PUERTOLLANO
He
pensado muchas veces en Puertollano. En sus calles amplias y viejas detenidas
en el tiempo. En el cielo de azufre que se rompe al respirar. En el humo de los
trenes que ensucia el aire, entre las ruedas metálicas, en las chimeneas de
carbón. Me he acordado muchas veces del aire tiznado en un cielo gris. De la
calle Torrecilla, vertiginosa y grávida, cayéndose sobre las casas como si
fuera un tobogán. He visto las calles antiguas que sabían a calor, a infancia,
las calles desconchadas, el suelo empedrado de los via crucis, fantasmas del
tiempo deshaciéndose en las casas, y la torre venerable y triste de la iglesia
de la Asunción: he visto las casas viejas, las tiendas de zapatos, los suelos
grises, la piedra añeja, el tiempo que pasó. Hoy miro y no veo nada, porque el
lienzo del pensamiento está hecho de recuerdos, y mi mente no puede ver más que
el pasado, porque mis pies, curtidos en los caminos, hace tiempo que no pisaron
por allí.
Y me acuerdo del Terry, que era una
montaña de carbón, perezosa y negra, con unos cables que traían de vez en
cuando una vagoneta, que se vestía perezosamente sobre el montón de escoria,
salida de la bruma a la que volvía para hundirse, en los días lentos, densos,
largos y grises donde mora el aburrimiento, día tras día, noche tras noche,
repitiéndose incansable, la misma vagoneta que se multiplica miles de veces en
su aparecer: y son miles de vagonetas, miles de montoncitos sucios,
acumulándose en los años y depositándose en el montón que crece, haciéndose montículo
y luego cerro, con el paso de los años, sin prisa pero sin pausa, como un
obrero que amontona la tierra pala a pala, como Yukón, lleno de fe, desplazando
las montañas, pero sin fe, con monotonía, con aburrimiento, la vagoneta triste
congelada en la rutina, la vida sin vida, la duración sin tiempo, como un
decorado que se ha ido convirtiendo, sin saber cómo, en protagonista del
cuadro, esqueleto que se hizo carne entre los pelos del pincel.
El Terry. Montaña creada por la basura de
la mina. Ni tierra ni carbón, indefinible escoria. Ni negra ni parda, sino un
gris extraño, rojizo y sucio, remedo de óxido de hierro, bajo el lienzo sucio
donde el tiempo pintaba monotonía: como esas madres que cosen agachadas en la
mesa, oyendo la radio, en las tardes interminables y vacías, o tapizan las
noches de verano, cuando ha caído la siesta, y el suelo se llena de cucarachas
que crujen bajo los pies. Una cigarra chicharrea en las tardes de verano, y el
árbol, en un cielo sin aire, parece clavado en el aire, inmóvil, como un cromo
pegado, destilando añoranza en el tiempo pasado, supurando tardes de infancia,
niños soportando la siesta leyendo tebeos en el balcón.
Y luego se desparraman cuando llegan las
cinco, cuando ya no se prohíbe hacer ruido, y riegan con sus gritos el alboroto
de las tardes, y el olivo sestea indolente hasta que llega la noche; el olivo,
que no se aburre de no hacer nada, va segregando en sus ramas jugo de aceituna,
y sus frutos secos van engordando lentamente bajo el sol: y hay en ello, en su
quehacer silencioso, algo así como culto a la vida, vibrar encharcado del
corazón invisible, silencioso, quietud aparente bajo el torrente oculto de la
savia, panal encendido, pasión derramada bajo el aburrimiento, chorro que se
precipita bajo la quietud; y en esa mentira hay algo así como un rito pagano,
como si la vida del pueblo latiera bajo el aburrimiento, y la calma aparente
fuese desierto falso y auténtico vergel: vergel que pueden ver solamente los
ojos enamorados, los ojos que se han
nutrido de tardes detenidas, de entraña alimentada de humo y azufre, y
en la escoria del Terrry, en el crepitar de la fábrica, en el humo de los
trenes hecho de carbón.
