EL FILÓSOFO, EL
CIENTÍFICO Y EL POETA
Caminar
es avanzar por el terreno. Para eso hace falta ajustar los pies al suelo que se
pisa: un terreno llano requiere zapatillas; otro pedregoso, botas; para andar
por terreno pantanoso hacen falta katiuscas; y hasta hay lugares en los que se
puede andar descalzo. Para andar bien hay que mirar el terreno donde estamos y
los pies y zapatos que tenemos.
Conocer
es caminar con los sentidos. El mundo es el terreno, nuestros sentidos son los
pies. A veces andamos por las piedras y nos basta para verlas con nuestros ojos
desnudos, con nuestros oídos, con nuestras manos; pero otras veces queremos ver
granos de polvo, pequeños insectos, manchas de polen: y necesitamos una lupa;
otras, cuando queremos ver el cielo, los astros están tan lejos que necesitamos
un telescopio. Los ojos y los oídos son nuestros pies y la lupa y el telescopio
los zapatos que nos ponemos para usarlos. El mundo es un enorme paisaje, y cada
sitio necesita unos zapatos para caminar; con los pies; o con los sentidos.
Para
conocer hace falta que se ajuste el mundo a los ojos con que lo miramos. Los
problemas del conocimiento se llaman problemas epistemológicos. Dependen de dos
factores: el suelo que pisamos (técnicamente hablando esto es una cuestión
ontológica: cómo es el objeto que tenemos delante, cómo es el mundo que
queremos conocer); y los pies con los que andamos (que serían el sujeto que
quiere conocer el mundo: es una cuestión epistemológica, cómo son los ojos con
los que queremos ver). Al ajuste entre el sujeto y el objeto, entre el que
conoce y lo que quiere conocer, lo llamamos método; recordemos que “método” en
griego quiere decir “camino”; camino en el que se está. El modo de alcanzar una
cosa, el método para conocerla, es el camino que nos une a ella; para alcanzar
una cima es preciso construir un camino a través de la montaña; conocer es ir
creando caminos, por eso dice Machado: “caminante, no hay camino; se hace
camino al andar”.
Los
problemas del método son de dos tipos: ontológicos y epistemológicos.
Ontológicos.
¿Qué parte del mundo queremos conocer? ¿El suelo? ¿El subsuelo? ¿El centro de
la tierra? ¿Los músculos? ¿Las células? ¿Las costumbres de los animales? ¿Los
volcanes? ¿El cielo? ¿El tiempo? ¿El espacio? ¿Las galaxias? ¿Los límites del
universo? ¿La luz? ¿El alma? ¿Los límites del conocimiento? ¿Dios? ¿La materia?
¿Los bosones? ¿Las cuerdas? Cada trozo de mundo es un tipo de terreno, y cada
terreno pide sus propios zapatos. No podemos conocer las células a simple
vista, ni el firmamento con microscopio. Cada trozo de mundo, cada región del
espacio, va marcando el órgano con el que lo podemos conocer. Podemos oír el
maullar de un gato, pero no los ultrasonidos de los murciélagos. El propio
mundo nos va planteando problemas epistemológicos.
Epistemológicos.
¿Cómo podemos conocer? Es fácil observar la anatomía de un animal, pero ¿cómo
contemplamos la anatomía del alma? Podemos medir la caída de un cuerpo, pero
¿cómo medimos el tiempo de las galaxias? ¿Cómo contemplar un tiempo relativista?
Podemos medir velocidades a nuestra escala, pero ¿cómo medimos velocidades
mayores que la luz? ¿Existen? ¿Puede alguien conocer la posición y la velocidad
de un electrón? ¿Puede un sistema matemático demostrar su propia consistencia?
El
conocimiento, pues, depende de dos factores: uno es el trozo de mundo que
queremos conocer; otro son nuestras posibilidades de conocerlo. Supongamos que
quiero conocer el alma humana: ¿estoy capacitado para conocerla? Supongamos que
quiero conocer el galvanismo: ¿tengo recursos para acceder a él? Supongamos que
quiero conocer el universo cuántico: ¿hasta dónde llegan los límites de mi
conocimiento? Aquellas regiones del mundo adonde no alcanzan mis posibilidades
no son accesibles a la ciencia; el científico que se adentra en ellas sólo
puede trabajar como filósofo; el filósofo es un científico que busca en los
mundos que no se pueden conocer y avanza a ciegas, tanteando, incapaz de hacer
experimentos; y como a su mundo, por mucho que se le ilumine, nunca le llegará
la luz (como unas profundidades abisales donde la luz que le arrojamos desde la
superficie se extingue a los pocos metros de ella), el filósofo se verá
obligado a abandonar la claridad de los conceptos. Un concepto es una luz que
arrojamos sobre las cosas. Como esas luces se extinguen muy cerca de la
superficie, necesitamos otras luces más potentes: son las metáforas. Pero las
metáforas no llegan al fondo de la realidad. Eso sí, se acercan más a ellas.
