sábado, 26 de marzo de 2016

Andrés Laguna Segoviensis





ANDRÉS LAGUNA SEGOVIENSIS 

 

            Nació en Segovia en 1499 (algunos dicen que en 1511). Estudió con Domingo de Soto, hizo el bachillerato de artes en Salamanca y estudió medicina en París. Pasó 20 años en España y otros 27 recorriendo Europa: París, Londres, Gante, Metz, Colonia, Bolonia, Venecia, Pisa, Florencia, Nápoles, Génova, Trento y los Países Bajos. Fue médico del papa Julio III y del emperador Carlos V, pero también lo contrató el ayuntamiento de Metz: por eso se puede decir que fue médico de ricos y pobres.

 Escribió una Anatomía donde refiere las disecciones que practicó (desautorizando incluso a Galeno, al comprobar que el hígado no tenía cinco lóbulos). Su obra más importante fue el Dioscórides, que tradujo y comentó pormenorizadamente. También escribió el Discurso breve sobre la cura y preservación de la pestilencia y el Discurso de Europa (subtitulado Europa que a sí misma se atormenta). Se le atribuye el Viaje de Turquía. Murió en Guadalajara en 1559, cuando ya estaba de regreso a Segovia.

            Después de haberse pasado la vida viajando, regresó a casa. “Encontré el puerto”, reza una inscripción que hay en su capilla funeraria. Y Andrés Laguna, segoviensis, como él mismo gustaba de llamarse, siguió en sus postreros años el instinto de la tierra.


1. Dioscórides.

            En el Renacimiento vuelve el deseo de coleccionar plantas; también de revisar los textos de griegos y romanos para librarlos de las falsedades que les agregaron los copistas; y para someterlos a crítica; el instrumento necesario para traducir es el conocimiento de los idiomas, como se dice en un pasaje del Viaje de Turquía. Latín y griego (y, llegado el caso, árabe y hebreo); para la crítica son necesarias la observación y la lógica.
            Andrés Laguna pudo anticiparse a Vesalio en el estudio riguroso de la anatomía. Si Vesalio dijo de uno de sus maestros parisinos que “no sabía hubiera manejado el cuchillo más que a las horas de comer”, Laguna, mediante la disección, confirmará el descubrimiento de la válvula ileocecal que había hecho Variolo; también disecará los uréteres para demostrar el camino que seguía la orina hasta la vejiga, y desautorizará a Galeno comprobando que el hígado no tenía cinco lóbulos.
            Sin embargo lamentará no haber hecho más disecciones. Seguramente porque los otros países tenían un libro de farmacia y España no lo tenía: Andrés Laguna, haciéndose eco de esa necesidad, renunciará a la observación sistemática y se embarcará en la tarea de traducir el Dioscórides del griego. Pedazio Dioscórides, de Anarzaba, en Cilicia, recorrió Europa junto a las legiones romanas y recogió todos los caracteres botánicos que pudo, relacionándolos con sus aplicaciones a la medicina; entre sus predecesores botánicos estaba Teofrasto; entre sus sucesores, Plinio (Historia natural) y Columela (Libro de agricultura). En la Edad Media circularon las versiones griega, latina y árabe; se manejaron en Constantinopla, Munich, Bizancio o París; en 1516 ya estaba la edición de Alcalá con prólogo de Nebrija, pero fue Laguna el que depuró y comentó profusamente el Dioscórides; hasta 1906  no le dará Max Wellmann la versión definitiva. Andrés Laguna hizo más que traducirlo: coronó un dilatado trabajo de observación por los campos de Europa, para cotejar las descripciones del libro con la naturaleza real, de modo que en él se conjugan dos trabajos en uno: una traducción que hace como humanista, y un tratado de observación descriptiva que hace como médico.
            El Dioscórides de Laguna consta de seis libros: el primero, de 147 capítulos, trata de las plantas, las medicinas aromáticas y los ungüentos; el segundo, de 177, de los animales; el tercero y el cuarto, de las raíces y las hierbas medicinales; el quinto, de los vinos y minerales; y el sexto (69 capítulos), de los venenos. En aquel tiempo se consideraba que los animales eran alimento, las plantas medicina y los minerales veneno; por eso los reyes padecían gota y los médicos rechazaban que los minerales tuviesen virtudes curativas (un dogma contra el que se iban a levantar, años más tarde,  los iatroquímicos). He aquí algunos ejemplos:    

El paliuro:     
            Gran discrepancia se halla entre los escritores acerca del paliuro. Porque Dioscórides, Teofrasto, Agatocles y Plutarco le pintan cada uno a su manera; y así no es maravilla que no conste totalmente entre nosotros cual planta sea. Dado que el agrifolio, que en España llamamos acebo, de cuya corteza suele hacerse la liga para coger los pájaros, me parece a mí ser el legítimo paliuro.

