EL
TIEMPO PARALÍTICO
La
vecina mira por la ventana con expresión ausente. Tiene el rostro serio, la
mirada grave. Nada le interesa, mira sin ver, y en sus manos invisibles se
mueve a escondidas el vaivén de la plancha. Mueve la cara y pasea sus ojos, y
sus ojos no guían el caminar de la cara: no hay voluntad, no hay deseo de
fijarse en las cosas, su rostro se mueve porque hay vida en su gesto a pesar de
que su gesto es la expresión de la muerte. Sus brazos se mueven más allá de la
ventana. Se adivina una tabla, y en la tabla hay ropa. Y en la mano una
plancha. Su cara rebota con sacudidas enérgicas que mueve el impulso de la
mano.
La vecina no mira desde hace un año. En el
patio, de ventana a ventana, hay una sábana enorme tendida en el cordel. Todos
los días recoge la sábana blanca. Y todos los días la lava, con precisión
milimétrica, y la tiende y la pone a la misma hora; y todos los días, al
recogerla, pone la ropa de un niño que se hiciera pis en la cama; sólo que la
ropa es de una persona adulta; grandes calzones, grandes enaguas, grandes
faldas. La vecina no mira cuando lava y lava por la tarde y la mañana.
La vecina no mira nunca y parece enfadada.
Tiene el ceño fruncido, la expresión amarga; su cara se arrugó un día y ahora
esos pliegues duros le marcan la cara. No sé si es mala o buena, si es
generosa, cruel, la vecina no mira, y nadie merece la condena de una existencia
adusta que ha perdido la ilusión, que ha perdido el interés de dejarse guiar
por nada. En su rostro hermético se rasgan apretados unos labios; como un corte
en un dolor sin tiempo, como una falta de horizontes, como una cuchillada.
La vecina mira como una perra y nada le
importa que estés allí o que no haya nadie. Yo he visto esos ojos hundidos, esa
mirada vuelta hacia adentro, clavada en el destino, rota en la fatalidad, como
un clamor que grita desde el silencio trágico de su cara. La he visto por la
calle, paseando a su hija, empujando la silla con su cabeza inmóvil sujeta
entre las ruedas, la boca caída, los ojos abiertos, la imagen viva de un alma
muerta en un cuerpo vivo reducido a su mínima expresión: sin poder comer, ni
beber ni sentir, sin poder moverse, reducido todo a la nada de su pensamiento,
destruida su emoción, con la respiración vacilante por único testigo de que en
el cuerpo de la chica hay un rastro de vida que vacila en la baba: sus ojos ni
miran ni ven, sus oídos vete a saber si oyen, acaso su pituitaria sienta, sus
manos no se mueven, y su rostro está perdido en un mundo que no es el mundo
donde toda la gente siente, bulle y anda.
Yo no he visto un drama más grande en los
ojos de una madre. Hace unos años, unos años apenas, la chica estudiaba. Una
matrícula de honor, un sobresaliente giraba en su frente que pensaba. Corrió
por las lastras: un campo lleno de piedras donde crecía el trigo, el girasol y
el maíz, una tierra abrupta que nadie diría fértil, y su corazón se cansó y se quedó
tendido en el suelo, y el cielo se estremeció, y sus amigos se asustaron.
Rápidamente llamaron al profesor y llegó la ambulancia. Le pusieron un marcapasos,
la chica renació, después siguió estudiando y el destino se deslió, y los días
y las noches volvieron a ser dulces cuando se levantaba por la mañana.
Y
un día, cuando corría con su amiga después de estudiar, se desplomó en las
lastras otra vez y su corazón volvió a fallar y a todos les extrañó, pues los
médicos dijeron que aquello no ocurría nunca y le pasó a ella, un caso entre un
millón, capricho de la estadística, y su cuerpo dormía, su ser que se
ausentaba. Ya no venía la ambulancia porque no creían que la chica dijera la
verdad, y hablaban con ella sin dejar de preguntar para hallar la verdad en el
espejo de la burla; que algunos jóvenes se divertían llamando al hospital para
que viniera la ambulancia sin que allí pasara nada.
Por culpa de aquellos gamberros los
médicos no creían a la joven, que lloraba y los apremiaba. Hasta que pasó un
viejo por allí y lo convencieron para que llamara; pero cuando llegó la
ambulancia ya era tarde; la chica escapó de la muerte pero se quedó la muerte
agarrada a sus miembros, atrapada en su ser, rompiendo su vitalidad, congelada
en el limbo, en el tiempo de la madre. Y su madre se murió, y fue un cuerpo
vivo que podía mirar y sentir pero que no miraba ni sentía porque algo se le
había roto en el alma. Y pidió al cura una misa de plegaria por la vida de su
hija, y dios se la salvó pero le quitó el vivir y el pensar y el sentir y la
esperanza. Y se quedó en la silla de ruedas como un cuerpo sin alma, incapaz de
hablar y de decir lo que sentía o lo que pensaba. Y a su madre se le hundieron
los ojos en la caverna del destino y fue un guiñapo en el tiempo de la hija que
se paró, aquel día que corrían, por la vereda estéril de las lastras.
La vecina mira sin mirar, con el tiempo
detenido, ya hecha tiempo sin historia, que avanza hacia el futuro sin futuro
ni pasado; y es un eterno presente reducido a comer y dormir, a vestir, lavar y
planchar, a llenar la cuerda de toallas y de ropa, de almohadas y de sábanas,
en la tabla que se esconde tras el marco enigmático de la ventana. Y no hay
futuro nunca más, tan sólo un eterno pasado, como el tiempo paralítico que va
en silla de ruedas sin aliciente que lo empuje por donde pasa. Los ojos de la
madre se han vuelto trágicos; tremendo y sublime en el dolor, en el espanto: el
rostro de la madre es patético, expresión del alma que vive en el cuerpo
agarrotado sin vivir, sin esperanza, inmenso llanto sin luz, tremendo llanto
sin lágrimas. Y la madre se ha secado, su piel arrugada es mustia, sólo muestra
su dolor, y se ha vuelto una máscara trágica, una máscara.
La vecina mira por la ventana con
expresión ausente. Tiene el rostro serio, el ademán sereno, mustio en su perfil
austero, la mirada grave. Nada le interesa, mira sin ver porque el cuello gira
para planchar en la tabla, y en sus manos invisibles se mueve sólo el vaivén de
la plancha. No hay voluntad de fijarse ya en las cosas; sus brazos se mueven
como autómatas y su cara, que rebota en las sacudidas, sólo vive en pasado; el
tiempo se congeló y se repite idéntico a sí mismo, incapaz de avanzar, incapaz
de moverse hacia el futuro, presente eterno donde la vida para y las cosas
pasan; sólo un tiempo congelado y un dormir despierto; y un eterno padecer
entre la manta paralítica de la nada.
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