EL VALLE DE LOS DINOSAURIOS
El pico de la Atalaya estaba ante
ellos, con su perfil característico. Miraron al cielo. Era mediodía y el sol
estaba en el cenit, con la sombra cayendo bajo los objetos, y era imposible
saber hacia adónde evolucionaría la sombra a lo largo del día; así que, al
azar, dejaron el coche al lado de aquel árbol. Estaban en el cementerio, ante
cuyas paredes crecían unos cipreses jóvenes, apenas más altos que dos hombres
puestos uno encima del otro.
Sacaron la mochila del maletero y se
frotaron el cuerpo con protector solar: cara y cuello, brazos y piernas, porque
llevaban pantalones cortos. Al que echó Ignacio con más cuidado fue a Fernando,
que tenía la piel clara y era pequeño todavía. Se calaron unas gorras y bajaron
por un camino, hasta una valla que se adentraba en el campo: allí había una
puerta hecha con dos somieres a modo de batientes, que pudieron abrir sin
ninguna dificultad.
En seguida dejaron el camino. Les
parecía que se desviaba del pico y cortaron campo a través. Se toparon con una
alambrada de espino. La recorrieron durante un rato y no hallaron ninguna
puerta. Iñigo, que se había separado de ellos, les dijo, estudiando el terreno:
-¡Por aquí! Hay una piedra.
Retrocedieron y la piedra no lo era
de verdad. Tenía forma prismática, larga, más o menos irregular, y se levantaba
junto a la valla como un pilar de metro y medio de altura. Intentaron
encaramarse a ella para saltar al otro lado, pero la alambrada de espino
dificultaba la maniobra. Entonces Ignacio descubrió que se podía tirar hacia
arriba de uno de sus cables con la mano, y presionar de otro hacia abajo con
los pies, y por la abertura se podía atravesar a gatas. Le dijeron a Fernando
que pasara el primero, pero no se atrevía; entonces pasó Íñigo, con su
corpachón agilizado por el deporte, y pasó sin ninguna dificultad: eran las
virtudes del pankration. Después pasó Fernando, y a pesar de su cuerpo de niño
hubo que guiarlo con la mano para que no se arañase con los espinos en la
espalda. Ignacio también necesitó ayuda. En seguida estaban al otro lado de la
valla.
Avanzaron. Había un redil vacío con
las puertas abiertas. Siguieron caminando por un suelo de matojos, salpicado de
hierbajos y cardos, maleza, zarzas, espino. Frente a ellos se alzaba una hilera
de árboles y arbustos cuyo color verde fuerte contrastaba con el del suelo, de
un verde calcinado.
-Mira, un río –dijo Ignacio.
-¿Dónde? –preguntó Iñigo.
-Detrás de esos árboles. Donde hay
vegetación hay agua, y el agua que se extiende a lo largo sólo puede ser un
río.
-Interesante deducción. No se me
había ocurrido.
Fernando se entretenía cogiendo
piedras, arrancando matas, levantando ramas del suelo. De vez en cuando se
quejaba por los pinchos de los cardos. Avanzaron un poco más y, asomándose a
los árboles, descubrieron el riachuelo. Era pequeño, pero tenía la suficiente
anchura para no poder pasar de un salto. Fernando sobre todo. Así que ojeraron
su curso, sinuoso, pero sin meandros, y escogieron un trozo que parecía más
estrecho. Avanzaron hasta allí. Luego cogieron unos pedruscos y los tiraron al
cauce, que no debía tener más de veinte centímetros de altura, para formar un
camino a través del agua para llegar a la otra orilla.
El primero en pasar fue Ignacio.
Tuvo que apartar primero unas zarzas pisándolas con el pie, para poder llegar a
la orilla. Bajó un pequeño terraplén accidentado, con una tierra húmeda,
porosa, hecha terrones en algunos tramos. Pisó cada piedra afianzándose bien
antes de pasar a la siguiente, y en seguida estuvo en la otra orilla. Luego
entre los dos ayudaron a pasar a Fernando, que pisó el agua en el otro borde,
mojándose un poco, por encima de la suela, la zapatilla. Por último pasó Iñigo.
Siguieron avanzando por una estepa
calcinada. A veces aquel verde amarillento parecía, más que hierba, paja. De
repente Iñigo, que iba más avanzado, exclamó:
-¡Oh! –lo dijo arrastrando la “o”
durante un momento-. ¡Mira!
