LO REAL MARAVILLOSO
Hace muchos años que viajé al Perú. Hay allí un lugar
pequeño, muy cerca de la ciudad de Trujillo, cuyos caminos polvorientos
despertaron mi curiosidad; de aquel gris terroso y seco manó un paisaje
colorido, y aquel viaje de fortuna, rumbo al interior de los Andes, me llevó a
unos cerros que sesteaban perezosamente bajo una calma cotidiana; cerros que
sacaron a mi imaginación de la pereza. En estas líneas hay un recuerdo
emocionado de aquel viaje que olía a tierra.
Roma, peligro para caminantes. El poeta se perdió en sus calles, exploró las esquinas, desnudó el tiempo. Roma era para él ciudad eterna y bella, era también un libro de historia, pero era ajena. El poeta paseaba su exilio por aquellas calles milenarias, arribado de Argentina, después de haber sido vomitado por España.
Aprendí
después que Roma no está en Italia. Es un pueblecito escondido en las
estribaciones de la sierra, allende los mares y las tierras, próximo a la costa
del Perú. Cerca de la ciudad de Trujillo, en el departamento de la Libertad.
Allí fui un lejano mes de agosto, borracho de ganas de conocerla. Roma, aldea
perdida. Auténtico peligro para caminantes. Roma, lejana y bella.
Nos
llevó Felipe a la estación de autobuses de Trujillo. Ya entonces me sorprendió la
forma en que ómnibus y micritos asaltaban a la clientela. Por todas las
esquinas pululaban jóvenes descamisados, sudorosos y desaliñados, gritando a
los viandantes el destino de los vehículos; como en un mercado persa, andaban a
la caza de los posibles viajeros, regateando y pujando en los precios,
perjurando que sus autos eran seguros, luchando entre ellos para arrebatárselos
de las manos. “¿A Roma, señor?”, decía uno; “¡venga conmigo! No se vaya en ese
micrito, que la semana pasada tuvo tres accidentes; y aquel otro volcó; venga
con nosotros, viajará seguro”. Felipe nos decía que no nos fiáramos de ninguno y nos subió a un autobús viejo
pero que lo era menos que los otros; los asientos tenían hierros que se clavaban
en las posaderas, demasiado juntos para quien, como yo, tiene las piernas
demasiado largas; el forro de tela estaba roto y descosido, el suelo lleno de
barro seco, y había un cobrador con una cartera al hombro que al pronto dijo:
“¡vámonos!” Felipe nos advirtió que costaría un sol más, pero que sería más
seguro que los endiablados micritos que pisaban el acelerador como condenados
huyendo; y como eran camionetas pequeñas desprovistas de estabilidad, claro
está, volcaban.
Partimos
de Trujillo por una carretera asfaltada que, apenas se escurría del óvalo, se
escapó por un camino terroso por el que levantaban las ruedas una sucia nube de
polvo. De vez en cuando gasolineras precarias (grifos, que allí les llaman);
hileras de casuchas desvencijadas, tablas arremolinadas en confuso montón,
piedras huérfanas y cartones, esteras, ladrillos, y algún bar con olor a
queroseno. La carretera levantaba polvo y batía tierra, el traqueteo de los
baches se clavaba en los huesos, y en la otra hilera de asientos se sentaron
dos cholas navegando en sus amplias polleras. Subió luego una jovencita con
cara india que vestía un traje negro de falda corta que dejaba ver sus jóvenes
carnes: era un uniforme de azafata, iba a trabajar en algún congreso (¿o acaso
volvía de él?); pero se adivinaba tras sus finos ademanes la cara de hambre de
una chica de pueblo.
En
otra parada subió un hombre con una guitarra. Apenas se cerró la puerta sonó el
cascabel de sus dulces cuerdas, y nos obsequió con una andanada de luz y
alegría que abrió nuestros dormidos pulmones y ensanchó el corazón, llenándolo
de espacio y oxígeno. Desfilaban huainitos junto a la colegiala, guajiras,
lambada, algún vals y alguna que otra salsa. Concluida la actuación, en un
equilibrio certero de aquel autobús zarandeado por las olas de los baches, se
quitó el sombrero y pidió perdón por, según decía, “haber sido molestoso”. Mi
hijo de seis años que se sentaba junto a mí, se levantó al punto y le replicó:
“no, señor, usted no ha sido molestoso; sus canciones me han gustado mucho”.
