco más de lo que crees. Porque hace cuarenta años que soy
maestro y he aprendido a querer a los chicos, y a no darles lo que me piden,
sino lo que necesitan. Te voy a decir algo más, Salma. Debajo de esa piel
tienes un corazón y en el fondo de él estás temblando, porque te sientes como
un animalillo herido; y no tienes a quien acudir porque en tu casa no te
comprenderán nunca; porque la única preocupación que tienen es llegar a fin de
mes y ni quieren ni saben que tú tienes preocupaciones distintas; porque a
ellos tampoco los comprendieron sus padres y se criaron solos sin una mano
amiga; y ahora tú te sientes sola y no tienes donde acudir, porque todos se
burlan y todos desprecian el mundo de luz donde uno puede creer en otras cosas
y vivir en otra vida…
El rostro de Salma empezaba a
temblar. Su tez se había vuelto sombría. Pero entonces despertó el profesor. El
profesor, sí: porque en su instinto paternal se le había ido la mente y había
imaginado que podía hablar así con Salma, Iván, Patrick, Claudia, Roberto o
cualquiera de sus alumnos. Pero eso era imposible; no sólo una quimera, era
también una burla. Porque los otros no paraban de hablar, de gritar, de arrugar
el papel, de abrocharse las mochilas, de tirar trozos de tiza. Vendrán
pedagogos sesudos y dirán que con los chicos hay que hablar como en el sueño
que había tenido él mientras intentaba poner orden en el aula. Y lo dirán desde
sus cátedras, desde sus libros, desde sus horas de investigación, donde hay
tiempo para pensar, árboles detrás de las ventanas, aire puro y gente que
escucha. Pero en clase no es así. Las ventanas de la clase dan al patio, pero
ellos ven pantallas donde salen mundos de mentira. Y no se puede pensar, porque
todos hablan; y no se puede enseñar, porque todos tienen la vista paseándose en
la nada, y no te escuchan. Al profesor le gustaría enseñar y que sus palabras
crecieran en las mentes y en los corazones, como el sembrador las ve crecer
cuando las siembra. Pero eso no es posible cuando no hay comunicación, cuando no hay
diálogo. Y al profesor, añorando tiempos mejores, le gustaría que la clase no
fuera un cúmulo de cizañas que se refuerzan unas a otras impidiendo que
creciese la palabra y que el corazón hablara también cuando habla la cabeza, y
que las orejas escucharan y miraran los ojos, porque oyen sin escuchar y miran
sin ver, y la ignorancia se adueña de las ventanas, y crece por las paredes, se
agarra al suelo y le crecen raíces para que no pueda crecer nada sobre ellas.
La clase no es el jardín donde las hierbas respiran unas con otras y todas
crecen para que crezcan las vecinas. La comunicación no florece en los jardines
llenos de hojarasca; y los profesores, por más que tengan cosas que comunicar,
se enredan en la hojarasca y los niños se pierden cuando tienen ganas de
hablar, pero no saben; y en el erial sólo crece la nada, los corazones
enmudecen y las bocas se cansan; cuando no saben más que gritar, porque sienten
y no encuentran en sus voces las palabras; cuando ni siquiera las buscan porque
creen que todo que les da igual pero no es verdad, porque quieren y no lo saben;
porque están deseando hablar y te lo piden a gritos, pero son los gritos
del silencio; y esos gritos hay que
saberlos escuchar, y descubrir la lágrima que hay escondida detrás de la voz; porque
ni siquiera dejan que surjan las palabras; porque no escuchan al corazón cuando
el corazón les habla; porque no saben comunicar y nunca se expresan cuando
hablan. Luego vendrán los teóricos del diálogo y os hablarán de las condiciones
ideales de comunicación. Señores, el profesor no puede dar clase en unas
condiciones ideales; su voz, para que lo sepan los señores catedráticos, se
expresan siempre en unas condiciones reales. Y con esto basta.
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