La oxicanta:
            Hállase gran copia de aquesta planta por todas partes y principalmente en el valle del Tejadilla, que está junto a Segovia, mi tierra; a do me acuerdo, siendo muchacho haber ido a coger muchas veces majuelas, que así llaman el fruto de la oxicanta.

 

2. El discurso sobre la peste.

            Andrés laguna se suma a la costumbre de curar las enfermedades eliminando las causas, no los síntomas; pero adolece, como su época, de un vicio: querer extraer consecuencias de los hechos antes de buscarles explicación; y es que el interés terapéutico se adelanta al interés diagnóstico (que debería prevalecer para que la curación fuera eficaz). Si entre las causas de la enfermedad está la suciedad, conviene que “resplandezca una singular y estraña limpieza”; ya desde las Cruzadas moría gente por ignorancia de la higiene elemental, y en 1546 Fracastoro hablaba del contacto directo de las semillas de la enfermedad por el vestido y los utensilios, y de su infección a distancia; en 1377 se hicieron esfuerzos sistemáticos por aislar a los portadores de la enfermedad (la “trentena” que aplicó la ciudad de Ragusa); pero Laguna extiende esas medidas a quienes, sin ser actualmente portadores, corren riesgo de serlo: en consonancia con la cuarentena que empezaba a aplicar el hospital de Venecia.
            Bien es cierto que Laguna está lejos de las tablas baconianas. Si la peste viene asociada al calor húmedo, la suciedad, los cometas, anfibios, reptiles, ratones y otros animales inmundos como “las viruelas y el sarampión”, esta observación es lo más parecido a una tabla de presencias; pero se debe a una práctica empírica, no a una teoría inductiva. Bien es cierto también que el microscopio sólo se construye en 1600, cuando hace tiempo que Laguna ha muerto; y que se creyó todavía durante muchos años en la generación espontánea de Aristóteles (que sostenía que la materia viva surgía de la materia inerte): lo que impidió pensar en la continuidad vital (lo vivo procede necesariamente de una vida preexistente), y mucho menos en el contagium vivum (que admite que ciertas infecciones se deben a seres microscópicos). Laguna, falto de esos recursos, no podía escapar a los prejuicios médicos de su época: que veían, desde Hipócrates, que las causas próximas de las enfermedades, en este caso la peste (causas como la corrupción del aire), se debían a otras causas remotas como los terremotos, el clima y los influjos astrológicos.
            Tales fueron las condiciones en las que Andrés Laguna intentaría curar la peste en la ciudad de Metz. Fruto de esa experiencia fue su Discurso sobre la cura y preservación de la pestilencia: en él se contiene todo lo que se puede hacer (que no es poco) sin microscopio, sin teoría celular y sin teoría del contagium vivum; con una medicina limitada al estudio de la anatomía superficial, y con pocas o nulas posibilidades en parasitología y epidemiología. Obligado a hacer pronósticos sin diagnóstico, sin una física y una química que permitan saber en qué consiste esa causa que él llama “ayre infecto y corrupto”, a la que atribuye todos los efectos de la peste, Laguna insiste en la importancia de la higiene como factor de curación: esto de por sí ya es de gran importancia; en consonancia con las medidas que tomaban los médicos de la época.
            Pero hay que destacar, detrás de esas limitaciones, algunos méritos: como la primacía de la observación frente a la autoridad; el uso de la razón crítica (sin explicaciones sistemáticas) en su oficio de médico; algún atisbo de experimento; conciencia de la duda en las conjeturas médicas; énfasis de la higiene como factor preventivo; y, sobre todo, el abandono de la magia. Sólo por estos atisbos merece ser considerado como un precursor moderno de la medicina; y por haberse atrevido a curar la peste, en lugar de contentarse, como hizo Vesalio, con dedicarse a la anatomía: una actividad que, en aquella época, le habría proporcionado más éxito.


