sábado, 21 de junio de 2014

Sin señora de la limpieza






            Toda clase es un diseño de estrategia. Hay tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la primera.



 
SIN SEÑORA DE LA LIMPIEZA

            Y fue precisamente Maia quien lo llamó.
            -Juan.
            -Dime.
            Los papeles siguen ahí. Dijiste que avisarías para que los limpiasen, pero ahora hay más que ayer. Mira –dijo, señalando con el brazo al fondo de la clase.
            Era verdad. El día anterior habían vaciado la papelera en el rincón, y en aquella esquina el suelo se había llenado de papeles. Había de todo: folios arrugados, envoltorios de bocadillo, bolsas de patatas fritas, virutas de lápiz... Al principio ocupaban el rincón del fondo, en la esquina opuesta a donde se encontraba la ventana. Pero hoy se había desparramado todo. Los papeles se extendían a lo largo de la pared y habían llegado a la ventana. Ya no se podía uno ir al patio sin pisar suciedad, y tenía que ir apartando basura con los pies y eso daba trabajo. Además, el suelo estaba cubierto de barro que habían dejado anónimos pies en día de lluvia; fragmentos de barro reseco, manchas que afeaban el suelo, incluso alguien había tirado un envoltorio con media chocolatina dentro; un envoltorio que, si se pisaba sin querer (y eso pasaba todos los días) extendía su mancha por las baldosas como los dedos de un pintor.
            Juan se explicó:
            -Ya lo dije en dirección, y la respuesta que se me ha dado es que no pueden hacer nada mientras no venga la señora de la limpieza. Que lo limpiéis vosotros. La que estaba encargada de hacerlo se ha puesto enferma, y las otras señoras tienen que ocuparse del otro edificio. De todas formas, algo tendréis que ver vosotros. Hay otra clase que está en vuestra misma situación y no tiene el suelo como la vuestra.
            -¡Que no! –gruñeron varias voces a la vez-. ¡Que nos quieren echar la culpa a nosotros! –consiguió oírse la voz de Mónica-. Nosotros no hemos sido. Ha venido gente de otras clases y lo ha hecho mientras nosotros no estábamos –se impuso la voz de Felipe-. ¡Y un día fue en los desdobles! –intentó decir Cristal. Pero su voz no se oía y de nuevo Maia consiguió imponer su vozarrón de trueno-. ¡Sí! ¡Es verdad! ¡Ayer volvimos del desdoble de plástica y nos lo encontramos hecho un asco! La papelera volcada se extendió por toda la clase, y tiraron dos abrigos al suelo. Mira: el suelo está manchado de tiza pisada; han sido ellos. 


             -Bueno, bueno, no os alteréis tanto –interrumpió Juan intentando calmar la situación-. De todos modos lo habéis hecho entre todos. Uno empezó y los otros han seguido. Seguramente se ha extendido en los desdobles, pero el problema no ha empezado fuera: ha empezado dentro. Todos estáis implicados. Aunque no queráis reconocerlo, tenéis una responsabilidad compartida.
             -Es que mira, Juan Luis, el suelo está hecho un asco. No se puede pisar. Tenemos que pasar por encima de la basura para llegar a la percha. Mira, mira cómo están los abrigos; montados unos en otros, veinte abrigos para cinco perchas. Cuando se cae uno al suelo nos da asco.
            -Bueno, bueno, chicos, no es para tanto. Al fin y al cabo sólo son papeles. No hay grasa, ni restos de comida con aceite, ni barro húmedo; sólo media barrita de chocolate, y aun así apenas mancha, porque está prácticamente metida dentro del envoltorio.
            -¿A ti te gustaría que estuviera así tu casa? –bramó Maia.
            -Mi casa nunca está así porque la cuido. Si llego antes la limpio, y si no soy yo quien llega antes la limpia mi mujer. ¿Por qué no hacéis vosotros lo mismo?
            -Yo limpio en mi casa –dijo-, pero ésta no es mi casa y no tengo por qué limpiarla.
            -Pues aguantad mierda. Sarna con gusto no pica.
            -¡Quienes tienen obligación de limpiarla son las señoras de la limpieza!  
-¿Y si no han venido?
            -¡Que vengan!
            -¿Y si no pueden? Tú cuando te pones enfermo no vienes a clase, ¿verdad?
            -¡Pues que traigan a alguien para que haga su trabajo mientras se cura! ¡Pero que no lo dejen así!
            Juan sonrió, entre pícaro e irónico. Le costó trabajo devolver el orden a la clase. Tocó palmas y no le hicieron caso, levantó la voz y tampoco, se puso a explicar y aquello era un guirigay. Recurrió al humor y escribió en el borde más alto del encerado: “¿os podéis callar?”; pero lo escribió con una letra tan pequeña que todos se callaron, aguzando la vista con plena concentración para poderlo leer: objetivo conseguido. Aprovechando aquel fugaz silencio, antes de que pasase la sorpresa y se reanudase el guirigay, introdujo una cuña interesante e intentó conseguir (sin demasiado éxito) que todos atendiesen sus explicaciones. No pudo evitar que machacones murmullos salpicasen intermitentemente su discurso.
            Juan tenía siempre presente, cuando daba una clase, lo que quería conseguir con los alumnos. En su mente estaba el esquema de las cuatro fases; conocer, criticar, respetar, decidir. Pero ya hacía tiempo que sabía que no conocemos solamente con la cabeza: también conocemos con el corazón. Es más, su tarea de profesor no consistía sólo en conseguir que los alumnos conocieran cosas nuevas, sino también en hacerles reconocer en el mundo las cosas que ya sabían. No les tenía que enseñar que la suciedad entorpece la convivencia, bastaba con que se acordasen de ello cada vez que pasaban, es más: era preciso que lo vivieran, que lo sintieran en sus propias carnes. Del mismo modo que entendemos lo que nos enseñan, nos concienciamos de lo que vivimos. Una cosa es comprender que el desorden molesta, otra cosa es sentirlo; aceptamos las cosas que comprendemos, pero las que sentimos como agresiones no las aceptamos: queremos cambiarlas; para ponernos a buscar tenemos que transformar la necesidad de cambio en deseo, y el deseo en voluntad. 


