¿POR QUÉ EL SEXO SE HA CONVERTIDO
EN UN TEMA TABÚ?[1]
Hablemos de sexo: tal era el título
de un programa de televisión. En una época en que sólo hablar del tema era ya
una provocación, la doctora Ochoa se atrevió a llevarlo a la pequeña pantalla.
Dos décadas más tarde media España se levantó en contra de que se hablara de
sexo en las aulas; las voces del silencio pilotaron aquel tema con una
consigna: que el sexo no debe ser reducido a pura genitalidad, que compromete
íntegramente a la persona; y que el sexo es todo. Cuando los alumnos repetían
mecánicamente aquella consigna, diluyendo el sexo en la afectividad, un día me
limité a preguntarles: ¿entonces cuando le doy un beso a mi hijo estoy teniendo
relaciones sexuales con él? No supieron contestarme. Porque no les habían
enseñado una asimetría fundamental: que si en el sexo siempre hay afecto, no
siempre el afecto contiene sexo; extender la sexualidad a la totalidad de la
persona sirve para no hablar de esa parte de la persona que es lo sexual; como
aquellos que, cuando el médico les pregunta qué les duele, contestan: “me duele
todo”; que es lo mismo que decir que no les duele nada; en ningún caso dicen
exactamente lo que les duele, que es lo que les estaban preguntando. Si se
dice, por ejemplo, que la pubertad incluye cambios corporales, psicológicos y
sociales, los libros hablan de los dos últimos omitiendo los primeros; incluir
la parte dentro de un todo es la mejor manera de no hablar de la parte; que es
el error contrario a lo que constituye la sinécdoque.
¿Por qué no queremos hablar de
sexo? ¿Por qué es el sexo un tema que suena mal? La primera respuesta que se
nos ocurre es que está asociado a la economía. La sexualidad suele desembocar
en la procreación, y tener un hijo nos obliga a mantenerlo; la mejor forma de
asegurar que cumplimos con nuestras obligaciones es encerrar el sexo en el
matrimonio, es decir consagrarlo para que el sustento de los hijos corra a
cargo de quienes los tuvieron. Pero como, además, durante mucho tiempo la mujer
trabajó en casa sin cobrar y el hombre trabajó fuera de casa cobrando, el
matrimonio se convirtió también en la garantía del sustento de la mujer; que
pasó a ser mantenida por su marido como si ella, a cambio, no aportara nada a
la economía familiar; lo cual, como todos sabemos, es una falacia. Por eso la
liberación económica de la mujer en los años sesenta vino acompañada de su
libertad sexual; para trabajar sobraba el pelo largo, que podía enredarse en
los engranajes de las máquinas (y se puso de moda el pelo “a lo garçon”); y
sobraban las faldas de vuelos anchos o estrechos que, además de provocar
accidentes, no permitían agacharse sin que los obreros a las obreras les vieran
las piernas (y se pusieron de moda los pantalones en vez de las faldas); la
minifalda y el bikini, fuera de las fábricas, fueron la manifestación de la
libertad sexual.
Claro, si el sexo está ligado a
la economía, si copular viene a ser lo mismo que pagar (lo cual supone una
mercantilización del sexo); si las cosas son así, no es extraño que estén
prohibidos el sexo sin matrimonio y el dinero sin trabajo (o sea, el placer y
el robo), no sólo de obra, sino también de pensamiento y de palabra. Se prohíbe
la vida sexual sin matrimonio (“no cometerás actos impuros”), pero se prohíbe
también en el pensamiento (“no tendrás pensamientos impuros”). El robo (“no
hurtarás”) también se prohíbe en el pensamiento (“no codiciarás los bienes ajenos”).
Si, de los diez mandamientos que hay, sólo estos dos están repetidos, es que
constituyen, ellos solos, casi la mitad del decálogo; lo cual nos da una idea
de la importancia institucional que tenía la economía ligada al sexo.
Se ha dicho que si el instinto es
el impulso de la naturaleza, la institución es la vía por a que la sociedad da
salida al instinto; así, el instinto sexual sólo es aceptado en el matrimonio.
La represión del acto sexual como acto pecaminoso viene acompañada de la
celebración, con banquete, música y oficio religioso, de la primera cópula de
nuestros hijos; y si, después de haber reprimido el instinto como algo sucio,
no nos parece sucio que lo liberemos un día bajo el decorado del matrimonio, es
porque en las bodas no se celebra la unión sexual (la de los cuerpos), sino la
unión familiar (la de las almas, pero sobre todo la de los bolsillos); con lo
que el sexo, junto con el cuerpo, sigue siendo algo turbio, sucio y pecaminoso,
de lo que vale más no hablar; y se perpetúa, de una vez por todas, la ley del
silencio.
Y si el sexo es sucio no puede
sino darnos vergüenza. El acto sexual se realiza siempre en la intimidad.