3. Discurso de Europa.

            Andrés Laguna es, en palabras de Marcel Bataillon, “un español europeísimo”. Se hablaba ya de la “República cristiana” que, “trascendiendo las soberanías territoriales (…) va, naturalmente, acompañada de un concepto jurídico supranacional de una más vasta comunidad sobre la tierra”. No obstante, en el siglo XVI Europa, si bien ya constituye una unidad cultural, no es todavía una unidad política; está dividida, pues la reforma protestante la ha arrojado a una espiral luchas intestinas; y mientras ella misma se desangra, afuera vigila el enemigo, que es potente: Turquía. El objetivo de Laguna es pedir la unidad y concordia de los príncipes cristianos para que Europa se levante de su postración; el recurso que utiliza, más que centrarse en hablar de Europa, es dejar que hable ella misma; el resultado no será, pues, un discurso sobre Europa, sino de Europa; Europa, que a sí misma se atormenta; Europa heauten timorumene.
            Fue pronunciado en Colonia, en el gimnasio de las artes, al anochecer; “haciendo gala de negras antorchas y de distintos rituales funerarios”. Europa está personificada en una mujer enferma. Entra en el aula magna y se desmaya. Después, el autor comunica sus avatares y peripecias. Luego viene el argumento, en el que el propio Laguna, en un estilo teatral, busca la benevolencia del público e insta a que los príncipes cristianos, enemigos de Carlos V y de Fernando II, busquen la concordia. Tras una última descripción de Europa (moribunda), y de un ejemplo que sirve de exhortación, se dirige al lector instándole a que comprenda.
            Laguna habla de “los enemigos de los cristianos”, pero en el Viaje de Turquía, lejos de considerar a los turcos como extraños, los intenta comprender. “Concebí a quienes habían de destrozar mis entrañas”, dice Europa; y frente a los separatismos étnicos o religiosos, el propio Dioscórides advertía de que “las plantas nos dan claro ejemplo para ejercer equidad y justicia, pues vemos que cada una de ellas permanece en su propio asiento en el cual fue transpuesta y sembrada, sin usurpar o invadir el sitio de sus vecinas”. Hace Laguna un inventario de los horrores de la guerra: destrucción y muerte (ciudades en ruinas, campos desolados, templos incendiados), y toma partido por el césar (el emperador) como garante de la paz, “digno de ser imitado”, dice él, “por los príncipes cristianos”. El ejemplo que ha utilizado le enseña que es indecoroso que aquellos a quienes la naturaleza unió los separe la ambición o el dinero; y que es incierto el resultado, pues en nuestras manos está el comenzarlo,  pero no su terminación; y como todos los bandos han de perder más de lo que ganen, concluye Laguna: “cede la mitad de lo tuyo, que yo cederé otro tanto de lo mío”. En las guerras, como en los pleitos, nunca hay un ganador.
            Por eso habla de “Europa, que a sí misma se atormenta”. La única solución es la unidad de todos. La unidad en la paz, no en la guerra. Y si hemos de creer en la autoría de Laguna, esta enseñanza se completa con la que nos da en el Viaje de Turquía: que la unidad de Europa sólo se cimenta con la convivencia pacífica de los pueblos que hay más allá de sus fronteras; aunque hoy se cuestione si Turquía forma parte de Europa o está en los márgenes de ella.

            Marchando yo, poco ha, a la gestión de mis asuntos privados, salió a mi encuentro una mujer, mucho más desdichada –a juicio mío- que cualquier otra, varones clarísimos, toda llorosa, triste, pálida, trunca y mutilada en sus miembros, hundidos los ojos y como escondidos en una caverna, extremadamente macilenta y escuálida, cual las viejas que a mí tantas veces suelen acudir consumidas por la fiebre de la tuberculosis.

 

4. Viaje de Turquía.

            Marcel Bataillon atribuye esta obra a Andrés Laguna. Nada es menos seguro. Si tal fuera el caso, Laguna habría aprovechado para hacer un ejercicio de autocrítica como Montesquieu lo hizo en las Cartas persas. Unos cautivos cristianos descubren con igual objetividad las luces y las sombras del imperio turco; y aprovechan para recordar que también la cristiandad, que tiene muchas luces, tiene muchas sombras. El Viaje de Turquía es a la vez una novela de costumbres y una novela picaresca.
            Este extenso diálogo cuenta la odisea de Pedro de Urdemalas, al que Marcel Bataillon no dudó en calificar de Ulises cristiano. Son tres los personajes: Pedro de Urdemalas (literalmente: “Pedro de malas artes”), astuto y observador, hombre de letras que entiende de medicina; Juan de Voto a Dios, judío errante que presume de lo que carece; y Matalascallando, socarrón, escéptico, burlón, desconfiado y amigo de contrastar las cosas: “si el oficio de médico es matar… ¿no lo hará mejor cuanto menos estudiare?”
            La autonomía de la razón pasa por la demolición de los dos pilares de la escolástica: los filósofos y la Iglesia; ambos están cautivos dentro del criterio de autoridad. En cuanto al filósofo, “si le preguntáis por qué es verdad esto, responderá con su gran simpleza y menos saber, que porque lo dixo Aristóteles”; en cuanto al fraile, la autoridad se da la mano con el rechazo de la experimentación: “plugiese a Dios (…) que muchos de los theólogos que andan en los púlpitos y escuelas midiendo a palmos y a jemes la potencia de Dios (…) supiesen por experiençia midir los palmos que tiene de largo el remo de la galera turquesca”. Bajo esta tónica mordaz e irreverente, propia de la picaresca, no late una falta de religiosidad, sino un deseo de que la religiosidad se acomode a la ciencia. Eran los tiempos de Erasmo. Cuando llegue Felipe II, rey de la Contrarreforma, las cosas cambiarán; primero fue Carlos V, príncipe del Renacimiento.
            Pedro de Urdemalas critica el método escolar de gramática y comentario pues, cuando se trata de aprender idiomas, “su fin no es saber fábulas (…) sino entender la lengua”. Y puestos a hablar, lo principal es pronunciar: “ninguna cosa hay para entender las lenguas (…) que la pronunciación”. Su programa de estudios es de rabiosa actualidad, pues reclama menos competencia lingüística (así lo llamamos hoy) y más competencia de comunicación. El conocimiento de las lenguas facilítale el espíritu de comprensión y tolerancia, y es una exhortación a dialogar entre las diversas culturas de la tierra.
            He aquí algunos de sus rasgos de humor:

            -¿Hay mugeres en Turquía?
            -No, que los hombres se nasçen en el campo como hongos.

