sábado, 27 de diciembre de 2014

Rugby.






            Salir fuera para entrar en ti.


RUGBY

 
            Estaba aterido. El aire se clavaba como agujas. Y el granizo, como púas, le pinchaba toda la piel con su peso helado. Estaba en el campo y tenía el pantalón corto, las mangas cortas, la ropa escasa. Su camiseta de rugby era un fino velo apenas tupido por la acolchada coraza, y en las piernas le protegía la armadura de una espinillera. Sus botas, desnudas, abrazaban el pie sobre la piel de lana de unas medias, y sus suelas resbalaban a pesar de los tacos que horadaban la tierra como estacas.
            El campo estaba encharcado. La tierra era un lodazal. En el termómetro del coche vería después que estaban a cuatro bajo cero. Y había tramos donde el agua les cubría los tobillos. El granizo no paraba de golpear, y era una pedrea de cuerpos redondos que se clavaban como cuchillos. El aire azotaba las mejillas. Su piel aterida, roja de proyectiles, era un campo de batalla donde dirimían sus asuntos los elementos. Luego se le quedaría un pómulo marcado, como un golpe que sólo dolía en frío, seguramente de los muchos codazos que le habían dado durante el partido.
            El partido duró dos horas. Desde el principio, por el aire de los polos, su mano estaba tan entumecida que apenas la podía girar. Los movimientos del frío eran congelados, brazos y manos inmovilizados por el aire, los movimientos del frío eran falta de movimiento. No podía mover los dedos, apenas podía cerrar la palma y el puño cortado se clavaba en el aire porque en el tiempo de juego  no paraban de correr.
            Al correr, el aire se convertía en viento que quemaba la piel. Era una helada cuajada de granizo, y el hielo, como piedras, era un jardín sembrado de proyectiles. Si estaba parado, era el frío de estar vestido sin mangas y con pantalones cortos. Si corría, la propia carrera era una fábrica de viento, y el viento corría por sus brazos, por su cara, por sus piernas; por su frente, sus rodillas, sus orejas. El suelo empapado y la lluvia que sucedió al granizo fueron castigo que azotaba el cuerpo como un diluvio. Duró dos horas. Descontando el tiempo del descanso, que no llegó a ser en los vestuarios un tiempo demasiado cálido.
            Llovió toda la tarde. Por la noche nevó. El tercer tiempo fue, en el bar, una lluvia de cervezas calentadas en la boca con chorizo; fue el chorizo frito, los macarrones con tomate, los callos; aquella tosca calefacción reanimó los vericuetos interiores sembrando los húmedos terrones del estómago. Y fueron tapas, cortezas y cacahuetes. Después fue salir de nuevo al frío para llegar al autobús, pero al autobús no le funcionaba la batería. Así estuvieron parados durante más de media hora.
            Luego llegaron a Segovia. En casa era calor de verdad, adosado a la pared de los radiadores. Allí terminó de cenar y en el hambre supo lo mucho que había corrido. Ignoraba cuánto les habían hecho adelgazar aquellos rigores. Ya en la cama, le animó un extraño resplandor que había en la calle y se levantó a mirar. Cuando corrió el visillo era todo lágrimas blancas que llenaban el cielo y el suelo, una cortina que se extendía mientras bajaban, peinando el espacio, hasta engrosar el algodón que crecía sobre el suelo. En pocos minutos la carretera se había cubierto de nieve. Y los techos de los coches, el tejado de las casas, las chimeneas y los árboles se llenaban de terciopelo blanco. Era todo algodón de contornos dulces, lentos, como una legión de copos que anunciaba la navidad. Lejos, sobre las casas, las paredes se llenaban del frío que no helaba. Por algunos balcones, subiendo por las cuerdas, se divisaba el manto rojo de papá Noel. Gateando por los ladrillos y buscando en las barandas, enfilando entre chimeneas el espacio de juguetes donde los niños soñaban. Unos zapatitos asomarían por las ventanas. Un paisaje de invierno, unas sábanas blancas, unas casas sin frío, huellas de trineo; hilo de humo entre las nubes, humo de chimenea, los tejados blancos; entre las tejas, un cálido paisaje; y miles de chimeneas sembradas en el espacio donde crecían los sueños. Estaba llegando la navidad.

