domingo, 23 de marzo de 2014

Lo Real Maravilloso

LO REAL MARAVILLOSO


            Hace muchos años que viajé al Perú. Hay allí un lugar pequeño, muy cerca de la ciudad de Trujillo, cuyos caminos polvorientos despertaron mi curiosidad; de aquel gris terroso y seco manó un paisaje colorido, y aquel viaje de fortuna, rumbo al interior de los Andes, me llevó a unos cerros que sesteaban perezosamente bajo una calma cotidiana; cerros que sacaron a mi imaginación de la pereza. En estas líneas hay un recuerdo emocionado de aquel viaje que olía a tierra.



Roma, peligro para caminantes. El poeta se perdió en sus calles, exploró las esquinas, desnudó el tiempo. Roma era para él ciudad eterna y bella, era también un libro de historia, pero era ajena. El poeta paseaba su exilio por aquellas calles milenarias, arribado de Argentina, después de haber sido vomitado por España.
            Aprendí después que Roma no está en Italia. Es un pueblecito escondido en las estribaciones de la sierra, allende los mares y las tierras, próximo a la costa del Perú. Cerca de la ciudad de Trujillo, en el departamento de la Libertad. Allí fui un lejano mes de agosto, borracho de ganas de conocerla. Roma, aldea perdida. Auténtico peligro para caminantes. Roma, lejana y bella.
            Nos llevó Felipe a la estación de autobuses de Trujillo. Ya entonces me sorprendió la forma en que ómnibus y micritos asaltaban a la clientela. Por todas las esquinas pululaban jóvenes descamisados, sudorosos y desaliñados, gritando a los viandantes el destino de los vehículos; como en un mercado persa, andaban a la caza de los posibles viajeros, regateando y pujando en los precios, perjurando que sus autos eran seguros, luchando entre ellos para arrebatárselos de las manos. “¿A Roma, señor?”, decía uno; “¡venga conmigo! No se vaya en ese micrito, que la semana pasada tuvo tres accidentes; y aquel otro volcó; venga con nosotros, viajará seguro”. Felipe nos decía que no nos fiáramos  de ninguno y nos subió a un autobús viejo pero que lo era menos que los otros; los asientos tenían hierros que se clavaban en las posaderas, demasiado juntos para quien, como yo, tiene las piernas demasiado largas; el forro de tela estaba roto y descosido, el suelo lleno de barro seco, y había un cobrador con una cartera al hombro que al pronto dijo: “¡vámonos!” Felipe nos advirtió que costaría un sol más, pero que sería más seguro que los endiablados micritos que pisaban el acelerador como condenados huyendo; y como eran camionetas pequeñas desprovistas de estabilidad, claro está, volcaban.
            Partimos de Trujillo por una carretera asfaltada que, apenas se escurría del óvalo, se escapó por un camino terroso por el que levantaban las ruedas una sucia nube de polvo. De vez en cuando gasolineras precarias (grifos, que allí les llaman); hileras de casuchas desvencijadas, tablas arremolinadas en confuso montón, piedras huérfanas y cartones, esteras, ladrillos, y algún bar con olor a queroseno. La carretera levantaba polvo y batía tierra, el traqueteo de los baches se clavaba en los huesos, y en la otra hilera de asientos se sentaron dos cholas navegando en sus amplias polleras. Subió luego una jovencita con cara india que vestía un traje negro de falda corta que dejaba ver sus jóvenes carnes: era un uniforme de azafata, iba a trabajar en algún congreso (¿o acaso volvía de él?); pero se adivinaba tras sus finos ademanes la cara de hambre de una chica de pueblo.
