Un día una de mis
alumnas se echó a llorar. Me pidió permiso para salir de clase y quiso que una
amiga suya la acompañara; mientras salía, aquel silencio espectral dejaba oír
su llanto. Como muchos de aquellos chicos, ella era amiga de Carlos.
Carlos había muerto
aquella misma mañana a manos de su padre; la escopeta de caza se llevó también
la vida de su madre: todo sucedió mientras dormían. Su padre, que se creía
perfecto, no podía soportar que ellos no lo fueran. Sócrates era perfecto y
ellos tenían que ser como él; pero su madre, un ser imperfecto de carne y
hueso, ya no soportaba vivir más a su lado; pocas cosas hay en la vida tan insoportables
como la perfección; su soberbia no es más que envidia y esos celos se
transforman en ira; y la ira, a fin de cuentas, no es sino la cara visible del
rencor.
Ante aquel disparate
tuve que rescatar a Sócrates de su discípulo; que, teniendo la filosofía tales
amigos, ¿qué clase de enemigos podía necesitar? Escribí este artículo que salió
aquel mismo día en el periódico. Con él recordaba yo que la filosofía no es un
saber perfecto, sino una búsqueda incesante que nunca llega a puerto; un camino
nunca terminado que se hace camino al andar.
LA BESTIA HUMANA
Carlos
corría con su camiseta roja, sudando en pos de la pelota, completamente
colorado. Su boca abierta tragaba el aire que el esfuerzo le había arrancado.
Sus brazos, equilibrando el cuerpo, estaban doblados. Y a los lados no había
césped. Sólo había bordes: los bordes de un cartel donde estaba la figura de
Carlos. Era una foto. A sus lados, dos grandes ramos de flores. La foto estaba
pegada al banquillo, junto al césped. Del vestuario habían salido los Lobos,
sus compañeros de rugby; en fila silenciosa (con el silencio que da la solemnidad),
uno por uno, pausadamente, fueron depositando una flor al pie de la foto. Luego
se juntaron. Y levantaron en el aire un montón de fotos de Carlos. Seguramente
tenían los ojos mojados. El público los acompañaba. Era uno de esos momentos en
que la rabia se junta con la impotencia y sólo puede consolarse uno con el
manantial de las lágrimas. Todo empezó unos días antes. Después,
inesperadamente, me lo contaron.
Fue
una mañana fría al entrar en clase. Fue un suceso escalofriante. Varios de mis
alumnos eran amigos de un pobre chico que había sido asesinado; un chico vital,
alegre, un joven al que todo sonreía y que tenía la vida por delante. Mientras
daba clase algunos se distraían. Tenían el rostro severo, el gesto taciturno,
la mirada grave. Algunos lloraban. Pensaban, seguramente, en el amigo que no
verían ya. Su padre los mató: a él y a su madre. Un señor que... ¿Qué podría
pasar por la mente de aquel hombre? ¿Podría ser normal una persona así? Un
hombre que tenía una hermosa casa, una familia, tendría problemas sin duda
(¿quién no los tiene?), pero no para hacer cosas tan raras. Era una persona
normal, a fin de cuentas.
Un
señor que, proclamando su admiración por Sócrates, se declaraba amante de la
sabiduría; pero en la peluquería resultaba que no era fácil hablar con él (tan
elevado era el nivel de su conversación sobre historia y literatura). Pero
Sócrates no acostumbraba a apabullar a los peluqueros con su saber, sino a
rebajar los humos de quienes presumían de sabios; y hasta cuando fue reconocido
como el más sabio de los atenienses, Sócrates respondió que lo único que sabía
era que no sabía nada. Declararse socrático y sentirse superior es ser
cualquier cosa menos socrático.
Un
hombre que quería que su hijo fuera arquitecto (a lo mejor hubiera tenido que
preguntárselo a él); que le llamaba inútil cuando sacaba malas notas (a lo
mejor no sabía que Einstein también sacaba malas notas); que no le dejaba ver
la televisión (a lo mejor resulta que la cultura no se impone por la fuerza: o
se transforma en culto); que no compartía la vida con su familia (a lo mejor
ignoraba que, fuera de la sociedad, un hombre no es un ser humano, sino un
animal o un dios: lo decía Aristóteles; y a lo mejor él, si se creía dios, no
era en el fondo más que una bestia).
