sábado, 12 de marzo de 2016

El argumento ontológico




EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO 

 

            Llamemos “existencia mental” a la existencia de ideas en la mente; y a lo que se refieren estas ideas lo llamaremos, simplemente, “existencia” (abreviatura de “existencia extramental” o “existencia referencial”, simplemente). A partir de esta diferencia expondremos el argumento popularizado por San Anselmo.
            Llamamos argumento ontológico al que demuestra la existencia de un ser a partir de su esencia; o sea que, con sólo pensarlo, ya existe; y no existe sólo dentro de la mente, sino también fuera de ella.
            Existir es causar efectos que podamos percibir, y por lo tanto, ser causa de otra cosa; o lo que es lo mismo, existir es aparecer en la realidad. 

1. ¿Qué es la realidad?
            La realidad es lo que percibimos, tanto en nuestra mente como con nuestros sentidos; la realidad mental (por ejemplo don Quijote) puede ser llamada realidad virtual, aunque lo virtual es también lo que nos aparece a los sentidos en una pantalla o, en general, en otro medio u objeto que sirva de intermediario; por ejemplo, una televisión, un ordenador, o el propio aire en el caso de imágenes holográficas o sonidos grabados, producen realidades virtuales; una orquesta produce sonido real, una grabación produce sonido virtual: “virtual” significa “posible”, y cualquier cosa grabada tiene la posibilidad de ser reproducida. No hay que confundir la virtualidad como posibilidad y la virtualidad como representación; tal candidato es virtualmente presidente; nuestra imagen en el espejo es una realidad virtual.
            Distinguiremos, pues, entre imagen real, mental y virtual. Un libro es un mundo virtual que no sale de sus páginas. Si existir es aparecer en la realidad, hay tantos tipos de realidades como de existencias; pero dios no tiene existencia real (no se manifiesta a los sentidos) ni virtual (no puede ser grabado en ningún soporte físico). Si existe en mi mente ¿se trata de una imagen, o de una idea? El ser imaginado existe de manera virtual en mí: yo puedo reproducir esa imagen en forma de dibujo, de caricia, de olor o de cualquier otro tipo de recreación; imaginar es recordar imágenes y recrearlas, combinándolas de manera diferente. Pero el ser mental también puede ser una idea. Las imágenes se perciben, las ideas se piensan. 

 

