sábado, 2 de abril de 2016

Los Encierros.


LOS ENCIERROS

Detalle de la foto de Caneja sobre paisaje castellano.

       Era un ancho camino que venía del pinar; ancho como una riada que lo hubiera alisado con el barro arrastrado desde el cerro. Sus flancos estaban cerrados por vallas que se estrechaban más abajo, llegando al pueblo, donde se dejaban moldear por el ancho de las calles.
       Había gente hablando dentro y fuera de las vallas. Eran grupos dispersos a lo largo de la calle; grupos que formaban pequeñas densidades, aquí, allá, entre hilachas ralas de personas, y personas sueltas que se movían en desorden en aquel conjunto que se parecía a los grumos de pompas de jabón desperdigadas en la bañera. Muchos esperaban sentados sobre las vallas, otros apoyados en ellas; y otros, perezosamente, caminaban por el lecho de aquel río imaginario en dirección contraria a la bajada imaginaria del agua. 
       Era fiesta. Por aquel terreno iban a bajar pronto, en pendiente suave, los caballos que guiaban a los toros camino de la plaza. Hacía sol. Empezaba el otoño. Aquel día había una temperatura agradable que permitía pasearse sin chaqueta y sin calcetines, disfrutando la amabilidad cálida de aquellos rayos de sol. La gente hablaba, paseaba, reía, con los pañuelos de colores anudados en torno al cuello, a la vieja usanza de los vaqueros del oeste. Muchas de aquellas caras estaban enrojecidas, como lo estaban también sus ojos, por la falta de sueño en la juerga de la noche anterior. Había quien estaba resfriado y se había tomado una pastilla para poder acudir al encierro; sus amigos le fastidiaban acusándole simpáticamente de haberse cogido la víspera un buen trancazo, y él todavía les hacía reír justificando que el trancazo no era sino resfriado. Eran las diez de la mañana, el humor era excelente y el sol amable había sido puntual a la cita.
      De repente empezó a levantarse, allá a lo lejos, una polvareda. Todavía no era densa, aunque su espesor creciente cubría hasta la cintura las patas de los caballos. Los jinetes se agrupaban allá al fondo, procedentes del campo abierto, y se disponían a bajar en tropel ocupando toda la calle. A Mariano le parecía una escena medieval, como un ejército emergiendo desde el polvo sobre los campos abiertos frente a la ciudad. Sólo la valla desentonaba, si no fuera que parecía el palenque enhiesto sobre un torneo. 
     Aquellos caballos venían riada abajo, por aquella pendiente suave, y, al llegar adonde estaban ellos, dejaron ver un toro que corría completamente rodeado de jinetes. Los íjares de algunos caballos se habían enrojecido por las espuelas, y los jinetes portaban lanzas con las que golpeaban al toro; a Mariano le sorprendió que no las usaran como lanzas, sino como palos. Sus puntas romas no le parecieron terminar en acero afilado. Al cabo de un rato, sin embargo, pudo percibir, en el extremo cilíndrico de aquellas lanzas, pequeñas puntas de acero con las que podían hostigar, clavándosela, a los toros que corrían; Mariano quiso pensar que sólo las utilizarían si se escapaba algún toro, para llevarlo a su sitio. 
      Vino otro tropel de caballos que arrastraban consigo a otro toro. Los jinetes, lanza en ristre, seguramente se creían viejos caballeros medievales. Es posible que el trote árido de los caballos, el cuero sonoro en las cañas de las piernas, el movimiento seco de los asientos, la posesión de las lanzas, el aleteo de las crines, la presencia de las espuelas, diera a aquellos jinetes una sensación de poder de la que seguramente disfrutaban. Sólo una mujer cabalgaba entre aquellos hombres, como si el oficio de jinete fuera cosa reservada al macho. Los jóvenes paseaban a lomos del noble bruto sus deseos de ser varones aceptados por una sociedad en la que apenas habían empezado a dejar de ser niños. El aire marcial, como cuando desfilan los uniformes, y la contundencia de unas botas que se clavaban en el suelo, o de unos cascos que dejaban su potencia en la herradura, seguramente velaba con su gallardía la trastienda cotidiana de algunos fracasos. 
       De pronto se abrió la riada. La formación desordenada en que bajaban aquellos caballos, como un frente que avanzaba como la brigada ligera, se escindió en varios brazos que ascendían por el cerro, allá al fondo: se había escapado un toro. A derecha e izquierda, por dos caminos que salían en la cuna de aquella avenida principal, se dividieron dos columnas que perseguían a los dos toros díscolos. Uno fue recogido inmediatamente en las estribaciones del pinar. El otro se perdió irremisiblemente por la otra senda, dejando tras él una riada de caballos, coches y motos que buscaban su rastro. Muchos jinetes volvían de abajo, después de haber conducido a los dos primeros toros a la plaza. Detrás del nuevo pelotón de jinetes, como un convidado de hiedra, venía la ambulancia. 
      Por allí bajaba el tercer toro. Venía agobiado por una multitud de picas y caballos, envueltos en una sucia polvareda, que le daban golpes en la cerviz. Otros le hostigaban en los lomos. Los caballos grises, blancos, negros, parecían opacos a la vista. Pero en los caballos marrones brillaba el sudor de las pobres bestias que les había empapado el cuerpo. En pocos minutos ese sudor había formado espumarajos blancos, que se abrían en chorros como los que forma la lluvia en las ventanas de los coches, sobre la piel. Los nobles brutos seguramente acusaban el esfuerzo de haber trotado tanto durante bastante tiempo.
      Gilberto se había subido a lo alto de la barrera, sentándose a horcajadas sobre ella como si fuese un caballo. Mucha gente lo había hecho en previsión de que el toro escapado coincidiera con los otros toros, y embistieran todos a la vez por ambos lados de la valla. Mariano lo hizo también, anticipándose al peligro. El polvo que respiraba lo sentía en su garganta como una presencia invisible, acre, sucia, seca y desagradable. 
      Muchos decidieron volver a casa sin esperar a que trajeran los toros que faltaban. La búsqueda de los animales perdidos podía durar toda la mañana, y con frecuencia los tenían que dormir para devolverlos a los toriles. Había quien decía que los mataban. Los cabestros subían otra vez, rodeados de jinetes, como cebos vivientes. Por la calle bajaba alguna gente charlando ya, mientras los más se quedaban a seguir contemplando el espectáculo desde las vallas. Polvo y más polvo y caballos y toros mansos. Polvo y más polvo y esperanza de toros bravos. 
      Aquel día la fiesta sólo estaba empezando.

 

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