Platón, Nietzsche, San Juan de la Cruz, los poetas ven mucho más lejos en lo
profundo; pero su saber es menos preciso; son capaces de ver más lejos, pero el
corazón de lo que miran les sigue apareciendo oscuro. Por eso dice Miró Quesada
que para ver la superficie es mejor la filosofía rigurosa, pero la filosofía
literaria es la única que puede ver en lo profundo; sentir el corazón de las
cosas, si no se puede penetrar más adentro.
El
filósofo se distingue del científico en que no hace experimentos. Y no porque
no quiera, sino porque no puede. En un mar profundo el científico mira desde su
barca, o va buceando, o, en regiones no demasiado hondas, mete buzos y
batiscafos. Pero el filósofo quiere mirar más hondo aunque no vea y se pone las
gafas de las metáforas, porque no ve con las gafas del concepto. Un concepto es
un pensamiento que actúa incluyendo unas cosas en otras, estableciendo
subordinaciones, clasificándolas. Y una metáfora es un pensamiento que
establece similitudes, sugerencias, analogías. Si no podemos ver las cosas,
tenemos que imaginarlas.
Sí.
Y aquí vienen los científicos atrapados en positivismo rancio tachándonos a los
filósofos de ilusos. De científicos fracasados, de pensadores sin rigor.
Cierto: imaginar las cosas no es retratarlas, pero es también una forma de
conocerlas. Una hipótesis científica va mucho más allá de los datos: es una
posibilidad imaginada, un salto en el vacío; el científico también llega a la
hipótesis haciendo un esfuerzo de imaginación; ¿cómo, si no, llegó Dirac, a
partir de las ecuaciones de Maxwell, a forjar el concepto de antimateria? La
antimateria no estaba en los números, no estaba en los datos; fue un salto
poético que se le ocurrió al científico para explicar el enigma que habían
planteado los cálculos, y que estaba enterrado entre los números. Y Kekulé trabajó
también mucho para hallar la estructura del benceno, pero los cálculos no se la
dieron; se la dieron las llamas entrelazadas de la lumbre cuando dormitaba, y
el fuego avivó su fantasía. Ahora bien, sin los cálculos él nunca habría visto
la molécula del benceno en las formas caprichosas que dibujaban en el aire las
lenguas de fuego. Los cálculos fueron el trampolín desde el que saltó; sin los cálculos,
su fantasía no habría saltado; y si saltaba, nunca habría llegado tan lejos.
Una
hipótesis científica es una metáfora que puede ser contrastada, tocando suelo
empírico. Una hipótesis filosófica es una metáfora que no se contrasta: no
porque el filósofo no quiera, sino porque no puede. En los dos casos se trata
de un salto en el vacío. En los dos casos se salta desde el muelle de los
datos, de los cálculos, de la experiencia, del suelo de los hechos, pero sólo
el científico cae de nuevo sobre el suelo; como un gato, el científico, por más
piruetas que haga, cae siempre sobre sus cuatro patas. El filósofo, sin
embargo, se queda en el aire sin llegar nunca al suelo; eso le pasa al
metafísico, y al poeta; pero también al científico que estudia zonas de la
realidad difíciles o imposibles de conocer; por ejemplo, los científicos que
estudian las supercuerdas. La diferencia sólo está en el suelo empírico donde
cogen carrerilla para saltar: el científico filosófico maneja todos los
cálculos y los datos que puede; el filósofo mucho menos (muchas veces porque no
conoce el lenguaje científico); y el poeta suele saltar desde el trampolín de
una sola experiencia.
El
científico filosófico, el filósofo y el poeta comparten algunos rasgos: en
primer lugar, los tres se interesan por realidades inaccesibles; en segundo
lugar, los tres saltan en el vacío; en tercer lugar, es muy posible que ninguno
de los tres pueda aterrizar en el suelo. Pero hay una tercera especie de
investigadores: los charlatanes; son aquellos que investigan zonas accesibles
al conocimiento como si fueran inaccesibles; que utilizan metáforas pudiendo utilizar
conceptos; que hacen filosofía literaria cuando podrían hacerla con rigor; y
permanecen en la vaguedad pudiendo ser precisos. Esta especie es peligrosa:
pues se escuda en la metáfora para camuflar su ignorancia sin reconocerla,
haciendo pasar por estudio lo que sólo son desvaríos. Son muy difíciles de
reconocer, porque las metáforas serias no se distinguen de las banales. La mayor
profundidad puede pasar por banalidad cuando se expresa en metáforas; y
viceversa.