Cuando llega la hora de comer los obreros
vuelven de la fábrica. Hay un hombre que vuelve de la mina. Su andar es
pausado. En sus pies hay cansancio, silicosis en sus pulmones, su aspecto
indolente se pasea sin saberlo, y lleva un talego al hombro, un talego sucio,
como la cara, que está completamente negra, negra de carbón, y sus ojos lucen
como dos luminarias blancas, como luces que asustan el día de reyes, cuando los
niños contemplan, encogidos, la cara tiznada de Baltasar.
He vuelto, encogido, a las calles de
Puertollano. Mis ojos están de nuevo en aquel lugar de aquel tiempo, que no es
nada de este lugar de ahora y este tiempo de hoy. Mis ojos contemplan la
chimenea cuadrá: como una atalaya; aquella torre se plantó solitaria en medio
del cerro y sus muros, por dentro, se llenaron de excrementos de los niños, y a
sus pies crecía la estepa del verano, la tierra pelada, la jara, los cardos, el
suelo inhóspito que no tiene nada que dar. Y el pueblo entero te lo dio todo
con el paso del tiempo, como si el tiempo volviese fértil el espacio estéril, y
allá al lado vino a plantarse, un día que regresaba del destierro, una enorme
roca; robusta, recia, de muchos volúmenes, fuerza entrañable sin delicadeza,
desnuda, indolente, triste, frío helado sin nieve, piel de canícula, sol
calcinado en el aire, un hombre hecho con bloques de hierro, recio como la
mina, duro, negro, implacable, aparentemente insensible, peso muerto sin
corazón: sólo apariencia; porque la realidad es que ese bloque de bloques de
hierro representa, en su implacable corpulencia, el alma del minero; un alma
que supura infinitos poros de tristeza; un llanto sin lágrima por todos los
mineros que dejaron su vida allá, en Puertollano; y esa estatua no tiene corazón, su pecho está hueco; pero no lo
tiene no porque no sienta, sino porque siente demasiado; porque se lo ha
entregado al pueblo y ahora el pueblo tiene, fundido entre las casas, el
corazón del minero; como una niebla lánguida que llora, cuando descienden las
nubes, en el corazón de las casas.
Cuando vienes en el tren, desde Ciudad
Real, allá a lo lejos hay un mar de luces que titilan: son las luces de
Puertollano. La máquina bufa, con esos bufidos infernales, sembrando carbonilla
y regándolo todo con un humo sucio, entre gris y negro, y las ruedas emergen y
se esconden accionadas por las bielas en una niebla espesa. Las luces que
titilan. La fábrica de Puertollano. Al calor de las luces ha crecido un
poblado, donde viven los obreros, y al final de las casas, en esa tierra de
nadie que lleva a las chimeneas, la tierra se vuelve árida, seca y gris, como
si allá se irguiera la senda inhóspita, llena de torres y luces, de chimeneas
que manan por la noche gases sulfúricos, terrenos regados con montones de
amoniaco (y te lloran los ojos, te pica la nariz, con esa lágrima falsa que
tiene la cebolla); el traqueteo de las máquinas, el ruido infernal de hierro,
atmósfera sofocante de la central térmica, donde trabajaba mi padre en las
calderas de Pedro Botero: con ventanas de fuego que algún día estallaron
abrasando al obrero que las tenía que mirar, en su incandescencia. Algún día
sonaban las sirenas y era un minero que había muerto en una explosión de grisú.
Y así pasaban los días crueles, monótonos, sin historia.