Huesos. Cuando llegaron hasta él
vieron huesos. Huesos esparcidos en círculo, a lo largo de unos quince metros
de diámetro. Huesos mondos y lirondos, completamente blancos, separados y
dispersos. Observaron un cráneo de vaca, con sus cuernos desnudos,
blanqueándose al sol; y aquella visión decoró inmediatamente en su imaginario
el entorno de un desierto. Arizona. Pero no tuvieron el reflejo de encontrar
crótalos. Ni siquiera en esos momentos en que, fugazmente, uno pierde la noción
del lugar donde se encuentra.
Ignacio dio la vuelta a aquel cráneo
con el pie: y aparecieron sus dientes.
-Fíjate, Fernando: ¿ves sus dientes?
-Sí –dijo Fernando sin dejar de
mirar.
-¿Observas las dos hileras de muelas
a ambos lados? –Fernando asentía con la cabeza-. ¿Te das cuenta de que no tiene
incisivos? ¿Ni colmillos?
A la curiosidad del niño, Ignacio
respondió, prosiguiendo su explicación.
-Es porque las vacas comen hierba.
La arrancan con esos pocos dientes que tienen delante, y luego la mastican.
Como no comen carne, no tienen necesidad de colmillos.
Fernando seguía la explicación sin
quitarle ojo al cráneo. Iñigo, entonces, prosiguió.
-¿Y esas líneas? ¿Veis esos dibujos
que hay en las muelas?
-Sí.
-Es por las hierbas, que las van
puliendo año tras año a fuerza de usarlas.
Lo contemplaron un buen rato, en
silencio. Luego Ignacio volvió a girar el cráneo con el pie para volver a
colocarlo con los cuernos para arriba.
-¡Qué pena! –dijo-. No he traído la
cámara de fotos. Estaba pensando en cogerla, pero al decir mamá que cogiéramos
la crema protectora y las gorras me olvidé. ¡Ay, qué pena! ¡Qué fotos más
bonitas hubiéramos hecho!
-¡Ay, papá! –dijo Íñigo-. Con el
móvil.
Los tres posaron y se hicieron una
foto junto al cráneo de la vaca. Parecía un lugar exótico, como si hubiesen
cambiado, no sólo de lugar, sino de país. De repente Ignacio percibió un
detalle. Giró nuevamente el cráneo con su pie y dijo:
-Mirad. ¿Veis en la parte de abajo,
donde se inserta la primera vértebra del cuello? –Íñigo y Fernando asintieron,
en silencio-. Fijaos en los bordes: tienen restos de carne, y está seca por el
sol.
Observaron un momento. Y cuando ya
iban a andar comentó Íñigo:
-¡Ay, mira: rastros de sangre!
Afinaron la vista y los vieron. A lo
largo del cuerno pelado había como una pintura borrada, tirando a rosa pálido,
que efectivamente correspondía a sangre derramada.
-Se la habrán comido los buitres
–dijo Iñigo.
Avanzaron hasta lo que parecía ser
media cadera, bajo la cual yacía un hueso alargado, pero corto; muy grueso, con
los extremos abultados.
-Es un fémur –dijo Iñigo.
Ignacio le dio la vuelta con el pie.
-Mira el hueso donde se inserta el
fémur con la cadera –prosiguió Iñigo. Empujó Ignacio el fémur con el pie para
separarlo de la cadera, y no pudo-. ¡Anda! –exclamó Iñigo-. Todavía lo tiene
pegado por un extremo. Con lo que parecen ser restos secos de algún ligamento.
Fernando no dejaba de mirar.
Escuchaba en silencio. Iñigo, como arrebatado por un impulso de alegría, se
maravillaba abriendo los brazos sin separarlos mucho del cuerpo, y apretando
los puños.
-¡Qué historia más bonita se puede
imaginar con esto!
Ignacio sonrió, contento. Siempre
nos alegra la felicidad de los otros; sobre todo cuando viene acompañada de
ilusión, en una expansión espontánea, y cuando quien la experimenta es alguien
tan querido como un hijo.
Ignacio miró un poco más allá: la
otra mitad de la cadera. La arrastró con el pie y la hizo coincidir con la
primera.
