sábado, 27 de febrero de 2016

El tiempo paralítico





EL TIEMPO PARALÍTICO

 

La vecina mira por la ventana con expresión ausente. Tiene el rostro serio, la mirada grave. Nada le interesa, mira sin ver, y en sus manos invisibles se mueve a escondidas el vaivén de la plancha. Mueve la cara y pasea sus ojos, y sus ojos no guían el caminar de la cara: no hay voluntad, no hay deseo de fijarse en las cosas, su rostro se mueve porque hay vida en su gesto a pesar de que su gesto es la expresión de la muerte. Sus brazos se mueven más allá de la ventana. Se adivina una tabla, y en la tabla hay ropa. Y en la mano una plancha. Su cara rebota con sacudidas enérgicas que mueve el impulso de la mano.
      La vecina no mira desde hace un año. En el patio, de ventana a ventana, hay una sábana enorme tendida en el cordel. Todos los días recoge la sábana blanca. Y todos los días la lava, con precisión milimétrica, y la tiende y la pone a la misma hora; y todos los días, al recogerla, pone la ropa de un niño que se hiciera pis en la cama; sólo que la ropa es de una persona adulta; grandes calzones, grandes enaguas, grandes faldas. La vecina no mira cuando lava y lava por la tarde y la mañana.
      La vecina no mira nunca y parece enfadada. Tiene el ceño fruncido, la expresión amarga; su cara se arrugó un día y ahora esos pliegues duros le marcan la cara. No sé si es mala o buena, si es generosa, cruel, la vecina no mira, y nadie merece la condena de una existencia adusta que ha perdido la ilusión, que ha perdido el interés de dejarse guiar por nada. En su rostro hermético se rasgan apretados unos labios; como un corte en un dolor sin tiempo, como una falta de horizontes, como una cuchillada.
      La vecina mira como una perra y nada le importa que estés allí o que no haya nadie. Yo he visto esos ojos hundidos, esa mirada vuelta hacia adentro, clavada en el destino, rota en la fatalidad, como un clamor que grita desde el silencio trágico de su cara. La he visto por la calle, paseando a su hija, empujando la silla con su cabeza inmóvil sujeta entre las ruedas, la boca caída, los ojos abiertos, la imagen viva de un alma muerta en un cuerpo vivo reducido a su mínima expresión: sin poder comer, ni beber ni sentir, sin poder moverse, reducido todo a la nada de su pensamiento, destruida su emoción, con la respiración vacilante por único testigo de que en el cuerpo de la chica hay un rastro de vida que vacila en la baba: sus ojos ni miran ni ven, sus oídos vete a saber si oyen, acaso su pituitaria sienta, sus manos no se mueven, y su rostro está perdido en un mundo que no es el mundo donde toda la gente siente, bulle y anda.
      Yo no he visto un drama más grande en los ojos de una madre. Hace unos años, unos años apenas, la chica estudiaba. Una matrícula de honor, un sobresaliente giraba en su frente que pensaba. Corrió por las lastras: un campo lleno de piedras donde crecía el trigo, el girasol y el maíz, una tierra abrupta que nadie diría fértil, y su corazón se cansó y se quedó tendido en el suelo, y el cielo se estremeció, y sus amigos se asustaron. Rápidamente llamaron al profesor y llegó la ambulancia. Le pusieron un marcapasos, la chica renació, después siguió estudiando y el destino se deslió, y los días y las noches volvieron a ser dulces cuando se levantaba por la mañana. 

 

Y un día, cuando corría con su amiga después de estudiar, se desplomó en las lastras otra vez y su corazón volvió a fallar y a todos les extrañó, pues los médicos dijeron que aquello no ocurría nunca y le pasó a ella, un caso entre un millón, capricho de la estadística, y su cuerpo dormía, su ser que se ausentaba. Ya no venía la ambulancia porque no creían que la chica dijera la verdad, y hablaban con ella sin dejar de preguntar para hallar la verdad en el espejo de la burla; que algunos jóvenes se divertían llamando al hospital para que viniera la ambulancia sin que allí pasara nada. 
     Por culpa de aquellos gamberros los médicos no creían a la joven, que lloraba y los apremiaba. Hasta que pasó un viejo por allí y lo convencieron para que llamara; pero cuando llegó la ambulancia ya era tarde; la chica escapó de la muerte pero se quedó la muerte agarrada a sus miembros, atrapada en su ser, rompiendo su vitalidad, congelada en el limbo, en el tiempo de la madre. Y su madre se murió, y fue un cuerpo vivo que podía mirar y sentir pero que no miraba ni sentía porque algo se le había roto en el alma. Y pidió al cura una misa de plegaria por la vida de su hija, y dios se la salvó pero le quitó el vivir y el pensar y el sentir y la esperanza. Y se quedó en la silla de ruedas como un cuerpo sin alma, incapaz de hablar y de decir lo que sentía o lo que pensaba. Y a su madre se le hundieron los ojos en la caverna del destino y fue un guiñapo en el tiempo de la hija que se paró, aquel día que corrían, por la vereda estéril de las lastras.
      La vecina mira sin mirar, con el tiempo detenido, ya hecha tiempo sin historia, que avanza hacia el futuro sin futuro ni pasado; y es un eterno presente reducido a comer y dormir, a vestir, lavar y planchar, a llenar la cuerda de toallas y de ropa, de almohadas y de sábanas, en la tabla que se esconde tras el marco enigmático de la ventana. Y no hay futuro nunca más, tan sólo un eterno pasado, como el tiempo paralítico que va en silla de ruedas sin aliciente que lo empuje por donde pasa. Los ojos de la madre se han vuelto trágicos; tremendo y sublime en el dolor, en el espanto: el rostro de la madre es patético, expresión del alma que vive en el cuerpo agarrotado sin vivir, sin esperanza, inmenso llanto sin luz, tremendo llanto sin lágrimas. Y la madre se ha secado, su piel arrugada es mustia, sólo muestra su dolor, y se ha vuelto una máscara trágica, una máscara.
      La vecina mira por la ventana con expresión ausente. Tiene el rostro serio, el ademán sereno, mustio en su perfil austero, la mirada grave. Nada le interesa, mira sin ver porque el cuello gira para planchar en la tabla, y en sus manos invisibles se mueve sólo el vaivén de la plancha. No hay voluntad de fijarse ya en las cosas; sus brazos se mueven como autómatas y su cara, que rebota en las sacudidas, sólo vive en pasado; el tiempo se congeló y se repite idéntico a sí mismo, incapaz de avanzar, incapaz de moverse hacia el futuro, presente eterno donde la vida para y las cosas pasan; sólo un tiempo congelado y un dormir despierto; y un eterno padecer entre la manta paralítica de la nada. 

 





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