sábado, 5 de marzo de 2016

En torno al significado de la palabra "Democracia"





EN TORNO AL SIGNIFICADO DE LA PALABRA “DEMOCRACIA”  

 

La democracia es el gobierno del pueblo a través de la palabra: falso; democracia es cuando la palabra del pueblo decide quién debe gobernar. Hay varios universos de decisión. Uno son las elecciones; otro es el diálogo. Dialogar es debatir, entre todos, las cuestiones que a todos nos afectan; eso supone que todos tengan derecho a la palabra: lo que significa, en el fondo, que el foro sea suficientemente pequeño para que todos puedan hablar; y eso excluye la llamada democracia directa; participativa. Pero el diálogo requiere, además del derecho a la palabra, que todos tengan algo que decir; y esto requiere, en primer lugar, que todos tengan el mismo nivel educativo y cultural; en segundo, que todos conozcan bien aquello de lo que se habla (y no hay nada que sea menos evidente); cuando se invita a debatir sobre un tema cualquiera lo más normal es que quien convoca el debate sea el único que conozca el tema.
La palabra es, para los griegos, el logos. La palabra hablada, al igual que la palabra escrita, debe tener una coherencia para poder decirse, o de lo contrario será tomada por apariencia de verdad: apariencia y engaño. Muchas veces hablamos pero no para decir lo verdadero, sino lo verosímil. Y muchas, conociendo bien lo que es verdad y mentira, preferimos decir, antes que las verdades auténticas, las mentiras verosímiles. El uso de la palabra se acerca entonces a la sofística, a la retórica, y emplea sofismas portadores del engaño, falacias formales, incorrecciones lógicas.
      Eso sucedería si considerásemos que la democracia es el ejercicio de la razón. Pero no es así. Además, hay quien piensa que la democracia no se ejerce en el diálogo, sino en las elecciones. Elegir es decidir. El diálogo es sustituido por una campaña electoral (con argumentos que se entienden a medias) o no es sustituido por nada: y elegimos con una información insuficiente de aquello sobre lo que estamos votando, o sin ninguna información en absoluto; muchos votan a ciegas o dejándose llevar por los rumores, o por los sondeos, que son otra clase de rumores; o votan por el primer impulso que les viene.
      La verdad es que en democracia pocos votan con la cabeza. La mayoría lo hace con el corazón, o con el bolsillo; en la tercera república francesa se decía que los radicales votaban con el corazón a la izquierda y el bolsillo a la derecha: supongamos que de verdad votásemos con el corazón; la energía que ponemos en el tablero estaría traspasada por el logos, por las razones creadoras de sentimientos que se someten a argumentación en la arena pública. Otros, sin embargo, votan sin convicción, sin confianza en ninguno de los candidatos, y sin ganas. Votar con alegría es elegir una opción que nos ilusiona, bien porque sentimos que es buena, bien porque las razones nos convencen; en el primer caso nos mueve la corazonada, el instinto ético, la ilusión que nos carga de emociones cordiales, y hasta entrañables, que hacen que un partido o un candidato nos caigan bien; en el segundo, nos mueven razones cuerdas que, o están reforzando lo que opinábamos, o nos han hecho cambiar de opinión.
            Pero hay también situaciones en que uno vota sin atender a razones y sin oír las voces del corazón. Uno vota por impulso de las vísceras. Tal candidato ha sido merecedor de nuestro odio y las tripas nos mueven a echarnos a la jugular. O tal otro despierta nuestro instinto ciego y votamos con una fe incondicional, sin atender a razones. Otro nos promete ir de triunfo en triunfo y nos arrojamos en sus brazos, por la sed de poder. Y otro promete arrasar el mundo con una fe plantada en las tripas, inmisericorde con sus adversarios, renegando de la lógica y renegando también del corazón. La gente necesita mesías, salvadores, magos que salen del magma social cabalgando a lomos de la sinrazón, y nosotros, irracionales, les votamos para que hagan lo que nos dice la pasión despiadada, sin querer saber nada de las consecuencias nefastas que van a tener nuestras decisiones; y que se ven a poco que abramos los ojos, pero los tenemos cerrados para que la cornada que ansiamos sea más fuerte y más feroz; y que nos descargue cegando, sin querer, las baterías de la máquina del infierno que estamos despertando de su letargo: ni lo queremos ni lo sabemos, pero es que tampoco lo queremos saber. 

