EN
TORNO AL SIGNIFICADO DE LA PALABRA “DEMOCRACIA”
La
democracia es el gobierno del pueblo a través de la palabra: falso; democracia
es cuando la palabra del pueblo decide quién debe gobernar. Hay varios
universos de decisión. Uno son las elecciones; otro es el diálogo. Dialogar es
debatir, entre todos, las cuestiones que a todos nos afectan; eso supone que
todos tengan derecho a la palabra: lo que significa, en el fondo, que el foro
sea suficientemente pequeño para que todos puedan hablar; y eso excluye la
llamada democracia directa; participativa. Pero el diálogo requiere, además del
derecho a la palabra, que todos tengan algo que decir; y esto requiere, en
primer lugar, que todos tengan el mismo nivel educativo y cultural; en segundo,
que todos conozcan bien aquello de lo que se habla (y no hay nada que sea menos
evidente); cuando se invita a debatir sobre un tema cualquiera lo más normal es
que quien convoca el debate sea el único que conozca el tema.
La
palabra es, para los griegos, el logos. La palabra hablada, al igual que la
palabra escrita, debe tener una coherencia para poder decirse, o de lo
contrario será tomada por apariencia de verdad: apariencia y engaño. Muchas
veces hablamos pero no para decir lo verdadero, sino lo verosímil. Y muchas, conociendo
bien lo que es verdad y mentira, preferimos decir, antes que las verdades
auténticas, las mentiras verosímiles. El uso de la palabra se acerca entonces a
la sofística, a la retórica, y emplea sofismas portadores del engaño, falacias
formales, incorrecciones lógicas.
Eso sucedería si considerásemos que la
democracia es el ejercicio de la razón. Pero no es así. Además, hay quien
piensa que la democracia no se ejerce en el diálogo, sino en las elecciones.
Elegir es decidir. El diálogo es sustituido por una campaña electoral (con
argumentos que se entienden a medias) o no es sustituido por nada: y elegimos
con una información insuficiente de aquello sobre lo que estamos votando, o sin
ninguna información en absoluto; muchos votan a ciegas o dejándose llevar por
los rumores, o por los sondeos, que son otra clase de rumores; o votan por el
primer impulso que les viene.
La verdad es que en democracia pocos votan
con la cabeza. La mayoría lo hace con el corazón, o con el bolsillo; en la
tercera república francesa se decía que los radicales votaban con el corazón a
la izquierda y el bolsillo a la derecha: supongamos que de verdad votásemos con
el corazón; la energía que ponemos en el tablero estaría traspasada por el
logos, por las razones creadoras de sentimientos que se someten a argumentación
en la arena pública. Otros, sin embargo, votan sin convicción, sin confianza en
ninguno de los candidatos, y sin ganas. Votar con alegría es elegir una opción
que nos ilusiona, bien porque sentimos que es buena, bien porque las razones
nos convencen; en el primer caso nos mueve la corazonada, el instinto ético, la
ilusión que nos carga de emociones cordiales, y hasta entrañables, que hacen
que un partido o un candidato nos caigan bien; en el segundo, nos mueven razones
cuerdas que, o están reforzando lo que opinábamos, o nos han hecho cambiar de
opinión.
Pero hay también situaciones en que
uno vota sin atender a razones y sin oír las voces del corazón. Uno vota por
impulso de las vísceras. Tal candidato ha sido merecedor de nuestro odio y las
tripas nos mueven a echarnos a la jugular. O tal otro despierta nuestro
instinto ciego y votamos con una fe incondicional, sin atender a razones. Otro
nos promete ir de triunfo en triunfo y nos arrojamos en sus brazos, por la sed
de poder. Y otro promete arrasar el mundo con una fe plantada en las tripas,
inmisericorde con sus adversarios, renegando de la lógica y renegando también
del corazón. La gente necesita mesías, salvadores, magos que salen del magma
social cabalgando a lomos de la sinrazón, y nosotros, irracionales, les votamos
para que hagan lo que nos dice la pasión despiadada, sin querer saber nada de
las consecuencias nefastas que van a tener nuestras decisiones; y que se ven a
poco que abramos los ojos, pero los tenemos cerrados para que la cornada que
ansiamos sea más fuerte y más feroz; y que nos descargue cegando, sin querer, las
baterías de la máquina del infierno que estamos despertando de su letargo: ni
lo queremos ni lo sabemos, pero es que tampoco lo queremos saber.
