sábado, 28 de junio de 2014

Transhumancia





            Segovia es una tierra donde no caben los rebaños. Los pastos se secan en invierno y los cubre la nieve, con un manto frío, estéril y hermoso, que esconde la vida bajo sus pies. No hay comida para las ovejas en invierno. Los pastores parten en busca de otros pastos, fuera de la tierra que los vio nacer (dura y seca como el hielo), y la tierra los expulsa con una precisión implacable: a Extremadura.
Trashumancia. Vuelven a casa cuando verdean las espigas y apenas pasan tres meses se vuelven a marchar: con el verano. Invisibles ondas que peinan el mar mesetario. Año tras año, como una respiración lenta, el pulso de Castilla vuelve a cambiar. El pulso de la estepa. Viento pequeño de historias pequeñas que nadie escribirá nunca; y las casas humildes, de mujeres y niños, otean la sierra que se traga a los hombres para gestarlos en invierno; y vuelven cuando brota la tierra, renaciendo año tras año, como  un parto secular. 


TRASHUMANCIA (1)
JUNIO

            Ya llegan los pastores de Extremadura. Ya llegan. La sed era agobiante y el vino, caldeándose en la bota, parecía una purga; y no le hacían ascos los pastores por beber caldo, tal era el ansia que tenían de beber. Allá por las llanuras de Alcudia, por las campiñas de Toledo, un sol de justicia anunciaba la primavera. Volvían por ferrocarril y había que coger un furgón para las caballerías y otro para los pastores; y el mayoral, con mano previsora, encargaba las jaulas para embarcar el ganado. Otras veces volvían a pie. Las duras jornadas, las piedras de plomo sobre la cañada, el sudor y el polvo, envolvían las abarcas que se hundían en la tierra.
            Llegaban los pastores a mediados de mayo. A primeros de mes habían tenido que esquilar las ovejas y allá lejos, en el valle de Alcudia, había venido la cuadrilla de esquiladores de Pozoblanco. Vinieron a la llamada del mayoral. Cuarenta hombres que se encargaban de la cocina, del transporte, de anotar la cantidad de ovejas que iban esquilando... Otros recogían los vellones. Los había que hacían del esquileo un arte, y a ésos les pedían que dibujaran cordones con la tijeras, y hojas y flores, y letras y caras... Miles de motivos labraban la lana de las ovejas cuando el cincel era la mano diestra sobre las tijeras.
            La cuadrilla. Aniceto miraba con ojo atento todo lo que pasaba, velando, como mayoral, por el bienestar de su ejército: un ejército de ovejas y pastores, centauros del desierto entre la polvareda, o entre los hierbajos de la tierra. ¡Cómo recordaba al tío Cuervo! Aquel famoso contador de ovejas, de aritmética infalible, pero analfabeto. ¡Y cómo evitaban las peleas! El hombre se irrita a veces, lo excita el calor, la pesadez, la sed de hembra; y el mayoral les recordaba la costumbre de descontar ocho días de sueldo si se peleaban.
            Aniceto era mayoral y lo fue durante muchos años. Ya no sabía si en San Cristóbal o en Orejana, donde acabó viviendo o donde nació a la vida: dice una voz popular que el hombre es un animal que nace en cualquier parte y muere en el pueblo de su mujer. Orejana. Su madre: la tía Segunda, hermana de Josefa, la madre de Elvira. Pedraza. Viento y sol en un austero sol de Castilla, o sol ardiente arrasando, sin una sola mota de aire. El mayoral. El mayoral guiaba a los pastores y al ganado, caminando por el valle de Alcudia, olvidando el Guadiana, y Toledo; el Tajo, la Mancha, las tierras áridas del sur de Castilla, hasta Segovia.
            Y llegaron. Repartieron el rebaño en retazos. Todos ardían en deseo y el ansia los volvía impacientes por llegar a sus casas: entonces vino el sorteo. Se repartía el orden de llegada de cada pastor. El primero que bajaba al pueblo llevaba las caballerías de los que se quedaban en la sierra. ¡Qué alegría, qué revuelo, qué alborozo cuando llegaban a casa! ¡Y qué poco duraba! El pastor trashumante no para, siempre de aquí para allí, siempre caminando... Siempre. Era escaso el disfrutar de familiares y amigos. ¡Hay tanto que caminar y los días son tan cortos!
            Los miércoles se hacía el relevo y entonces bajaba el que estaba en la sierra. El relevo llevaba el apaño de comida para toda la semana, y la comida para los perros, y la sal de las ovejas. ¡Cómo lo pedían los animales con sus berreos! El pastor extendía la sal en piedras grandes, lisas, y después las llevaba al corral para que no bebieran agua hasta el día siguiente.
            Los pastores... ¡Ya llegan los pastores de Extremadura! ¡Ya vienen! Las mujeres, llenas de alborozo, se despiden del invierno sin el hombre. Y los niños, ansiosos de ver a sus padres, los aclaman con la vista. Dura es la vida del labrador, dura la de los pastores. Dura la de la mujer, que se queda en el pueblo a hacer las labores del campo como los hombres; las de la casa. Muy esclavos son los días de la gente pobre, que tiene sus sentimientos anegados en cansancio; sus amores sin caricias, el respeto que ama en frío, la emoción que se endurece, la reciedad de sus arrugas, sus ilusiones. Pero ahora vienen los pastores de la sierra. Viene el padre, el amigo, viene el hombre. Viene la vida que se ha detenido nueve meses. El aliento de Proserpina les trae vientos de compañía, la soledad perdida, el frescor del agua del arroyo y las paredes de la casa... Comer caliente y la ensalada fría. Decir adiós al chorizo, al queso, a las bellotas, algún arroz con patatas y algún extraordinario suelto. Los hombres vienen de Extremadura, los nómadas adustos y cansados... Los pastores. 




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