-Es una hembra, papá –concluyó
Iñigo-. Por varios motivos: primero, porque por estos campos no hay toros sino
vacas; segundo, porque la separación de sus extremos deja espacio suficiente
para que pase el bebé por el vientre durante el parto; y tercero...
-Mira, Iñigo –interrumpió Fernando-.
Más huesos.
Iñigo levantó la vista y recorrió el
terreno con la mirada. Luego lo recorrió andando. “Una costilla”, y avanzaba un
poco más. “Varias vértebras”: estaban separadas por centímetros, otras por
varios metros.
-Un omóplato –dijo Ignacio, llamando
la atención. Se dirigió a Fernando, que estaba a su lado y miraba: -¿Sabes lo
que es el omóplato?
-Sí –dijo Fernando, señalándose
detrás del hombro.
-La paletilla.
-Sí, la paletilla.
-¡Papá! –llamó Iñigo, que se había
separado unos metros-. Plumas. Plumas grandes. Plumas de buitre. Se han comido
a la vaca partiéndola en trozos, y cada uno se ha ido aparte con el suyo;
seguramente se han peleado entre ellos por la pitanza.
Era bonito hacer deducciones.
Algunas, seguramente, equivocadas. Iñigo
tenía la impresión de ser un paleontólogo. Echaba a volar su fantasía. Se veía
en un yacimiento prehistórico, rescatando huesos, separando la tierra con el
pincel, con el cepillo de dientes, e identificándolos poco a poco. Había
encontrado un dinosaurio.
Avanzaron un poco más e Iñigo puso
la punta de la bota sobre un cilindro rojo, hueco, de plástico.
-Un cartucho.
-Estamos en un coto de caza.
-¿Seguro? ¿Entonces pueden estar
pegando tiros por ahí? ¿Y pueden darnos?
-No creo que haya cazadores en este
momento, pero está dentro de lo posible.
-Yo pienso otra cosa. Los buitres
son carroñeros, de modo que no son ellos los que han matado a la vaca.
Seguramente se ha herido y su dueño, para que la vaca no sufra, le ha
disparado. Entonces han llegado los buitres.
-Es posible –dijo su padre.
-Es bonito inventar historias
–prosiguió Iñigo, sonriendo-. Se pueden sacar historias mirando el campo.
Empezar a sacar conclusiones a partir de lo que estás viendo.
-Es un método estupendo para
inventar historias –concluyó su padre-. Basta con salir al campo y observar.
Siguieron andando. Atrás quedaba el
círculo sin hierba donde estaban esparcidos los huesos. Caminaron un rato,
pisando las hierbas de la estepa, y ya Fernando se empezaba a quejar. Dio un grito
y mostró la pierna. Iñigo e Ignacio volvieron hacia él: tenía varios pinchazos
en la pierna; pequeños puntos de sangre que no había empezado a correr.
-Los cardos. Ten cuidado, que los
cardos pinchan. Tienes que mirar dónde pones los pies.
-He pisado ahí, junto a aquel
agujero. Y he visto algo moverse, salir corriendo.
-Una culebra –dijo Iñigo.
“O una víbora”, pensó Ignacio,
preocupado. Temía que si fuese una víbora tuvieran que volver sobre sus pasos,
camino del hospital.
-Mira –dijo Iñigo-. Esas dos puntas
podrían ser de los colmillos de una serpiente.
-Culebra -le corrigió Ignacio.
-¿No sabes que
la culebra es una clase de serpiente?
-Pero aquí se las llama culebras, no serpientes.
Ignacio se tranquilizó al ver los pinchazos. Estaban
muy separados, de modo que eran de zarzas; probablemente de cardos. Siguieron
caminando. Encontraron un muro de piedras, de esos que pone la gente del campo
para limitar las dehesas. No mediría más de un metro, y lo saltaron sin
dificultad; el que más disfrutó ahora fue Ignacio, que se imaginaba escalando
montañas al subir y saltar por unas piedras que se movían; pues el muro se había
hecho juntando piedras, sin argamasa.
Avanzaron más y llegaron hasta otra valla. Pero esta
vez estaba hecha por varas metálicas clavadas a tramos irregulares, y unidas
por dos cables de alambrada por la parte de abajo. De modo que pudieron
atravesar levantando los pies, sin necesidad de saltar.