            Ahora te vas. Al país del rugby, al país de plata, a la Argentina. En tus años de formación no puede faltar salirte fuera para entrar en ti. Granará en tus venas la espiga dorada (el tesón te mueve, la ilusión te anima); crecerá la savia, la libertad necesaria, la pasión de vida: tu entrega será esfuerzo, mirarán tus ojos y verás con el corazón, y entonces te convertirás en el que eres; volverás vestido de rugby y serás tu sueño, transformado en ti mismo.
            Que la fuerza te acompañe. Y que los aires te sean propicios. 





sábado, 20 de diciembre de 2014

Navidad.




NAVIDAD

 
            Era el 22 de diciembre. A media mañana se habían apagado los cánticos y habían llegado los autobuses. Todos los chicos habían salido para sus pueblos y el pueblo se quedaba solo. Solo... Sólo de chicos. Por las calles deambulaban gentes surgidas del fondo de las casas: gentes despaciosas, gentes relajadas, gentes sonrientes; gentes con la bolsa de la compra, gente en las tiendas, en correos y en los bares, gentes suspendidas en el tiempo, gentes; gentes que hablaban con la gente, gentes deambulando en el mercado, gentes. Algunas luces oscilaban solitarias amparando el pleno día. Un sol de invierno lucía, repartiendo sus gélidos rayos, sobre las casas que bostezaban. Los tejados rojos, negros y marrones, se encendían con la alegría de la luz, y la hierba mojada por la escarcha, en el campo, en los jardines descansaba cubierta de rocío: pero nadie cantaba.
            Entonces se entornaron sus ojos. A las sombras que bañaban el umbral de los sueños sucedió una imagen luminosa. Las calles, bañadas en luz, bostezaban también en el umbral de la mañana. Era un tiempo pasado, bañado por la nostalgia, lejos de la vieja Castilla, allá, en el sur. Los niños andaban por la calle enfundados en sus bufandas, y había mujeres que iban a la compra, y los hombres estaban en la mina, y las calles relucían. Había belenes en la tienda y todavía no existían los árboles de Noel. Allá, en la esquina, había tres rapazuelos que cantaban. Uno llevaba una zambomba y otro una carraca; el otro, con su pandereta, le ponía con su sonajero a la música un plateresco cascabeleo ideal. Se paraban en las puertas y cantaban:
                                   Dame el aguinaldo,
                                   carita de rosa,
                                   que no tienes cara
de ser tan roñosa.
            Y como la puerta se hiciese la remolona para abrir, entonaban la sonata destinada a conseguir el aplauso definitivo:
                                   La campana gorda
                                   de la catedral
                                   se te caerá encima
                                   si no me lo das.
            Entonces se abría la puerta y salía una mujer enfundada en su delantal, con la escoba en la mano o con el trapo de limpiar, o con una bayeta mojada, o, simplemente, sin nada. Entonces se quedaban frente a ella con sus caritas angelicales, de pillos, y le cantaban del belén, o de la nochebuena que se iban a emborrachar, o del pavo que habían comido. Y la mujer les daba unos trozos de turrón, o unos mazapanes, o, si no tenía nada, unas pesetas. Si el aguinaldo lo pedían unos jóvenes, podía darles hasta una copa de coñac.
            Las calles se llenaban de bufandas, y de gorros (alguna boina), mientras los burros que pasaban dejaban boñigas o alguna oveja con su pastor sembraba el suelo de virutas. El sol luminoso de invierno resbalaba por los charcos helados, y los chicos, que iban a clase en sus pasamontañas, pellizcaban las orejas de los que sólo iban con la bufanda. Se entretenían pisando el hielo con fuerza hasta romperlo con sus talones, y les divertía ver que el agua salpicaba, en pequeños chorritos, el trozo de charco que habían horadado con sus zapatos.
            La calle era un desfile de gorros y bufandas, zambombas, panderetas y carracas; cánticos y luces, villancicos envueltos en luces, bombillas de colores por las calles, y turrones; almendras, mazapanes, peladillas. Alegría en aquellos rostros infantiles, hijos de mineros, cuyos padres volvían a casa con la cara más negra que el carbón.
            Entreabrió los ojos y se encontró en Baba. Allí no cantaba nadie pero todos compraban. Se habían olvidado de los villancicos, pero iban a la discoteca. Gritaban, bromeaban, bailaban, reían, pero no cantaban. El turrón blanco y duro se había convertido en una verborrea de múltiples turrones (de coco, de huevo, de fruta, de arroz). Todo era más abundante, más caro, más fácil; pero todo era menos alegre porque no había canciones; ni luces, ni aguinaldos, ni ilusión. No había ilusiones y no había bufandas: sólo tacos, chistes y diversión. Lo único que lucía en las navidades de ahora era el sol del invierno, que iluminaba el rocío dándoles brillo a las cosas vanas; supliendo con sus rayos las cuatro escuálidas bombillas que relucían sin cantar. Los belenes se habían escondido tras el árbol de Noel.
            La víspera había comido con el resto de profesores en un restaurante del pueblo. Había sido una comida deslucida. Las risas habían cubierto la atomización de la gente, la falta de compañerismo, la ausencia de comunión. Hoy, 22 de diciembre, subía en el coche a media mañana camino de Segovia. Ni siquiera el campanilleo monocorde de la lotería había sido para él: nunca salía premiado el número del instituto. Marchaba para casa con alegría (pero con nostalgia), pensando en su esposa y en su hija, que eran las luces chispeantes que iluminaban la alegría de su navidad. Su hermosa familia que le guardaba sus besos, que le rodeaba el cuello como las cálidas bufandas de invierno, diciéndole cosas que a él le sonaban a villancico. Le daban un trozo de turrón y parecía que les había pedido el aguinaldo: con su pandereta, con su zambomba, con su carraca; con sus ojos alegres iluminados y enamorados como el sol.
            Aquellos días alegres, nostálgicos, cantarines, abrían las vacaciones que le llenarían de recuerdos la navidad.
  

