sábado, 4 de febrero de 2017

Una experiencia en el aula




            En cierta ocasión me enfrenté a Adela Cortina cuestionando su hipótesis de que siempre se podrían arreglar las cosas entre personas buscando el consenso a través del diálogo. Le respondí que, antes de  ponernos pensar en diálogos, habría que resolver algunas cuestiones afectivas indispensables (y, por supuesto, previas). Me habría gustado ver cómo resuelve ella esta situación de clase que presento a continuación; sin más armas que la famosa teoría de la democracia deliberativa (y, por supuesto, del consenso).


UNA EXPERIENCIA EN AL AULA

 

             Siempre, cuando le tocaba con ellos, la clase se desmadraba. Acababa de tener un debate estupendo con la clase anterior; las mesas en U, cada uno en su sitio, escuchando atentos, hablando si se terciaba, diciendo cosas razonadas y criticándolas con argumentos, pidiendo turno sin pisarse la palabra, respetando al vecino y llenos de curiosidad, queriendo aprender, queriendo saber, queriendo conocer otros puntos de vista; todos tenían trece años.
            Pero en esta clase nadie escuchaba. Hablaban a la vez, levantando la voz, mirando para atrás, sentándose de lado, gastándose bromas mientras el compañero hablaba; unos bostezaban, otros golpeaban los pupitres, se les caían los lápices, los bolígrafos, éste escribía palabras en griego que no entendía, el otro hacía cuentas de sumar y restar, el otro estaba enfundado en el abrigo, con la calefacción encendida y el libro cerrado sobre la mesa; pero la mayoría tenía las mesas ocupadas con sus mochilas, así, cerradas, utilizándolas como almohadas o abrazándose a ellas; otros ponían la pierna en la silla del vecino, se abrían de brazos sobre el respaldo de la silla, se estiraban, bostezaban, alargaban las piernas, hacían ruido con la boca, los pies o las manos, golpeaban los cuadernos (cuando los tenían sacados), y arrancaban las hojas para hacer ruido; luego las arrugaban para que sonasen más, tiraban bolas de papel, rebuznaban; algunos tenían trece años, pero la mayoría andaba por los dieciocho; las chicas se preocupaban por acentuar las curvas, bajar los escotes, subir las faldas, pintarrajearse el rostro, sobrecargar los labios de carmín; y luego se enfundaban en gruesos plumas que calentaban nada más verlos.
            El profesor intentaba dar clase. Desde hacía veinte minutos mandaba a uno leer un párrafo; luego le preguntaba a otro, y como no contestaba, le ponía un negativo. Y así seguía la letanía. Lectura, pregunta, negativo. Lectura, pregunta, negativo. Lectura, pregunta, negativo. Tacatac. Tacatac, tacatac, tacatac. Como un tren de los viejos. Tacatac y tacatac. Pasando por puentes y ríos, por campos y caminos, por postes y árboles. Tacatac, tacatac y tacatac. Pasaban al lado de la vida y ellos, aislados en su vagón, se la estaban perdiendo toda. La vida de ellos estaba dentro del vagón: no lo que pasaba fuera. Y el vagón era un amasijo de aburrimiento, de frustraciones y de atonía, de horizontes sin caminos y habitaciones sin salida, porque los vagones estaban cerrados; porque caminaban a toda velocidad aislados de la vida, y ellos, si se les ocurría vivir, no se podía bajar; no hasta que el tren se parara. Habían elegido el tren de la pereza, de la abulia y del rechazo, y sólo cuando llegaran a las estaciones podían pensar en bajarse. La pérdida de tiempo es un bólido que te lleva a toda velocidad. Vives al margen del mundo, te metes en tu mundo que está hueco, porque en él no hay fe ni ilusiones sino solamente resentimiento, y aire viciado porque tus padres no están en casa, y cuando están te ignoran y tú te sientes una mierda, y cuando no te ignoran te pegan, o te abofetean con sus cigarros, con su ignorancia, con sus envidias, con su mundo estrecho, frustrados porque viven trabajando o no pueden trabajar, rellenando sus ratos de ocio con cerveza, con vino, con ron o con coñac; jugando a las cartas para no pensar que jugaron en la vida y también perdieron, y apostaron por lo fácil y les aburre la facilidad, los llena de hastío, y su horizonte se ha ido estrechando hasta reducirse a las paredes de una casa, de un prostíbulo o de un bar; y esas cuatro paredes también se van estrechando; se enrarece el aire porque cada vez hay menos (ventanas cerradas, pero con cristales para ver lo que hay al otro lado; en la pantalla del móvil, de vez más falsos, viciados y enrarecidos, fuera de esas cuatro paredes que viven fuera de la vida y ahogándose en desilusión); se enrarece el tiempo, que se vuelve hueco y se enrarece el aire, llenándose de humo del tabaco o del porro o de otros humos del partido del  domingo, que si ganó tu equipo o ganó el mío, porque el fútbol es otro tren en los que viajas, apartándote de la vida, viviendo ficciones que se enredan en el tiempo desprovisto de sustancia, el tiempo que has elegido, sin aliento, y que cuanto más pasa más te recuerda que estás muerto y tú te ignoras en la droga, el tabaco y el alcohol: para olvidar; para olvidar que la droga que te lleva al olvido es el mundo que tú tendrás que olvidar. 