Al otro lado se extendía el campo libre: la
naturaleza. Estaban llegando al pie del pico de la Atalaya. Tenía una forma
característica porque había en la cima una torre metálica cuajada de
semiesferas, o parábolas. Aquellas antenas que coronaban el pico eran testigo
silencioso de las soledades del campo. Al levantar la vista vieron el cielo
lleno de planeadores. Evolucionaban lentamente, y describían círculos amplios,
como silenciosos buitres artificiales siguiendo las corrientes de aire. De vez
en cuando oían el ruido de un avión. Los aviones se veían grandes, porque
detrás de la sierra estaba Barajas, y podían distinguir claramente sus
barrigas: “éste es un bimotor, seguramente viene de Galicia, por allí, del noroeste;
y este otro un cuatrimotor, un avión grande: seguro que es un vuelo
transatlántico”.
Vieron un rebaño de vacas pastando. Fernando ya estaba
cansado. Su hermano le dijo:
-¿Por dónde ves el avión?
-Por allí –decía Fernando, señalando a la derecha.
-¿Y el ruido, por dónde lo oyes?
-Por allí –y Fernando señalaba a la izquierda.
-¿Sabes por qué?
-Porque primero lo vemos y luego lo oímos, como el
rayo y el trueno.
-Exacto. La luz vieja más rápido que el sonido: por
eso la vemos antes.
Ignacio respiró.
-A 300 000 kilómetros por segundo. Y el sonido, a 340
metros por segundo. Fíjate si viaja más de prisa.
-¡Hala!
-Cuando cuentas uno, el rayo de luz ya ha dado la
vuelta a la tierra, pero el sonido no ha tenido tiempo de llegar desde casa
hasta la casa de la abuela.
-Jopé.
-¿Qué hacemos? ¿Atravesamos por donde están las vacas,
o damos un rodeo?
-Podemos rodear por allí –dijo Iñigo.
Se pusieron a caminar por donde él dijo, teniendo a la
vista unas rocas donde podían sentarse a descansar. Estaban sudando. El sol
aplanaba. Ignacio se daba cuenta de lo bien que habían hecho en ponerse el
protector solar. Y en ponerse la gorra, y las gafas oscuras. Se hacía pesado
caminar. Sin embargo, apenas habían llegado al pie del pico.
Ignacio aprovechó para enseñar a Fernando.
-Mira, Fernando, la montaña tiene tres partes: pie,
falda y cima.
-Pie, ladera y cima –le corrigió Fernando.
-Eso es. Exacto.
-La falda y la ladera son lo mismo –explicó Iñigo. Y
miraba con cariño a su hermanito.
Se sentaron a descansar. Fernando se secó las gotas de
sudor pasándose el antebrazo por la frente. Estaba cansado. Ya no podía más.
-Mirad lo que se ve arriba –explicó Ignacio-. Esas
piedras son la primera punta de la Atalaya; detrás está la cima, junto a las
antenas. Si os parece llegamos hasta las piedras y otro día llegaremos a la
cima.
Fernando decía que no con la cabeza. Iñigo estaba de
acuerdo. Coincidía con su padre en que había que obligar a Fernando sin
forzarle, respetando sus límites; porque Fernando, como era gruñón, tenía
tendencia a quejarse antes de estar realmente cansado. Y claro que estaba
cansado, pero todavía podía seguir un poco. Un último esfuerzo antes de sacar
los bocadillos.
Ante ellos estaban las vacas. Unas pastaban
mansamente, mordiendo el campo con indolencia, en ademán perezoso, sin moverse
apenas. Otras, un poco más abajo, descansaban en un trozo de tierra sin hierba,
porque seguramente, días atrás, se la habían comido. “Mira, un toro”, decía
Iñigo señalando a un animal negro, sin tetas. “No”, le decía su padre; “por
aquí no hay toros”. “Pero pueden ser terneros que pastan con sus madres”.
Ignacio vaciló ante esta observación, creyéndola probable. Le explicó que había
una clase de vacas, creía que se llamaban moruchas, que tenían las tetas tan pequeñas
que sólo tenían los pezones entre las patas; y no se veían. Iñigo observó largo
rato entre las patas, mirando atentamente. “Creo que son moruchas”, dijo al
fin.
Habían sacado las botellas de agua y bebían a ratos:
el agua, protegida en la mochila, todavía se guardaba fresca.
