sábado, 20 de febrero de 2016

Puertollano




PUERTOLLANO 

 

He pensado muchas veces en Puertollano. En sus calles amplias y viejas detenidas en el tiempo. En el cielo de azufre que se rompe al respirar. En el humo de los trenes que ensucia el aire, entre las ruedas metálicas, en las chimeneas de carbón. Me he acordado muchas veces del aire tiznado en un cielo gris. De la calle Torrecilla, vertiginosa y grávida, cayéndose sobre las casas como si fuera un tobogán. He visto las calles antiguas que sabían a calor, a infancia, las calles desconchadas, el suelo empedrado de los via crucis, fantasmas del tiempo deshaciéndose en las casas, y la torre venerable y triste de la iglesia de la Asunción: he visto las casas viejas, las tiendas de zapatos, los suelos grises, la piedra añeja, el tiempo que pasó. Hoy miro y no veo nada, porque el lienzo del pensamiento está hecho de recuerdos, y mi mente no puede ver más que el pasado, porque mis pies, curtidos en los caminos, hace tiempo que no pisaron por allí.
      Y me acuerdo del Terry, que era una montaña de carbón, perezosa y negra, con unos cables que traían de vez en cuando una vagoneta, que se vestía perezosamente sobre el montón de escoria, salida de la bruma a la que volvía para hundirse, en los días lentos, densos, largos y grises donde mora el aburrimiento, día tras día, noche tras noche, repitiéndose incansable, la misma vagoneta que se multiplica miles de veces en su aparecer: y son miles de vagonetas, miles de montoncitos sucios, acumulándose en los años y depositándose en el montón que crece, haciéndose montículo y luego cerro, con el paso de los años, sin prisa pero sin pausa, como un obrero que amontona la tierra pala a pala, como Yukón, lleno de fe, desplazando las montañas, pero sin fe, con monotonía, con aburrimiento, la vagoneta triste congelada en la rutina, la vida sin vida, la duración sin tiempo, como un decorado que se ha ido convirtiendo, sin saber cómo, en protagonista del cuadro, esqueleto que se hizo carne entre los pelos del pincel.
      El Terry. Montaña creada por la basura de la mina. Ni tierra ni carbón, indefinible escoria. Ni negra ni parda, sino un gris extraño, rojizo y sucio, remedo de óxido de hierro, bajo el lienzo sucio donde el tiempo pintaba monotonía: como esas madres que cosen agachadas en la mesa, oyendo la radio, en las tardes interminables y vacías, o tapizan las noches de verano, cuando ha caído la siesta, y el suelo se llena de cucarachas que crujen bajo los pies. Una cigarra chicharrea en las tardes de verano, y el árbol, en un cielo sin aire, parece clavado en el aire, inmóvil, como un cromo pegado, destilando añoranza en el tiempo pasado, supurando tardes de infancia, niños soportando la siesta leyendo tebeos en el balcón.
      Y luego se desparraman cuando llegan las cinco, cuando ya no se prohíbe hacer ruido, y riegan con sus gritos el alboroto de las tardes, y el olivo sestea indolente hasta que llega la noche; el olivo, que no se aburre de no hacer nada, va segregando en sus ramas jugo de aceituna, y sus frutos secos van engordando lentamente bajo el sol: y hay en ello, en su quehacer silencioso, algo así como culto a la vida, vibrar encharcado del corazón invisible, silencioso, quietud aparente bajo el torrente oculto de la savia, panal encendido, pasión derramada bajo el aburrimiento, chorro que se precipita bajo la quietud; y en esa mentira hay algo así como un rito pagano, como si la vida del pueblo latiera bajo el aburrimiento, y la calma aparente fuese desierto falso y auténtico vergel: vergel que pueden ver solamente los ojos enamorados, los ojos que se han  nutrido de tardes detenidas, de entraña alimentada de humo y azufre, y en la escoria del Terrry, en el crepitar de la fábrica, en el humo de los trenes hecho de carbón. 