sábado, 13 de diciembre de 2014

Entre el deseo y la acción está el maestro.





ENTRE EL DESEO Y LA ACCIÓN ESTÁ EL MAESTRO


1.

            Un animal sólo siente: no piensa. Sus decisiones serán impulsivas, y por lo tanto premeditadas. Sólo tendrá un conocimiento sensorial de las cosas.
            Un robot sólo piensa: no siente. Sus decisiones siempre serán premeditadas, pero insensibles; diremos que pensará las cosas con frialdad. No tendrá conocimiento sensorial de nada, conocerá sólo conceptos.
            Un ser humano siente y piensa. Puede tomar decisiones razonadas y vitales; movidas por el impulso afectivo pero diferidas, temperadas y mediadas por el análisis. Tiene conocimiento sensorial y conceptual a la vez.
            -Eso es mentira. Los animales sí piensan. Lo único que no pueden hacer es razonar: es decir, pensar con conceptos. Al pensamiento animal lo guía una razón implícita, pero el animal no piensa con razones, sino con causas. La razón animal es una manta que envuelve su mente, no una actividad que procede de su conciencia; es un recipiente que lo contiene todo, hasta las piedras que no piensan; la existencia de las piedras se ajusta a un esquema racional, a una estructura que las envuelve y penetra; pero la razón permanece en ellos, prisionera, incapaz de filtrarse por sus poros porque las piedras no tienen cerebro que pueda apropiarse de ella; y los animales, que lo tienen, no poseen una corteza cerebral que les permita apoderarse de la razón que los constituye; gobernar con la razón que los gobierna.
            La mañana se presentaba fría. El cielo nublado estaba envuelto en un azul penetrado por el gris; como si el gris fuese la razón de la naturaleza envolviendo el color de la existencia, impregnándolo como se impregna en las paredes el humo del tabaco; absorbiéndolo hasta la médula, saturándolo. Era un color gélido y las nubes se estiraban, con sus repliegues, como si el cielo estuviera cubierto por una manta de colores fríos, desplegada en el azul, encogida por los grises. Un hálito de seriedad emanaba del espacio que parecía insensible; y despertaba en los corazones, por sensibilidad, la única compañía de la nostalgia.
            Juan sintió que miraba por la ventana como si estuviese en clase. Ante sí estaban unos alumnos que no tenía. Las sillas vacías parecían llenas de piernas, y las mesas de papeles, de bolígrafos. Las caras miraban en el silencio y sus oídos escuchaban distraídos. Estaba dormitando.
            -El conocer y el decidir son dos círculos concéntricos. –Juan los dibujó. En el encerado imaginario, que flotaba en su inconsciencia como una holografía gris, dibujó, después, otros dos círculos concéntricos; uno abrazaba el conocimiento, y era el pensar (y recordar); otro abrazaba el pensamiento, y era el sentir; y el sentir era abrazado por las decisiones, por la capacidad de elegir-. El pensamiento analiza y recuerda con Sócrates; el sentimiento tiembla con san Agustín; ambos territorios conforman la conciencia; por eso se confunden. El decidirse lo envuelve todo con Nietzsche, y le gustaría ser irracional; Nietzsche arrancaría las razones del pensamiento. Le gustaría que las nubes sólo tuvieran colores azules; les quitaría el gris.
            Su mente soñadora se paseó por la maraña neblinosa que lo disolvía todo. O lo envolvía, filtrándose entre los bordes de los objetos, sin penetrar en ellos, sin espíritu capaz de traspasar nada. La niebla era un manto sin forma que acariciaba incapaz de penetrar.
            -El análisis contiene frialdad; hay que pensar con la cabeza fría.
            Ciencia.
            -El sentimiento está lleno de calor; hay que sentir las cosas en caliente.
            Ética. Estética.
            -No: la ética es capaz de pensar.
            Mientras siente.
            -El análisis está en la cabeza de Platón.  Neocórtex.
            Razón. Prudencia.
            -Los ideales están en su corazón. Cerebro emocional. Hipotálamo.
            Soñar. Desear. Sentir.
            Lo posible. Lo imposible.
            -El corazón palpita.
            Pero es por las cápsulas suprarrenales. Excitación. Adrenalina.
            -Pero es porque el corazón siente.
            La adrenalina viene porque se lo manda el corazón; no al revés.
            -Acaso.
            Tal vez.
            -Pero quizá palpite el corazón al mismo tiempo que la adrenalina.
            No. Palpita porque se lo mandan las cápsulas suprarrenales. Viene después.
            -Sí, los latidos son provocados por la adrenalina. Pero la adrenalina es empujada por el sentimiento.
            ¿Y qué es sentir? El temblor de los órganos.
            -Quiá. Los órganos tiemblan al mismo tiempo que el sentimiento. Son dos realidades paralelas. Dos relojes sincronizados.
            Leibniz. La armonía preestablecida. El mejor de los mundos posibles.
            -Tal vez.
 