            En otra parada subió un hombre con una guitarra. Apenas se cerró la puerta sonó el cascabel de sus dulces cuerdas, y nos obsequió con una andanada de luz y alegría que abrió nuestros dormidos pulmones y ensanchó el corazón, llenándolo de espacio y oxígeno. Desfilaban huainitos junto a la colegiala, guajiras, lambada, algún vals y alguna que otra salsa. Concluida la actuación, en un equilibrio certero de aquel autobús zarandeado por las olas de los baches, se quitó el sombrero y pidió perdón por, según decía, “haber sido molestoso”. Mi hijo de seis años que se sentaba junto a mí, se levantó al punto y le replicó: “no, señor, usted no ha sido molestoso; sus canciones me han gustado mucho”. Entre las risas de la gente lamenté no tener moneda sencilla para pagar a aquel hombre por su hermoso concierto. Su guitarra cantarina se quedó en mi recuerdo como un derroche de vida y color, que espero poder pagar de no sé qué manera, en algún otro lugar, algún día.
            Mientras el autobús surcaba el polvo de la ruta me asusté con aquel palo que se dirigía a mí, como una lanza que quisiera atravesar la carrocería. Era el bastón de un pobre hombre que se abalanzaba sobre el autobús, y que al punto yo creí que éste lo atropellaría. No fue así, y al parar avanzó torpemente como un cangrejo apoyado en su garrota retorcida: estaba ciego; sus pasos adolecían, además, de una disfunción motórica que los hacía bailotear como las patas de madera de un muñeco mal articulado. Ya en el autobús pidió dinero. Y comprendí entonces que los sucios vagones del metro de Madrid, que reciben en algunas paradas una guitarra, una armónica o un acordeón pidiendo limosna, eran sólo una pálida copia de aquel variopinto retablo de las maravillas.
            El ciego que casi no podía caminar era, además, mudo. Tenía una camisa sucia y sus mugrientos pantalones casi no llegaban a aquellos pies medio descalzos, medio desnudos. Vi después que no era ciego del todo, porque entre las nieblas de su lóbrego mundo vio la sombra borrosa del músico que nos había deleitado cantando. Se le ocurrió, al verlo, que tenía que pedir limosna cantando, como él; y tañó un concierto tristísimo de voces y gruñidos, esforzado en luchar con unas vocalizaciones que no le salían, que se trocó en mi corazón en el eco de un llanto: llanto por los abandonados y los desvalidos; llanto por los miserables y los pobres; llanto por los desheredados cuando eran niños. Ahora, que estoy muy lejos de aquel camino, se ha incorporado a mi sentir aquella escena como un clamor sordo de tristeza infinita sobre mi conciencia.
            Se estrechaba el camino por momentos. El polvo seco se metía por la nariz y la garganta. Por aquel desierto de dunas sucias y grises empezaron a aparecer piedras sueltas, luego paredes rocosas y algún picacho; aquí o allá resaltaba algún letrero, reliquia de un próximo pasado, llamando a luchar contra el cólera. Llegamos, pues, a Chocope. Tras la pequeña cuesta surcada por paredes blancas se hallaba el hospital que guardaba el pasado de mis tíos. Todavía Rebeca, hacía tan sólo una semana, había vuelto a cruzar sus arcillosas paredes para ir a curar su brazo roto. Salió el autobús del pueblo.
            De repente, Casagrande. Al girar el autobús por una calle dio de narices en la plaza. Era día de mercado. Había puestos con telas de colores, puestos separados entre sí por oscuras esteras, canastas de frutas y verduras: sandías, zapallos, granadas, papayas, guayabas, limas; otros puestos exponían innúmeras clases de papas, yucas, piñas. Más allá había una estera de la que colgaban jirones de carne martirizada por las moscas, que revoloteaban y se posaban en patas y lomos de color oscuro que antaño seguramente fueron rojos. Había serranas (serranas ya, pues entrábamos en la sierra) con fuegos de queroseno asando anticuchos, y un olor acre se adueñaba de la plaza. Un niño descalzo comía fruta allá en el suelo; otro lo miraba con ojos grandes sobre sus ojotas. De repente miré hacia la derecha, por la ventanilla del lado opuesto a donde yo estaba. Vi un edificio cerrado con una puerta sobre la que se leía la extraña palabra “terrapuerto”. Una palabra que yo no había oído en mi vida. Me parecía evocar el terrarium, y me sugería un mundo de urnas llenas de arañas y reptiles; y por lo de “puerto” me hacía pensar en un aeropuerto… Sí, en verdad era aquella una palabra extraña. Luego me enteré de que designaba una especie de aeropuerto de tierra: en suma, una estación de autobuses.
