LAS TRIPAS DE LA
SOCIEDAD
Supongamos (es sólo una
hipótesis) que el mundo esté hecho de corazón y de tripas; en el corazón
estarían los instintos nobles; en las tripas, los bajos instintos; en el corazón
estaría el instinto de humanidad, que contendría sentimientos como la
admiración, la excelencia y la piedad; y en las tripas estarían los impulsos
violentos, producto del fracaso, que escapan a nuestro control (tales como la
envidia, la soberbia, la ira o la venganza). Los sentimientos cordiales (“cordis”
es la palabra latina para nombrar el corazón) son racionales, como
cristalización afectiva de las intuiciones de la razón; por el contrario, los
afectos viscerales son irracionales y mal los podemos controlar; nos controlan
ellos a nosotros y son, más que sentimientos , emociones cegadas por la pasión.
No vamos a incluir, por lo tanto,
el ardor guerrero entre los sentimientos cordiales (como parecía sugerir
Platón); ni los placeres del vientre entre los sentimientos innobles. El
progreso, la emulación, la competencia, son sentimientos nobles; la guerra no:
Y los placeres del cuerpo son igualmente nobles (la desmesura, no). Si un sentimiento
es una emoción duradera, viene del
corazón; si es intenso y dura poco, será también una emoción cordial y será,
por tanto, una de las pasiones del
corazón. Pero si lo que dura son las sensaciones convendremos en que su
origen no es cordial; y si son duraderas y no vienen del corazón, está claro
que su origen son las tripas; y si además son intensas, hablaremos de pasiones viscerales. Las pasiones
cordiales están iluminadas por la razón. Las pasiones viscerales son ciegas. La
cabeza es la luz que orienta al corazón cuando el corazón se pierde. Y el
corazón es la luz de la cabeza cuando las ideas se enredan. Porque el corazón,
en su sentir, es una concentración orientada de ideas instintivas.
Supongamos, ahora, que todas las
sociedades están hechas de corazón y de tripas; el corazón es entrañable; las
tripas, viscerales. En épocas de justicia social las leyes son la razón guiando
al corazón; eso también sucede en individuos aislados (que pueden ser
numerosos, aunque su generosidad no tenga vigencia). Las leyes, entonces,
movilizan lo mejor que hay en nosotros, y a la gente más sana, que es escuchada
por otra gente sana que tiene costumbre de razonar: y es la eclosión de los
ideales, de la filantropía, del deseo de ser mejores, del anhelo de
trascendencia, de la bondad.
Pero en épocas de injusticia y de
crisis social quienes toman el control son las mentes irracionales, los sentimientos
convertidos en sensaciones, las pasiones ciegas, el odio, la ira, el exceso, la
venganza, la gula, hija del hambre, y la lujuria, cuya madre es la escasez. En
esas épocas puede haber mentes generosas, corazones lúcidos, pero son
marginales, no corresponden a las vigencias de la sociedad. Lo que arrastra entonces
al ser humano son pasiones ciegas, no ideales; y lo llegan a obnubilar hasta el
extremo de dar su vida por ellas: más que sacrificarse por ellas, por ellas son
sacrificados; más que morir para que florezca algo, mueren porque no hay flores
y, faltos de luz, son maremotos, seísmos, huracanes de oscuridad. La ciega
sinrazón de las estridencias nazis. El deseo de muerte en los corazones
etarras, llenos de tripas, vacíos de corazón: que, faltos de ideales por los
que luchar, se conforman con socializar el sufrimiento. El terrorismo hecho
yihad en los ciclones de venganza. Tempestades de odio en el corazón de las
tinieblas, en la codicia de narcotraficantes, buscadores de caucho, desertores
de Europa e invasores de África; cuando reinaba el muy cristiano Leopoldo de
Bélgica. Cuando reinaban los fanáticos que mataron a Hipatía (y reinar no es
otra cosa más que ser vigentes, no cuerdos necesariamente). Las mentes nubladas
por la droga, en los asesinos del viejo de la montaña. Los cruzados sedientos
de sangre. Los que encendían hogueras para quemar libros, para quemar personas.
Los fanáticos de Lutero, de Calvino, los puritanos de Savonarola. Todos
aquellos que confunden el placer con la vanidad y arrojan los placeres a las
llamas. Los brutos salvajes que duermen en el cerebro de Polifemo. Los mongoles
de la estepa. Los hunos que pisan la hierba para que no crezca. Atilas de la
civilización. Las vísceras del campo. Todos aquellos que secuestran los corazones
rurales. Los huaris iluminados. Los almohades. Almanzor. La huestes de Boco
Haram (secuestradores de niñas, asesinos de estudiantes). Los talibán, que
disparan contra Malala (pobres hombres que confunden el estudio con la memoria
huérfana, con el pensamiento ciego, con la voluntad oscura, con el corazón de
las tripas y la muerte del alma). Las hordas de todo pelaje que asolaron Europa
destruyendo la civilización. Las pasiones sin luces. El cerebro sin alma.