*
            -Yo digo que la çinta puede muy bien ser causa que la muger se empreñe si se la saben çeñir.
            -¿Cómo se ha de çeñir?
(…)
            -El fraile más moço, a solas en su celda, y ella desnuda.

*
            -¿Cómo podías sin casa sufrir tanto frío y sin ropa?
            -Hartándome de ajos crudos, y vino, que es brasero del estómago.


5. Conclusión.

            Andrés Laguna fue un científico, pero también un humanista; un equilibrio casi perfecto entre literatura y ciencia (dos polos que, tradicionalmente, se han dado la espalda). En el siglo XIV se cultivó la ciencia: en el XV, el humanismo. En el XVIII fue la Ilustración: en el XIX, el positivismo. El empirismo lógico, en el XX, creyó que sólo había futuro dentro la ciencia: después la hermenéutica cambiaría el enfoque de nuevo. Ciencias y letras: dos “culturas”, como dijo Snow en 1959, apostando por la ciencia como garantía de futuro; y viendo en las letras, frente al progreso científico, una rémora para la humanidad. Antes había dicho lo contrario Jean Baptista Vico.
            Pero Andrés Laguna, antes que todos ellos, supo ver, como médico humanista, que el lastre más grande de todos era que las ciencias menospreciaran a las humanidades; y que las ciencias naturales también despreciaran a las ciencias humanas: éste es el legado que querríamos rescatar. Andrés Laguna: el diálogo entre humanismo y ciencia (columna vertebral sobre la que se edifica la cultura) es el eje sobre el que se desarrolla nuestra personalidad. Plenamente. El único que puede ofrecernos todas las garantías.

 


sábado, 19 de marzo de 2016

Los invasores





LOS INVASORES  

 