 

            El profesor pensaba en las mentes de sus alumnos. Se imaginaba que ese desprecio, esa desidia que tenían en clase, se la habían inyectado las jeringas de sus padres; veía las paredes sin horizonte como un líquido amniótico donde se estaban criando; un líquido tóxico que los volvía brutos, ciegos y sordos; brutos para no sentir que el mundo que tenían fuera estaba más vivo que el mundo de su aburrimiento; ciegos para no ver que la sociedad les ofrecía una enseñanza gratis, una medicina gratuita, un conservatorio donde podían estudiar si les gustaba la música, unas pistas y canchas donde podían hacer deporte; y sordos para oír lo que no fuesen cantos de sirena que los llamaban a despreciar aquellas facilidades para el esfuerzo, para resbalar donde vivir sin esfuerzo, que era demasiado fácil; y deprimente a la vez. Estaban rechazando la alegría y se echaban en brazos del placer; alegría que daba placeres que costaban y placer que te llenaba de tristeza porque no te costaba nada. No tenías más que apretar un botón: allí podías abrir los brazos sobre la silla, echarte para atrás, beber cerveza, eructar y ver partidos de fútbol y escenas pornográficas. Y así te llenas de hastío, como una niebla seca y perversa, que te envuelve, entumeciéndote los miembros, abortándote, debilitándote, sumiéndote en el placer inerte y hueco, sin más horizonte que el de permanecer allí, con las ventanas cerradas, hipnótico ante la pantalla y aplastado en su poder magnético, como sirenas que cantan al oído y primero te dan lo que te gusta a cambio de tu libertad, luego te convierten en cerdo y, finalmente, te matan.
            El alma del profesor estaba partida. Ninguno de sus alumnos podía imaginar la magnitud de su sufrimiento. Ninguno sospechaba (porque estaban ciegos, embrutecidos y sordos) que mientras se enfadaba con ellos su corazón estaba llorando lágrimas de sangre en silencio. “¡Pues yo prefiero a Vicente!”, decía uno. “¡Pues yo no voy a volver!”, decía otro. Y lo decían porque los obligaba a trabajar cuando ellos el trabajo lo miraban con odio. El profesor sentía que la salvación de aquellos chicos estaba en obligarlos a no caer por el terraplén de sus vicios; porque creía que, si caían, ya nadie iba a poder rescatarlos. Los obligaba a trabajar aunque no quisieran; los obligaba a escuchar, aunque fueran sordos; los obligaba a mirar aunque, para lo que no fueran mundos electrónicos y artificiales, estaban ciegos; los obligaba a vivir sus vidas, porque vivían la vida de los otros: y como la vida de sus padres tampoco les gustaba, vivían las de los seres de ficción, decepcionantes, electrónicas y falsas; y, a pesar de sus esfuerzos, aquellos chicos ni trabajaban, ni escuchaban, ni miraban; y se empeñaban en pasar al lado de la vida y en vivir vidas falsas. Sentía que su trabajo de profesor estaba abocado al fracaso. Era fácil enseñar a los alumnos brillantes: bastaba con darles lo que ellos mismos te pedían. Pero enseñar a quien no quiere aprender es un drama, para quien enseña es una tragedia; porque siente que está luchando contra molinos; porque le parece que la libertad no puede nada contra el destino; pero aquel profesor creía que el destino no estaba escrito, a pesar de tus padres, de tus fobias, a pesar del mundo, y el futuro, aunque lo desgarre la fatalidad, se recompondrá siempre entre las manos libres; siempre que ser libre no sea lo contrario de ser bueno.
            -A ver, Salma, enséñame lo que has escrito.
            Salma protestaba.
            -¿Por qué?
            -Porque lo digo yo.
            -¡Pero yo no he hecho nada! 