            Casagrande. En algún lugar del pueblo estaba la antigua hacienda. Una fábrica de azúcar que se alimentaba de los inmensos cañaverales que se extendían hasta perderse en el horizonte, hasta Roma. Sobre su puerta estaban escritas, en otros tiempos, las siguientes palabras: “Tace, ora et labora”, que en latín significan: “cállate, reza y trabaja”. Luego, el gobierno del general Velasco repartió las tierras entre los indios, y aquella inscripción fue cambiada por otra que decía: “ama llulla, ama sua, ama kella”; eran los tres mandamientos de los tiempos incaicos, que en quechua quieren decir: no seas ladrón, no seas ocioso, no seas mentiroso. Dicen que la hacienda ha ido a menos desde entonces. La eficacia productora de los dueños fue sustituida por la impericia de aquellas gentes, humildes y sencillas, incapaces de gestionar nada. El tiempo se lo llevó todo.
            Roma. Hemos llegado a Roma. Es una calle ancha, separada por una franja de palmeras, a cuyo alrededor se apretuja el pueblo. A un lado son casas pequeñas, de un solo piso, que ahora están desiertas porque es la hora de comer. A otro lado, el cerro. El cerro de hoy, que ya no es el mismo que el de antaño. Nuestros ojos se pierden entre sus formas, intentando encontrar una piedra llamada “resbalosa”: no aparece por ninguna parte, y nos sorprende el desconcierto. Hasta que un joven del pueblo dirige nuestra mirada hacia una casa. “¿Ven ustedes aquella casa blanca allá, por la derecha?” Sí, la vemos. “Pues debajo está la resbalosa”. Y aquí el estupor sucede al desconcierto: ¡sobre la resbalosa han construido una casa! Pero no es la única. Todo el cerro se halla cubierto de casas de fortuna, más o menos sólidas, más o menos uniformes, construidas por los pobres que se han ido adueñando del cerro. En una de sus piedras se dibuja el esqueleto roto de una torre eléctrica, hoy postrada y con la espina rota. “Lo han hecho los terrucos”, dice nuestra tía Rebeca. “Una noche retumbó el suelo mientras todos dormíamos, y era la explosión que la partía en dos. Habían dinamitado la torre. Ya ves, Roma, que siempre ha sido un lugar tranquilo y sin historias, también ha sido visitada por la guerrilla”.
            Pero Roma sigue tranquila todavía. Atrás queda la confusión de Lima. Atrás la actividad de Trujillo. Roma se levanta junto a la sierra, como un lugar de retiro, envuelto en la paz y llamando a la meditación que por doquier se respira. Vamos a la piscina donde tantas veces se bañó Marinanda con sus padres, sus tíos y toda aquella caterva de chiquillos. Más allá, los cañaverales. Extensos campos de caña de azúcar que ahora estaban cortados. De los limpios cortes de los machetes, brotaban aquí y allá espejos de lágrimas dulces. “Caminemos un rato por las cañas. Busquemos algo de melaza”.
