sábado, 23 de abril de 2016

Tríptico





TRÍPTICO


1. El heroísmo pedagógico de los héroes trágicos.

            La tierra brillaba. Era un aire gélido y las nubes manchaban el horizonte. Vetas frías se extendían al fondo, a lo lejos; cuerpos rosados, pardos, grises, sobre un azul tenue, tiempo aterido, azul de invierno. Había irisaciones en el campo, más allá de la carretera: y era tierra encharcada. Juan miró por la ventanilla y vio una casa solitaria, aplastada bajo el tejado a dos aguas, como huella de un paisaje de leyenda: las tierras del norte. Volvió a mirar de frente y la carretera era atravesada por un cuervo, que volaba bajo. El coche surcaba el asfalto y de las ruedas salía frío: unas nubes de vaho que formaban furtivamente su efímera niebla. Avanzaba hacia Baba. Urracas. Avefrías volando a ras del suelo. Y un frío que atravesaba el coche y buscaba hambriento los poros de tu cuerpo.
            Héroes. Seres valientes que surcaban con su esfuerzo los límites de la naturaleza. Gentes ejemplares, ansias que sirvieron de ejemplo. Una fuerza vital que se impuso a las circunstancias. Yo no tengo la culpa de verte caer. Héroes. Cuando nos fallan las fuerzas nos fijamos en los héroes. No son seres mágicos ni superiores. Son como nosotros: de carne y hueso; pero con una voluntad de hierro. He oído decir que la noche se cierne sobre quienes no tienen luz, y mueren bajo su peso. Entre dos tierras se mueren, y no dejan aire que respirar. Héroes. Necesitamos héroes. Gentes llenas de vida. Que tiran de nosotros con su ejemplo. Que no se dejan abatir por la fortuna. No necesitamos nuevos héroes. Donna Hightower. Héroes que matan, que emplean su fuerza para destruir, no los necesitamos. Necesitamos a los otros héroes: los que se levantan cuando los tumba el destino, cuando las fuerzas adversas se abaten sobre ellos y pueden vencerlas; cuando el desánimo nos vence y surgen rompiendo sus flaquezas. Héroes. Has de vivir como ellos, no te abandones. No te dejes llevar como las hojas el viento. No te dejes gobernar como una marioneta. Resiste a Calipso, a Circe, a las sirenas. Destruye tu caballo de Troya. En ti está la fuerza, no te abandones. Yo puedo empujarte, pero caminas tú. No te caigas, no te tires al suelo. Yo no tengo la culpa de verte caer. He estado siempre aquí para empujarte.
            Silencio. Espacio. He oído murmullos temblando por el desierto. Si vuelves atrás te esperarán las huellas. Cuesta más borrarlas que seguir caminando. Y si caminas tragarás mucho barro. No hay salida. El futuro tira de ti como tira el pasado. Eres una mota de polvo en el tiempo, calla: es muy fácil opinar; no te justifiques. Sigue. Avanza y no pierdas tiempo, no mires si no hay nada que mirar, no hables si no tienes nada que decir. Héroes. Héroes del silencio. Voluntad que marca huella y abre caminos para andar.
            Porque si tú no has andado yo no tengo la culpa de verte caer. Héroes. Los héroes del tiempo.