Entre las risas de la gente lamenté no tener moneda sencilla para pagar a aquel
hombre por su hermoso concierto. Su guitarra cantarina se quedó en mi recuerdo
como un derroche de vida y color, que espero poder pagar de no sé qué manera,
en algún otro lugar, algún día.
Mientras
el autobús surcaba el polvo de la ruta me asusté con aquel palo que se dirigía
a mí, como una lanza que quisiera atravesar la carrocería. Era el bastón de un
pobre hombre que se abalanzaba sobre el autobús, y que al punto yo creí que
éste lo atropellaría. No fue así, y al parar avanzó torpemente como un cangrejo
apoyado en su garrota retorcida: estaba ciego; sus pasos adolecían, además, de
una disfunción motórica que los hacía bailotear como las patas de madera de un
muñeco mal articulado. Ya en el autobús pidió dinero. Y comprendí entonces que
los sucios vagones del metro de Madrid, que reciben en algunas paradas una
guitarra, una armónica o un acordeón pidiendo limosna, eran sólo una pálida
copia de aquel variopinto retablo de las maravillas.
El
ciego que casi no podía caminar era, además, mudo. Tenía una camisa sucia y sus
mugrientos pantalones casi no llegaban a aquellos pies medio descalzos, medio
desnudos. Vi después que no era ciego del todo, porque entre las nieblas de su
lóbrego mundo vio la sombra borrosa del músico que nos había deleitado
cantando. Se le ocurrió, al verlo, que tenía que pedir limosna cantando, como
él; y tañó un concierto tristísimo de voces y gruñidos, esforzado en luchar con
unas vocalizaciones que no le salían, que se trocó en mi corazón en el eco de
un llanto: llanto por los abandonados y los desvalidos; llanto por los
miserables y los pobres; llanto por los desheredados cuando eran niños. Ahora,
que estoy muy lejos de aquel camino, se ha incorporado a mi sentir aquella
escena como un clamor sordo de tristeza infinita sobre mi conciencia.
Se
estrechaba el camino por momentos. El polvo seco se metía por la nariz y la
garganta. Por aquel desierto de dunas sucias y grises empezaron a aparecer
piedras sueltas, luego paredes rocosas y algún picacho; aquí o allá resaltaba
algún letrero, reliquia de un próximo pasado, llamando a luchar contra el
cólera. Llegamos, pues, a Chocope. Tras la pequeña cuesta surcada por paredes
blancas se hallaba el hospital que guardaba el pasado de mis tíos. Todavía
Rebeca, hacía tan sólo una semana, había vuelto a cruzar sus arcillosas paredes
para ir a curar su brazo roto. Salió el autobús del pueblo.
De
repente, Casagrande. Al girar el autobús por una calle dio de narices en la
plaza. Era día de mercado. Había puestos con telas de colores, puestos
separados entre sí por oscuras esteras, canastas de frutas y verduras: sandías,
zapallos, granadas, papayas, guayabas, limas; otros puestos exponían innúmeras
clases de papas, yucas, piñas. Más allá había una estera de la que colgaban
jirones de carne martirizada por las moscas, que revoloteaban y se posaban en
patas y lomos de color oscuro que antaño seguramente fueron rojos. Había
serranas (serranas ya, pues entrábamos en la sierra) con fuegos de queroseno
asando anticuchos, y un olor acre se adueñaba de la plaza. Un niño descalzo
comía fruta allá en el suelo; otro lo miraba con ojos grandes sobre sus ojotas.
