sábado, 9 de abril de 2016

Todo tiene su fin.






TODO TIENE SU FIN

 

  

            Era una canción de los años setenta. La cantaban Los Módulos. Hablaba de un amor vencido al que no le quedaba más que la separación, aunque uno quisiera y otro no: las cosas, cuando se ponen así, tienen que terminar. Y ese final es para siempre y lo que viene después es la tristeza del presente, la nostalgia del pasado y la fortaleza de un futuro que ya no se prolongará: al otro lado del tiempo ya nada será igual; todo ha terminado y el mundo feliz, aunque queramos, no podrá volver; todo empieza de nuevo cuando se ha rebasado a línea del no retorno; resignarse es entonces la única forma de seguir luchando; aceptar las cosas, no empeñarse en negar las evidencias, reconocer que hay fronteras que no se pueden atravesar.
            La vida está llena de fronteras en el tiempo. Las cosas empiezan y terminan, en el tiempo de la trascendencia como en el rutinario, en el corto y en el largo, en el de la historia y en el de la naturaleza. Las historias bonitas a veces no tienen final, pero otras veces se acaban; y cuando se acaba una historia fea respiramos, aliviados, aunque haya historias tristes que no se acaben nunca; la historia es la lucha por poner fin al sufrimiento, conquistando la alegría, y unas historias acaban bien y otras mal. Eso es lo que quiere decir la canción de Los Módulos. La felicidad no siempre resiste al paso del tiempo, y a veces, todo tiene su fin.
            La naturaleza de las cosas también tiene su tiempo: su principio y su final. Hay un tiempo para todo y prolongarlo es viciar las cosas y sacarlas de quicio, romper los límites sin respetar los ritmos del mundo, no alargarlos más allá de lo sensato, no vaciarlos de contenido porque, cuando las cosas se alargan, van perdiendo su razón de ser; su sentido. Las vacaciones no pueden ser indefinidas porque, entonces, ya no serían vacaciones. Distraerse es divertirse, y nos divertimos cuando cambiamos de actividad, y si las vacaciones duraran siempre, ya no serían distracción, sino tedio: el tedio de seguir haciendo siempre lo mismo; donde hay tedio no hay diversión. Los sobrinos del pato Donald quieren que las navidades duren siempre, y, después de muchos días de navidad (pues cada día que amanece es una navidad nueva), el cansancio los hunde y ya sólo quieren trabajar de nuevo; trabajar es entonces, para estos niños, un ferviente deseo y una única esperanza; una única ilusión; la hora de descansar.

 
            Y es que todo tiene su fin. Cada cosa tiene su medida y alargarla es condenarse a perder la esencia. El futbolín es divertido porque siempre hay un momento en que se nos acaban las monedas para seguir jugando. Las clases son buenas porque luego vienen las vacaciones. Las vacaciones son buenas porque después vienen las clases. Salir con los amigos, ir a bailar, jugar un partido, meterse en internet, ver una película o mirar la televisión son cosas buenas; pero pasar la vida delante de la televisión la convierte a ella en una caja tonta, y a ti en el tonto de la caja; poner la tele para comer es decirles a tus padres que mientras comes no quieres hablar con ellos, sino con la tele; ver una película que dura cuatro horas nos aburre, como se aburre también uno cuando ve de un tirón toda la tetralogía de los nibelungos; nos cansa el esfuerzo, decae la atención, acabamos aburriéndonos y nos traga el pesimismo: como un agujero negro. Un día nos prestan un billar y jugamos hasta el hastío; y como no se termina nunca, no sabemos cuándo hay que acabar. Hoy salgo con mis amigos y cuando llego a casa, después de horas y horas de estar con ellos, me pongo a hablarles nuevamente por WhatsApp; como si la salida con los amigos nunca se acabara; y es que, para hablar con tus padres, que están en tu casa, tienes que despedirte de tus amigos: todo tiene su fin.
            Antes ibas a bailar y volvías a casa cuando terminaba el baile: hoy el baile no se termina nunca; vuelves a casa al amanecer, y hasta después de haber desayunado; pero aún puedes seguir bailando un día y otro y otro, y para aguantar tienes que tomar cocaína o pastillas que te desquician; y duermes de día cuando los demás se levantan, y luego, cuando se acuestan, tú te levantas y empiezas de nuevo, y no hablas nunca con la gente de su casa, en tu casa siempre estás de paso y acabas confundiendo el hogar con un hotel: una casa-dormitorio donde no tienes padres, sino criados; donde no tienes hermanos sino vecinos que duermen en la habitación de al lado; y tu única preocupación es que no te despierten porque, eso sí, como te despierten pides el libro de reclamaciones: y éste será el único momento del día en que te hayas dignado a hablar con ellos; habrá sido sólo para regañarles. ¿Qué sabes de ellos? Nada. Tus padres no te comprenden. ¿No será que a ti te conviene que no te comprendan para utilizar, encima, la queja como excusa? Así seguirás haciendo lo que te venga en gana. Y les echaras la culpa por no haberte comprendido. 