            Nos han invadido. Han ocupado nuestro sitio, se han metido en nuestro hogar, se han puesto nuestras ropas, han adoptado nuestras costumbres, se han cogido nuestros vicios, se han camuflado entre nosotros. Los han llamado para educar y han venido para quedarse. Como una invasión de parásitos, han cogido el poder, sedientos de mando; y han vampirizado las clases, las máquinas, los laboratorios, han vampirizado talleres, armarios, se han infiltrado en la administración, lo han inutilizado todo. Han chupado la sangre de la escuela y han sabido vivir a costa de ella. Ahora la escuela es un fantasma escuálido, raquítico, un esqueleto sin carne, un armazón cubierto de pellejo, una caja sin contenido, un producto del ataque, un producto de la invasión, una víctima. Han vivido a costa de la escuela y ya la escuela se ha desangrado. Su savia ha alimentado legiones de parásitos y ahora no tiene fuerza para ser ella: se ha secado.
            Están para servir, pero ellos vienen a servirse. Tienen razones para todo, y en eso se nota que no tienen razón. Se les conoce porque nunca se equivocan. Saben hablar, y engañan a la gente. Tienen la virtud de empobrecernos. Su contacto es un tóxico poderoso que lo desnaturaliza todo. En sus manos la educación se ha convertido en una máquina de controlar niños. Las notas ya no sirven para valorar sus progresos, sino para medir su obediencia. El aula ya no es su hogar, sino su cárcel. El libro ya no es una ayuda, sino un peso; no es un bastón que ayuda a caminar, sino un bulto que se carga a las espaldas. Y la disciplina no es un síntoma de libertad sino una causa de castigo. Han venido los invasores. Se han infiltrado entre nosotros, se han camuflado. Su aliento tóxico se ha colado hasta los últimos tejidos de nuestro ser.
            Han vuelto los invasores. En la televisión eran unos extraterrestes que venían a la tierra para echarnos de la tierra. Se les reconocía porque tenían tieso el dedo meñique. Estos invasores, sin embargo, no pueden ser reconocidos por ningún signo externo. Sólo pueden ser detectados por la inteligencia. Se nota que son invasores cuando evalúan y nunca fallan; cuando les pides cuentas y siempre tienen razón; cuando confunden la educación con el éxito; cuando ven desorden donde hay vida; cuando ven demonios donde sólo hay niños; cuando ven castigos donde hay docencia; cuando ven en la enseñanza un campo de batalla y no un campo de trigo, una lucha contra los niños y no por los niños, una búsqueda del orden y no un desorden que se orienta hacia la vida.
            Han llegado los invasores. Son gestores de las cosas, no animadores ni amigos. Usan el vocabulario de la libertad, pero lo visten con ropajes de servilismo. Han confundido el poder con el despotismo, la autoridad con el poder, y el poder con el castigo. Sólo saben hablar de obediencia, de sanciones, de rigor; hablan mil veces para condenar y ni una sola para dar ánimos, y no te miran para ayudar, sino para medirte, para controlarte, para que te sientas vigilado. Gastan sus energías en reprimir las fuerzas vitales porque desconfían de ellas; las persiguen, porque no pueden controlarlas; y luchan contra la realidad, luchan contra los molinos. No se le pueden poner puertas al campo, y ellos no lo saben; en su afán de poder, creen que pueden controlarlo todo. Y son, a fin de cuentas, sólo esclavos de sí mismos.
            Han llegado los invasores. Han usurpado el lugar del maestro, y han convertido la escuela en un campo de concentración. Lo diseñan todo para vigilar a los alumnos, pero los alumnos se les escapan. Los vigilan porque no confían en ellos. Van a las clases y entran a saco, gritando, amenazando, avasallando. Van de excursión y les avisan, advirtiéndoles de que sean obedientes, amenazándoles si no se pliegan. Y luego se sorprenden de que los alumnos no los quieran. Cuando el maestro, el verdadero maestro, les habla con cariño, los alumnos le escuchan y obedecen; y ellos, que no pueden entenderlo, lo desprecian diciendo que el maestro pierde su autoridad cuando se muestra comprensivo. Confunden la comprensión con la claudicación. Confunden el amor con una rendición total, porque el bando del profesor no puede firmar la paz con el del alumno. Tiene que haber orden, las cosas tienen que volver a la normalidad, y lo normal es que se odien el profesor y el alumno.
            ¿Ves? Han confundido la escuela con un panóptico. Con una cárcel, con un cuartel, con un campo de concentración, con una granja. Todo debe servir a la principal función de la escuela, que es controlar al enemigo: tener sujetos a los alumnos, atarlos como se ata a las gallinas, en fila mirando al frente, para que pongan huevos; y encenderles la luz para que no duerman cuando tengan sueño, para que cumplan la función que les hemos asignado –poner huevos, estar preso, aprender-, no vaya a ser que quieren vivir y divertirse. La escuela y la cárcel, como un panóptico, están construidos para que el profesor pueda vigilar a todo el mundo desde el mirador. La esencia de la escuela no son las aulas, es el mirador; es el lugar donde se pone el vigilante, en lo alto del mástil, como la torre de control, en el puesto de mando. Todos, profesores, padres y bedeles, deben vigilar a los alumnos. Pero la vida es incontenible, la vida es ímpetu; se abre paso entre los virus que han venido a invadirla. Y los bedeles, que han venido para vigilar, están entre los alumnos comprendiendo, escuchando y amando. A pesar de todos los invasores que no tienen el meñique tieso; y que no pueden ser vistos con los ojos de la cara, sino tan sólo con los ojos del alma. Frente a la invasión se ha levantado la resistencia. El planeta de la escuela no será conquistado por los alienígenas del poder; porque, a pesar de todo, la vida emerge por los resquicios del mando. El maestro vencerá al vigilante. Las palabras usurpadas conquistarán su libertad; su significado. Y será la derrota de quien atentó contra la libertad afirmando batirse en su nombre. Los profanadores de la vida. Los usurpadores institucionales. Los que traicionaron a la educación. Los invasores. 

 





sábado, 12 de marzo de 2016

El argumento ontológico




EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO 

 

            Llamemos “existencia mental” a la existencia de ideas en la mente; y a lo que se refieren estas ideas lo llamaremos, simplemente, “existencia” (abreviatura de “existencia extramental” o “existencia referencial”, simplemente). A partir de esta diferencia expondremos el argumento popularizado por San Anselmo.
            Llamamos argumento ontológico al que demuestra la existencia de un ser a partir de su esencia; o sea que, con sólo pensarlo, ya existe; y no existe sólo dentro de la mente, sino también fuera de ella.
            Existir es causar efectos que podamos percibir, y por lo tanto, ser causa de otra cosa; o lo que es lo mismo, existir es aparecer en la realidad. 