Todos los años se celebraba el voto. En la
niebla de la historia hubo una epidemia que diezmó a los vecinos; y los vecinos
hicieron voto de sacrificar, si se salvaban, al animal que se comerían todos
los vecinos del pueblo. Y todos los años, cuando llegaba el día, se ponían unos
raíles en la explanada de la Virgen de Gracia y en esos raíles se ponían unas
ollas y se hacía caldereta, y todo el que quería hacía cola, con su plato en la
mano, buscando caldereta para celebrar el voto. También llegaba el día del
hornazo. El hornazo era una torta con un huevo plantado en ella, pegado con
tiras de masa, y toda la gente subía al cerro para disfrutar y comérselo. Y
luego estaban las ferias, la de primavera y la de otoño. El paseo se llenaba de
cacharritos (los caballitos, la ola, la noria, los coches topes) y en las
casetas se gritaba “siempre toca” y se disparaba con escopetas trucadas para
que nadie les diese a las bolas: pero los había que se habían hecho expertos y
disparaban al lado para que el plomo diese en el centro. Y un poco más abajo,
en los jardines, junto al pabellón de la música, que en sus bajos albergaba una
biblioteca; junto a la casas de baños, donde la gente decía cosas horribles de
los interrogatorios, con la policía secreta; entre el reloj de sol y la fuente
agria, hacían el baile; puestos de tebeos y gambas y cacahuetes; olor a pólvora
de los fuegos artificiales. A mí me gustaban los Pekeniques… Al final de todo,
tapando la calle, la silueta familiar, imprescindible, indefinible, del gran
teatro; junto al semáforo. A un lado se levantaba la plaza de toros. Y un poco
más allá, junto a los coches, estaba el mercado.
Hoy
me he asomado con melancolía a las calles de Puertollano. Mis recuerdos se
deshacen, como las casas que había en el cerro, que se llenaban de barro: sus
calles eran de tierra y cuando llovía, el suelo se embarraba y había que pasar
sobre las piedras, que era lo único sólido que había. Así también mi recuerdo
resbala en la niebla, que es como el barro de la memoria, y en él surgen, como
piedras, pinceladas de vida que tejieron el cuadro de mi infancia. Una infancia
diseminada entre el colegio, el indefinible colegio de las monjas, al que íbamos
todos los días por la calle Ancha, donde había una abuelilla que vendía
caramelos, un paralítico que nos impresionaba, sobrecogidos por las escenas de
la biblia, y comíamos pan y mi hermana odiaba las naranjas, y me las daba a mí
para que yo me las comiera sin que se enteraran las monjas. Todas las mañanas
rezábamos al empezar. Y en el patio cantábamos el Cara al sol, con el brazo en
alto. Luego cruzábamos la calle Torrecilla y en aquella explanada había ecos de
procesión, de via crucis, y un cantar plañidero se elevaba, melancólico y
tremendo: perdona a tu pueblo.
Luego fui al colegio de don Juan Antonio.
El mejor maestro que tuve y tendré. El que creyó en mí cuando no era de uso que
estudiaran los hijos de los obreros. Gracias a él soy buena parte de lo que
soy. Y luego crecí, y él murió, seguramente. En el colegio conocí a don Alfredo
Róspide, que también habrá muerto ya, y era un buen hombre: profesor de
latín y griego. Y a don Rafael Requena,
otro de mis profesores predilectos, que me enseñó a pintar y al que me gustaba
dar mis queridas acuarelas: las que pintaba yo con el corazón, como ahora pinto
con mis recuerdos…
Mis rcuerdos de las calles entrañables,
amplias y viejas. De las luces de la fábrica, como tachones blancos en un
lienzo negro. El humo del carbón, que es lo más entrañable de Puertollano: como
el minero sin corazón, todo corazón desparramado. El estrépito de las
locomotoras, como dragones que bufaban entre llamas infernales. Donde íbamos
con mi padre buscando la estación, antes del alba, mi padre cargado de maletas,
sujetándolas con correas, cambiándolas de un hombro a otro, sudando en el
esfuerzo. Y aquella vía del automotor que se iba para Almodóvar, donde me perdí
un día de carnavales siguiendo al entierro de la sardina. La sombra del Terry,
levantándose humilde como una silueta. El aire sucio de la fábrica que
impregnaba el pueblo… Allí se dibujaron mis recuerdos, entre las casas pobres,
por la carretera de Córdoba. Y ahora, que me estoy haciendo viejo, los encuentro
plantados allí, en el cielo oscuro, en un rincón de mi memoria, flotando en el
pasado, como en un lienzo.
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