-Mira: ya empieza a verse el pantano; a la izquierda,
el cementerio, y detrás, la Granja. Allí arriba, ¿lo veis?, está Siete Picos, y
a la derecha Matabueyes; un poco más a la derecha se adivina la Mujer Muerta.
Mirad ahora a vuestra izquierda, a la izquierda de siete Picos: Peñalara.
-¡Mira! Todavía más a la izquierda está el Reventón
–exclamó Iñigo-. Allí es donde he ido con Perico. Mira, el cortafuegos. Desde
allí, en lo alto, se ve una panorámica magnífica de todo el valle.
Calló para contemplar en silencio todo aquel paisaje
mientras lo reconocía. Parecía que aspiraba cada tramo por los ojos, por la
piel. Exclamó, de repente:
-Y eso que hay más allá, ¿no es el chorro?
Ignacio agudizó la vista para comprobarlo.
-Sí. Sólo que ahora está seco. Se ve la roca horadada
por el agua, formando antes de la cascada un cauce pétreo. Allí hemos estado
con mamá. Cuando tú tenías pocos años más de los que ahora tiene Fernando.
Fernando descansaba, sudoroso. Se diría que estaba
contrariado. Contrariado, pero contento.
-No, mira: hay un hilillo de agua corriendo por la
piedra.
Iñigo señaló hacia el Chorro, pero su padre no lo
veía. “No me he traído mis gafas”. Y sin gafas, en la lejanía se borraban los
detalles. Las únicas gafas que tenía puestas eran las de sol.
Emprendieron la subida. Les quedarían veinte minutos,
tenían las rocas donde se iban a sentar casi al alcance de la mano.
Convenciendo a Fernando, que ya no hacía más que quejarse, llegaron hasta allí.
Fue Iñigo el que se adelantó primero. Más abajo estaban Ignacio y Fernando. De
pronto se oyó una voz.
-¡Mirad la piedra!
Ignacio la vio venir y agarró a Fernando de la mano.
Lo atrajo hacia sí como medida de precaución. La piedra (un pedrusco del tamaño
de dos puños) rodaba monte abajo, impulsada por el pie de Iñigo. Rodaba hacia
un lado, pero la pendiente había desviado su trayectoria hacia donde ellos
estaban. Y pasó a unos diez metros, rodando sin parar, y la vieron llegar al
fondo sin detenerse ante nada, porque la ladera desnuda no le interponía
obstáculos.
Llegaron a las rocas. Caminaron entre ellas y se
encaramaron a la más grande: una roca larga, plana, con sitio para los tres; se
sentaron en fila. Con las piernas colgando contemplaron absortos toda la
panorámica del valle.
-Mirad al fondo: Palazuelos; y más allá, Segovia.
Enfrente ya se contempla entera la silueta de la Mujer Muerta. Entre ella y
Siete Picos, Matabueyes, ¿recordáis? Dicen que hace años los de baterías
instalaban los cañones más allá, junto a Revenga; desde allí hacían las
prácticas de tiro y dicen que algunos obuses llegaron a caer aquí, en
Matabueyes. –Ignacio señalaba con la mano.
-¡Hala!
Masticaban los bocadillos con la fruición propia de
quien ha hecho un gran esfuerzo. Con la satisfacción de quien sabe que se lo ha
ganado a pulso. Iñigo miró hacia la Granja.
-¿Veis La Granja?
-Sí –dijeron los dos, al unísono.
-¿Veis el palacio?
-Sí.
-Pues allí, por detrás, hemos subido bordeando la
pared con nuestro profesor de geología. Hemos llegado hasta arriba, ¿veis?
Allí, entre las rocas, hay un circo glaciar. La lengua de hielo bajaba por
allí. ¡Qué bonito! ¡Y pensar que esas cosas formaban el paisaje de esta sierra,
en el pasado!
Ignacio escuchaba con curiosidad. Fernando reparaba su
cansancio. Iñigo proseguía:
-Pero aquí hemos visto cosas de uno de los cenos.
-Mioceno, plioceno, oligoceno, holoceno.
-Pleistoceno.
Masticaban y cada bocado lo devoraban con placer. ¿A
qué plegamiento correspondían esas montañas? ¿Erciniano, alpino? Miraba las
piedras, observaba la sierra, para saberlo. ¿Redondeada, puntiaguda? Tomó un
buen trago de la botella, que ya se había calentado y estaba convertida en
caldo. La dejó a un lado, vacía, y en poco tiempo el sol calentó el plástico y
formó en su interior un vaho espeso que la hizo opaca.