2.

            La base de todo es el conocer. La base de todo es el amor. Vivir.
            Estar en el mundo es conocer. La sensación. La sensación que se agarra a la experiencia. Como amar.
            Sobre esa base (que es el suelo que pisamos) vamos comprendiendo para elegir. O elegimos después. Sin buscarlo. Nos encontramos eligiendo, a veces sin pretenderlo. La realidad nos llama.
            Las decisiones que tomamos (como un montón de elecciones que se suceden) se van acumulando y pasan: como las hojas del calendario; y van pasando como un humus, formando el suelo fértil, oxigenado, que nos recibirá. Sobre ese suelo crece el respeto. O su ausencia. La ausencia crece como un cúmulo de flores parásitas. De arbustos y de espinos. Y nos hiere pero sin flores. A diferencia del rosal que tiene flores. En sus espinas.
            Otras veces sentimos y nuestros sentimientos van conformando las decisiones. Desde el respeto. Y hasta el respeto. Como un círculo sin fin.
            ¡Y cuántas veces, porque somos humanos, comprendemos y sentimos en el acto mismo de conocer! Cultivamos el respeto. O su falta. Porque estamos en el mundo y se cosen nuestros hilos. La vida, como una trama, se anda mientras se cuecen sus ingredientes. Como el caldo que alimenta a nuestro sino. Coser. Tejiendo los hilos, como una parca. Elaborar, preparar, cocerse nuestra comida. El alimento, la sustancia de nuestro espíritu, de nuestro cuerpo. Cocer. Cocer tejiendo. Cocerse.


