sábado, 26 de marzo de 2016

Andrés Laguna Segoviensis





ANDRÉS LAGUNA SEGOVIENSIS 

 

            Nació en Segovia en 1499 (algunos dicen que en 1511). Estudió con Domingo de Soto, hizo el bachillerato de artes en Salamanca y estudió medicina en París. Pasó 20 años en España y otros 27 recorriendo Europa: París, Londres, Gante, Metz, Colonia, Bolonia, Venecia, Pisa, Florencia, Nápoles, Génova, Trento y los Países Bajos. Fue médico del papa Julio III y del emperador Carlos V, pero también lo contrató el ayuntamiento de Metz: por eso se puede decir que fue médico de ricos y pobres.

 Escribió una Anatomía donde refiere las disecciones que practicó (desautorizando incluso a Galeno, al comprobar que el hígado no tenía cinco lóbulos). Su obra más importante fue el Dioscórides, que tradujo y comentó pormenorizadamente. También escribió el Discurso breve sobre la cura y preservación de la pestilencia y el Discurso de Europa (subtitulado Europa que a sí misma se atormenta). Se le atribuye el Viaje de Turquía. Murió en Guadalajara en 1559, cuando ya estaba de regreso a Segovia.

            Después de haberse pasado la vida viajando, regresó a casa. “Encontré el puerto”, reza una inscripción que hay en su capilla funeraria. Y Andrés Laguna, segoviensis, como él mismo gustaba de llamarse, siguió en sus postreros años el instinto de la tierra.


1. Dioscórides.

            En el Renacimiento vuelve el deseo de coleccionar plantas; también de revisar los textos de griegos y romanos para librarlos de las falsedades que les agregaron los copistas; y para someterlos a crítica; el instrumento necesario para traducir es el conocimiento de los idiomas, como se dice en un pasaje del Viaje de Turquía. Latín y griego (y, llegado el caso, árabe y hebreo); para la crítica son necesarias la observación y la lógica.
            Andrés Laguna pudo anticiparse a Vesalio en el estudio riguroso de la anatomía. Si Vesalio dijo de uno de sus maestros parisinos que “no sabía hubiera manejado el cuchillo más que a las horas de comer”, Laguna, mediante la disección, confirmará el descubrimiento de la válvula ileocecal que había hecho Variolo; también disecará los uréteres para demostrar el camino que seguía la orina hasta la vejiga, y desautorizará a Galeno comprobando que el hígado no tenía cinco lóbulos.
            Sin embargo lamentará no haber hecho más disecciones. Seguramente porque los otros países tenían un libro de farmacia y España no lo tenía: Andrés Laguna, haciéndose eco de esa necesidad, renunciará a la observación sistemática y se embarcará en la tarea de traducir el Dioscórides del griego. Pedazio Dioscórides, de Anarzaba, en Cilicia, recorrió Europa junto a las legiones romanas y recogió todos los caracteres botánicos que pudo, relacionándolos con sus aplicaciones a la medicina; entre sus predecesores botánicos estaba Teofrasto; entre sus sucesores, Plinio (Historia natural) y Columela (Libro de agricultura). En la Edad Media circularon las versiones griega, latina y árabe; se manejaron en Constantinopla, Munich, Bizancio o París; en 1516 ya estaba la edición de Alcalá con prólogo de Nebrija, pero fue Laguna el que depuró y comentó profusamente el Dioscórides; hasta 1906  no le dará Max Wellmann la versión definitiva. Andrés Laguna hizo más que traducirlo: coronó un dilatado trabajo de observación por los campos de Europa, para cotejar las descripciones del libro con la naturaleza real, de modo que en él se conjugan dos trabajos en uno: una traducción que hace como humanista, y un tratado de observación descriptiva que hace como médico.
            El Dioscórides de Laguna consta de seis libros: el primero, de 147 capítulos, trata de las plantas, las medicinas aromáticas y los ungüentos; el segundo, de 177, de los animales; el tercero y el cuarto, de las raíces y las hierbas medicinales; el quinto, de los vinos y minerales; y el sexto (69 capítulos), de los venenos. En aquel tiempo se consideraba que los animales eran alimento, las plantas medicina y los minerales veneno; por eso los reyes padecían gota y los médicos rechazaban que los minerales tuviesen virtudes curativas (un dogma contra el que se iban a levantar, años más tarde,  los iatroquímicos). He aquí algunos ejemplos:    

El paliuro:     
            Gran discrepancia se halla entre los escritores acerca del paliuro. Porque Dioscórides, Teofrasto, Agatocles y Plutarco le pintan cada uno a su manera; y así no es maravilla que no conste totalmente entre nosotros cual planta sea. Dado que el agrifolio, que en España llamamos acebo, de cuya corteza suele hacerse la liga para coger los pájaros, me parece a mí ser el legítimo paliuro.