-¿Esto es una cordillera o una sierra? –inquirió
Iñigo.
-Una sierra. Mira, desde el Reventón hasta Revenga, y
más allá: todo eso es la sierra de Guadarrama. La silueta que ves allá al
fondo, en aquel gris lejano, es la sierra de Gredos, en Ávila. Y más acá, desde
más allá del Reventón, está Somosierra, allá por tierras de Soria. Esas tres
sierras forman la cordillera Central.
Iñigo escuchó con satisfacción, aprendiendo y
respirando. El pantano, abajo, ahora se veía entero. Se podía seguir con la
vista la curva hueca del dique de cemento, con la carretera que pasaba arriba,
como una arteria. Al otro lado estaba el edificio que había servido de escuela
durante muchos años. Cerca de él se adivinaba el trozo de orilla donde solían
ir a bañarse.
Al terminar de comer descansaron un rato. Y antes de
emprender el descenso, Iñigo e Ignacio exploraron lo que había más allá de las
rocas, por curiosidad. Las atravesaron y vieron que arriba, muy cerca, estaba
la cima del pico de la Atalaya. La antena se erguía como una atalaya, un puesto
de observación. Quedaría cerca de media hora para llegar hasta allí. Y a pesar
de que Fernando protestaba porque quería seguir el camino, no le dejaron. El
propio Fernando lo comprobó cuando salió unos metros y se cansó en seguida.
Bajaron cogiendo piedras y tirándolas por la
pendiente. Unas veces las cogían del suelo, y otras las arrancaban de las rocas
que estaban partidas: al sacarlas dejaban debajo un mundo de insectos secos,
que no se movían si los tocaban; eran caparazones vacíos de animales muertos
por las arañas; hurgaban con la vista y en efecto, siempre encontraban la
telaraña.
Al principio las piedras rodaban muy poco, porque las
detenían los continuos accidentes de aquel terreno pedregoso. Pero cuando
salieron de las rocas ya las piedras llegaban hasta abajo. Y hacían concursos
llevándose las manos a la cabeza, para ver cuál de las piedras bajaba más; unas
veces ganaba Iñigo, y otras Fernando.
A media ladera echaron a correr, clavando los talones
y guardando el equilibrio, y en un abrir y cerrar de ojos habían llegado al pie
del cerro. Luego pasaron junto a las vacas, saltaron las vallas, cruzaron el
río, reconociendo todo el camino que habían andado. Ignacio propuso seguir por
un cauce seco, lleno de matojos, e Iñigo le dijo:
-Has tenido una buena idea, papá.
Fernando se reía porque, antes de que lo dijese su
padre, lo había dicho Iñigo y su padre no se había enterado. Iñigo hizo gala de
explorador atento reconociendo el camino con detalle. Se había fijado en una
piedra en especial, en el abrevadero de las vacas, en un trozo de muro, en un
tramo del río; punto por punto iban recorriendo casi el mismo camino que
recorrieron al venir. Al llegar al círculo de los huesos Ignacio pasó junto a
lo que parecía ser el corcho hueco de un tronco; lo movió con el pie, se volvió
hacia Iñigo y le dijo:
-Mira, Iñigo, la piel de la vaca.
-¿Cómo?
-Míralo –y removía con el pie, comprobando que era un
envoltorio duro y seco, como un cuero, más que curtido, secado al sol. Lo giró
sosteniéndolo un rato con la bota y le dijo:
-Míralo, todavía tiene pelos de la piel
Era verdad. En una parte de aquel pellejo todavía
había un trozo de vello aterciopelado.
Cuando faltaba poco para llegar miró Ignacio al cielo.
Ahora el sol estaba bajando, y por su
posición dedujo que el coche no estaba aparcado donde iba a dar la
sombra, sino justamente del lado desprotegido, donde estaba el aire calcinado.
Iñigo lo comprobó observando la sombra del cementerio. Y aunque cuando subieron
al coche casi quemaba, abrieron las ventanas y el aire de la carretera se metía
por ellas y los bañaba como una corriente fresca, reparadora. Cuando llegaron a
casa estaban tan cansados que no se tenían en pie. Pero la alegría del
territorio explorado les había llenado de vida el alma. Habían estado en el
valle de los dinosaurios.