3. El método AIDA y el método COCERSE.

            -Recordad que, cuando os hablé, en su momento, del método “cocer”, os puse como ejemplo el modelo AIDA: es una de las técnicas que se han empleado en publicidad; estas cuatro iniciales indican que un buen anuncio debe: primero, llamar la atención; segundo, suscitar el interés; tercero, despertar el deseo; y cuarto, conseguir la adquisición. Adquirir el producto es comprarlo, que es lo que quiere el vendedor. La atención y el interés por el producto deben despertar el deseo. Entre ellos está la inteligencia; pero la inteligencia sólo nos muestra una parte de la realidad: la que le conviene al vendedor; es la tentación; y el vendedor es para el cliente un Calipso, un Circe, una sirena; su empeño es cegar nuestra mente para que no veamos qué hay detrás de la tentación. Para que actuemos movidos por un deseo ciego. Después de haber comprado vendrá nuestra perdición, nos habremos entregado a la dulce esclavitud del consumo, encerrados en la isla de Calipso; nos habremos convertido en esclavos, perdiendo la alegría de vivir, en el territorio de Circe; o nos habremos arruinado, destruyendo nuestra economía, como si hubiéramos entrado en la isla de las sirenas. Todos estos efectos pueden ser tremendos, como cuando compramos una casa que nos acabarán quitando porque no podremos pagar la hipoteca; o limitados, como cuando nos quedamos sin dinero para comer porque ese mes nos hemos gastado en esa compara una parte de nuestro dinero.
            Juan respiró antes de proseguir.
            -Los vendedores son calipsos, circes o sirenas disfrazados; y al vendernos sus productos atacan nuestra economía. Para defendernos de ese ataque tenemos que ver las dos caras de la realidad: la que nos presentan ellos y la que se esconde detrás de esa apariencia; en una palabra, tendremos que luchar contra la ceguera moral; despertar la conciencia; eso lo conseguiremos siguiendo los pasos del método “cocer”; porque después de conocer viene la crítica; mejor aún, nuestro conocimiento debe ser crítica a la vez; será un conocimiento crítico: con lo que veremos el daño detrás de la tentación, el perjuicio escondido detrás del beneficio aparente; y será también un conocimiento sentido, con lo que se unifican los métodos “cocer” y “coser”.
            Los muchachos escuchaban impacientes. Claro, no todos; Marta, Diana, Felipe, Aurelio, Estrella, Olga, Alán, Carlos iban a lo suyo.
            -Cuando hemos descubierto, detrás de las palabras del vendedor, lo que esconde su silencio, tendremos que decidirnos; elegiremos entre comprar y no comprar; y todo desde el respeto, que es un sentimiento que el vendedor nos ha querido borrar. A la hora de decidir se pone a prueba nuestra fuerza moral. Si somos capaces de resistir la tentación, a pesar de que sabemos que no nos conviene comprarlo; o si el deseo es más fuerte que nuestra voluntad, en cuyo caso sucumbiremos a los cantos de sirenas. Hay gente que no ha podido resistirse al deseo de comprar un coche, aun a sabiendas de que no tenía dinero suficiente para pagarlo, hipotecando con ello su vida y la de su familia.
            Jimena fue abriendo los ojos poco a poco, y sus labios se habían ido separando.
            -Como os he dicho, hay que evitar la ceguera y la debilidad; que se combaten con la conciencia y con la fuerza moral. El método AIDA busca cegar al comprador y debilitarlo; el método “cocerse” quiere darle la fuerza con la luz.
            -¿”Cocerse”? ¿Qué método es ése? –preguntó cristal.
            -“Co” de conocer, “c” de comprender, “r” de respetar; “s” de sentir y “e” de elegir. Fijaos en un par de detalles: lo primero, que la “e” está también después de la “c”; lo que significa que a veces elegimos después de comprender con la inteligencia, y otras necesitamos reforzar el conocimiento con el corazón (por eso están juntas las sílabas “ce” y “se”); y lo segundo, que la “r” está antes de la “s” y después de la “e”: lo que quiere decir que el respeto, que es el resultado de una elección, es también un requisito previo antes de elegir.
            Era un poco enrevesado; pero Juan lo explicó con ayuda de la pizarra. De todas formas, lo volvería a explicar otro día. Ahora le interesaba que los alumnos cogieran la idea; por lo menos los que no hablaban. Siempre había querido hablar para quienes no estaban motivados para escuchar, pero a veces el hilo de la conversación se centraba en el discurso más que en el oyente; no lo podía evitar.
            -Todo está –remachó Juan- en no actuar de manera irreflexiva; cuando actuamos por impulso nuestras decisiones no son voluntarias.
            -Son caprichosas.
            Era Carlos. Estaba escuchando. ¡Milagro!