            -Vamos a ver, chicos: ¿sabéis si es bueno el tabaco?
            -¡Nooo! –respondieron varios al unísono. Luego alguien completó: -Es malo.
            -¿Por qué es malo, José?
            José se sintió sorprendido en su recogimiento, agredido en su timidez. Estaba siempre atento pero muchas veces no entendía nada. Tenía la mirada inocente del niño bueno, con ganas de colaborar pero con complejo de torpe.
            -Pues... –Vaciló un momento, como buscando. Chasqueó un poco los labios como llamando a las ideas a su mente, las palabras a su boca-. Te hace daño en el pulmón. Produce cáncer. -Lo dijo con convencimiento, pero sin seguridad.
            -¡Exactamente! –le animó Juan Luis con su reconocimiento-. ¿Deja la gente de fumar cuando sabe que el tabaco le hace daño?
            Evidentemente, todos dijeron que no.
            -¡Claro! Porque lo saben, pero no lo sienten. Lo saben con la cabeza, pero no lo saben con el corazón; o con las tripas. También sabíais que los papeles fuera de la papelera son molestos, pero ahora lo sentís en carne propia; ahora lo sabéis mejor, será más difícil que se os olvide, vuestro saber tiene ahora más fuerza, ¿verdad?
            Hubo un silencio de aprobación entre los alumnos. Un silencio que no pudo acallar el rumor de algunos grupitos que, de vez en cuando, se montaban sus pequeñas tertulias en sus asientos.
            -Entonces parece que las cosas que aprendemos con la cabeza se nos olvidan pronto: las que se nos quedan en la memoria son las que aprendemos con el corazón; o con las tripas. A ver, muchachos, en el primer trimestre hemos dado un repaso a lo más importante de la historia de la ética. ¿Esto no os recuerda nada?
            El silencio esta vez no era de aprobación, sino de ignorancia. De apuro.
            -Haced memoria. Es algo que hemos machacado mucho.
            Por su puesto, tenía que ser Cristal:
            -A San Agustín.
            -¿A qué te refieres, Cristal? Refréscanos la memoria.
            -Sócrates decía que con saber lo que era bueno ya bastaba para desearlo, y San Agustín precisó que la reacción no era tan automática. Según él no basta con conocer el bien para ser bueno; además hay que quererlo.
            -Justo. El fumador sabe que el cigarro no le hace bien, pero no quiere dejarlo. ¿A qué crees que se debe esa negativa, esmeralda?
            -Quizá, aunque le gustaría dejarlo, no puede.
            -Hum... Le faltaría, entonces, fuerza de  voluntad.
            -Eso es.
            -Tenemos, entonces, que el sentimiento es una forma más perfecta de saber que el entendimiento. Entender es saber desde lejos; sentir es saber de cerca. Pero sentir que una cosa no nos conviene no es suficiente. También tenemos que sentir en nosotros la fuerza para dejarla. Muchas veces sentimos que nos molestan algunas cosas, y que nos gustaría cambiarlas, pero también sentimos que hacer esos cambios nos cuesta trabajo; no nos sentimos con fuerza suficiente para acometer esa empresa. 