Si
la democracia elige un gobierno a través de la palabra, esa palabra puede ser
solamente vehículo de razones, y entonces el pueblo podría se sustituido por un
robot, un ordenador, un autómata pensante: y tendría que dialogar en entornos
fríos donde sólo pudiera hablar la cabeza; o en entornos cálidos donde las
razones fuesen arranques de vida traspasados por la voz de la cabeza: de la
razón; o en espectáculos ciegos donde la gente sólo va a escuchar lo que quiere
oír, y la razón no es el murmullo del corazón, ni de la cabeza; pues se
presentan como razones lo que son argumentos carentes de razón, sentimientos
avasalladores que no respetan nada, brotes y arrebatos que no nos salen de
nuestro ser, sino del padecer: de padecer sufrimiento o de no padecer nada,
sentimientos de quien quiere hacer algo pero no sabe lo que quiere, y les
impone a los demás el erial de su propia ignorancia; la frente obcecada, la
obediencia que se alza desde la falta de inteligencia, y que nada tiene que ver
con quienes obedecen al corazón escuchando sus razones, y escuchando a la razón
que las atraviesa, como un faro encendido, iluminando el camino por el que
queremos pasar; es la voz de la inteligencia que reniega de sí misma, que
prefiere permanecer dormida porque la pereza es cómoda a la hora de pensar; y
hay que pensar con la cabeza, aunque el pensamiento mane de las fuentes
secretas que bajan del corazón.
Y
así, podemos votar en los debates fríos y desalmados; en los diálogos llenos de
razones vitales; o en los diálogos de sordos donde no hay ni corazón ni cabeza.
El ardor racional produce democracias deliberativas, aburridas y huecas; el
ardor cordial produce democracias vitales, emocionantes y lógicas; y el ardor
visceral produce dictaduras democráticas, tan apasionadas como absurdas, cuyo
destino es el inevitable final de la
democracia. No es lo mismo un tecnócrata que un demócrata y que un demagogo. El
tecnócrata sólo entiende de argumentos, de ciencia, de ingeniería, de deducciones.
El demagogo sólo entiende de populismo, y es un salvador, un caudillo, a veces
fanático iluminado, y a veces experto aprovechado con los pies en tierra. Y el
demócrata sabe escuchar los deseos de la población, pero selecciona los que son
racionales: los que hacen que seamos más que cerebros sin corazón; los que
buscan, más que la lógica, la cordura; y la levantan frente a la locura de los
caudillos. Los quijotes son en el fondo personas cuerdas (aunque
superficialmente, como en los libros de caballerías, estén locos de remate);
pero los curas y barberos son, simplemente, personas lógicas; de una lógica
fría que desanima; de una razón que se pierde porque no está conectada con la
vida; frente a los caballeros de la ilusión, son gente desilusionada: realista;
y también frente a quienes confunden la ilusión con la realidad, y son ilusos.
La
ilusión hace zarpar las naves rumbo a la utopía. Los desilusionados,
desencantados, realistas y pragmáticos, piensan que no hay más realidad que la
que pisan; no sueñan, y presumen por ello de vivir con los pies en tierra. Pero
es otra especie de realismo, que sabe que los sueños forman parte de la
realidad. Aquéllos son pragmáticos; sólo estos últimos son los verdaderos realistas¸
que son idealistas porque saben de la realidad del ideal, y viven con los pies
en tierra, pero con el alma alzando el vuelo; como quienes se afianzan en
tierra tomando impulso poco antes de dar el salto.
El
ideal de los locos tiene cortados los lazos con la realidad: por eso son
ilusos, pues creen en cosas imposibles, cuando el deber no echa sus raíces en
el ser. Quieren forzar la realidad para que saque lo que no tiene dentro; y,
lejos de sacar utopías de allí (utopía es lo que todavía no existe), mete
dentro utopías que no pueden arraigar, porque no están adaptadas a esta tierra de
la que está hecho lo real (y no son utopías, sino quimeras). La voz del pueblo
contiene algo más que razones; contiene sueños; y además de logos es mythos: no
sólo razonamiento, sino relato. Se queda corta si se siente atada en
democracias deliberativas. Y se aborta en discursos altisonantes donde el
mythos resuena sin el logos: sólo puede desarrollarse en el debate de las
razones del relato de la vida. Frente a la razón descarnada y la carne
irracional, la razón se encarna. No es lógica pura ni tampoco puro relato: sólo
puede plantarse la voz de todos en un mundo cuajado de ilusión donde las
razones creen sueños, y de los sueños salgan razones; y la realidad sembrada de
sueños no dé a luz terribles monstruos, sino ideales hermosos.
Todavía
es fecundo el vientre de la bestia inmunda. Y las utopías, desvariando en sus
quimeras, no crean ya fabulosas ilusiones: sino desvaríos profundos.
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