domingo, 23 de marzo de 2014

Naturaleza y Cultura

NATURALEZA Y CULTURA
             

            -¿Y tú piensas que eso está en los genes?
            -Y en el ambiente; y en el ambiente.
            -Como el cáncer.
            -Claro. Existe una predisposición según la naturaleza de cada cual, pero luego el ambiente la desarrolla o la deja dormida. Por ejemplo, no es lo mismo una ciudad contaminada que el aire puro del campo. Para el cáncer.
            -¿Y tú piensas que la paranoia es así?
            -Yo –dijo Juan- no sé qué pensar. Eso lo dicen los libros. Pero yo pienso que si un chico se cría en un ambiente de estímulo y esfuerzo, ese chico desarrollará su capacidad de pensar. No hay chicos que tengan genes inteligentes y otros que carezcan de ellos. Yo estoy con Descartes: todos nacemos siendo capaces de pensar, lo que pasa es que unos piensan y otros no.
            -Digo la paranoia, Juan. ¿Tú piensas que se hereda?
            Calló. No sabía cómo contestar a aquella pregunta. Dudaba, y mientras dudaba el ruido del bar creaba una atmósfera capaz de distraer los pensamientos de cualquiera; pero los de Juan no. Félix se percató de ello.
            -Otro que tú no podría.
            -¿Qué no podría?
            -Pensar en medio de tanto ruido. Tú sí que puedes.
            Juan abría la boca, desconcertado.
            -¿Qué es lo último que ha dicho el camarero?
            Juan se encogió de hombros. 
            -¿Ves? –concluyó Félix-. Sin embargo me estás escuchando a mí. Tú, en medio de tanto ruido, no oyes ni siquiera tus ruidos interiores. Tu mente permanece atenta al curso de tus pensamientos y a lo que te digo, yo que converso con ellos. Arcadio no sería capaz de hacer lo mismo. Arcadio se distrae con una mosca.
            Juan vaciló un momento. 