Un
hombre que quería imponer la perfección por la fuerza; que al aislar a su
familia de los errores de su tiempo también la estaba aislando de su tiempo: y
olvidaba, como doña Perfecta olvidaba en Galdós, que la vida buena no está en
no tener fallos, sino en buscar el acierto a través de ellos; también lo quería
San Agustín, que buscaba siempre lo bueno de lo malo. Una persona buena no es
perfecta; es una persona que ríe, llora, estudia, juega, sale a la calle, tiene
amigos, hace deporte, mete la pata; o sea, una persona sana. Quizá haya que
creer que quienes quieren ser perfectos se creen dioses pero sólo son animales;
es decir, que no son personas sanas. Porque quitarles la vida a una mujer que
no quiere estar con él y a un hijo que apenas ha empezado a vivir no es de
cuerdos: es de salvajes.
Un
hombre que ignoraba a Kant cuando decía que los seres humanos no tenemos
precio, sino dignidad; y que por eso somos libres y no somos propiedad de
nadie. Este hombre, sin embargo, trató a su mujer y a su hijo como su propiedad
privada. Les quitó lo que más querían, que era la vida. Se la quitó sin
pedirles permiso. Pero aunque se lo hubieran concedido tampoco tenía derecho a
matarlos. Queriendo la perfección fue la imperfección más monstruosa, queriendo
ser Sócrates fue la cara oscura de un sofista, queriendo ser dios fue sólo una
bestia. Ser culto se convirtió en obsesión, no en su riqueza; y hasta Sócrates,
al que decía que admiraba, no fue su modelo porque lo idolatró en un altar en
el que fue a inmolar todo lo que Sócrates había amado: la bondad, la verdad, la
belleza, la amistad, el amor, la vida.
Ahora
Carlos no jugará ya con sus compañeros. No levantará esa pelota de pepino como
antes levantaba la pelota esférica. Carlos no jugará ni al fútbol ni al rugby.
Seguramente sufría mucho su padre. Hay que sufrir mucho para quedarse ciego y
no ver las salvajadas que se hacen: sí, seguramente necesitaba compasión ese
hombre, pero él no se compadeció de nadie; abusó de ellos como un energúmeno y
manchó con un crimen la belleza de ser padre; fue un lobo donde tenía que ser
cordero y no tuvo piedad, despreció a sus semejantes; mató a quienes protegía y
el mundo se volvió al revés. No se puso en lugar de nadie y ahora él no merece
que lo comprendamos. Porque hay cosas que ni con toda la piedad del mundo se
pueden comprender: demasiado horror matar a sus propios hijos, demasiado
espanto. No tenía derecho a hacerlo.
Mientras haya
un lugar donde falte Carlos habrá un vacío irremediable. Mientras haya un aula
donde haya amigos habrá un dolor insoportable. Mientras haya amigos que lloren
por Carlos será injusto que salga el sol. Mientras falte en el mundo un jugador
de rugby será imposible alumbrar la
calle. Sócrates mató a Sócrates cuando mató a su hijo, el hombre mató a la
mujer, el día mató a la noche: llegó el crepúsculo, rompió el cielo y cayó la
tarde.
¿Dónde
está la vida que ha huido? ¿Cuándo podrá ese chico corregir sus errores, si lo
mató su padre? Como quien se corta el brazo para que deje de dolerle, así
también suprimió el error suprimiendo al que erraba. Ahora Carlos no se
equivocará nunca; ya nunca sacará malas notas, ni buenas ni malas; pero tampoco
se reirá, ni paseará, ni hará deporte, ni se irá con su madre buscando
protección y cariño; ni se preguntará tampoco por qué su padre era tan raro; ni
sufrirá en silencio añorando un poco de bondad en su familia, un poco de
ternura en su padre, un poco de equilibrio en casa. Ya no verá a su madre
queriendo separarse de su padre, porque su padre, para quitarse ese problema,
mató a su madre. Y nadie tiene derecho a disponer de la vida de nadie.
Una
familia normal. Una familia correcta. Mirando por fuera, mirando sin ver;
porque no vemos el fondo si nos detenemos en la superficie. No hace falta ser
un lince para encontrar sentido a lo cotidiano, bastaba con interpretar los
signos: ésa era una situación anómala. ¿Se podría haber hecho algo? ¿Hubiera
sido posible evitar el crimen? Siempre es difícil deducir, a partir de los
signos aparentes, cuándo se va a producir una masacre. Y hay mucha gente con
problemas, pero tener problemas no es ser malo. No podemos matar el huevo de la
serpiente; pero será preciso estar atentos a esa violencia larvada, a ese
sufrimiento continuo (imperceptible por cotidiano), que a veces libera sin
previo aviso, para pasmo de quienes vivimos cerca, a esa bestia horrible que
llevamos dentro.
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