2. El valle de los caballos.


            Pierdes la fe. Segovia, valle de los caballos. Tierras llanas donde se pierde la vista. Guadarrama. Es una tierra entre dos tierras, zona de contacto. Pie de monte donde sisea el Tejadilla: una cueva larga, como una culebra, a la que se le ha caído el techo. Tierras amplias de un verde húmedo salpicadas de bisontes. Fauna de la sierra y fauna del llano. Allí se junta la vida en una zona de contacto. Cueva de la Zarzamora, cueva del Búho. Tierras de vida enterrada cuando vivían los neandertales. Ciervos, leones, lobos, hienas, uros, rinocerontes. Y sobre todo caballos. Muchos caballos; el Tejadilla era el valle de los caballos.
            Pierdes la fe. Tu mente no puede creer que haya restos mejores, pero tu corazón lo quiere. Hay en el valle muchas cuevas pero tienes que descubrirlas. Hay que creer en ellas, porque si no crees ¿cómo vas a buscar? Y si no las buscas ¿cómo las vas a descubrir? Has perdido la fe, cualquier esperanza es vana. Pero has abierto una cueva y has encontrado huesos. En la tierra se han disuelto miles de huesecillos. Parece arena. Los has cogido, los has cribado, los has separado a mano. Luego los has lavado y los has llevado al laboratorio. Allí has medido el tiempo y has encontrado los años. Cuarenta mil. Sabes que hace tanto tiempo corrían neandertales detrás de los caballos. De los uros, de los lobos, de los ciervos y de las hienas. Te lo está diciendo la tierra, sabes leer en ella y sabes que hay más rastros. Sabes que el Tejadilla es terreno hueco, hay cuevas inexploradas, simas llenas de huesos, tesoros que están esperando. Sabes que existen, aunque no los has visto; no los has descubierto, esas cuevas tienes que buscarlas; la lógica te dice que están, oye la voz de experiencia; las huellas del pasado han quedado grabadas. Tienes que creer en ellas, sabes que existen, y aunque no las has visto sabes que están esperando. Puedes tener fe, no es de locos creerlo, fe es creer lo que no vimos: con los ojos del cuerpo, pero sí con los del alma. Los ojos de tu imaginación, fecundados por los de la lógica, se extienden por el valle y se cubren de hierba mojada. Tierras de pradera, hierba fértil, uros, caballos pastando. Y una ráfaga de tiempo en una cortina de valle. Niebla entre los fósiles, espíritu del aire; halo de vida que se escurre entre los huesos, atmósfera dormida, agua que se agrupa entre la carne, vaho del tiempo, ecos lejanos que reconstruyen la carne entre los huesos. Segovia, valle de los caballos.
            Has perdido la fe. Y eres paleontólogo que lee entre la hierba los signos de neandertales: sabes que tienen que aparecer aunque hoy no los veas. Creer es leer entre signos. Ver las posibilidades nebulosas y estar dispuesto a buscarlas, cuando se disipe la niebla. No crees, no tienes fuerza para buscar. Has perdido la fe y es porque no tienes ánimo. Tu ímpetu, tu espíritu, tu pulso vuelto desgana. No crees y es porque no tienes vida. Pero aunque no creas, en Segovia había neandertales. Había alegría en tu cuerpo aunque no lo creas porque hayas dejado de mirarla. Está en ti. Sólo tienes que mirar: razones tienes de sobra para saber que existe; pero tú no quieres buscarla. No quieres porque crees que no puedes; y sin embargo puedes: te ha faltado generosidad para creer que vales, y como no vales nada le echas la culpa al mundo, a los árboles que te rodean, a la hierba que pisas, le echas la culpa al valle. La tierra nutricia que te sostiene y tú la maldices. Juan. Una mano amiga te alimentaba con las matemáticas: tú has escupido en ella y la has arrojado, porque te da miedo mirar al valle. Tú no quieres creer, pero la tienes delante: en el mismo valle del Tejadilla, mirando con ojos fecundos, traspasándolos por el tiempo, allí está el valle de los caballos.
            Has perdido la fe y yo no tengo la culpa; y es porque te estás desplomando. Detrás de ti las huellas que quieres borrar. Delante, el barro que vas a tragarte. No tienes huevos para ser un héroe. De los que no rompen las huellas, porque se tragan el barro. Quieres ser héroe de los que matan la vida, destrozan la niebla, borran el pasado. Porque no tienes huevos para tragarte la tierra: y es más fácil caer que levantarse en el barro. Dar lástima que enderezarse cantando. Húndete si es lo que quieres, deja de creer. Es más fácil, y no cuesta tanto. Lo grande, lo heroico, es vencer al destino aunque te persiga en el barro. Da igual, no creas. Ahógate entre dos tierras. No dejes respirar a nadie. Hunde a los que te están ayudando. Pero no lograrás evitar que, aunque tú no lo creas, haya habido en Segovia un valle de los caballos.


