ANDRÉS LAGUNA SEGOVIENSIS
Nació
en Segovia en 1499 (algunos dicen que en 1511). Estudió con Domingo de Soto,
hizo el bachillerato de artes en Salamanca y estudió medicina en París. Pasó 20
años en España y otros 27 recorriendo Europa: París, Londres, Gante, Metz,
Colonia, Bolonia, Venecia, Pisa, Florencia, Nápoles, Génova, Trento y los
Países Bajos. Fue médico del papa Julio III y del emperador Carlos V, pero
también lo contrató el ayuntamiento de Metz: por eso se puede decir que fue
médico de ricos y pobres.
Escribió una Anatomía donde refiere
las disecciones que practicó (desautorizando incluso a Galeno, al comprobar que
el hígado no tenía cinco lóbulos). Su obra más importante fue el Dioscórides,
que tradujo y comentó pormenorizadamente. También escribió el Discurso
breve sobre la cura y preservación de la pestilencia y el Discurso
de Europa (subtitulado Europa que
a sí misma se atormenta). Se le atribuye el Viaje de Turquía. Murió
en Guadalajara en 1559, cuando ya estaba de regreso a Segovia.
Después
de haberse pasado la vida viajando, regresó a casa. “Encontré el puerto”, reza
una inscripción que hay en su capilla funeraria. Y Andrés Laguna, segoviensis,
como él mismo gustaba de llamarse, siguió en sus postreros años el instinto de la
tierra.
1. Dioscórides.
En
el Renacimiento vuelve el deseo de coleccionar plantas; también de revisar los
textos de griegos y romanos para librarlos de las falsedades que les agregaron
los copistas; y para someterlos a crítica; el instrumento necesario para traducir
es el conocimiento de los idiomas, como se dice en un pasaje del Viaje de Turquía. Latín y griego (y,
llegado el caso, árabe y hebreo); para la crítica son necesarias la observación
y la lógica.
Andrés
Laguna pudo anticiparse a Vesalio en el estudio riguroso de la anatomía. Si
Vesalio dijo de uno de sus maestros parisinos que “no sabía hubiera manejado el
cuchillo más que a las horas de comer”, Laguna, mediante la disección,
confirmará el descubrimiento de la válvula ileocecal que había hecho Variolo;
también disecará los uréteres para demostrar el camino que seguía la orina
hasta la vejiga, y desautorizará a Galeno comprobando que el hígado no tenía
cinco lóbulos.
Sin
embargo lamentará no haber hecho más disecciones. Seguramente porque los otros países
tenían un libro de farmacia y España no lo tenía: Andrés Laguna, haciéndose eco
de esa necesidad, renunciará a la observación sistemática y se embarcará en la
tarea de traducir el Dioscórides del
griego. Pedazio Dioscórides, de Anarzaba, en Cilicia, recorrió Europa junto a
las legiones romanas y recogió todos los caracteres botánicos que pudo,
relacionándolos con sus aplicaciones a la medicina; entre sus predecesores
botánicos estaba Teofrasto; entre sus sucesores, Plinio (Historia natural) y Columela (Libro
de agricultura). En la Edad Media circularon las versiones griega, latina y
árabe; se manejaron en Constantinopla, Munich, Bizancio o París; en 1516 ya
estaba la edición de Alcalá con prólogo de Nebrija, pero fue Laguna el que
depuró y comentó profusamente el Dioscórides;
hasta 1906 no le dará Max Wellmann la
versión definitiva. Andrés Laguna hizo más que traducirlo: coronó un dilatado
trabajo de observación por los campos de Europa, para cotejar las descripciones
del libro con la naturaleza real, de modo que en él se conjugan dos trabajos en
uno: una traducción que hace como humanista, y un tratado de observación
descriptiva que hace como médico.
El
Dioscórides de Laguna consta de seis
libros: el primero, de 147 capítulos, trata de las plantas, las medicinas
aromáticas y los ungüentos; el segundo, de 177, de los animales; el tercero y
el cuarto, de las raíces y las hierbas medicinales; el quinto, de los vinos y
minerales; y el sexto (69 capítulos), de los venenos. En aquel tiempo se
consideraba que los animales eran alimento, las plantas medicina y los
minerales veneno; por eso los reyes padecían gota y los médicos rechazaban que
los minerales tuviesen virtudes curativas (un dogma contra el que se iban a
levantar, años más tarde, los
iatroquímicos). He aquí algunos ejemplos:
El paliuro:
Gran discrepancia se
halla entre los escritores acerca del paliuro. Porque Dioscórides, Teofrasto,
Agatocles y Plutarco le pintan cada uno a su manera; y así no es maravilla que
no conste totalmente entre nosotros cual planta sea. Dado que el agrifolio, que
en España llamamos acebo, de cuya corteza suele hacerse la liga para coger los
pájaros, me parece a mí ser el legítimo paliuro.