     2. ¿Qué es pensar?
            Hablaremos, para esos seres que están en la memoria y proceden del entendimiento, de existencia intelectual. Las ideas son seres que no contienen imágenes. Están hechos de relaciones extrasensoriales, y por lo tanto están fuera del tiempo, tienen una existencia intemporal: están hechos de conceptos y de lógica; los conceptos son seres desprovistos de presencia sensorial, y por tanto no ocupan lugar ni en el espacio ni en el tiempo; y la lógica está hecha de relaciones que tampoco tienen contenido sensorial.
            Ahora bien, los conceptos se alojan en el cerebro; son agrupaciones de neuronas, algunos las han llamado psiconas; por lo tanto se mueven en el espacio y en el tiempo cerebrales. Y como el espacio que ocupan está en nuestro cerebro, no en la realidad exterior a la mente: entonces hablamos de realidad semántica, no de realidad referencial; los significados sólo están en mi mente; las referencias están, además, fuera de mí.
            Lo mismo ocurre con las ideas. Las ideas son agrupaciones de conceptos mediante lazos lógicos. Los enlaces de la lógica no están en el mundo exterior a la mente, aunque se concretan en los objetos del mundo: por ejemplo la relación de inclusión puede hacerse evidente en la copa de un sombrero con relación a su ala, en una habitación con respecto al conjunto de la casa, en una muñeca rusa, en el tapacubos de un coche con relación a la rueda (y cosas por el estilo). Nosotros lo representamos mediante esquemas: un esquema es un dibujo, es decir un objeto sensorial con significado pero sin referencia, que es la abstracción de todos los objetos extramentales a los que se refiere.
            La idea de deducción es la creación de un objeto mental nuevo a partir de dos objetos mentales (en este caso intelectuales) que lo contienen. Si los mamíferos son vertebrados, yo puedo dibujar o imaginar un círculo con la palabra “mamífero” dentro de otro círculo con la palabra “vertebrado”. Si los vertebrados son animales, yo puedo meterlo dentro de otro círculo con la palabra “animales”. Luego quito el círculo de los vertebrados y me quedará el de los mamíferos dentro del de los animales: eso es deducir; quitar lo que sobra para fijarnos sólo en lo que queremos ver; en lo que buscamos. Simplificamos la idea compleja para aislar dentro de ella la idea simple que queríamos ver (y no la veíamos porque el resto de las otras cosas nos la ocultaban). Es como cuando perdemos una llave en el bosque: no la vemos; pero si quitamos el bosque veremos inmediatamente la llave.
            Resumiendo: hay varios tipos de existencias o realidades; la que llamamos “real” es una presencia exterior a nuestra mente; la existencia virtual es, por un lado, una existencia posible, y por otro una presencia exterior que percibimos sensorialmente a través de algún intermediario (por ejemplo, una pantalla o cualquier otro medio físico que le sirve de soporte); y la existencia mental se escinde en dos tipos de presencias bien diferentes: una nos aparece sensorialmente, y son las imágenes que recordamos o creamos; y otra nos aparece de manera extrasensorial, y son los conceptos y la lógica; las primeras proceden de la memoria o de la imaginación (imaginar es crear a partir de la memoria), y se refieren a objetos ya sean “reales”, ya virtuales (tomamos ahora la palabra “real” en sentido restringido referido solamente al mundo extramental, y no al virtual); las segundas proceden de la memoria, pero no de la imaginación, y a eso lo llamamos entendimiento: su referencia no es ni real ni virtual, sino solamente intelectual (“mental” en sentido estricto). El objeto del pensamiento por imágenes son la existencia real y la existencia virtual, producidos respectivamente por la percepción y la imaginación, ya sea propia (mis sueños) o ajena (Don Quijote, que no me lo he imaginado yo, sino Cervantes); el soporte en el que viajan las existencias virtuales puede ser lógico (el lenguaje) o analógico (una pantalla cinematográfica). El objeto del pensamiento intelectual es la existencia abstracta. Percibir e imaginar es pensar, y por lo tanto entender; pero es una inteligencia imaginativa (se refieren, en último extremo, a la realidad exterior: la que hay fuera de nuestra mente). La inteligencia abstracta se refiere sólo, como último eslabón de la cadena, a la mente. La fuente del conocimiento está, respectivamente, dentro y fuera de nosotros. 

 