1. ¿Qué es la realidad?
            La realidad es lo que percibimos, tanto en nuestra mente como con nuestros sentidos; la realidad mental (por ejemplo don Quijote) puede ser llamada realidad virtual, aunque lo virtual es también lo que nos aparece a los sentidos en una pantalla o, en general, en otro medio u objeto que sirva de intermediario; por ejemplo, una televisión, un ordenador, o el propio aire en el caso de imágenes holográficas o sonidos grabados, producen realidades virtuales; una orquesta produce sonido real, una grabación produce sonido virtual: “virtual” significa “posible”, y cualquier cosa grabada tiene la posibilidad de ser reproducida. No hay que confundir la virtualidad como posibilidad y la virtualidad como representación; tal candidato es virtualmente presidente; nuestra imagen en el espejo es una realidad virtual.
            Distinguiremos, pues, entre imagen real, mental y virtual. Un libro es un mundo virtual que no sale de sus páginas. Si existir es aparecer en la realidad, hay tantos tipos de realidades como de existencias; pero dios no tiene existencia real (no se manifiesta a los sentidos) ni virtual (no puede ser grabado en ningún soporte físico). Si existe en mi mente ¿se trata de una imagen, o de una idea? El ser imaginado existe de manera virtual en mí: yo puedo reproducir esa imagen en forma de dibujo, de caricia, de olor o de cualquier otro tipo de recreación; imaginar es recordar imágenes y recrearlas, combinándolas de manera diferente. Pero el ser mental también puede ser una idea. Las imágenes se perciben, las ideas se piensan. 

 

     2. ¿Qué es pensar?
            Hablaremos, para esos seres que están en la memoria y proceden del entendimiento, de existencia intelectual. Las ideas son seres que no contienen imágenes. Están hechos de relaciones extrasensoriales, y por lo tanto están fuera del tiempo, tienen una existencia intemporal: están hechos de conceptos y de lógica; los conceptos son seres desprovistos de presencia sensorial, y por tanto no ocupan lugar ni en el espacio ni en el tiempo; y la lógica está hecha de relaciones que tampoco tienen contenido sensorial.
            Ahora bien, los conceptos se alojan en el cerebro; son agrupaciones de neuronas, algunos las han llamado psiconas; por lo tanto se mueven en el espacio y en el tiempo cerebrales. Y como el espacio que ocupan está en nuestro cerebro, no en la realidad exterior a la mente: entonces hablamos de realidad semántica, no de realidad referencial; los significados sólo están en mi mente; las referencias están, además, fuera de mí.
            Lo mismo ocurre con las ideas. Las ideas son agrupaciones de conceptos mediante lazos lógicos. Los enlaces de la lógica no están en el mundo exterior a la mente, aunque se concretan en los objetos del mundo: por ejemplo la relación de inclusión puede hacerse evidente en la copa de un sombrero con relación a su ala, en una habitación con respecto al conjunto de la casa, en una muñeca rusa, en el tapacubos de un coche con relación a la rueda (y cosas por el estilo). Nosotros lo representamos mediante esquemas: un esquema es un dibujo, es decir un objeto sensorial con significado pero sin referencia, que es la abstracción de todos los objetos extramentales a los que se refiere.
            La idea de deducción es la creación de un objeto mental nuevo a partir de dos objetos mentales (en este caso intelectuales) que lo contienen. Si los mamíferos son vertebrados, yo puedo dibujar o imaginar un círculo con la palabra “mamífero” dentro de otro círculo con la palabra “vertebrado”. Si los vertebrados son animales, yo puedo meterlo dentro de otro círculo con la palabra “animales”. Luego quito el círculo de los vertebrados y me quedará el de los mamíferos dentro del de los animales: eso es deducir; quitar lo que sobra para fijarnos sólo en lo que queremos ver; en lo que buscamos. Simplificamos la idea compleja para aislar dentro de ella la idea simple que queríamos ver (y no la veíamos porque el resto de las otras cosas nos la ocultaban). Es como cuando perdemos una llave en el bosque: no la vemos; pero si quitamos el bosque veremos inmediatamente la llave.
            Resumiendo: hay varios tipos de existencias o realidades; la que llamamos “real” es una presencia exterior a nuestra mente; la existencia virtual es, por un lado, una existencia posible, y por otro una presencia exterior que percibimos sensorialmente a través de algún intermediario (por ejemplo, una pantalla o cualquier otro medio físico que le sirve de soporte); y la existencia mental se escinde en dos tipos de presencias bien diferentes: una nos aparece sensorialmente, y son las imágenes que recordamos o creamos; y otra nos aparece de manera extrasensorial, y son los conceptos y la lógica; las primeras proceden de la memoria o de la imaginación (imaginar es crear a partir de la memoria), y se refieren a objetos ya sean “reales”, ya virtuales (tomamos ahora la palabra “real” en sentido restringido referido solamente al mundo extramental, y no al virtual); las segundas proceden de la memoria, pero no de la imaginación, y a eso lo llamamos entendimiento: su referencia no es ni real ni virtual, sino solamente intelectual (“mental” en sentido estricto). El objeto del pensamiento por imágenes son la existencia real y la existencia virtual, producidos respectivamente por la percepción y la imaginación, ya sea propia (mis sueños) o ajena (Don Quijote, que no me lo he imaginado yo, sino Cervantes); el soporte en el que viajan las existencias virtuales puede ser lógico (el lenguaje) o analógico (una pantalla cinematográfica). El objeto del pensamiento intelectual es la existencia abstracta. Percibir e imaginar es pensar, y por lo tanto entender; pero es una inteligencia imaginativa (se refieren, en último extremo, a la realidad exterior: la que hay fuera de nuestra mente). La inteligencia abstracta se refiere sólo, como último eslabón de la cadena, a la mente. La fuente del conocimiento está, respectivamente, dentro y fuera de nosotros. 