De repente miré hacia la derecha, por la ventanilla del lado opuesto a donde yo
estaba. Vi un edificio cerrado con una puerta sobre la que se leía la extraña
palabra “terrapuerto”. Una palabra que yo no había oído en mi vida. Me parecía
evocar el terrarium, y me sugería un mundo de urnas llenas de arañas y
reptiles; y por lo de “puerto” me hacía pensar en un aeropuerto… Sí, en verdad
era aquella una palabra extraña. Luego me enteré de que designaba una especie
de aeropuerto de tierra: en suma, una estación de autobuses.
Casagrande.
En algún lugar del pueblo estaba la antigua hacienda. Una fábrica de azúcar que
se alimentaba de los inmensos cañaverales que se extendían hasta perderse en el
horizonte, hasta Roma. Sobre su puerta estaban escritas, en otros tiempos, las
siguientes palabras: “Tace, ora et labora”, que en latín significan: “cállate,
reza y trabaja”. Luego, el gobierno del general Velasco repartió las tierras
entre los indios, y aquella inscripción fue cambiada por otra que decía: “ama
llulla, ama sua, ama kella”; eran los tres mandamientos de los tiempos
incaicos, que en quechua quieren decir: no seas ladrón, no seas ocioso, no seas
mentiroso. Dicen que la hacienda ha ido a menos desde entonces. La eficacia
productora de los dueños fue sustituida por la impericia de aquellas gentes,
humildes y sencillas, incapaces de gestionar nada. El tiempo se lo llevó todo.
Roma.
Hemos llegado a Roma. Es una calle ancha, separada por una franja de palmeras,
a cuyo alrededor se apretuja el pueblo. A un lado son casas pequeñas, de un
solo piso, que ahora están desiertas porque es la hora de comer. A otro lado,
el cerro. El cerro de hoy, que ya no es el mismo que el de antaño. Nuestros
ojos se pierden entre sus formas, intentando encontrar una piedra llamada “resbalosa”:
no aparece por ninguna parte, y nos sorprende el desconcierto. Hasta que un
joven del pueblo dirige nuestra mirada hacia una casa. “¿Ven ustedes aquella
casa blanca allá, por la derecha?” Sí, la vemos. “Pues debajo está la
resbalosa”. Y aquí el estupor sucede al desconcierto: ¡sobre la resbalosa han
construido una casa! Pero no es la única. Todo el cerro se halla cubierto de
casas de fortuna, más o menos sólidas, más o menos uniformes, construidas por
los pobres que se han ido adueñando del cerro. En una de sus piedras se dibuja
el esqueleto roto de una torre eléctrica, hoy postrada y con la espina rota. “Lo
han hecho los terrucos”, dice nuestra tía Rebeca. “Una noche retumbó el suelo
mientras todos dormíamos, y era la explosión que la partía en dos. Habían
dinamitado la torre. Ya ves, Roma, que siempre ha sido un lugar tranquilo y sin
historias, también ha sido visitada por la guerrilla”.
Pero
Roma sigue tranquila todavía. Atrás queda la confusión de Lima. Atrás la
actividad de Trujillo. Roma se levanta junto a la sierra, como un lugar de
retiro, envuelto en la paz y llamando a la meditación que por doquier se
respira. Vamos a la piscina donde tantas veces se bañó Marinanda con sus
padres, sus tíos y toda aquella caterva de chiquillos. Más allá, los cañaverales. Extensos campos de caña de azúcar que
ahora estaban cortados. De los limpios cortes de los machetes, brotaban aquí y allá
espejos de lágrimas dulces. “Caminemos un rato por las cañas. Busquemos algo de
melaza”.