Mostrar los genitales es tener la posibilidad de usarlos, por eso los tapamos
con una hoja de parra. Pero hubo un tiempo en que Eva y Adán, antes del pecado,
los mostraban de manera natural sin avergonzarse de ellos. Lo lógico hubiera
sido que, después de redimidos (con el bautismo y la cruz), la prohibición se
hubiera levantado y hubiéramos vuelto a la inocencia primitiva, donde Adán y
Eva disfrutaban y procreaban sin avergonzarse. Sin embargo no fue así. Quizá
fuera porque, después de la caída, nuestra bondad natural fuera considerada
pecaminosa y mala por las fuerzas de la sociedad; no por la mano de dios, que
es la de la naturaleza. La moral de la religión habría sido desvirtuada por la
moral de la historia.
¿Por qué nos avergonzamos de
nuestras relaciones sexuales? ¿Por qué sólo disfrutamos en la intimidad? ¿Por
qué, si somos observados, se nos inhibe la líbido y ya no experimentamos el
mismo placer? ¿Y por qué nos sentimos culpables del placer que obtenemos del
sexo, como si al disfrutar hubiéramos hecho un mal uso? El sexo es para
procrear, sí; pero lo mismo que comemos muchas veces por placer, no por hambre,
también copulamos buscando el orgasmo, no sólo la procreación. Parece que el placer
estuviera prohibido, porque la lujuria y la gula se han convertido en pecados capitales.
Si el placer es un parásito del cuerpo, es pecaminoso, y por lo tanto disfrutar
pintando o haciendo matemáticas también sería pecado. Pero si el placer es un
amigo del cuerpo y no un enemigo suyo, entonces sería bueno disfrutar de él:
¿cómo dios ha podido darnos esa posibilidad para luego quitarnos su uso? Es
como fabricar coches que circulan a doscientos kilómetros por hora y
prohibirles circular a más de cien.
También pudiera ser que dios
hubiera hecho del placer un enemigo del cuerpo y un amigo del alma. En este
universo platónico alma y cuerpo estarían en relación inversa: cuanto más
disfrutara el cuerpo, más sufriría el alma; y para que el alma disfrutara
tendría que sufrir el cuerpo; es más, sin cuerpo, que es un estorbo, el alma
puede disfrutar mucho más: filosofar es aprender a morir. Hay algo turbio y
siniestro en esta filosofía de la muerte. El Génesis la rechaza de plano,
puesto que el cuerpo no era malo antes del pecado, sino después; la prohibición
de los goces corporales es un producto de la caída, y la pureza del ser humano
debería retroceder a aquellos momentos felices en que el cuerpo no estaba
prohibido: hay que volver a la naturaleza para disfrutar inocentemente de la
sexualidad; con esa inocencia que Nietzsche encontraba en el niño de Heráclito;
la pureza, entendida como limpieza de alma, limpieza de corazón, resplandece
claramente en el cuerpo, que es nuestra casa; nuestro cuerpo es nuestro hogar y
en él vive nuestra alma; hay que cuidar la casa si queremos cuidar del
habitante. El amor, dice Gil de Biedma, es cosa del alma, pero se escribe en el
libro del cuerpo: un cuerpo que no goza es un alma que sufre, y un libro sin
letras.
Desde esta nueva perspectiva Nietzsche
nos llama a liberar el instinto. El alma ha sido en nuestras mentes la cárcel
del cuerpo y, al encadenar sus instintos, se ha encadenado a sí misma. Hay que
liberar el espíritu para vivir radiantemente con un cuerpo libre. Hay que
aceptar el placer como un signo de la vida; el placer, que es como una moneda,
por la otra cara también tiene dolor; pero no es lo mismo rechazar el placer
del cuerpo para dejarle sólo el dolor, que dejar el dolor como signo de los
peligros que amenazan al cuerpo, impidiéndole disfrutar; el dolor es un aviso
de que algo no funciona bien, y de que hay que restaurar la facultad de
disfrutar atendiendo la llamada de ese aviso. También sucede que, para
disfrutar bien de algo, es preciso conquistarlo, merecerlo, y por eso se
disfruta poco con una violación (que no deja de ser placer robado) y mucho con
un sexo mutuamente compartido (que eso es placer conquistado entre los dos, y
por tanto, mutuamente merecido).
La vergüenza de ser observado
mientras uno llega al orgasmo ¿es un instinto natural? ¿Es un reflejo socialmente
aprendido? Soy incapaz de contestar a esta pregunta. Uno puede limitarse a
constatar que hay gente muy vergonzosa y gente bastante desinhibida; pero en lo
relativo a la raíz de este sentimiento, sería preciso acercarse a él con el
rigor de la ciencia, que quizá podría aportarnos apreciaciones dignas de
crédito. Desde un punto de vista
filosófico quizá pudiéramos intentar explicarlo a partir de un par de
sentimientos o instintos: el de la violencia y el del poder.