 

            Salma, en efecto, en aquel momento no estaba haciendo nada (pero él quería que trabajara); y había estado durante diez minutos tocando las narices y dando la vara (y él quería que sus esfuerzos no se perdieran en la vanidad de lo inútil); y, toque de ironía, decía que ahora mismo no hacía nada como si su inteligencia no le diese para entender que desde que empezó la clase no había parado de interrumpir, molestar, bostezar, toser, gruñir y gritar sin dejar de dar la lata.
            -Enséñame lo que has escrito –insistió el profesor.
            Ella se removía en su asiento, intentándolo ignorar.
            -¡Enséñamelo, te digo!
            El profesor frunció el ceño. El tono se le volvió seco, irritado, iracundo, y su rostro severo le decía que no iba a tener más contemplaciones.
            Salma le entregó la hoja: blanca; la hoja de Salma estaba blanca; desde  que empezó la clase Salma no había estado haciendo nada; al profesor se le hinchó la vena y se puso furibundo.
            -¿Te parece bonito? ¿A ti te parece bonito esto, Salma? –La miró echando centellas por los ojos y clavándole las pupilas como un cuchillo-. ¿A ti cuánto te cuesta esto?
            Salma parecía no comprender.
            -¡Qué cuánto les cuesta esto a tus padres! ¡Salma, te hablo a ti! –Salma miraba al compañero de al lado con una sonrisa irónica, de desprecio hacia el maestro y de estupidez en el rostro-. ¿Tienen que pagar algo tus padres por que vengas a estudiar? ¡Nada! ¡No les has costado nada! ¡Hasta te dejan los libros! ¿Dónde está tu libro, Salma?
            Salma tapó con orgullo su vergüenza; que no afloraba todavía, pero el maestro rascaba y la iba despertando poco a poco, aunque ella no se diera cuenta.
            -En mi casa.
            El profesor movió la cabeza. Y sonrió con desprecio, y con furia, y con hastío de ver que la semilla del sembrador no puede crecer porque está cayendo entre las piedras.
            -Muy bonito. –Pausa-. La sociedad te da libros para que no estudies. Te sientas en una silla que no aprovechas, tienes un pupitre donde no escribes, unos profesores a los que no escuchas: todo eso lo tienes gratis; mientras tanto hay niños que caminan horas y horas por senderos abruptos, con los pies descalzos, porque quieren ir a la escuela. Ellos quieren y no lo tienen tú lo tienes y no lo quieres. ¿No te parece una burla? ¿No estás tirando a la basura el dinero que de da la sociedad?
            Salma callaba, por una vez; acostumbrada a hablar con violencia.
            -Mira, Salma, una cosa te voy a preguntar: ¿para qué crees que se gasta el dinero el Estado? ¿Todo ese dinero en escuelas?
            Salma agachaba la cabeza, molesta ya; no quería hablar con el profesor, pero el profesor le había quitado el protagonismo delante de sus compañeros.
            -¿A ver, para qué?
            -¡No sé!
            Todavía quedaban restos de insolencia en su voz.
            -Te lo voy a decir, Salma: para que seas libre; para que puedas aprovechar todos los dones que te ha dado la naturaleza; para que nadie se ría de ti; para que puedas tener un trabajo digno el día de mañana; y para que puedas defenderte cuando te quieran engañar, como seguramente estarán engañando a tus padres.
            El profesor respiró para decir con más vehemencia:
            -Y te voy a decir algo más: tú no estudias porque eres mujer; porque sabes que tus padres te casarán cuando tengas la regla, y tú no podrás hacer nada, y estos estudios no te servirán de nada, porque nadie te va a ayudar a sacarlos, Salma, nadie valorará tu mérito.
            Salma callaba ahora de verdad.
            -Y me atrevo a decir que te conozco, Salma. Te conozco más de lo que crees. Porque hace cuarenta años que soy maestro y he aprendido a querer a los chicos, y a no darles lo que me piden, sino lo que necesitan. Te voy a decir algo más, Salma. Debajo de esa piel tienes un corazón y en el fondo de él estás temblando, porque te sientes como un animalillo herido; y no tienes a quien acudir porque en tu casa no te comprenderán nunca; porque la única preocupación que tienen es llegar a fin de mes y ni quieren ni saben que tú tienes preocupaciones distintas; porque a ellos tampoco los comprendieron sus padres y se criaron solos sin una mano amiga; y ahora tú te sientes sola y no tienes donde acudir, porque todos se burlan y todos desprecian el mundo de luz donde uno puede creer en otras cosas y vivir en otra vida… 