 

      Cuando llega la hora de comer los obreros vuelven de la fábrica. Hay un hombre que vuelve de la mina. Su andar es pausado. En sus pies hay cansancio, silicosis en sus pulmones, su aspecto indolente se pasea sin saberlo, y lleva un talego al hombro, un talego sucio, como la cara, que está completamente negra, negra de carbón, y sus ojos lucen como dos luminarias blancas, como luces que asustan el día de reyes, cuando los niños contemplan, encogidos, la cara tiznada de Baltasar. 
       He vuelto, encogido, a las calles de Puertollano. Mis ojos están de nuevo en aquel lugar de aquel tiempo, que no es nada de este lugar de ahora y este tiempo de hoy. Mis ojos contemplan la chimenea cuadrá: como una atalaya; aquella torre se plantó solitaria en medio del cerro y sus muros, por dentro, se llenaron de excrementos de los niños, y a sus pies crecía la estepa del verano, la tierra pelada, la jara, los cardos, el suelo inhóspito que no tiene nada que dar. Y el pueblo entero te lo dio todo con el paso del tiempo, como si el tiempo volviese fértil el espacio estéril, y allá al lado vino a plantarse, un día que regresaba del destierro, una enorme roca; robusta, recia, de muchos volúmenes, fuerza entrañable sin delicadeza, desnuda, indolente, triste, frío helado sin nieve, piel de canícula, sol calcinado en el aire, un hombre hecho con bloques de hierro, recio como la mina, duro, negro, implacable, aparentemente insensible, peso muerto sin corazón: sólo apariencia; porque la realidad es que ese bloque de bloques de hierro representa, en su implacable corpulencia, el alma del minero; un alma que supura infinitos poros de tristeza; un llanto sin lágrima por todos los mineros que dejaron su vida allá, en Puertollano; y esa estatua no tiene  corazón, su pecho está hueco; pero no lo tiene no porque no sienta, sino porque siente demasiado; porque se lo ha entregado al pueblo y ahora el pueblo tiene, fundido entre las casas, el corazón del minero; como una niebla lánguida que llora, cuando descienden las nubes, en el corazón de las casas.
      Cuando vienes en el tren, desde Ciudad Real, allá a lo lejos hay un mar de luces que titilan: son las luces de Puertollano. La máquina bufa, con esos bufidos infernales, sembrando carbonilla y regándolo todo con un humo sucio, entre gris y negro, y las ruedas emergen y se esconden accionadas por las bielas en una niebla espesa. Las luces que titilan. La fábrica de Puertollano. Al calor de las luces ha crecido un poblado, donde viven los obreros, y al final de las casas, en esa tierra de nadie que lleva a las chimeneas, la tierra se vuelve árida, seca y gris, como si allá se irguiera la senda inhóspita, llena de torres y luces, de chimeneas que manan por la noche gases sulfúricos, terrenos regados con montones de amoniaco (y te lloran los ojos, te pica la nariz, con esa lágrima falsa que tiene la cebolla); el traqueteo de las máquinas, el ruido infernal de hierro, atmósfera sofocante de la central térmica, donde trabajaba mi padre en las calderas de Pedro Botero: con ventanas de fuego que algún día estallaron abrasando al obrero que las tenía que mirar, en su incandescencia. Algún día sonaban las sirenas y era un minero que había muerto en una explosión de grisú. Y así pasaban los días crueles, monótonos, sin historia.
      Todos los años se celebraba el voto. En la niebla de la historia hubo una epidemia que diezmó a los vecinos; y los vecinos hicieron voto de sacrificar, si se salvaban, al animal que se comerían todos los vecinos del pueblo. Y todos los años, cuando llegaba el día, se ponían unos raíles en la explanada de la Virgen de Gracia y en esos raíles se ponían unas ollas y se hacía caldereta, y todo el que quería hacía cola, con su plato en la mano, buscando caldereta para celebrar el voto. También llegaba el día del hornazo. El hornazo era una torta con un huevo plantado en ella, pegado con tiras de masa, y toda la gente subía al cerro para disfrutar y comérselo. Y luego estaban las ferias, la de primavera y la de otoño. El paseo se llenaba de cacharritos (los caballitos, la ola, la noria, los coches topes) y en las casetas se gritaba “siempre toca” y se disparaba con escopetas trucadas para que nadie les diese a las bolas: pero los había que se habían hecho expertos y disparaban al lado para que el plomo diese en el centro. Y un poco más abajo, en los jardines, junto al pabellón de la música, que en sus bajos albergaba una biblioteca; junto a la casas de baños, donde la gente decía cosas horribles de los interrogatorios, con la policía secreta; entre el reloj de sol y la fuente agria, hacían el baile; puestos de tebeos y gambas y cacahuetes; olor a pólvora de los fuegos artificiales. A mí me gustaban los Pekeniques… Al final de todo, tapando la calle, la silueta familiar, imprescindible, indefinible, del gran teatro; junto al semáforo. A un lado se levantaba la plaza de toros. Y un poco más allá, junto a los coches, estaba el mercado. 