La oxicanta:
Hállase gran copia de
aquesta planta por todas partes y principalmente en el valle del Tejadilla, que
está junto a Segovia, mi tierra; a do me acuerdo, siendo muchacho haber ido a
coger muchas veces majuelas, que así llaman el fruto de la oxicanta.
2. El discurso sobre la peste.
Andrés
laguna se suma a la costumbre de curar las enfermedades eliminando las causas,
no los síntomas; pero adolece, como su época, de un vicio: querer extraer
consecuencias de los hechos antes de buscarles explicación; y es que el interés
terapéutico se adelanta al interés diagnóstico (que debería prevalecer para que
la curación fuera eficaz). Si entre las causas de la enfermedad está la
suciedad, conviene que “resplandezca una singular y estraña limpieza”; ya desde
las Cruzadas moría gente por ignorancia de la higiene elemental, y en 1546
Fracastoro hablaba del contacto directo de las semillas de la enfermedad por el
vestido y los utensilios, y de su infección a distancia; en 1377 se hicieron
esfuerzos sistemáticos por aislar a los portadores de la enfermedad (la
“trentena” que aplicó la ciudad de Ragusa); pero Laguna extiende esas medidas a
quienes, sin ser actualmente portadores, corren riesgo de serlo: en consonancia
con la cuarentena que empezaba a aplicar el hospital de Venecia.
Bien
es cierto que Laguna está lejos de las tablas baconianas. Si la peste viene
asociada al calor húmedo, la suciedad, los cometas, anfibios, reptiles, ratones
y otros animales inmundos como “las viruelas y el sarampión”, esta observación
es lo más parecido a una tabla de presencias; pero se debe a una práctica
empírica, no a una teoría inductiva. Bien es cierto también que el microscopio sólo
se construye en 1600, cuando hace tiempo que Laguna ha muerto; y que se creyó
todavía durante muchos años en la generación espontánea de Aristóteles (que
sostenía que la materia viva surgía de la materia inerte): lo que impidió
pensar en la continuidad vital (lo vivo procede necesariamente de una vida
preexistente), y mucho menos en el contagium vivum (que admite que ciertas infecciones
se deben a seres microscópicos). Laguna, falto de esos recursos, no podía
escapar a los prejuicios médicos de su época: que veían, desde Hipócrates, que
las causas próximas de las enfermedades, en este caso la peste (causas como la
corrupción del aire), se debían a otras causas remotas como los terremotos, el
clima y los influjos astrológicos.
Tales
fueron las condiciones en las que Andrés Laguna intentaría curar la peste en la
ciudad de Metz. Fruto de esa experiencia fue su Discurso sobre la cura y preservación de la pestilencia: en él se
contiene todo lo que se puede hacer (que no es poco) sin microscopio, sin
teoría celular y sin teoría del contagium vivum; con una medicina limitada al
estudio de la anatomía superficial, y con pocas o nulas posibilidades en
parasitología y epidemiología. Obligado a hacer pronósticos sin diagnóstico,
sin una física y una química que permitan saber en qué consiste esa causa que
él llama “ayre infecto y corrupto”, a la que atribuye todos los efectos de la
peste, Laguna insiste en la importancia de la higiene como factor de curación:
esto de por sí ya es de gran importancia; en consonancia con las medidas que
tomaban los médicos de la época.
Pero
hay que destacar, detrás de esas limitaciones, algunos méritos: como la
primacía de la observación frente a la autoridad; el uso de la razón crítica
(sin explicaciones sistemáticas) en su oficio de médico; algún atisbo de experimento;
conciencia de la duda en las conjeturas médicas; énfasis de la higiene como
factor preventivo; y, sobre todo, el abandono de la magia. Sólo por estos
atisbos merece ser considerado como un precursor moderno de la medicina; y por
haberse atrevido a curar la peste, en lugar de contentarse, como hizo Vesalio,
con dedicarse a la anatomía: una actividad que, en aquella época, le habría proporcionado
más éxito.