La
lógica es el estudio del logos, del pensamiento, de la palabra. Cuando va del
todo a la parte la llamamos deductiva; cuando va de la parte al todo,
inductiva; y cuando va de un todo a otro todo o de una parte a otra parte, es
analogía. La analogía es una parte de la lógica, al revés de lo que pretende el
positivismo. La diferencia está en el grado de seguridad de sus enunciados: la
deducción es totalmente segura, la inducción lo es poco y la analogía lo es
menos. Pero las tres son parte de la lógica y son formas de razonamiento.
Quienes crean que la analogía no es una forma de razonar negarán, por supuesto,
que el pensamiento mítico sea racional; y no hay nada más contrario a las
evidencias, porque el pensamiento mítico tiene analogías, inducciones y
deducciones de tono más bien poético, es decir: las más de las veces,
pensamiento más literario que riguroso; no tan superficial como profundo;
aunque también se han colado los charlatanes entre los poetas.
Pensar
es relacionar cosas. Esas relaciones pueden ser inducciones, deducciones o
analogías. Pensamos sobre las cosas que vemos, sacando, más allá de lo
explícito, conclusiones que no vemos. Y pensamos también sobre imaginaciones,
inducciones o deducciones, extrayendo
conclusiones nuevas. Como el avión, dos son los momentos claves de su vuelo: el
despegue y el aterrizaje. El despegue: cómo, a partir de lo que observamos,
forjamos ideas nuevas. El aterrizaje: cómo, a partir de estas ideas, podemos
observar sus consecuencias.
La
razón es la capacidad de pensar lo que se observa y de observar lo que se
piensa. Cuando estudiamos este proceso y codificamos sus pasos lo llamamos
método racional; si lo aplicamos a esa parcela del mundo que podemos conocer,
lo llamamos método científico (en su doble vertiente axiomática e
hipotético-deductiva); y si lo aplicamos a parcelas del mundo difíciles o
imposibles de conocer, lo llamaremos método filosófico; el primero produce
filosofía rigurosa, es decir ciencia; y el segundo produce filosofía literaria,
esto es, metafísica; los buenos metafísicos son los filósofos, los poetas y los
científicos filosóficos; junto a ellos viven, como cizaña, los charlatanes.
Una
parte del mundo se puede oler, mirar, comer, oír y tocar; de su estudio sale la
ciencia. Y hay otra parte que ni se ve, ni se toca, ni se siente ni se oye:
para conocerla no sirve la ciencia; es necesaria la filosofía. El movimiento de
los cuerpos, la vida de las células, la unión de los átomos, la psicología de
grupo son el mundo de la ciencia. La posición de un electrón, la forma de las
supercuerdas, la existencia de dios, la inmortalidad del alma, la libertad, el
amor, la belleza, son cosa de la filosofía. Ningún científico podrá estudiar el
alma; pero sus manifestaciones las estudian los científicos de la mente: los
psicólogos.
De
modo que hay partes de la realidad inaccesibles a la ciencia. De las que no lo
son, unas veces las contrastamos y otras no. Esto último lo hacen los
filósofos; los científicos hacen lo primero. Hay, pues, dos criterios que
caracterizan a la ciencia: el primero se refiere a los fenómenos, las
apariencias del mundo, sus manifestaciones; la ciencia sólo puede hablar de
fenómenos; y el segundo se refiere al método, en el que la ciencia incluye la
contrastación y la filosofía no. Y hay, en la ciencia, quien renuncia a utilizar
el método científico pretextando que algunas ciencias son ocultas.
No.
La ciencia sólo estudia fenómenos. Para las realidades inobservables ya está la
filosofía. Hay científicos que ahondan tanto en los fenómenos que llegan hasta
donde no se pueden observar. Einstein, Heisenberg, Dirac empezaron siendo
científicos; pero en el punto de llegada ¿no se convirtieron en filósofos? Hay
carreras y caminos que nos transforman mientras los transitamos; al empezar a
investigar yo me dedicaba a la ciencia, pero al terminar mi recorrido, sin
apenas darme cuenta, estoy haciendo filosofía.
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