sábado, 12 de diciembre de 2015

Novela "Las Caras del Mar"



LAS CARAS DEL MAR
Novela

 

            Una mujer corría por la costa. Un temblor, un espasmo de las olas, el mar encrespado. Una mujer huye despavorida. En el Callao las olas se estrellan contra los barcos, estallan en espuma. Galerna. Un temblor avanza ocultamente bajo las aguas. El cielo es una luz que viene del infierno. Las nubes sombrías, el corazón encogido. La mujer corre como loca perdiéndose entre las calles, huyendo de la bestia que se le viene mar adentro. El mar es la montaña que emerge de las aguas; el cielo es una bóveda rota que se hunde. La bóveda se enciende trágicamente y su resplandor es siniestro. Un mar que se levanta. Un  cielo que se parte. Y una mujer que huye.
            Un hombre avanza caminando por la sierra.
(p. 289)


            Luis Fernández Fabre es un hombre sin historia, pero un día bruscamente la historia irrumpe en su vida: en 1831 es apresado por José María, un famoso bandolero por sobrenombre “El Tempranillo”, y un año después un amigo lo involucra, involuntariamente, en la conspiración liberal del general Torrijos: sólo le queda el exilio.


Un témpano blanco afloraba por el horizonte, resistiendo como una mole titánica cuya masa ninguna ola podría arrastrar. Fueron momentos dramáticos. Los corazones en vilo, las gargantas atadas, la respiración suspendida. Momentos supremos en lo que vieron alejarse la montaña blanca, oscurecida por las nubes, acribillada por el granizo. Fueron momentos de tensa emoción: nada podía contra el bloque helado la mano humana, y hubo en aquellos momentos en que la expectación contuvo el miedo, con un halo trágico en la superficie del mundo, una mano invisible que decidía caprichosamente sobre sus destinos. ¿Fue un hado implacable? ¿El azar? Aquellos hombres no lo sabrían nunca. Pero estuvieron durante casi media hora con el corazón bailando en un océano que había anulado la libertad de todos. Hay momentos en que no somos libres. La voluntad de la montaña de hielo se lo recordó.
(p.184)


Tras un viaje accidentado por el Atlántico arriba a las costas de Lima; allí conoce la ciudad vieja, el viejo Barranco que visita entre aromas de leyenda, y se enamora de la papaya, la garúa, las tapadas, la plaza de armas donde un presentimiento lo llevará al futuro. El puente y la alameda. La flor de amancaes. Allí pone su negocio y ve cómo, lentamente, se va instalando en la prosperidad. Sólo la nostalgia empaña este idilio: sus padres, su amada María Isabel, la ciudad de Cádiz; al fondo se yergue, como una ensenada, la bahía.


            Intentó imaginarse cómo era Hernán. Cómo, en su lógica, podía ser aquel hombre de carne y hueso; no el mito que él había idealizado. Y se lo imaginó como una silueta frágil, todo corazón, entregada a las pasiones; como una llanura sin abrigo donde azotan los vientos huracanados de los días más duros del invierno, arrastrando ventisca, tierra y zarzas, y sembrando de nieve las tierras que no podrá horadar ningún caminante. En su corazón, sin duda, soplaban aquellos vientos. Las pasiones violentas que ninguna inteligencia podía contener.
(…)
Los huracanes brotan, incontenibles, del fondo del ser; una ráfaga convierte lo entrañable en violento, la excesiva pasión convierte el amor en odio, busca por los recovecos interiores, las ásperas montañas, y se fija en el rostro que causó su desgracia: entonces se convierte en venganza. Hernán podía ser, por exceso de amor, un ser despiadado, implacable y fiero.
(pp. 216-217)


Una incursión en la España del siglo XIX: bandoleros, pronunciamientos, persecuciones, terremotos, fantasmas y tormentas; y, como telón de fondo, una búsqueda incesante de sí mismo, un combate interior que hurga en los secretos de la mente, en los conflictos escondidos que tienen que resolverse; pero como dos barcos que surcan el océano en busca del nuevo mundo, tienen que pasar también, antes de llegar a puerto, por su propio cabo de Hornos: por los cuarenta rugientes.
            Una historia de amor, una odisea y una aventura. Salir al encuentro de sí mismo… Ushuaia está escondida dentro de todos nosotros. Y junto a Ushuaia se yergue, como una silueta amenazante, el cabo de Hornos.  


            El mayordomo se apartó para dejarle pasar y cerró; y cuando se cerraba la pesada hoja, dura y gruesa, se hizo la oscuridad en el interior. Más allá, traspasado el umbral, había una luz; procedía de una ventana; el mayordomo lo llevó hasta allí y le invitó a sentarse. Luis se dejó caer en un sillón amplio y confortable. El mayordomo salió un momento; volvió después sentándose en una silla de tijera. De sus ojos bondadosos salió un destello.
            -Verá. El señor no está en casa. Lleva días sin venir.
(p. 306)


Las caras del mar es una novela romántica.

Romántica porque la razón no está separada de la intuición, ni del corazón, ni de la fantasía. La razón es algo más que la lógica. Y cuando se vuelve fantástica se encuentra en el camino con el corazón, que le abre dos sendas para que camine: una es la del sentimiento, la otra es la de la pasión.


            Y en él se abrieron las expansiones soñadoras de los ojos melancólicos. De los ojos misteriosos que lucen, con una luz apagada, desde los soles que tienen dentro. Hay una tristeza feliz en los corazones románticos. Una sensación de vivir fuera del mundo, fuera del tiempo. En ese mundo transfigurado que es el paisaje, mundo interior, tormentas del alma, torrentes que asolan las frágiles piedras de nuestra vida cansada; llamaradas feroces en los volcanes del ser: unas llamaradas que no queman, que abrasan solamente en metáfora, que se complacen en el goce de su propio sufrimiento; y se derraman por los bordes de sus cráteres hambrientos, como vómitos crueles de recónditos tormentos, ríos de lava abrasando implacables las rutas congeladas, rebelión del alma contra el cuerpo, del cuerpo contra la carne, del espíritu vertido en el cuerpo; y se enfrían formando el paisaje de las tierras desoladas; un paisaje hueco, apariencia sola y vacía, tierra inhóspita, desalmada: el paisaje lunar; el paisaje de los volcanes apagados. En él no crece el ánimo y sus crestas se endurecen asoladas por el viento. Así crece el corazón partido; los corazones enamorados.
(…)
            Sus ojos se abstrajeron, y sin cerrarse, se cerraron.
(p. 215)





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