 

Hoy me he asomado con melancolía a las calles de Puertollano. Mis recuerdos se deshacen, como las casas que había en el cerro, que se llenaban de barro: sus calles eran de tierra y cuando llovía, el suelo se embarraba y había que pasar sobre las piedras, que era lo único sólido que había. Así también mi recuerdo resbala en la niebla, que es como el barro de la memoria, y en él surgen, como piedras, pinceladas de vida que tejieron el cuadro de mi infancia. Una infancia diseminada entre el colegio, el indefinible colegio de las monjas, al que íbamos todos los días por la calle Ancha, donde había una abuelilla que vendía caramelos, un paralítico que nos impresionaba, sobrecogidos por las escenas de la biblia, y comíamos pan y mi hermana odiaba las naranjas, y me las daba a mí para que yo me las comiera sin que se enteraran las monjas. Todas las mañanas rezábamos al empezar. Y en el patio cantábamos el Cara al sol, con el brazo en alto. Luego cruzábamos la calle Torrecilla y en aquella explanada había ecos de procesión, de via crucis, y un cantar plañidero se elevaba, melancólico y tremendo: perdona a tu pueblo.
      Luego fui al colegio de don Juan Antonio. El mejor maestro que tuve y tendré. El que creyó en mí cuando no era de uso que estudiaran los hijos de los obreros. Gracias a él soy buena parte de lo que soy. Y luego crecí, y él murió, seguramente. En el colegio conocí a don Alfredo Róspide, que también habrá muerto ya, y era un buen hombre: profesor de latín  y griego. Y a don Rafael Requena, otro de mis profesores predilectos, que me enseñó a pintar y al que me gustaba dar mis queridas acuarelas: las que pintaba yo con el corazón, como ahora pinto con mis recuerdos…
      Mis rcuerdos de las calles entrañables, amplias y viejas. De las luces de la fábrica, como tachones blancos en un lienzo negro. El humo del carbón, que es lo más entrañable de Puertollano: como el minero sin corazón, todo corazón desparramado. El estrépito de las locomotoras, como dragones que bufaban entre llamas infernales. Donde íbamos con mi padre buscando la estación, antes del alba, mi padre cargado de maletas, sujetándolas con correas, cambiándolas de un hombro a otro, sudando en el esfuerzo. Y aquella vía del automotor que se iba para Almodóvar, donde me perdí un día de carnavales siguiendo al entierro de la sardina. La sombra del Terry, levantándose humilde como una silueta. El aire sucio de la fábrica que impregnaba el pueblo… Allí se dibujaron mis recuerdos, entre las casas pobres, por la carretera de Córdoba. Y ahora, que me estoy haciendo viejo, los encuentro plantados allí, en el cielo oscuro, en un rincón de mi memoria, flotando en el pasado, como en un lienzo. 

 

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