3. Discurso de Europa.
Andrés
Laguna es, en palabras de Marcel Bataillon, “un español europeísimo”. Se
hablaba ya de la “República cristiana” que, “trascendiendo las soberanías
territoriales (…) va, naturalmente, acompañada de un concepto jurídico
supranacional de una más vasta comunidad sobre la tierra”. No obstante, en el
siglo XVI Europa, si bien ya constituye una unidad cultural, no es todavía una
unidad política; está dividida, pues la reforma protestante la ha arrojado a una
espiral luchas intestinas; y mientras ella misma se desangra, afuera vigila el
enemigo, que es potente: Turquía. El objetivo de Laguna es pedir la unidad y
concordia de los príncipes cristianos para que Europa se levante de su
postración; el recurso que utiliza, más que centrarse en hablar de Europa, es
dejar que hable ella misma; el resultado no será, pues, un discurso sobre
Europa, sino de Europa; Europa, que a sí misma se atormenta; Europa heauten
timorumene.
Fue
pronunciado en Colonia, en el gimnasio de las artes, al anochecer; “haciendo
gala de negras antorchas y de distintos rituales funerarios”. Europa está
personificada en una mujer enferma. Entra en el aula magna y se desmaya.
Después, el autor comunica sus avatares y peripecias. Luego viene el argumento,
en el que el propio Laguna, en un estilo teatral, busca la benevolencia del
público e insta a que los príncipes cristianos, enemigos de Carlos V y de
Fernando II, busquen la concordia. Tras una última descripción de Europa
(moribunda), y de un ejemplo que sirve de exhortación, se dirige al lector
instándole a que comprenda.
Laguna
habla de “los enemigos de los cristianos”, pero en el Viaje de Turquía, lejos de considerar a los turcos como extraños,
los intenta comprender. “Concebí a quienes habían de destrozar mis entrañas”,
dice Europa; y frente a los separatismos étnicos o religiosos, el propio Dioscórides advertía de que “las plantas
nos dan claro ejemplo para ejercer equidad y justicia, pues vemos que cada una
de ellas permanece en su propio asiento en el cual fue transpuesta y sembrada,
sin usurpar o invadir el sitio de sus vecinas”. Hace Laguna un inventario de
los horrores de la guerra: destrucción y muerte (ciudades en ruinas, campos
desolados, templos incendiados), y toma partido por el césar (el emperador)
como garante de la paz, “digno de ser imitado”, dice él, “por los príncipes
cristianos”. El ejemplo que ha utilizado le enseña que es indecoroso que
aquellos a quienes la naturaleza unió los separe la ambición o el dinero; y que
es incierto el resultado, pues en nuestras manos está el comenzarlo, pero no su terminación; y como todos los
bandos han de perder más de lo que ganen, concluye Laguna: “cede la mitad de lo
tuyo, que yo cederé otro tanto de lo mío”. En las guerras, como en los pleitos,
nunca hay un ganador.
Por
eso habla de “Europa, que a sí misma se atormenta”. La única solución es la
unidad de todos. La unidad en la paz, no en la guerra. Y si hemos de creer en
la autoría de Laguna, esta enseñanza se completa con la que nos da en el Viaje de Turquía: que la unidad de
Europa sólo se cimenta con la convivencia pacífica de los pueblos que hay más
allá de sus fronteras; aunque hoy se cuestione si Turquía forma parte de Europa
o está en los márgenes de ella.
Marchando yo, poco ha,
a la gestión de mis asuntos privados, salió a mi encuentro una mujer, mucho más
desdichada –a juicio mío- que cualquier otra, varones clarísimos, toda llorosa,
triste, pálida, trunca y mutilada en sus miembros, hundidos los ojos y como
escondidos en una caverna, extremadamente macilenta y escuálida, cual las
viejas que a mí tantas veces suelen acudir consumidas por la fiebre de la
tuberculosis.
4. Viaje de Turquía.
Marcel
Bataillon atribuye esta obra a Andrés Laguna. Nada es menos seguro. Si tal fuera
el caso, Laguna habría aprovechado para hacer un ejercicio de autocrítica como
Montesquieu lo hizo en las Cartas persas.