 

     3. ¿Qué es dios?
            Volvamos al argumento ontológico: pensemos en dios. Si pensamos en él con la imaginación (ya que no lo podemos percibir), nos lo figuraremos como una realidad virtual: por ejemplo como un viejo de barba venerable. La fuente de nuestras imágenes es siempre el mundo exterior: pero la imagen de ese viejo de barba blanca no procede de dios, sino de un dibujo, una foto, una película, un viejo que hemos visto alguna vez en la calle. Pensar en dios bajo ese aspecto no es garantizarnos que exista dios, sino solamente que exista el modelo del que hemos tomado la imagen.
            Pensemos ahora en dios intelectualmente: sin imágenes. Transformémoslo en un concepto. Supongamos que dios es el ser más perfecto que existe. Ser perfecto significa dos cosas: contener todas las cualidades y ningún defecto; y contenerlas en grado infinito. Yo siempre he sentido agradecimiento por haber nacido; no quiero que concluya nunca mi existencia; sólo estaría dispuesto a abandonarla si fuera una existencia imperfecta, es decir si la vida no consistiera más que en sufrir, y sufrir mucho, y que mi sufrimiento fuera insoportable.
            Entonces estoy reconociendo que deseo tener una existencia perfecta: es mejor existir que no existir. Si existir es una ventaja (una cualidad), dios, que tiene todas las cualidades, debería contener también la cualidad de existir; y como es perfecto, la contiene en grado infinito: existencia perfecta, como en nosotros, que acerca el placer y aleja el dolor; e infinita, en grado máximo, superlativo, y absoluto, que sólo está en dios.
            Si dios es perfecto, es deseable. Si es mejor vivir la existencia que no vivirla, y si la vida es deseable, y por tanto perfecta: entonces la existencia es una perfección. Con sólo pensar en la perfección de dios ya sé que existe, porque si es perfecto debe contener la perfección de existir. Pensar es aquí concebir, no entender; yo concibo la idea de perfección aunque no la entienda fuera de la lógica, porque no tengo recuerdos que se refieran a ella como presencia y no sólo como concepto. Pero el concepto es señal de la presencia a la que se refiere, como la PSA es señal del cáncer aunque yo no lo vea en el escáner. El concepto de dios como ser perfecto me garantiza, pues, que existe ese ser al que se refiere mi concepto, aunque yo no lo pueda imaginar.
            Dios es perfecto, me dice la inteligencia, y me lo propone como hipótesis que tengo que analizar. Pero la perfección implica existencia, pues si no existiera no sería perfecto; luego dios existe. Su existencia no me ha sido demostrada observando la realidad a la que se refiere mi concepto, sino observando su concepto: en él está necesariamente su realidad. Que se demuestra por análisis, de ninguna manera recurriendo a la experiencia; que en último extremo siempre es sensorial. 