            Poco a poco iba cayendo la tarde sobre nosotros. Al volver visitamos el cine del pueblo. El viejo cine donde, todos los días del verano, veían películas gratis los hijos de los administradores: hoy está cerrado. En el abandono que se adivina dentro, dice la gente que ahora es pasto de las ratas. Pero el edificio por fuera se mantiene firme, entero y orgulloso. A Marinanda se le hace un nudo cuando contempla todo aquello. Altas y majestuosas palmeras se levantan aquí y allá, inundándolo todo de verde. Está la fábrica donde se procesaba la caña de azúcar. Ella recuerda la fila de indios que iba, caminando taciturna al toque de campana, mascando coca en sus bocas adormecidas. Metían en ellas las hojas de coca, les añadían un poco de yeso y con la saliva, moviendo y desplazando la lengua, formaban una bola que inmovilizaban en el carrillo y absorbían en silencio. La coca les hacía olvidar el hambre, duplicaba sus fuerzas y les quitaba el sueño. Así se preparaban todos los días para trabajar en las labores del campo.
            Más allá cruzando de nuevo al otro lado, la que fue casa del tío Alberto. ¡Qué diferente está todo, dios mío! ¡Qué abandonado! La noche ha caído sobre nosotros, y ya las estrellas titilan en el cielo limpio de la sierra. Levanto mis ojos hacia ellas, siguiendo el rastro de los ojos de mi hijo, y veo una nitidez precisa y un resplandor luminoso surcando la negrura de la noche. Buscamos las constelaciones del otro hemisferio y nos vamos frustrados, yo y el niño, de no haber visto la cruz del sur.
            Durante la tarde no han parado de llegar y salir autobuses y micritos por aquella solitaria zona. “¡A Trujío, a Trujío!” Y era una música que nos ha acompañado en la tarde nostálgica, solitaria y tranquila, de aquel hermoso pueblo incorporado al retablo de las maravillas. Dicen que Ascope fue en su día un emporio, más importante que Trujillo. Muchos autobuses van a Ascope. Nosotros vamos a “Trujío”. Y es la vuelta por los pueblos sencillos, ahora envueltos en las tinieblas de la noche, olvidado el mercado, el terrapuerto, el hospital, el cobrador y el músico. Ya la polvareda se ha vuelto fría, invisible, y a lo lejos empiezan a aparecer las primeras luces de Trujillo.
            Acabo de visitar lo real maravilloso. Lo he visto y está en Perú: en el ciego del camino, en el mercado de Casagrande, en el emporio de Ascope, en la resbalosa de Roma. Es un mundo que ha desaparecido sin haber sido sustituido por ningún otro. Entre las ruinas se mueven ciegos y mendigos, guitarras y ruidos, gentes que están ahí sin saber adónde van: y que se enquistan, convertidos en árboles que ven pasar el tiempo, en piedras ocultas tras efímeras casas. Bajo la costra podrida de un mundo que se muere están los sueños henchidos, la infancia eterna, pero perdida, las sombras deformes que se apoderan de las ideas emanadas de la razón: porque la razón no es el huésped que puebla estos contornos. Todo en ello es irracional, terrible, triste, y lo pequeño es exagerado, y las estrellas son espejos, y el olvido es una serpiente reptando por las palmeras que cubren de hojas el cielo. Pienso en este ensueño y el ensueño me habla de Alejo Carpentier, de García Márquez, de Miguel Ángel Asturias y hasta de un gallego llamado Wenceslao Fernández Flores. La realidad es un espejo deformado de sí misma, y es, como Galicia, tierra de sueños, nostalgia, brujas, arañas y supersticiones. Es un suelo detenido en el tiempo mientras el resto de las cosas pasa, tejiendo el ciclo de la vida. La realidad americana es maravillosa, y eso es lo que nos admira; está parada, pero no está muerta; se ahoga en el asco, pero retoza llena  de vida. Es un mundo donde se han perdido las esperanzas, y ese esperar desesperado se disfraza de magia, recreando maravillas.
            También Quevedo se recreó en el humor, y la risa le ayudó a soportar el mundo amargo en el que le había tocado vivir. Lo real es espantoso, inaceptable, increíble; por eso se subleva contra su propio destino, trocando la desesperación en magia. Ahora entiendo perfectamente la literatura latinoamericana… Pero voy despertando de aquel ensueño, al ver las luces que me llaman de Trujío.