            -Sí, es verdad –concedió al fin. Pero su pensamiento siguió trabajando mientras hablaba. Sus palabras decían lo que acababa de pensar y mientras hablaba seguía teniendo pensamientos nuevos-. Eso lo da la costumbre. El entrenamiento. Estoy seguro de que si Arcadio practica lo suficiente acabará adquiriendo esa habilidad.
            -¿Tú crees?
            -Estoy convencido.
            -¿No has tenido alumnos incapaces de estudiar?
            -¿Incapaces de estudiar, dices?
            -Incapaces de concentrarse. Ellos ponen todo el empeño del mundo, pero se distraen con todo. El tiempo no les rinde, y en una hora sacan menos provecho que otros en diez minutos.
            -Eso es porque, habiéndose pasado la vida sin estudiar, tienen poca cultura. La cultura es como una pared llena ganchos a los que pueden agarrarse los conocimientos nuevos. Si tú tienes un montón de ganchos la mayor parte de lo que leas se agarrará a tu mente; pero si tu cultura es pobre (esto es, si tu mente apenas tiene ganchos), por mucho que estudies apenas se te va a quedar nada. Por eso no te rinde el tiempo. Por eso el zoquete con ganas de aprender puede pasarse las horas muertas estudiando sin aprender nada. O aprendiendo muy poco. No es porque en su dotación genética esté la incapacidad de concentrarse: es porque la falta de hábito le produce distracción en el estudio, y la falta de estudio lo deja sin apoyos donde fijar lo que aprende. La cultura es abono que enriquece los campos. Si tú estudias es como si abonaras el campo donde sembrarás luego; el estudio es la siembra, y la cultura el alimento que enriquecerá tu estudio. De un chico que no ha estudiado nunca no puedes esperar que de repente aprenda.
            Félix sonreía, sin argumentos. Sentía que su amigo sólo tenía una parte de razón, pero en aquel momento era incapaz de rebatirle. Tenía los mismos años que él, y casi la misma experiencia de maestro. Él estaba convencido de que algunas capacidades sí que se heredan. No todo lo desarrolla la educación. La educación pude hacer maravillas en algunos casos, pero en otros se muestra impotente; uno puede ser un magnífico médico para curar unas heridas, pero otras son imposibles de curar para cualquier médico; el mejor médico del mundo todavía no puede curar el sida. La educación no lo puede todo.
            -Pero dentro de unos años –insistió Juan, convencido- los avances de la medicina permitirán curar el sida.
            Félix sonreía. La capacidad dialéctica de Juan era admirable; Juan se lo rebatía todo.
            -Mira, Juan, yo he tenido alumnos con los que no he podido hacer nada. Y mira que lo he intentado, ¿eh?
            -A mí también me ha pasado. Pero es porque no tenía recursos en ese momento. Un educador más experto que nosotros sí podría haber sacado algo de esos chicos.
            La expresión de Félix se llenó de escepticismo.
            -Mira –dijo-, imagínate que te llega a clase un niño salvaje. Un niño que ha sido abandonado por sus padres al nacer y se cría con las fieras. Podrás enseñarle a comer con cuchara, a hacer sus necesidades en el váter, pero no podrás enseñarle a pensar.
            -¿Cómo que no?
            -Léete lo que se ha publicado al respecto. Sus capacidades innatas son las que son: tú no las puedes cambiar.
            Instantáneamente un brillo de satisfacción se dibujó en los ojos de Juan; el ejemplo de Félix se había vuelto contra él mismo.
            -¡Lo que ocurre es que el campo ha atrofiado sus capacidades! Tú sacas a un niño de la sociedad, le privas de los estímulos de la cultura y lo estarás incapacitando para aprender. Lo que ocurre, seguramente, es que esa incapacidad es irreversible para el pensamiento, pero no para las rutinas. El niño puede aprender todavía las convenciones sociales pero no la dinámica del pensar. Y eso, aunque sea así, no hace más que darme la razón: es el ambiente, y no la herencia, lo que priva a los chicos de sus capacidades. Dos niños recién nacidos tienen las mismas, pero uno crece en un palacio y las desarrolla y el otro crece en un tugurio y las pierde; todo está en la falta de estímulo.
            La cara de Félix se animó de repente. Estas últimas palabras le habían dado argumentos.
            -No, Juan, dos niños que nacen jamás pueden ser iguales; en capacidades, quiero decir. No siempre manda el ambiente, también la naturaleza. Imagínate que uno nace con todas sus capacidades intactas y el otro tiene síndrome de Down.
            Juan reculó, para acusar el golpe. Félix había dado en el clavo. Porque lo que decía era verdad. Entonces él… ¿estaba equivocado? En seguida encontró por dónde escurrirse.
            -Eso es un caso límite, Félix. Una patología. Con las personas sanas no es así. Dos personas son iguales si se crían en el mismo ambiente.
            -¿Con los sentimientos también? ¿Los dos sienten lo mismo?
            -Los dos desarrollan por igual la capacidad de tener los mismos sentimientos; luego la vida (es decir la experiencia) se encargará de que sientan unos más que otros. Con las ideas pasa lo mismo. Unos desarrollarán más unas ideas que otras pero todos desarrollarán de la misma manera las mismas capacidades de pensar.
            De repente en Juan se produjo un cortocircuito. Porque se acordó del problema del introvertido; y de la timidez. Recordaba que cuando estudiaba filosofía había tenido varias asignaturas de psicología. En aquel tiempo supo, de la mano de Jung, que unos nacen introvertidos y otros extravertidos. Esos temperamentos no dependen de la educación. La educación no lo puede todo.
            Félix le hablaba, pero él se mostraba distraído. Se acordó de las teorías del carácter, y de las tipologías. Decía Hipócrates que uno nace melancólico o flemático, como si la experiencia y la cultura no tuvieran nada que ver con la flema o con la melancolía: son los humores del cuerpo; la constitución física de cada uno; todo está en el equilibrio de fluidos: naturaleza nada más.
            -¿Me escuchas?
            Juan salió de su ensimismamiento. Aparentemente había dejado de prestarle atención.
            -Perdona –dijo-. ¿Qué decías?
            Félix le sonrió con benevolencia. Félix se desvivía porque aprendieran los chicos, las amas de casa. Siempre estaba preparando fotocopias con ejercicios que ellos pudieran entender. Juan, incluso, sentía que era peor maestro que él. Porque Juan les preparaba ejercicios que requerían una buena cultura para hacerles pensar, mientras que los de Félix eran menos complejos y, por lo tanto, más llevaderos. Juan, por ejemplo, les hacía una línea del tiempo de la reconquista y quería, a partir de ella, que las amas de casa dedujeran las causas y las circunstancias que habían impulsado los hechos: la invasión musulmana, la débil resistencia visigoda, don Pelayo… Félix, sin embargo, les ponía dos columnas, una con nombres y otra con definiciones, y las tenían que relacionar entre sí mediante flechas; o ciudades con países, órganos con funciones, ríos con afluentes, cosas así.
            Entró en el bar un grupo de chicos y entre ellos vio a Pedro. También estaba Elisa, pero los demás estaban de espaldas. Visi hablaba con ellos. Todavía estuvieron conversando un rato y el humo de los cigarros ascendía haciendo volutas. Entonces vino Visi. Le dijo a Félix que le llamaban por teléfono y Félix se ausentó. Juan se quedó contemplando el humo. De los cigarros salía un hilillo de filamentos entrelazados que dibujaban un baile en el que se envolvían y separaban, se abrazaban y ceñían, con toda la delicadeza propia del ballet. Cada vez que alguien chupaba el cigarro se encendía la ceniza, como los faros que en la costa sirven de guías para las naves; hasta que se acumulaban las cenizas, en ocasiones medio cigarro, y se caían sobre la mesa o sobre el suelo, y algunas veces sobre la taza. Todos fumaban. Eran los tiempos en que fumar era de machotes. Hasta las chicas ponían la fuerza del carácter en un cigarro encendido y hacían ver, en el cigarro, que ya no eran las frágiles chicas de antaño. Ahora empezaban a hablar siempre como carreteros: con tacos.
            Félix se había disculpado y Juan le había recordado que tenía que llevarlo al Espinar: se le había ido el autobús y ahora no podría marcharse solo.
            -No te preocupes –dijo. Te recogeré. Vuelvo dentro de un rato.
            Y se marchó.