     4. ¿Quién es dios?
            Hemos hecho una demostración lógica de la existencia de dios. ¿Por qué lo llamamos “dios”? ¿Por qué no llamarlo, simplemente, “ser perfecto”, como dice su definición? ¿Qué significado le añade la palabra “dios”?
            Esa palabra puede referirse al dios de la biblia; con lo que trasladamos a un ser históricamente forjado por la humanidad la existencia de un concepto forjado lógicamente por la mente; una existencia lógica que todos pueden deducir; y caemos en una falacia. Empleando la palabra “dios”, entregamos al dios bíblico la existencia que sólo hemos extraído de un dios lógico; el argumento ontológico no se refiere, pues, a la revelación; el dios que manda diluvios y lluvias de fuego, el que ayuda a los hebreos a exterminar a los habitantes de Jericó, el que confunde a quienes quieren construir una torre de Babel: ése no es el dios de San Anselmo; por lo menos no lo es de su argumento.
            San Anselmo nos dice, simplemente, que es un ser perfecto; y que por lo tanto existe. Por perfección entendemos (creo que todos estamos de acuerdo) la posesión de todas las cualidades que es preferible tener antes que no tener: amor, inteligencia, belleza, bondad, poder; si todas esas cualidades son compatibles entre sí, estamos ante el punto de partida de la perfección; el punto de llegada es poseerlas en grado máximo; un amor infinito, una bondad infinita, una inteligencia infinita y un infinito poder. ¿Puede ser bueno un ser que ahoga a todos sus hijos en un diluvio? ¿Y que da en herencia a todos los niños inocentes un pecado original? ¿Que ellos no han cometido?
            El dios de San Anselmo no es el de la biblia; por lo menos no el del antiguo testamento; aunque él lo crea. Cuando hablamos de dios lo único que pretendemos es dar cuerpo a lo lógicamente perfecto. La perfección, por deducción lógica, existe; pero ¿qué es? Cabe suponer que es un mundo donde el mal no existe; y si existe, es sólo en grado infinitésimo; casi nulo; o nulo, a secas. Los infiernos teológicos, como lugares de castigo donde los sufrimientos son infinitos y eternos, son lógicamente inconcebibles. Tal vez haya un rincón en el multiverso, alguna región del espacio-tiempo, al que se accede por un agujero de gusano: una zona de la existencia, como el núcleo de la célula, a la que se llega de alguna forma, en la que se contiene la perfección. Podemos concebir la perfección como un esqueleto lógico relleno de carne afectiva; sería un sentimiento universal en el que se concentraría, porque es perfecto, la felicidad máxima. El camino para llegar a ella no tendrían por qué ser los sentidos. La imaginación procede de los sentidos, la lógica no; ¿por qué no podría existir el puro sentimiento? ¿Aquel cuya puerta de entrada no sería la sensación? Si es perfecto, sólo podría ser sentimiento bueno; o sea la inmensa felicidad: ése sería el paraíso ontológico cuya existencia nos es demostrada por un razonamiento. ¿No podría ser que se encontrara en la luz? Un fotón, como hemos oído decir en feliz metáfora a algunos de nuestros físicos, viaja a la velocidad máxima, aquella por la que se pasa a otra dimensión: un fotón conocería el pasado, el presente y el futuro; sería como el dios de los filósofos.
            ¿Pero qué rostro tendría un dios semejante? No lo tendría. Posiblemente no. Porque sería sensibilidad sin sentidos, sólo sentimiento. Sería como la embriaguez del vino, que desata la euforia sin distinguir las cosas porque se le nublan los sentidos. Sería como el escalofrío del músico cuando siente cosas sublimes. El sentimiento de Kant que está más allá de toda medida. El entusiasmo de los artistas, el éxtasis de los místicos, el amor de quien mucho quiere, amor maravilloso, sublime y delicado, tierno, infinito; sería nuestro ser entero atravesado de inmensa felicidad; sería un paraíso.
            ¿Ese paraíso existe? ¿Existe ese éxtasis, ese estar fuera de sí, ese ser arrebatado y pleno, esa felicidad suprema? Existe. ¿Y por qué no? Si el universo es sentimiento con estructura lógica, y si la lógica demuestra que es posible la perfección, ¿por qué negar que pueda existir el placer supremo? El argumento ontológico nos garantiza que existe la suprema felicidad. Eso es lo que significa la palabra “dios”, y no los contenidos históricos, traspasados de ambición política, que suponen las religiones.
            Esa felicidad sublime no está en este mundo. No existe en la realidad física que nos penetra por los sentidos, ni tampoco en la imaginación; es sólo una realidad lógica: el argumento ontológico. Pero que sea una realidad física tiene que ver con nuestro mundo, con nuestro espacio-tiempo, con lo que nosotros llamamos naturaleza; salir de ella es entrar en otro espacio-tiempo diferente, en otra naturaleza con leyes distintas de las nuestras: nosotros lo llamamos realidad sobrenatural, pero es sólo una naturaleza paralela.
            Supongamos que en ese mundo los aminoácidos esenciales no estuvieran en la carne; entonces los animales no serían, los unos para los otros, depósitos de nutrientes; se podría ser inteligente sin ser carnívoro, lo que no sucede en nuestro espacio-tiempo. Y si las leyes bioquímicas fueran diferentes, quizá sucedería lo mismo con la química de las emociones; quizá existieran consecuencias malas, pero no malas intenciones; el mal no existiría quizá en nuestras cabezas si tuviéramos una bioquímica diferente. La naturaleza no sería una lucha por la vida con supervivencia del más apto, sino un depósito de oportunidades. Y la historia no conocería las guerras porque sería muy otra la naturaleza humana. La naturaleza no sería cruel y la historia no sería despiadada. Eso sucedería si viviéramos muy cerca de las regiones donde mora dios. Y con mucho mayor motivo sucedería si viviéramos en la casa de dios mismo.
            Dios es un sentimiento sagrado que late dentro de nosotros; nuestra vida es la búsqueda incesante de esa fuerza; que es nuestra; que es el corazón que late dentro del universo. Seguramente las religiones han buscado esa fuerza, pero se han perdido en las figuras de los dioses que han escondido, como máscaras reveladas en la historia, el verdadero rostro divino que late en el corazón de todos: que es la verdadera revelación; el amor hecho carne; dentro del esqueleto de San Anselmo.