            Media clase escuchaba con atención; la otra mitad atendía a medias. Algunos mocosos no tenían suficiente fuerza de concentración para seguir el hilo del discurso, y hablaban en voz baja entre ellos, y se gastaban bromas.
            -A veces –prosiguió Juan Luis- sucede que a la gente le gustaría hacer unas cosas pero no las hace. Hay momentos en que a la mayoría de los ciudadanos les gustaría cambiar de presidente, pero luego votan al mismo. Quieren una cosa pero eligen otra.
            En su mente estaba el esquema de las cuatro fases: conocer, criticar, respetar, decidir. Sabía que el conocimiento debía ser comprensivo, y a menudo para entender las cosas no basta que nos las expliquen, también necesitamos que nos las critiquen; y si podemos criticarlas nosotros, mejor. El concepto de comprensividad muchas veces no se entiende bien cuando decimos lo que es; hace falta decir lo que no es, y entonces lo entendemos mejor; cuando lo oponemos a la selectividad, el concepto de comprensividad se vuelve diáfano. Fue Descartes quien dijo que no bastaba con la claridad: también hacía falta distinción para comprender bien las cosas.
            Pero conocemos realmente las cosas sólo cuando empezamos a sentirlas. Cuando las hacemos nuestras y las interiorizamos no ya en el pensamiento, que establece entre ellas y nosotros una distancia; las tenemos que interiorizar en el corazón, que nos une fuertemente a ellas. Sentimos si las cosas nos convienen; cuando no nos convienen, sentimos deseo de cambiarlas; pero no siempre que deseamos algo sentimos en nosotros la fuerza de buscarlo. Entre el deseo y la voluntad está la fuerza de nuestro carácter; está la vida. Veía en Nietzsche a quien mejor supo marcar la diferencia entre esas dos formas de querer; entre el gusto y la decisión; entre soñar y luchar; porque aunque la lucha se prepara en los laberintos del sueño, si uno no consigue salir de ellos se enreda entre sirenas y no alcanza la libertad.
            ¿Cómo se traspasa esa barrera? ¿Cómo se consigue que la fantasía sea el motor de la acción, y no su freno? La fantasía es necesaria, lo reconocía el propio Nietzsche; el superhombre es quien alcanza la voluntad de poder, pero es también el hombre creador. Estaba claro.
            Algunos maestros ponen a los alumnos a pintar murales sobre el respeto a la naturaleza, a nuestros mayores, a la sociedad. Otros aplican el estímulo-respuesta para castigar la falta de respeto. Otros recurren a las canciones, a las actividades simbólicas –asistir a un pleno del ayuntamiento-, plantar árboles. Muchos se esfuerzan en que los alumnos se lo estudien de memoria, o razonando, y les mandan hacer ejercicios, comentarios, redacciones... Juan sentía que ninguna de aquellas estrategias era eficaz. Estaban condenadas al fracaso. La teoría, las redacciones y los ejercicios hacían trabajar el entendimiento, no el corazón; y el cambio ético requiere un conocimiento intelectual, claro que sí, pero deber se r completado con un conocimiento cordial; de lo contrario (glosando a Kant) podríamos decir que el entendimiento que no siente está vacío, pero el sentimiento que no entiende está ciego.
-Mirad -dijo, intentando comunicar a los chicos una parte de sus pensamientos-, yo sé que por mucho que os explique las cosas, al final vais a hacer lo que os parezca. Y si os castigo haréis lo que quiero mientras esté delante, pero tan pronto me dé la vuelta volveréis a las andadas. Por otra parte, plantando arbolitos y haciendo murales no aprenderéis a respetar la naturaleza. De eso estoy seguro. El cambio tiene que salir de dentro de vosotros. Fuera, lo que yo pueda hacer (en clase o fuera de ella) contará bien poco. Acaso mi ejemplo os llame la atención, os haga reflexionar, y hasta es posible que os marque. Pero el cambio es lento, muy lento, y para mí es difícil saber si voy o no por buen camino.
Tras estas palabras de desánimo reanudó.
-Saber cómo son las cosas, daros cuenta de lo que os rodea, es tener conciencia del mundo; cuando uno duerme y se desmaya está inconsciente. Pero aquí hablamos de otra cosa. No se trata de darse cuenta de las cosas, sino de darse cuenta de lo que tenemos que hacer: a eso lo llamamos conciencia moral. Para eso necesitamos sentirlas (esa comunicación con ellas tiene algo de místico). Y luego sentirnos en ellas, sentir cuando nos hacen daño, sentir cuándo debemos cambiarlas. Podemos tener conciencia de las cosas y no tener conciencia moral. ¿Lo entendéis?
Sí. Lo entendían. Les tuvo que explicar un poco más la diferencia, pero al final lo entendieron. Y a punto de tocar el timbre, cuando miró que faltaba apenas un minuto en el reloj, sonrió mientras decía:
-¡Ah!, por cierto: la señora de la limpieza no está enferma; era un truco mío para que sintierais lo molesta que es la falta de limpieza. Lo habéis notado, ¿verdad? 






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