La oxicanta:
            Hállase gran copia de aquesta planta por todas partes y principalmente en el valle del Tejadilla, que está junto a Segovia, mi tierra; a do me acuerdo, siendo muchacho haber ido a coger muchas veces majuelas, que así llaman el fruto de la oxicanta.

 

2. El discurso sobre la peste.

            Andrés laguna se suma a la costumbre de curar las enfermedades eliminando las causas, no los síntomas; pero adolece, como su época, de un vicio: querer extraer consecuencias de los hechos antes de buscarles explicación; y es que el interés terapéutico se adelanta al interés diagnóstico (que debería prevalecer para que la curación fuera eficaz). Si entre las causas de la enfermedad está la suciedad, conviene que “resplandezca una singular y estraña limpieza”; ya desde las Cruzadas moría gente por ignorancia de la higiene elemental, y en 1546 Fracastoro hablaba del contacto directo de las semillas de la enfermedad por el vestido y los utensilios, y de su infección a distancia; en 1377 se hicieron esfuerzos sistemáticos por aislar a los portadores de la enfermedad (la “trentena” que aplicó la ciudad de Ragusa); pero Laguna extiende esas medidas a quienes, sin ser actualmente portadores, corren riesgo de serlo: en consonancia con la cuarentena que empezaba a aplicar el hospital de Venecia.
            Bien es cierto que Laguna está lejos de las tablas baconianas. Si la peste viene asociada al calor húmedo, la suciedad, los cometas, anfibios, reptiles, ratones y otros animales inmundos como “las viruelas y el sarampión”, esta observación es lo más parecido a una tabla de presencias; pero se debe a una práctica empírica, no a una teoría inductiva. Bien es cierto también que el microscopio sólo se construye en 1600, cuando hace tiempo que Laguna ha muerto; y que se creyó todavía durante muchos años en la generación espontánea de Aristóteles (que sostenía que la materia viva surgía de la materia inerte): lo que impidió pensar en la continuidad vital (lo vivo procede necesariamente de una vida preexistente), y mucho menos en el contagium vivum (que admite que ciertas infecciones se deben a seres microscópicos). Laguna, falto de esos recursos, no podía escapar a los prejuicios médicos de su época: que veían, desde Hipócrates, que las causas próximas de las enfermedades, en este caso la peste (causas como la corrupción del aire), se debían a otras causas remotas como los terremotos, el clima y los influjos astrológicos.
            Tales fueron las condiciones en las que Andrés Laguna intentaría curar la peste en la ciudad de Metz. Fruto de esa experiencia fue su Discurso sobre la cura y preservación de la pestilencia: en él se contiene todo lo que se puede hacer (que no es poco) sin microscopio, sin teoría celular y sin teoría del contagium vivum; con una medicina limitada al estudio de la anatomía superficial, y con pocas o nulas posibilidades en parasitología y epidemiología. Obligado a hacer pronósticos sin diagnóstico, sin una física y una química que permitan saber en qué consiste esa causa que él llama “ayre infecto y corrupto”, a la que atribuye todos los efectos de la peste, Laguna insiste en la importancia de la higiene como factor de curación: esto de por sí ya es de gran importancia; en consonancia con las medidas que tomaban los médicos de la época.
            Pero hay que destacar, detrás de esas limitaciones, algunos méritos: como la primacía de la observación frente a la autoridad; el uso de la razón crítica (sin explicaciones sistemáticas) en su oficio de médico; algún atisbo de experimento; conciencia de la duda en las conjeturas médicas; énfasis de la higiene como factor preventivo; y, sobre todo, el abandono de la magia. Sólo por estos atisbos merece ser considerado como un precursor moderno de la medicina; y por haberse atrevido a curar la peste, en lugar de contentarse, como hizo Vesalio, con dedicarse a la anatomía: una actividad que, en aquella época, le habría proporcionado más éxito.


