domingo, 23 de marzo de 2014

La Bestia Humana


            Un día una de mis alumnas se echó a llorar. Me pidió permiso para salir de clase y quiso que una amiga suya la acompañara; mientras salía, aquel silencio espectral dejaba oír su llanto. Como muchos de aquellos chicos, ella era amiga de Carlos.
            Carlos había muerto aquella misma mañana a manos de su padre; la escopeta de caza se llevó también la vida de su madre: todo sucedió mientras dormían. Su padre, que se creía perfecto, no podía soportar que ellos no lo fueran. Sócrates era perfecto y ellos tenían que ser como él; pero su madre, un ser imperfecto de carne y hueso, ya no soportaba vivir más a su lado; pocas cosas hay en la vida tan insoportables como la perfección; su soberbia no es más que envidia y esos celos se transforman en ira; y la ira, a fin de cuentas, no es sino la cara visible del rencor.
            Ante aquel disparate tuve que rescatar a Sócrates de su discípulo; que, teniendo la filosofía tales amigos, ¿qué clase de enemigos podía necesitar? Escribí este artículo que salió aquel mismo día en el periódico. Con él recordaba yo que la filosofía no es un saber perfecto, sino una búsqueda incesante que nunca llega a puerto; un camino nunca terminado que se hace camino al andar.
                          