 

Si la democracia elige un gobierno a través de la palabra, esa palabra puede ser solamente vehículo de razones, y entonces el pueblo podría se sustituido por un robot, un ordenador, un autómata pensante: y tendría que dialogar en entornos fríos donde sólo pudiera hablar la cabeza; o en entornos cálidos donde las razones fuesen arranques de vida traspasados por la voz de la cabeza: de la razón; o en espectáculos ciegos donde la gente sólo va a escuchar lo que quiere oír, y la razón no es el murmullo del corazón, ni de la cabeza; pues se presentan como razones lo que son argumentos carentes de razón, sentimientos avasalladores que no respetan nada, brotes y arrebatos que no nos salen de nuestro ser, sino del padecer: de padecer sufrimiento o de no padecer nada, sentimientos de quien quiere hacer algo pero no sabe lo que quiere, y les impone a los demás el erial de su propia ignorancia; la frente obcecada, la obediencia que se alza desde la falta de inteligencia, y que nada tiene que ver con quienes obedecen al corazón escuchando sus razones, y escuchando a la razón que las atraviesa, como un faro encendido, iluminando el camino por el que queremos pasar; es la voz de la inteligencia que reniega de sí misma, que prefiere permanecer dormida porque la pereza es cómoda a la hora de pensar; y hay que pensar con la cabeza, aunque el pensamiento mane de las fuentes secretas que bajan del corazón.
Y así, podemos votar en los debates fríos y desalmados; en los diálogos llenos de razones vitales; o en los diálogos de sordos donde no hay ni corazón ni cabeza. El ardor racional produce democracias deliberativas, aburridas y huecas; el ardor cordial produce democracias vitales, emocionantes y lógicas; y el ardor visceral produce dictaduras democráticas, tan apasionadas como absurdas, cuyo destino es el  inevitable final de la democracia. No es lo mismo un tecnócrata que un demócrata y que un demagogo. El tecnócrata sólo entiende de argumentos, de ciencia, de ingeniería, de deducciones. El demagogo sólo entiende de populismo, y es un salvador, un caudillo, a veces fanático iluminado, y a veces experto aprovechado con los pies en tierra. Y el demócrata sabe escuchar los deseos de la población, pero selecciona los que son racionales: los que hacen que seamos más que cerebros sin corazón; los que buscan, más que la lógica, la cordura; y la levantan frente a la locura de los caudillos. Los quijotes son en el fondo personas cuerdas (aunque superficialmente, como en los libros de caballerías, estén locos de remate); pero los curas y barberos son, simplemente, personas lógicas; de una lógica fría que desanima; de una razón que se pierde porque no está conectada con la vida; frente a los caballeros de la ilusión, son gente desilusionada: realista; y también frente a quienes confunden la ilusión con la realidad, y son ilusos.
La ilusión hace zarpar las naves rumbo a la utopía. Los desilusionados, desencantados, realistas y pragmáticos, piensan que no hay más realidad que la que pisan; no sueñan, y presumen por ello de vivir con los pies en tierra. Pero es otra especie de realismo, que sabe que los sueños forman parte de la realidad. Aquéllos son pragmáticos; sólo estos últimos son los verdaderos realistas¸ que son idealistas porque saben de la realidad del ideal, y viven con los pies en tierra, pero con el alma alzando el vuelo; como quienes se afianzan en tierra tomando impulso poco antes de dar el salto.
El ideal de los locos tiene cortados los lazos con la realidad: por eso son ilusos, pues creen en cosas imposibles, cuando el deber no echa sus raíces en el ser. Quieren forzar la realidad para que saque lo que no tiene dentro; y, lejos de sacar utopías de allí (utopía es lo que todavía no existe), mete dentro utopías que no pueden arraigar, porque no están adaptadas a esta tierra de la que está hecho lo real (y no son utopías, sino quimeras). La voz del pueblo contiene algo más que razones; contiene sueños; y además de logos es mythos: no sólo razonamiento, sino relato. Se queda corta si se siente atada en democracias deliberativas. Y se aborta en discursos altisonantes donde el mythos resuena sin el logos: sólo puede desarrollarse en el debate de las razones del relato de la vida. Frente a la razón descarnada y la carne irracional, la razón se encarna. No es lógica pura ni tampoco puro relato: sólo puede plantarse la voz de todos en un mundo cuajado de ilusión donde las razones creen sueños, y de los sueños salgan razones; y la realidad sembrada de sueños no dé a luz terribles monstruos, sino ideales hermosos.
Todavía es fecundo el vientre de la bestia inmunda. Y las utopías, desvariando en sus quimeras, no crean ya fabulosas ilusiones: sino desvaríos profundos. 

 




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