            Todo tiene su fin. Los juegos electrónicos empiezan y terminan, y si no les pones límite tu atención se volverá excesiva y tu inteligencia automática, y serás tan máquina como tu máquina misma y acabarás convirtiéndote en robot. En androide. Luego preguntarán y contestarás, ofendido: “hace tiempo que no juego; estoy metido en la wikipedia para hacer un trabajo de clase”. Y al cabo de una hora seguirás con el ordenador y les dirás: “ya lo he terminado; ahora leo un libro que también me han mandado para clase; lo tengo aquí metido, en la memoria”, y les dirás una hora después: “ahora leo el correo, para descansar un rato; también tengo derecho a relajarme”, y media hora después: “ahora escribo, porque me han pedido para mañana una redacción sobre el sexo de los ángeles”: y punto y seguido porque nunca viene el punto y aparte, y mucho menos el punto y final; porque ni estudias, ni lees, ni trabajas ni haces nada; sólo te embruteces cambiando de pestaña cuando nadie te mira. El resultado es que te puedes pasar tres, cuatro, cinco horas delante de la máquina, quién sabe si más. Y no te acordarás de cómo se usa el diccionario porque la máquina te busca las palabras sin que tengas que conocer el orden alfabético en que están escritas. Perderás la costumbre de comprar libros o de ir a la biblioteca porque todo está en internet. Y tus cartas ya no serán relatos de tu vida sino risas monosilábicas, abreviaturas telegráficas, asesinatos ortográficos con el pretexto de que así te ahorra tiempo porque el teclado exige mucho (¡oh, cuánto sufrimiento!), y estarás acostumbrándote a desaprender lo aprendido, y, lo que hiciste en la escuela, con mucho esfuerzo, ahora, con poco esfuerzo, con esa máquina lo vas a deshacer. Lo peor es que la wikipedia no está corregida y te pueden dar gato por liebre, y tú ni te enteras. Someterás a tus ojos a un bombardeo de radiaciones, pegados a la pantalla, cansados y ojerosos como si tuvieras fiebre, y tu espalda curvada acusará las posturas, cogerás todos los vicios. ¿Por qué no puedes hacer unas cosas con los libros, otras preguntando y otras, simplemente, pensando? ¿Por qué todo lo tienes que hacer por internet? Internet es una máquina que hace las cosas por ti y te vuelve inútil; ya no puedes hacer nada sin internet. ¿Siempre tienes que buscar las respuestas ya masticadas que te liberen del duro trabajo de discurrir? ¿Por qué todo lo tenemos que hacer con el ordenador? ¿No hay otras herramientas en la naturaleza? 

 

            El medio es el mensaje: frase acuñada por Marshall MacLuhan hace ya unos cuantos años. Es verdad que podemos encontrarlo virtualmente todo en la red, pero no es menos cierto que en la red no hay necesidad de encontrarlo todo; por ejemplo no se puede hacer una excavación arqueológica en la red porque los huesos no están en el ordenador, sino en la tierra. La información fluye también por otras fuentes. Cifrarlo todo en el ordenador, trabajo y ocio, texto, música, películas, equivale a convertirse en un auténtico autómata informático, un ser que no sabe andar por el mundo sin su prótesis, acostumbrado a no tener en el mundo más amigo que el ordenador. Y te llaman carca si no te sometes a unas cuantas horas de bombardeo de electrones, porque si lees libros eres de la prehistoria, y si los lees tienen que ser necesariamente en versión digital, ya ves, menudo carca, un residuo del basurero de la historia, y tus amigos te excomulgan, faltaría más, si tienes la osadía de tener una aparato que no sea de los últimos.
            Recuerda que tus citas eran interminables. Sales con ellos y vienes tarde. Luego vienen a casa y sigues con ellos. Y a veces no se van si no los echas. Y cuando se han ido todavía sigues hablando con ellos por WhatsApp. Y en tu casa esperando, pacientes como murciélagos, a que tengas la deferencia de dirigirles la palabra; y te estarán agradecidos porque les regales generosamente el trino de tu voz, aunque sólo sea para decirles: “¿dónde está la cena?” (Todo hay que decirlo, con mucho esfuerzo). Porque, apenas te hayas tragado el último bocado, te aislarás privándoles de sobremesa; escatimándoles el lujo de la conversación para ver la tele; que acabas de poner, por supuesto, tan pronto como has llegado a casa. No sospecharás que en mi mente tengo la música de Los Módulos, y con ella el recuerdo de que las cosas no duran eternamente; y que es necesario, aunque a veces duela, que siempre empiecen y terminen; porque no pueden vaciarse de sustancia si se alargan en el tiempo, como las historias que se extienden en capítulos que se cuentan por centenares; porque no puedes pudrirte en las escorias del progreso; porque la alegría debe llenarte los poros de la piel, piel que enferma en radiaciones; y porque es sano, sobre todo, que hables con las personas y no te reserves únicamente al ordenador; a la máquina. Los Módulos lloraban por un amor que terminaba. Y tú llorarás un día, desconsolado, cuando te des cuenta de los amores que has perdido porque no supiste darte cuenta a tiempo de que todo tiene su fin; cuando la vida pasaba y ni te enteraste.

 




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