La violencia. Se ha dicho que la
agresividad aumenta con la represión sexual. Orwell y Huxley han imaginado
antiutopías donde el poder reprimía el instinto sexual para canalizarlo
agresivamente contra el enemigo que estaba en guerra con el país; por ejemplo,
el día del odio reunía a grandes masas de gente para soltar violentamente las
energías que el poder no les permitía soltar sexualmente. La violencia es la
recreación social de un instinto natural: la agresividad; o, lo que es lo
mismo, la violencia es agresividad pintada con ideología. Si queremos crear un
mundo violento tendremos que reprimir el sexo. También los deportistas saben
que no deben copular la noche que precede a una gran competición, a un gran
partido; porque el sexo les relaja y, por tanto, les quita fuerza, agresividad,
competitividad, y mal puede ganar quien no está en posesión de todas sus
energías. Inversamente, también se ha utilizado el ejercicio físico para
combatir la sexualidad; la gimnasia y el deporte, por ejemplo, han sido a veces
un instrumento contra la masturbación.
El poder. Cuando hacemos el amor
nos desnudamos anímicamente, y buscar el placer es dejarse llevar por la
pasión, o sea: no llevar la batuta, no ser la voz cantante, no controlar las
cosas, ser una brizna de paja gobernada por el viento. El dictador Trujillo
parecía poderoso a todos menos a Urania, que se acostó con él y conocía su
impotencia (así lo refleja Vargas Llosa). Ser impotente es ser débil; y volcar
nuestra potencia sexual es abandonarse al orgasmo y aceptar que disfrutar, en
el momento mismo en que disfrutamos, es también perder el poder (porque el
éxtasis viene cuando dejamos de controlar); y somos un juguete en manos de un
impulso que nos llega en lugar de llevarlo nosotros, en eso consiste el rapto:
el abandono de sí mismo, la renuncia momentánea a poder, entregarse al placer
es lo mismo que abandonar el poder; mantenemos nuestra potencia mientras
contenemos nuestros impulsos en el acto sexual, aguantando la eyaculación,
hasta llegar al momento propicio; pero cuando llega ese momento el tiempo se
vuelve sublime (porque se detiene), eyacular es detener el tiempo y salir fuera
de sí, parar el mundo, salir de él, éxtasis, entusiasmo que nos arranca la
razón y es abandono, dejarse transportar por el placer, olvidarse en él y
sentirse penetrado por todo a condición de no ser nada.
Quizá por eso reprimimos la
sexualidad. Porque nos quita el control. Y al reprimirlo amputamos nuestra vida
y la dejamos reducida a un montón de funciones sin placer, y creemos, como
decía Savater, que disfrutar de algo es la señal de que ese algo es malo: en
eso consiste el puritanismo. El puritano se prohíbe el placer para no perder
poder; y se lo prohibe a los demás para controlarlos, convirtiéndolos en
máquinas de violencia cuyo amor, separado del erotismo, es amor sublimado. Pero
el amor a los seres abstractos (dios, la belleza, la familia) no se siente con
el corazón, sino con la cabeza: o sea que no se siente; es un amor intelectual,
o, lo que es lo mismo, un sentimiento vacío. Y nos volvemos rígidos, implacables
y fríos.
En la psicología de Maslow el
amor es deseo, necesidad de amistad, de entrar en un grupo para sentirse
aceptado sintiendo lo que sienten los demás: espíritu gregario; y el sexo es un
instinto biológico, primario, como el instinto de comer, beber y dormir, en el
suelo mismo de nuestras necesidades. Si reprimimos el instinto sexual se
resquebraja el suelo del amor, se hunde, pierde pie; y si no se sostiene por
abajo, el amor tampoco puede aspirar a lo que tiene en su techo. La seguridad en
sí mismo, el concepto de su propio valor, la autoestima. Estoy hablando del
amor erótico, por supuesto; el eros, que es una especie de locura (o, como
decían los griegos, de manía: ¿hay algo más desesperado que un animal en
celo?). La atenuación de ese instinto es la amistad: el amor tranquilo. La
amistad, el amor paterno, el de los hijos, también se manifiesta a través del
cuerpo: un apretón de manos, una sonrisa, un abrazo, un beso; y de la fuerza de
los saludos dependerá la intensidad y naturaleza del afecto. Cuando procede
directamente de los genitales estaremos hablando del erotismo en sentido
propio, la libido, que subyace por debajo de nuestra conciencia. Entonces tenemos
que admitir, necesariamente, que el impulso erótico abarca, sí, la totalidad de
la persona; pero no a costa de degradar a esa parte de nuestro instinto que es
la genitalidad; el erotismo sin amor es la libido, su cultivo es el arte de
amar (amor entendido aquí como arte de follar: lo que diría el kamasutra); pero
no olvidemos que la libido, cuando no se empapa con amor (el amor del sentimiento,
no sólo el de las sensaciones), no es más que un placer sin alegría; y muchas
veces el placer se hunde en el vacío si no se alegra, y las sensaciones se cansan
de sí mismas si no se asoman al corazón.
[1]
Todo esto no son sino
reflexiones a vuelapluma; espero poder hace en un futuro un desarrollo más
pormenorizado de la cuestión.