3. La cara de Salamanca.


            Mírate. Tu cara llena de pena. Y un caballo con alas se cierne sobre ti. Un caballo monstruoso; sus patas son palmípedas, su cola de serpiente, y tiene orejas puntiagudas; en su boca hay colmillos. Tú estás ahí, al lado de ese caballo infernal que se retuerce. Tiene la boca abierta. Amenaza tu cuello. Tú miras de frente, como si no lo vieras. Tu boca está abierta y en tus ojos hay abatimiento. Dos orlas rotas salen a los lados, y te han dejado dos dientes del infierno. Tus ojos están abiertos, arrugados como papel, y se caen hacia los lados. Tus cejas se caen desde el centro de la frente, hundido el entrecejo; parece una columna vertebral hundiéndose hasta el pelo. Tus ojos están hundidos. Dos cavernas claman piedad bajo las cejas; dos profundas cavernas. Patéticas arrugas surcan tu piel, cortándote la cara desde la nariz a la barbilla. Tristes arrugas, penosas, trágicas. Tu cara hecha tendones parece sin carne, tu rostro anuncia un esqueleto. Tus pómulos descarnados. Un dolor infinito refleja tu cara saliéndose de dentro, un dolor que está en las facciones pero aflora en los poros; mana de ti, y aunque falte el gesto, tú eres patético.
            Eres tú, Arcadio. Eres el hombre-demonio que hay en la cornisa de remate de la fachada de Salamanca. Allí, donde está la rana. Tú eres, Arcadio, un hombre trágico. Un hombre consumido por una pasión, un rostro amargo. Parece maldito, un rostro sin esperanza, saliendo del juicio con los condenados. Un hombre desesperado. Un hombre cuyo dolor ya no tiene remedio porque es dios en carne misma quien ha puesto desolación en todos tus rasgos.
            Si vas a la universidad de Salamanca, créeme, allí estás tú en tu  muro congelado. En tu rostro ya no hay esperanza. Está desencajado para llorar, pero en tus ojos no hay llanto. Un grito te traspasa desde dentro, de lo más profundo de ti. Un grito mudo, un abismo. Como él, en ti hay dolor, Arcadio. Tienes gritos que deforman tu cara, un alarido de dolor, una deformidad desesperada. Tu rostro inspira la piedad, Arcadio. Como el rostro de Salamanca. Hay un grito del silencio aferrado a ti, un agravio del corazón, un arranque de las tripas, un impulso, un estallido de tus nervios, un silencio desconsolado. Pero no eres un héroe, no te empeñes en escaparte. Te has hundido en ti mismo. Te has vuelto hermético, has cerrado el corazón, lo has cerrado con siete llaves. No gritas porque no puedes gritar, pero quieres. Y tus lágrimas, que pugnan por salir, se pudren dentro de tus ojos. Todo tu ser es un alarido que no puede expresarse: y por eso sufres tanto. Estás en la fachada de Salamanca, en la cornisa superior, cercado por un monstruo como un caballo. Has bebido loto y te has dormido; has perdido la memoria y te escondes en la risa, en tu sueño feliz, en los finales felices, en la vana ilusión, en tu sueño falso. Te has creado un mundo para meterte y odiar a todos, culpar de tu desgracia al maestro de ahora, ver en todos ellos al de la uña: lo has hecho omnipresente, has tejido un manto con su figura, has roto el espejo donde se miraba, y ahora sus miles de facciones te miran de todas partes y te persiguen y se te clavan en el cerebro, que es lo que estabas buscando: porque así, echando la culpa al pasado, vistiendo con sus ropajes los rostros del presente, te olvidas de que eres tú; y no quieres luchar porque te hace daño. Les echas tu mierda a todos, los culpas de todo menos a ti, ellos son malos y tú eres bueno, y quieres hundirte: pero no tengo la culpa de verte caer. Tú eres ese rostro patético, Arcadio. El que ha preferido quedarse en el agujero. Que se está sorbiendo a sí mismo como Caribdis. El que ha bebido una droga para olvidarse. El que pierde la memoria para ser feliz, y no es más que un despojo del pasado. Eres un lotófago, Arcadio. Un ser trágico que ha querido hundirse. Pero del sufrimiento gratuito no salen los héroes, Arcadio. Sólo del sufrimiento esforzado. El otro, el que se abandona, no es digno de ser imitado. Te ahogas en silencio pero no eres más que pereza. Tu rostro gime en la universidad de Salamanca. En lo alto de la cornisa, bajo las garras de un caballo. Ese caballo eres tú mismo. Renunciando a la vida. Y echando la culpa a quien te ayuda por no sacarte del hoyo. Cuando tú debieras sacarte, Arcadio. No eres un héroe del silencio, aunque el silencio te esté mortificando. Has perdido la fe. Es más cómodo. Creer, desde luego, te obliga a luchar. Y te dejas caer. Es más fácil que levantarte del fango. Tú no puedes creer, aunque lo puedas mirar en todas partes, que Segovia fue un día el valle de los caballos. Es más fácil derrumbarse. La derrota te aligera, te libera del esfuerzo, y además puedes pasar por un héroe trágico. Pero tú no eres un héroe, Arcadio. Eres un pobre egoísta que no tiene agallas. Un desecho del tiempo, una huella malograda, un rostro que se va borrando. Eres la desidia en persona, amigo mío, eres… Eres un pobre diablo. 

 



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