Unos cautivos cristianos descubren con igual objetividad las luces y las
sombras del imperio turco; y aprovechan para recordar que también la
cristiandad, que tiene muchas luces, tiene muchas sombras. El Viaje de Turquía es a la vez una novela
de costumbres y una novela picaresca.
Este
extenso diálogo cuenta la odisea de Pedro de Urdemalas, al que Marcel Bataillon
no dudó en calificar de Ulises cristiano. Son tres los personajes: Pedro de
Urdemalas (literalmente: “Pedro de malas artes”), astuto y observador, hombre
de letras que entiende de medicina; Juan de Voto a Dios, judío errante que presume
de lo que carece; y Matalascallando, socarrón, escéptico, burlón, desconfiado y
amigo de contrastar las cosas: “si el oficio de médico es matar… ¿no lo hará
mejor cuanto menos estudiare?”
La
autonomía de la razón pasa por la demolición de los dos pilares de la
escolástica: los filósofos y la Iglesia; ambos están cautivos dentro del
criterio de autoridad. En cuanto al filósofo, “si le preguntáis por qué es
verdad esto, responderá con su gran simpleza y menos saber, que porque lo dixo
Aristóteles”; en cuanto al fraile, la autoridad se da la mano con el rechazo de
la experimentación: “plugiese a Dios (…) que muchos de los theólogos que andan
en los púlpitos y escuelas midiendo a palmos y a jemes la potencia de Dios (…)
supiesen por experiençia midir los palmos que tiene de largo el remo de la galera
turquesca”. Bajo esta tónica mordaz e irreverente, propia de la picaresca, no
late una falta de religiosidad, sino un deseo de que la religiosidad se acomode
a la ciencia. Eran los tiempos de Erasmo. Cuando llegue Felipe II, rey de la
Contrarreforma, las cosas cambiarán; primero fue Carlos V, príncipe del
Renacimiento.
Pedro
de Urdemalas critica el método escolar de gramática y comentario pues, cuando
se trata de aprender idiomas, “su fin no es saber fábulas (…) sino entender la
lengua”. Y puestos a hablar, lo principal es pronunciar: “ninguna cosa hay para
entender las lenguas (…) que la pronunciación”. Su programa de estudios es de
rabiosa actualidad, pues reclama menos competencia lingüística (así lo llamamos
hoy) y más competencia de comunicación. El conocimiento de las lenguas
facilítale el espíritu de comprensión y tolerancia, y es una exhortación a
dialogar entre las diversas culturas de la tierra.
He
aquí algunos de sus rasgos de humor:
-¿Hay mugeres en Turquía?
-No, que los hombres
se nasçen en el campo como hongos.
*
-Yo digo que la çinta
puede muy bien ser causa que la muger se empreñe si se la saben çeñir.
-¿Cómo se ha de çeñir?
(…)
-El fraile más moço, a
solas en su celda, y ella desnuda.
*
-¿Cómo podías sin casa
sufrir tanto frío y sin ropa?
-Hartándome de ajos
crudos, y vino, que es brasero del estómago.
5. Conclusión.
Andrés
Laguna fue un científico, pero también un humanista; un equilibrio casi
perfecto entre literatura y ciencia (dos polos que, tradicionalmente, se han
dado la espalda). En el siglo XIV se cultivó la ciencia: en el XV, el
humanismo. En el XVIII fue la Ilustración: en el XIX, el positivismo. El
empirismo lógico, en el XX, creyó que sólo había futuro dentro la ciencia:
después la hermenéutica cambiaría el enfoque de nuevo. Ciencias y letras: dos
“culturas”, como dijo Snow en 1959, apostando por la ciencia como garantía de
futuro; y viendo en las letras, frente al progreso científico, una rémora para
la humanidad. Antes había dicho lo contrario Jean Baptista Vico.
Pero
Andrés Laguna, antes que todos ellos, supo ver, como médico humanista, que el
lastre más grande de todos era que las ciencias menospreciaran a las
humanidades; y que las ciencias naturales también despreciaran a las ciencias humanas:
éste es el legado que querríamos rescatar. Andrés Laguna: el diálogo entre
humanismo y ciencia (columna vertebral sobre la que se edifica la cultura) es
el eje sobre el que se desarrolla nuestra personalidad. Plenamente. El único
que puede ofrecernos todas las garantías.
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