 
LA BESTIA HUMANA

            Carlos corría con su camiseta roja, sudando en pos de la pelota, completamente colorado. Su boca abierta tragaba el aire que el esfuerzo le había arrancado. Sus brazos, equilibrando el cuerpo, estaban doblados. Y a los lados no había césped. Sólo había bordes: los bordes de un cartel donde estaba la figura de Carlos. Era una foto. A sus lados, dos grandes ramos de flores. La foto estaba pegada al banquillo, junto al césped. Del vestuario habían salido los Lobos, sus compañeros de rugby; en fila silenciosa (con el silencio que da la solemnidad), uno por uno, pausadamente, fueron depositando una flor al pie de la foto. Luego se juntaron. Y levantaron en el aire un montón de fotos de Carlos. Seguramente tenían los ojos mojados. El público los acompañaba. Era uno de esos momentos en que la rabia se junta con la impotencia y sólo puede consolarse uno con el manantial de las lágrimas. Todo empezó unos días antes. Después, inesperadamente, me lo contaron.
            Fue una mañana fría al entrar en clase. Fue un suceso escalofriante. Varios de mis alumnos eran amigos de un pobre chico que había sido asesinado; un chico vital, alegre, un joven al que todo sonreía y que tenía la vida por delante. Mientras daba clase algunos se distraían. Tenían el rostro severo, el gesto taciturno, la mirada grave. Algunos lloraban. Pensaban, seguramente, en el amigo que no verían ya. Su padre los mató: a él y a su madre. Un señor que... ¿Qué podría pasar por la mente de aquel hombre? ¿Podría ser normal una persona así? Un hombre que tenía una hermosa casa, una familia, tendría problemas sin duda (¿quién no los tiene?), pero no para hacer cosas tan raras. Era una persona normal, a fin de cuentas.
            Un señor que, proclamando su admiración por Sócrates, se declaraba amante de la sabiduría; pero en la peluquería resultaba que no era fácil hablar con él (tan elevado era el nivel de su conversación sobre historia y literatura). Pero Sócrates no acostumbraba a apabullar a los peluqueros con su saber, sino a rebajar los humos de quienes presumían de sabios; y hasta cuando fue reconocido como el más sabio de los atenienses, Sócrates respondió que lo único que sabía era que no sabía nada. Declararse socrático y sentirse superior es ser cualquier cosa menos socrático.
            Un hombre que quería que su hijo fuera arquitecto (a lo mejor hubiera tenido que preguntárselo a él); que le llamaba inútil cuando sacaba malas notas (a lo mejor no sabía que Einstein también sacaba malas notas); que no le dejaba ver la televisión (a lo mejor resulta que la cultura no se impone por la fuerza: o se transforma en culto); que no compartía la vida con su familia (a lo mejor ignoraba que, fuera de la sociedad, un hombre no es un ser humano, sino un animal o un dios: lo decía Aristóteles; y a lo mejor él, si se creía dios, no era en el fondo más que una bestia).
            Un hombre que quería imponer la perfección por la fuerza; que al aislar a su familia de los errores de su tiempo también la estaba aislando de su tiempo: y olvidaba, como doña Perfecta olvidaba en Galdós, que la vida buena no está en no tener fallos, sino en buscar el acierto a través de ellos; también lo quería San Agustín, que buscaba siempre lo bueno de lo malo. Una persona buena no es perfecta; es una persona que ríe, llora, estudia, juega, sale a la calle, tiene amigos, hace deporte, mete la pata; o sea, una persona sana. Quizá haya que creer que quienes quieren ser perfectos se creen dioses pero sólo son animales; es decir, que no son personas sanas. Porque quitarles la vida a una mujer que no quiere estar con él y a un hijo que apenas ha empezado a vivir no es de cuerdos: es de salvajes.
            Un hombre que ignoraba a Kant cuando decía que los seres humanos no tenemos precio, sino dignidad; y que por eso somos libres y no somos propiedad de nadie. Este hombre, sin embargo, trató a su mujer y a su hijo como su propiedad privada. Les quitó lo que más querían, que era la vida. Se la quitó sin pedirles permiso. Pero aunque se lo hubieran concedido tampoco tenía derecho a matarlos. Queriendo la perfección fue la imperfección más monstruosa, queriendo ser Sócrates fue la cara oscura de un sofista, queriendo ser dios fue sólo una bestia. Ser culto se convirtió en obsesión, no en su riqueza; y hasta Sócrates, al que decía que admiraba, no fue su modelo porque lo idolatró en un altar en el que fue a inmolar todo lo que Sócrates había amado: la bondad, la verdad, la belleza, la amistad, el amor, la vida.
            Ahora Carlos no jugará ya con sus compañeros. No levantará esa pelota de pepino como antes levantaba la pelota esférica. Carlos no jugará ni al fútbol ni al rugby. Seguramente sufría mucho su padre. Hay que sufrir mucho para quedarse ciego y no ver las salvajadas que se hacen: sí, seguramente necesitaba compasión ese hombre, pero él no se compadeció de nadie; abusó de ellos como un energúmeno y manchó con un crimen la belleza de ser padre; fue un lobo donde tenía que ser cordero y no tuvo piedad, despreció a sus semejantes; mató a quienes protegía y el mundo se volvió al revés. No se puso en lugar de nadie y ahora él no merece que lo comprendamos. Porque hay cosas que ni con toda la piedad del mundo se pueden comprender: demasiado horror matar a sus propios hijos, demasiado espanto. No tenía derecho a hacerlo.
Mientras haya un lugar donde falte Carlos habrá un vacío irremediable. Mientras haya un aula donde haya amigos habrá un dolor insoportable. Mientras haya amigos que lloren por Carlos será injusto que salga el sol. Mientras falte en el mundo un jugador de rugby  será imposible alumbrar la calle. Sócrates mató a Sócrates cuando mató a su hijo, el hombre mató a la mujer, el día mató a la noche: llegó el crepúsculo, rompió el cielo y cayó la tarde.
            ¿Dónde está la vida que ha huido? ¿Cuándo podrá ese chico corregir sus errores, si lo mató su padre? Como quien se corta el brazo para que deje de dolerle, así también suprimió el error suprimiendo al que erraba. Ahora Carlos no se equivocará nunca; ya nunca sacará malas notas, ni buenas ni malas; pero tampoco se reirá, ni paseará, ni hará deporte, ni se irá con su madre buscando protección y cariño; ni se preguntará tampoco por qué su padre era tan raro; ni sufrirá en silencio añorando un poco de bondad en su familia, un poco de ternura en su padre, un poco de equilibrio en casa. Ya no verá a su madre queriendo separarse de su padre, porque su padre, para quitarse ese problema, mató a su madre. Y nadie tiene derecho a disponer de la vida de nadie.
            Una familia normal. Una familia correcta. Mirando por fuera, mirando sin ver; porque no vemos el fondo si nos detenemos en la superficie. No hace falta ser un lince para encontrar sentido a lo cotidiano, bastaba con interpretar los signos: ésa era una situación anómala. ¿Se podría haber hecho algo? ¿Hubiera sido posible evitar el crimen? Siempre es difícil deducir, a partir de los signos aparentes, cuándo se va a producir una masacre. Y hay mucha gente con problemas, pero tener problemas no es ser malo. No podemos matar el huevo de la serpiente; pero será preciso estar atentos a esa violencia larvada, a ese sufrimiento continuo (imperceptible por cotidiano), que a veces libera sin previo aviso, para pasmo de quienes vivimos cerca, a esa bestia horrible que llevamos dentro.

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