sábado, 6 de diciembre de 2014

El Conocimiento Moral






EL CONOCIMIENTO MORAL

  
            La razón es la capacidad de concebir y juzgar, y en último extremo concebir y juzgar es tomar decisiones. Concebir es formar conceptos, y la razón lo hace por análisis y síntesis, en los distintos procesos de observación, inducción, deducción y analogía. Juzgar es formar proposiciones, y los procedimientos son los mismos que para la formación de conceptos.
            La razón puede ser inteligente e intuitiva. Como inteligencia, desarrolla todas sus facultades de manera consciente, y como intuición, piensa sin tener conciencia de que piensa; ni de lo que piensa. El pensamiento de la razón puede ser lógico o analógico. Llamamos lógica al estudio del análisis y la síntesis aplicado a la deducción y a la inducción; el resto es analogía. Analogía y lógica son, pues, dos mundos racionales. Si a las proposiciones analógicas les añadimos expresiones como “probablemente”, “quizá”, “es verosímil” o parecidas se vuelven lógicas; y podrán ser objeto de estudio a través de sistemas lógicos no aléticos (epistémicos, por ejemplo).
            Hay una estrecha relación entre lógica y analogía. Si jugamos con la forma de las palabras, “analogía” es la doble negación  (an-a-) de la lógica (-logía) en griego; y por tanto vendría a decir que es lógica sin serlo, que es a la vez lógica e ilógica. Este carácter híbrido de la analogía es propio del pensamiento imaginativo, que produce objetos que siempre tienen su lógica, pero sin que esa lógica corresponda necesariamente a nuestro mundo; es una lógica esencial más que existencial.
            La analogía se presta, pues, a pensamientos inconscientes, de tipo intuitivo, aunque también puede ser dinamizada por la conciencia; por ejemplo en combinatorias conceptuales dirigidas de manera prácticamente matemática; o en el desarrollo de técnicas para pensar al modo del pensamiento lateral de Edward de Bono: pensamiento divergente.
            Tener conciencia es darse cuenta de las cosas: y podemos darnos cuenta de lo que son las cosas (es la racionalidad teórica) o de lo que las cosas deben ser (y es la racionalidad práctica). La teoría busca la necesidad que las cosas llevan implícita en sí mismas; pero la praxis busca la necesidad que está implícita en nosotros, en nuestra conciencia: el deber. No es lo mismo la necesidad que el deber.
            ¿Cómo decidimos una acción? ¿Cómo nos inclinamos a obrar? La praxis, que es el uso práctico de la razón, se desencadena de varias maneras.
            Como acto reflejo. Conocer es lo mismo que actuar. Si aprieto el intro de un ordenador, la recepción de esa información por parte del ordenador equivale a ponerse en acción. ¿Y qué acción produce? La acción de realizar lo que contiene la información que le hemos introducido. Tal información es, pues, una orden. Si escribo: “suma”, el ordenador suma. Si escribo: “clasifica por orden alfabético”, el ordenador clasifica.
            En realidad hay dos momentos en la introducción de una orden: el contenido de la orden (por ejemplo, yo escribo: “4+3”) y la obligación de hacerlo (apretando el intro). El primer momento es una transmisión de información. Es conocimiento. El segundo es el desencadenamiento de una acción orientada, guiada, dirigida por el conocimiento recibido (“hazlo”).
            Pero hay que corregir inmediatamente lo que hemos dicho. “4+3” no es un conocimiento, es una pregunta: ¿cuánto son 4 y 3? El verdadero conocimiento surge cuando a esta pregunta le damos una respuesta; cuando apretamos el intro: 4+3=7. Conocer es contestar preguntas. O sea no sólo saberlas contestar, sino sobre todo saberlas hacer; muchos alumnos saben resolver problemas de matemáticas, pero no todos saben plantearlos: el que conoce las cosas es el que sabe contestar a las preguntas, pero el que las conoce de verdad es el que ha sabido preguntar, el que sabe buscar problemas: y encontrarlos.
            Si fuéramos ordenadores no podríamos hacer las cosas por nosotros mismos; necesitaríamos que las mandara el usuario. Nuestras decisiones, entonces, no serían autónomas. Es lo que hace el amo con su perro, los estímulos con los seres irracionales, los maestros con los discípulos a quienes han lavado el cerebro. Hacer inmediatamente lo que nos mandan, sin pensar en la conveniencia de hacerlo, es un acto automático. Como retirar la mano cuando la toca el fuego. O como dar un cabezazo en un arrebato (como hizo Zidane con Matterazzi). 