 

            El rostro de Salma empezaba a temblar. Su tez se había vuelto sombría. Pero entonces despertó el profesor. El profesor, sí: porque en su instinto paternal se le había ido la mente y había imaginado que podía hablar así con Salma, Iván, Patrick, Claudia, Roberto o cualquiera de sus alumnos. Pero eso era imposible; no sólo una quimera, era también una burla. Porque los otros no paraban de hablar, de gritar, de arrugar el papel, de abrocharse las mochilas, de tirar trozos de tiza. Vendrán pedagogos sesudos y dirán que con los chicos hay que hablar como en el sueño que había tenido él mientras intentaba poner orden en el aula. Y lo dirán desde sus cátedras, desde sus libros, desde sus horas de investigación, donde hay tiempo para pensar, árboles detrás de las ventanas, aire puro y gente que escucha. Pero en clase no es así. Las ventanas de la clase dan al patio, pero ellos ven pantallas donde salen mundos de mentira. Y no se puede pensar, porque todos hablan; y no se puede enseñar, porque todos tienen la vista paseándose en la nada, y no te escuchan. Al profesor le gustaría enseñar y que sus palabras crecieran en las mentes y en los corazones, como el sembrador las ve crecer cuando las siembra. Pero eso no es posible cuando no hay comunicación, cuando no hay diálogo. Y al profesor, añorando tiempos mejores, le gustaría que la clase no fuera un cúmulo de cizañas que se refuerzan unas a otras impidiendo que creciese la palabra y que el corazón hablara también cuando habla la cabeza, y que las orejas escucharan y miraran los ojos, porque oyen sin escuchar y miran sin ver, y la ignorancia se adueña de las ventanas, y crece por las paredes, se agarra al suelo y le crecen raíces para que no pueda crecer nada sobre ellas. La clase no es el jardín donde las hierbas respiran unas con otras y todas crecen para que crezcan las vecinas. La comunicación no florece en los jardines llenos de hojarasca; y los profesores, por más que tengan cosas que comunicar, se enredan en la hojarasca y los niños se pierden cuando tienen ganas de hablar, pero no saben; y en el erial sólo crece la nada, los corazones enmudecen y las bocas se cansan; cuando no saben más que gritar, porque sienten y no encuentran en sus voces las palabras; cuando ni siquiera las buscan porque creen que todo que les da igual pero no es verdad, porque quieren y no lo saben; porque están deseando hablar y te lo piden a gritos, pero son los gritos del  silencio; y esos gritos hay que saberlos escuchar, y descubrir la lágrima que hay escondida detrás de la voz; porque ni siquiera dejan que surjan las palabras; porque no escuchan al corazón cuando el corazón les habla; porque no saben comunicar y nunca se expresan cuando hablan. Luego vendrán los teóricos del diálogo y os hablarán de las condiciones ideales de comunicación. Señores, el profesor no puede dar clase en unas condiciones ideales; su voz, para que lo sepan los señores catedráticos, se expresan siempre en unas condiciones reales. Y con esto basta. 

 





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