Poco
a poco iba cayendo la tarde sobre nosotros. Al volver visitamos el cine del
pueblo. El viejo cine donde, todos los días del verano, veían películas gratis
los hijos de los administradores: hoy está cerrado. En el abandono que se
adivina dentro, dice la gente que ahora es pasto de las ratas. Pero el edificio
por fuera se mantiene firme, entero y orgulloso. A Marinanda se le hace un nudo
cuando contempla todo aquello. Altas y majestuosas palmeras se levantan aquí y
allá, inundándolo todo de verde. Está la fábrica donde se procesaba la caña de
azúcar. Ella recuerda la fila de indios que iba, caminando taciturna al toque
de campana, mascando coca en sus bocas adormecidas. Metían en ellas las hojas
de coca, les añadían un poco de yeso y con la saliva, moviendo y desplazando la
lengua, formaban una bola que inmovilizaban en el carrillo y absorbían en
silencio. La coca les hacía olvidar el hambre, duplicaba sus fuerzas y les
quitaba el sueño. Así se preparaban todos los días para trabajar en las labores
del campo.
Más
allá cruzando de nuevo al otro lado, la que fue casa del tío Alberto. ¡Qué
diferente está todo, dios mío! ¡Qué abandonado! La noche ha caído sobre nosotros,
y ya las estrellas titilan en el cielo limpio de la sierra. Levanto mis ojos
hacia ellas, siguiendo el rastro de los ojos de mi hijo, y veo una nitidez
precisa y un resplandor luminoso surcando la negrura de la noche. Buscamos las
constelaciones del otro hemisferio y nos vamos frustrados, yo y el niño, de no
haber visto la cruz del sur.
Durante
la tarde no han parado de llegar y salir autobuses y micritos por aquella
solitaria zona. “¡A Trujío, a Trujío!” Y era una música que nos ha acompañado
en la tarde nostálgica, solitaria y tranquila, de aquel hermoso pueblo
incorporado al retablo de las maravillas. Dicen que Ascope fue en su día un
emporio, más importante que Trujillo. Muchos autobuses van a Ascope. Nosotros
vamos a “Trujío”. Y es la vuelta por los pueblos sencillos, ahora envueltos en
las tinieblas de la noche, olvidado el mercado, el terrapuerto, el hospital, el
cobrador y el músico. Ya la polvareda se ha vuelto fría, invisible, y a lo
lejos empiezan a aparecer las primeras luces de Trujillo.
Acabo
de visitar lo real maravilloso. Lo he visto y está en Perú: en el ciego del
camino, en el mercado de Casagrande, en el emporio de Ascope, en la resbalosa
de Roma. Es un mundo que ha desaparecido sin haber sido sustituido por ningún
otro. Entre las ruinas se mueven ciegos y mendigos, guitarras y ruidos, gentes
que están ahí sin saber adónde van: y que se enquistan, convertidos en árboles
que ven pasar el tiempo, en piedras ocultas tras efímeras casas. Bajo la costra
podrida de un mundo que se muere están los sueños henchidos, la infancia
eterna, pero perdida, las sombras deformes que se apoderan de las ideas
emanadas de la razón: porque la razón no es el huésped que puebla estos
contornos. Todo en ello es irracional, terrible, triste, y lo pequeño es exagerado,
y las estrellas son espejos, y el olvido es una serpiente reptando por las
palmeras que cubren de hojas el cielo. Pienso en este ensueño y el ensueño me
habla de Alejo Carpentier, de García Márquez, de Miguel Ángel Asturias y hasta
de un gallego llamado Wenceslao Fernández Flores. La realidad es un espejo
deformado de sí misma, y es, como Galicia, tierra de sueños, nostalgia, brujas,
arañas y supersticiones. Es un suelo detenido en el tiempo mientras el resto de
las cosas pasa, tejiendo el ciclo de la vida. La realidad americana es
maravillosa, y eso es lo que nos admira; está parada, pero no está muerta; se
ahoga en el asco, pero retoza llena de
vida. Es un mundo donde se han perdido las esperanzas, y ese esperar
desesperado se disfraza de magia, recreando maravillas.
También
Quevedo se recreó en el humor, y la risa le ayudó a soportar el mundo amargo en
el que le había tocado vivir. Lo real es espantoso, inaceptable, increíble; por
eso se subleva contra su propio destino, trocando la desesperación en magia.
Ahora entiendo perfectamente la literatura latinoamericana… Pero voy
despertando de aquel ensueño, al ver las luces que me llaman de Trujío.