Supongamos (es sólo una hipótesis)
que el mundo esté hecho de corazón y de tripas. Y que entre sus hilos se
mezclen los hilos del pensar, el corazón y la cabeza. Entre los tres hacen una
tela de vivos colores, de recio y tierno
compás, de dura resistencia. Las tripas, el corazón y la cabeza están atados entre
sí, se sujetan unos a otros. Pero si algún día las tripas se liberan de la tela
donde están atadas perderán su ser, que se construye en simbiosis con el corazón,
y dejarán de estar porque se verán arrojadas del mundo por obra de su propio instinto
ciego. Y serán proyectiles que golpean todo lo que ellas han sabido construir,
alimentados por el corazón y la cabeza: alimentadas, no prisioneras. El sitio
donde vibran las tripas no es una cárcel que las aborta, sino un hogar que las
potencia; un tálamo donde se hacen nobles las fuerzas más primitivas de la
vida, las de las tripas, el corazón y la cabeza; un hueco entrañable y
nutritivo donde se alimentan unas a otras, poniendo equilibrio a su ímpetu,
creando humanidad sin destruir la animalidad de los instintos. Algunas veces a
las tripas las hemos llamado cuerpo; y al corazón también lo hemos llamado
alma; tan absurdo es alimentar al alma matando al cuerpo de hambre, porque lo
confundíamos con su cárcel: como dejar de alimentar al alma, porque la veíamos
como cárcel del cuerpo; y otros, aún más estrechos de miras, han creído que el
alma era sólo la cabeza, olvidando que la razón es el mapa del ser en el mundo
y el corazón es el motor de la existencia; y las tripas son, cómo no, la
gasolina que hace andar el artilugio; un motor sin gasolina es tan inoperante
como un corazón sin tripas, aunque tenga en su cabeza un mapa de carreteras; y
la gasolina sin motor es, cuando se enciende, una explosión que destruye todo
cuanto toca; el instinto salvaje es destrucción cuando no se puede alimentar de
los otros instintos; el de la humanidad, que se vuelve salvaje también cuando
se pone a despreciar lo primitivo; tan importante es la casa como los cimientos
que ayudan a sostenerla.
Dicen los liberales que el mundo
se mueve con las tripas; y que así debe ser, confundiendo el acontecer con el
deber, incurriendo, como diría Hume, en una falacia naturalista. Lo propio de
las tripas es la acción instantánea, como los lobos de Wall Street que se dejan
arrastrar por los impulsos del momento; y aunque se hayan pensando lo que quieren
hacer, las decisiones al final las toman sin tiempo para digerir el momento; el
último; el momento que precede a la decisión. Y lo mismo hacen los ciegos de la
religión, que no conocieron el corazón cuando eran niños: su cuerpo lo ha
sustituido por las tripas; la cabeza, entonces, se ha llenado de un pensar visceral, cuando lo lógico sería
que fuera la casa del pensar cordial:
el de los ideales, no el del desanimo que se camufla de arrebato; el de las pasiones del corazón y
del coraje, no el del sucedáneo mutilado de las pasiones ciegas.
Al mundo lo mueven las tripas:
sí; economía; obcecación; ofuscación; fanatismo. El egoísmo es tripa pegada a
la vida; y el fanatismo tripa pegada a la muerte; el corazón pegado a la vida
es generosidad; y pegado a la muerte es sacrificio. El martirio fue en un
principio sacrificio de la propia vida para salvar la vida; pero los fanáticos
lo han entendido como sacrificio para servir a la muerte; morir para salvar es
lo que hicieron los mártires; morir para matar lo pretenden los mártires de las
tripas; es decir, los asesinos. Las
brigadas internacionales fueron muchas veces ingenuidad generosa, aunque
ignorante (Hemingway, Malraux); los voluntarios de la yihad la han convertido
en ingenuidad ignorante, pero no generosa: han convertido el desprecio en
supremo ideal de un dios generoso (¡oh paradoja!); que hablaba de amor cuando
predicaba la guerra. (¿O fueron sus predicadores los que acabaron haciendo lo
contrario de lo que él les mandaba?) No quisieron escuchar. O no supieron.
La educación debe enseñar a vivir
el corazón como sentido de las vísceras; a poner en ellas la razón, buscando
como es lógico el corazón de las tripas. Dos cosas tiene el mundo que alimentamos
y que nos alimenta: el corazón y las vísceras; el alma y el cuerpo; o más bien
podríamos decir que el corazón con tripas es el cuerpo sano: las tripas que
viven solas no son nada más que un cuerpo enfermo. La vida sana es un ejército
de gente generosa que chisporrotea en la sociedad. La sociedad también tiene,
en un ejército desalmado, otro chisporroteo. La sociedad sigue al que sabe
movilizarla: unos movilizan su corazón, y son momentos de luz en el palpitar de
la historia; y otros movilizan sus tripas, y son momentos de luz oscurecida por
las sombras. Hoy vivimos momentos de oscuridad; la voluntad de los pueblos se
sume en las tinieblas; de las fuerzas del corazón dependerá que el porvenir no
se hunda en la derrota.
He descubierto tu blog y me encanta lo que leo. Entraré más a menudo. Es muy interesante. Te recuerdo mi correo-e: fgv1955@gmail.com Un abrazo.
ResponderEliminarPaco Gallego. Compañero del IES Fray Andrés de Puertollano.