     3. ¿Qué es dios?
            Volvamos al argumento ontológico: pensemos en dios. Si pensamos en él con la imaginación (ya que no lo podemos percibir), nos lo figuraremos como una realidad virtual: por ejemplo como un viejo de barba venerable. La fuente de nuestras imágenes es siempre el mundo exterior: pero la imagen de ese viejo de barba blanca no procede de dios, sino de un dibujo, una foto, una película, un viejo que hemos visto alguna vez en la calle. Pensar en dios bajo ese aspecto no es garantizarnos que exista dios, sino solamente que exista el modelo del que hemos tomado la imagen.
            Pensemos ahora en dios intelectualmente: sin imágenes. Transformémoslo en un concepto. Supongamos que dios es el ser más perfecto que existe. Ser perfecto significa dos cosas: contener todas las cualidades y ningún defecto; y contenerlas en grado infinito. Yo siempre he sentido agradecimiento por haber nacido; no quiero que concluya nunca mi existencia; sólo estaría dispuesto a abandonarla si fuera una existencia imperfecta, es decir si la vida no consistiera más que en sufrir, y sufrir mucho, y que mi sufrimiento fuera insoportable.
            Entonces estoy reconociendo que deseo tener una existencia perfecta: es mejor existir que no existir. Si existir es una ventaja (una cualidad), dios, que tiene todas las cualidades, debería contener también la cualidad de existir; y como es perfecto, la contiene en grado infinito: existencia perfecta, como en nosotros, que acerca el placer y aleja el dolor; e infinita, en grado máximo, superlativo, y absoluto, que sólo está en dios.
            Si dios es perfecto, es deseable. Si es mejor vivir la existencia que no vivirla, y si la vida es deseable, y por tanto perfecta: entonces la existencia es una perfección. Con sólo pensar en la perfección de dios ya sé que existe, porque si es perfecto debe contener la perfección de existir. Pensar es aquí concebir, no entender; yo concibo la idea de perfección aunque no la entienda fuera de la lógica, porque no tengo recuerdos que se refieran a ella como presencia y no sólo como concepto. Pero el concepto es señal de la presencia a la que se refiere, como la PSA es señal del cáncer aunque yo no lo vea en el escáner. El concepto de dios como ser perfecto me garantiza, pues, que existe ese ser al que se refiere mi concepto, aunque yo no lo pueda imaginar.
            Dios es perfecto, me dice la inteligencia, y me lo propone como hipótesis que tengo que analizar. Pero la perfección implica existencia, pues si no existiera no sería perfecto; luego dios existe. Su existencia no me ha sido demostrada observando la realidad a la que se refiere mi concepto, sino observando su concepto: en él está necesariamente su realidad. Que se demuestra por análisis, de ninguna manera recurriendo a la experiencia; que en último extremo siempre es sensorial. 