3. Discurso de Europa.

            Andrés Laguna es, en palabras de Marcel Bataillon, “un español europeísimo”. Se hablaba ya de la “República cristiana” que, “trascendiendo las soberanías territoriales (…) va, naturalmente, acompañada de un concepto jurídico supranacional de una más vasta comunidad sobre la tierra”. No obstante, en el siglo XVI Europa, si bien ya constituye una unidad cultural, no es todavía una unidad política; está dividida, pues la reforma protestante la ha arrojado a una espiral luchas intestinas; y mientras ella misma se desangra, afuera vigila el enemigo, que es potente: Turquía. El objetivo de Laguna es pedir la unidad y concordia de los príncipes cristianos para que Europa se levante de su postración; el recurso que utiliza, más que centrarse en hablar de Europa, es dejar que hable ella misma; el resultado no será, pues, un discurso sobre Europa, sino de Europa; Europa, que a sí misma se atormenta; Europa heauten timorumene.
            Fue pronunciado en Colonia, en el gimnasio de las artes, al anochecer; “haciendo gala de negras antorchas y de distintos rituales funerarios”. Europa está personificada en una mujer enferma. Entra en el aula magna y se desmaya. Después, el autor comunica sus avatares y peripecias. Luego viene el argumento, en el que el propio Laguna, en un estilo teatral, busca la benevolencia del público e insta a que los príncipes cristianos, enemigos de Carlos V y de Fernando II, busquen la concordia. Tras una última descripción de Europa (moribunda), y de un ejemplo que sirve de exhortación, se dirige al lector instándole a que comprenda.
            Laguna habla de “los enemigos de los cristianos”, pero en el Viaje de Turquía, lejos de considerar a los turcos como extraños, los intenta comprender. “Concebí a quienes habían de destrozar mis entrañas”, dice Europa; y frente a los separatismos étnicos o religiosos, el propio Dioscórides advertía de que “las plantas nos dan claro ejemplo para ejercer equidad y justicia, pues vemos que cada una de ellas permanece en su propio asiento en el cual fue transpuesta y sembrada, sin usurpar o invadir el sitio de sus vecinas”. Hace Laguna un inventario de los horrores de la guerra: destrucción y muerte (ciudades en ruinas, campos desolados, templos incendiados), y toma partido por el césar (el emperador) como garante de la paz, “digno de ser imitado”, dice él, “por los príncipes cristianos”. El ejemplo que ha utilizado le enseña que es indecoroso que aquellos a quienes la naturaleza unió los separe la ambición o el dinero; y que es incierto el resultado, pues en nuestras manos está el comenzarlo,  pero no su terminación; y como todos los bandos han de perder más de lo que ganen, concluye Laguna: “cede la mitad de lo tuyo, que yo cederé otro tanto de lo mío”. En las guerras, como en los pleitos, nunca hay un ganador.
            Por eso habla de “Europa, que a sí misma se atormenta”. La única solución es la unidad de todos. La unidad en la paz, no en la guerra. Y si hemos de creer en la autoría de Laguna, esta enseñanza se completa con la que nos da en el Viaje de Turquía: que la unidad de Europa sólo se cimenta con la convivencia pacífica de los pueblos que hay más allá de sus fronteras; aunque hoy se cuestione si Turquía forma parte de Europa o está en los márgenes de ella.

            Marchando yo, poco ha, a la gestión de mis asuntos privados, salió a mi encuentro una mujer, mucho más desdichada –a juicio mío- que cualquier otra, varones clarísimos, toda llorosa, triste, pálida, trunca y mutilada en sus miembros, hundidos los ojos y como escondidos en una caverna, extremadamente macilenta y escuálida, cual las viejas que a mí tantas veces suelen acudir consumidas por la fiebre de la tuberculosis.