            Hay varias clases de actos automáticos: los actos reflejos (apartarme del rosal cuando me pincho) y los actos reflejados (que pasan por el cerebro sin que el cerebro active su capacidad de pensar: como cuando admitimos como propias las decisiones ajenas, por ejemplo la obediencia ciega). El caso del ordenador que obedece apretando el intro es un acto reflejado.
            El acto autónomo es otra forma de desencadenarse la acción. El acto autónomo es, por lo pronto, un acto consciente: un hacer que sabe lo que hace. Por ejemplo, cuando me voy a jugar en las horas de estudio. Este acto es consciente porque sé lo que estoy haciendo. Me doy cuenta de ello. Suele desencadenarlo un estímulo reflejo, es decir, un estímulo que despierta en mí un deseo innato: el deseo de gozar, y en este caso de gozar jugando. Puedo ser consciente o no de ese deseo, pero sí soy consciente de que he decidido jugar en vez de estudiar. A esto lo llamaremos autonomía hedónica; autonomía lúdica.
            Hay un segundo tipo de acto conciente: un hacer que sabe lo que tiene que hacer. Por ejemplo cuando me aguanto las ganas de jugar en horas de estudio. Entre el estímulo reflejo (la tentación de ver que mis amigos juegan en la calle) y la decisión de resistir, se ha interpuesto el pensamiento. Aquí no es el deseo el que decide, sino la razón; la razón no nos dice que ella valga más que el deseo, sino que un deseo vale más que otro; y entre el deseo de jugar y el de aprobar, doy más importancia al segundo; pero el segundo es incompatible con el primero: de modo que debo abstenerme de jugar; eso es lo que me dice la razón. Por eso a esta forma de conciencia podemos llamarla autonomía racional; muchos coinciden en admitir que ésta es la libertad verdadera.
            Ahora bien ¿cómo juzga la razón cuál es el mejor de los deseos? ¿Por su duración? ¿Por su intensidad? ¿O por su nobleza? Si admitimos, con Stuart Mill, que es mejor la vida humana que la del cerdo, ¿en qué consiste esa superioridad?
            Podemos responder que es mejor disfrutar mucho que disfrutar poco. El ser humano tiene capacidad para disfrutar de muchas más cosas que un cerdo: por eso su vida es más completa. Al cerdo le echan de comer, a las personas nos dan de comer. Una persona es capaz de sentir admiración, un cerdo no. Por eso el cerdo conocerá la comida, los sonidos y la sexualidad, pero no la gastronomía, la música y el erotismo; es decir el arte. Esta es una interesante observación que nos hace Fernando Savater.
            Ahora bien, unos sentimientos son más complejos que otros; y más completos. El amor es más fino que el placer de los sentidos, el placer de los sentidos se contiene en el de los sentimientos, pero no al revés: el amor contiene erotismo, pero el erotismo puro no contiene amor. Cuando no podemos disfrutar de dos placeres al mismo tiempo es mejor elegir el más completo: si por una tentación erótica de una noche voy a perder el amor de una vida es preferible resistir la tentación. 