     4. ¿Quién es dios?
            Hemos hecho una demostración lógica de la existencia de dios. ¿Por qué lo llamamos “dios”? ¿Por qué no llamarlo, simplemente, “ser perfecto”, como dice su definición? ¿Qué significado le añade la palabra “dios”?
            Esa palabra puede referirse al dios de la biblia; con lo que trasladamos a un ser históricamente forjado por la humanidad la existencia de un concepto forjado lógicamente por la mente; una existencia lógica que todos pueden deducir; y caemos en una falacia. Empleando la palabra “dios”, entregamos al dios bíblico la existencia que sólo hemos extraído de un dios lógico; el argumento ontológico no se refiere, pues, a la revelación; el dios que manda diluvios y lluvias de fuego, el que ayuda a los hebreos a exterminar a los habitantes de Jericó, el que confunde a quienes quieren construir una torre de Babel: ése no es el dios de San Anselmo; por lo menos no lo es de su argumento.
            San Anselmo nos dice, simplemente, que es un ser perfecto; y que por lo tanto existe. Por perfección entendemos (creo que todos estamos de acuerdo) la posesión de todas las cualidades que es preferible tener antes que no tener: amor, inteligencia, belleza, bondad, poder; si todas esas cualidades son compatibles entre sí, estamos ante el punto de partida de la perfección; el punto de llegada es poseerlas en grado máximo; un amor infinito, una bondad infinita, una inteligencia infinita y un infinito poder. ¿Puede ser bueno un ser que ahoga a todos sus hijos en un diluvio? ¿Y que da en herencia a todos los niños inocentes un pecado original? ¿Que ellos no han cometido?
            El dios de San Anselmo no es el de la biblia; por lo menos no el del antiguo testamento; aunque él lo crea. Cuando hablamos de dios lo único que pretendemos es dar cuerpo a lo lógicamente perfecto. La perfección, por deducción lógica, existe; pero ¿qué es? Cabe suponer que es un mundo donde el mal no existe; y si existe, es sólo en grado infinitésimo; casi nulo; o nulo, a secas. Los infiernos teológicos, como lugares de castigo donde los sufrimientos son infinitos y eternos, son lógicamente inconcebibles. Tal vez haya un rincón en el multiverso, alguna región del espacio-tiempo, al que se accede por un agujero de gusano: una zona de la existencia, como el núcleo de la célula, a la que se llega de alguna forma, en la que se contiene la perfección. Podemos concebir la perfección como un esqueleto lógico relleno de carne afectiva; sería un sentimiento universal en el que se concentraría, porque es perfecto, la felicidad máxima. El camino para llegar a ella no tendrían por qué ser los sentidos. La imaginación procede de los sentidos, la lógica no; ¿por qué no podría existir el puro sentimiento? ¿Aquel cuya puerta de entrada no sería la sensación? Si es perfecto, sólo podría ser sentimiento bueno; o sea la inmensa felicidad: ése sería el paraíso ontológico cuya existencia nos es demostrada por un razonamiento. ¿No podría ser que se encontrara en la luz? Un fotón, como hemos oído decir en feliz metáfora a algunos de nuestros físicos, viaja a la velocidad máxima, aquella por la que se pasa a otra dimensión: un fotón conocería el pasado, el presente y el futuro; sería como el dios de los filósofos.
            ¿Pero qué rostro tendría un dios semejante? No lo tendría. Posiblemente no. Porque sería sensibilidad sin sentidos, sólo sentimiento. Sería como la embriaguez del vino, que desata la euforia sin distinguir las cosas porque se le nublan los sentidos. Sería como el escalofrío del músico cuando siente cosas sublimes. El sentimiento de Kant que está más allá de toda medida. El entusiasmo de los artistas, el éxtasis de los místicos, el amor de quien mucho quiere, amor maravilloso, sublime y delicado, tierno, infinito; sería nuestro ser entero atravesado de inmensa felicidad; sería un paraíso.
            ¿Ese paraíso existe? ¿Existe ese éxtasis, ese estar fuera de sí, ese ser arrebatado y pleno, esa felicidad suprema? Existe. ¿Y por qué no? Si el universo es sentimiento con estructura lógica, y si la lógica demuestra que es posible la perfección, ¿por qué negar que pueda existir el placer supremo? El argumento ontológico nos garantiza que existe la suprema felicidad. Eso es lo que significa la palabra “dios”, y no los contenidos históricos, traspasados de ambición política, que suponen las religiones.
            Esa felicidad sublime no está en este mundo. No existe en la realidad física que nos penetra por los sentidos, ni tampoco en la imaginación; es sólo una realidad lógica: el argumento ontológico. Pero que sea una realidad física tiene que ver con nuestro mundo, con nuestro espacio-tiempo, con lo que nosotros llamamos naturaleza; salir de ella es entrar en otro espacio-tiempo diferente, en otra naturaleza con leyes distintas de las nuestras: nosotros lo llamamos realidad sobrenatural, pero es sólo una naturaleza paralela.
            Supongamos que en ese mundo los aminoácidos esenciales no estuvieran en la carne; entonces los animales no serían, los unos para los otros, depósitos de nutrientes; se podría ser inteligente sin ser carnívoro, lo que no sucede en nuestro espacio-tiempo. Y si las leyes bioquímicas fueran diferentes, quizá sucedería lo mismo con la química de las emociones; quizá existieran consecuencias malas, pero no malas intenciones; el mal no existiría quizá en nuestras cabezas si tuviéramos una bioquímica diferente. La naturaleza no sería una lucha por la vida con supervivencia del más apto, sino un depósito de oportunidades. Y la historia no conocería las guerras porque sería muy otra la naturaleza humana. La naturaleza no sería cruel y la historia no sería despiadada. Eso sucedería si viviéramos muy cerca de las regiones donde mora dios. Y con mucho mayor motivo sucedería si viviéramos en la casa de dios mismo.
            Dios es un sentimiento sagrado que late dentro de nosotros; nuestra vida es la búsqueda incesante de esa fuerza; que es nuestra; que es el corazón que late dentro del universo. Seguramente las religiones han buscado esa fuerza, pero se han perdido en las figuras de los dioses que han escondido, como máscaras reveladas en la historia, el verdadero rostro divino que late en el corazón de todos: que es la verdadera revelación; el amor hecho carne; dentro del esqueleto de San Anselmo. 

 




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