 

4. Viaje de Turquía.

            Marcel Bataillon atribuye esta obra a Andrés Laguna. Nada es menos seguro. Si tal fuera el caso, Laguna habría aprovechado para hacer un ejercicio de autocrítica como Montesquieu lo hizo en las Cartas persas. Unos cautivos cristianos descubren con igual objetividad las luces y las sombras del imperio turco; y aprovechan para recordar que también la cristiandad, que tiene muchas luces, tiene muchas sombras. El Viaje de Turquía es a la vez una novela de costumbres y una novela picaresca.
            Este extenso diálogo cuenta la odisea de Pedro de Urdemalas, al que Marcel Bataillon no dudó en calificar de Ulises cristiano. Son tres los personajes: Pedro de Urdemalas (literalmente: “Pedro de malas artes”), astuto y observador, hombre de letras que entiende de medicina; Juan de Voto a Dios, judío errante que presume de lo que carece; y Matalascallando, socarrón, escéptico, burlón, desconfiado y amigo de contrastar las cosas: “si el oficio de médico es matar… ¿no lo hará mejor cuanto menos estudiare?”
            La autonomía de la razón pasa por la demolición de los dos pilares de la escolástica: los filósofos y la Iglesia; ambos están cautivos dentro del criterio de autoridad. En cuanto al filósofo, “si le preguntáis por qué es verdad esto, responderá con su gran simpleza y menos saber, que porque lo dixo Aristóteles”; en cuanto al fraile, la autoridad se da la mano con el rechazo de la experimentación: “plugiese a Dios (…) que muchos de los theólogos que andan en los púlpitos y escuelas midiendo a palmos y a jemes la potencia de Dios (…) supiesen por experiençia midir los palmos que tiene de largo el remo de la galera turquesca”. Bajo esta tónica mordaz e irreverente, propia de la picaresca, no late una falta de religiosidad, sino un deseo de que la religiosidad se acomode a la ciencia. Eran los tiempos de Erasmo. Cuando llegue Felipe II, rey de la Contrarreforma, las cosas cambiarán; primero fue Carlos V, príncipe del Renacimiento.
            Pedro de Urdemalas critica el método escolar de gramática y comentario pues, cuando se trata de aprender idiomas, “su fin no es saber fábulas (…) sino entender la lengua”. Y puestos a hablar, lo principal es pronunciar: “ninguna cosa hay para entender las lenguas (…) que la pronunciación”. Su programa de estudios es de rabiosa actualidad, pues reclama menos competencia lingüística (así lo llamamos hoy) y más competencia de comunicación. El conocimiento de las lenguas facilítale el espíritu de comprensión y tolerancia, y es una exhortación a dialogar entre las diversas culturas de la tierra.
            He aquí algunos de sus rasgos de humor:

            -¿Hay mugeres en Turquía?
            -No, que los hombres se nasçen en el campo como hongos.

*
            -Yo digo que la çinta puede muy bien ser causa que la muger se empreñe si se la saben çeñir.
            -¿Cómo se ha de çeñir?
(…)
            -El fraile más moço, a solas en su celda, y ella desnuda.

*
            -¿Cómo podías sin casa sufrir tanto frío y sin ropa?
            -Hartándome de ajos crudos, y vino, que es brasero del estómago.


5. Conclusión.

            Andrés Laguna fue un científico, pero también un humanista; un equilibrio casi perfecto entre literatura y ciencia (dos polos que, tradicionalmente, se han dado la espalda). En el siglo XIV se cultivó la ciencia: en el XV, el humanismo. En el XVIII fue la Ilustración: en el XIX, el positivismo. El empirismo lógico, en el XX, creyó que sólo había futuro dentro la ciencia: después la hermenéutica cambiaría el enfoque de nuevo. Ciencias y letras: dos “culturas”, como dijo Snow en 1959, apostando por la ciencia como garantía de futuro; y viendo en las letras, frente al progreso científico, una rémora para la humanidad. Antes había dicho lo contrario Jean Baptista Vico.
            Pero Andrés Laguna, antes que todos ellos, supo ver, como médico humanista, que el lastre más grande de todos era que las ciencias menospreciaran a las humanidades; y que las ciencias naturales también despreciaran a las ciencias humanas: éste es el legado que querríamos rescatar. Andrés Laguna: el diálogo entre humanismo y ciencia (columna vertebral sobre la que se edifica la cultura) es el eje sobre el que se desarrolla nuestra personalidad. Plenamente. El único que puede ofrecernos todas las garantías.

 


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