            También es preferible un placer abstracto a un placer concreto. Un placer concreto es un camino que te lleva. Un placer abstracto es un horizonte que te guía por ese camino, y te garantiza que no correrás peligro de salirte de él. Si, por andar en bicicleta, pedaleas mirando al suelo, te caerás en seguida; si lo haces mirando al frente, es más difícil que te caigas. El bien en general es preferible a una cosa buena; porque, guiado por el bien, tu instinto podrá encontrar en el mundo muchas cosas buenas; y vestirá de bondad todas esas cosas que no lo parecen. Pero si has elegido sólo el dinero, perderás la capacidad de encontrar cosas buenas por el mundo aunque el dinero te dé la posibilidad de disfrutar de todas ellas. No se puede vender la ilusión para comprar dinero. Y la bondad es esa atmósfera que pone ilusión en tu vida.
            Hay, pues, dos tipos de jerarquía en las motivaciones: la jerarquía de los placeres, que nos abre los ojos para disfrutar de las cosas materiales, sensoriales, individuales y concretas; y la jerarquía de los valores, que nos da ojos para gozar de un ideal, cuando este ideal no nos cierra el camino de los goces sensoriales y concretos. La llamada del cuerpo debe saberse compaginar con la del espíritu.
            Hace falta un saber que sabe lo que hace; pero cabalga sobre un hacer que sabe lo que tiene que hacer. ¿Qué es el deber? Saber que un ideal o un placer no te quita la posibilidad de disfrutar de otro mejor; y no saber también que los mejores ideales no deben ser tiranos que esclavicen a los que no son tan buenos. Debe haber un equilibrio entre lo superior y lo inferior, porque lo superior se derrumba también cuando se caen los pisos inferiores. No puede haber amor puro cuando estamos reprimiendo la sexualidad.
            El placer automático hace, sin pensar, lo que le dicen. El placer autónomo lo piensa primero. ¿Qué es pensar? Pensar es hacer uso de la razón, y la razón se pone en marcha cuando conoce. ¿Qué es conocer? Una cosa es saber lo que se hace, y otra lo que se tiene que hacer; no es lo mismo tener conciencia que tener conciencia moral.
            El estudiante que juega en horas de estudio sabe que le apetece jugar. ¿Lo sabe? Si saber es darse cuenta de ello, es posible que no lo sepa; muchas veces nos pasan cosas y no somos conscientes de que nos pasan. En este sentido saber es lo mismo que tener conciencia.
            Ese mismo estudiante siente deseos de jugar; siente que le apetece; vive con ganas de jugar y por eso vive el juego. ¿Es lo mismo sentir que saber? ¿Saber que vivir? Podríamos contestar que sí, siempre que fuera consciente: siento deseos de jugar y me doy cuenta de ello, entonces sé que quiero jugar. Vivo la tentación del juego y me doy cuenta de ello. Entonces lo sé. Desde este punto de vista podemos decir que sentir, vivir y pensar son formas de conocimiento cuando vienen a la conciencia; aunque a veces ocurre que sé cosas que no sé; que no sé que las sé, por lo menos.
            Vayamos ahora con el estudiante que se abstiene de jugar, aunque le apetece. Ese estudiante sabe que desea jugar, sabe que está viviendo una tentación, pero sabe también que tiene que resistirla si quiere disfrutar del placer del aprobado; porque el aprobado, aparte de permitirle avanzar en el sentimiento de lo que es bueno, le permitirá jugar todo lo que quiera cuando lleguen las vacaciones.
            El que resiste las tentaciones nocivas sabe lo que tiene que hacer; conoce lo que le conviene; sabe lo que es bueno. Podríamos decir que en su caso obrar bien es lo mismo que conocer el bien: en eso conoce su deber, y él lo sabe; es muy consciente de ello.
            El que no resiste las tentaciones nocivas ¿por qué lo hace? Puede que no sepa que esas tentaciones son malas: en ese caso se lo enseñamos y, una vez que lo aprenda, será imposible que obre mal. Pero puede ser también que no tenga capacidad de resistencia y entonces, aunque sabe lo que le conviene, no tiene fuerzas para buscarlo. Es como saber que te tienen que cortar el brazo para evitar la gangrena y a pesar de ello (supongamos que estamos en el siglo XVIII y no hay anestesia), no me decido porque me paraliza el miedo ante el dolor. Para obrar bien, aquí, no basta con saber lo que tengo que hacer; me hace falta sacar fuerzas de flaqueza, es preciso que tenga fuerza de voluntad.
            Y puede suceder también que conozca mi deber sin llegar a creérmelo del todo. Sé que el tabaco es malo, pero faltan tantos años para que se note su efecto, que en la práctica me comporto como si nunca me fuera a ocurrir. Y el conocer casos de fumadores longevos (como Russell o y Churchill) que no han muerto por el tabaco, extiende sobre mí un manto de escepticismo que me hace pensar que quizá a mí no me ocurra nada; y quizá también me pase lo mismo que a ellos; y que quizá los médicos sean unos exagerados. Sucede, también, que estos pensamientos me vienen cuando mi voluntad flaquea y siento que me fallan las fuerzas a causa del síndrome de abstinencia; que dejar el tabaco no es fácil y yo ignoro en la práctica mis conocimientos, y entonces conocer lo bueno y lo malo no es suficiente para que decida apartarme del mal.
            Y es que conocer no es sólo sentir en el momento. Ni pensar a largo plazo en consecuencias que no siento. Sino sentir los dolores futuros como una presencia que tiene capacidad persuasiva para hacerme cambiar ahora. Por eso cuando veo la agonía de un amigo por enfermedades producidas por el tabaco me veo sufriendo en su propio sufrimiento, me identifico con su estado, siento y vivo lo que todavía no me sucede y la fuerza de sugestión es esa experiencia arranca de dentro de mí las fuerzas que me faltaban para empezar a cambiar mi comportamiento. El estudiante de Salamanca se mofaba de todo sin ningún escrúpulo; pero un día Espronceda le hizo presenciar su propio entierro y eso removió las íntimas fibras de su voluntad. Y entonces le dieron ganas de ser bueno.