ALMA DE ACERO (3)
LA INFANCIA DE LA REINA.
Madrigal de las Altas Torres. Castilla,
León, Babel, Nueva York, San Giminiano,
Malasia: torres más altas han caído.
Allí nació Isabel, mi madre.
Y yo nací en Toledo. Sólo me acuerdo,
madre, de lo que no me quiero acordar.
El día que yo nací
quemaban a los herejes
y mi memoria se acuerda
como los hierros candentes.
El día que yo nací
mis ojos vieron, madre,
que aquellas llamas mordían
la carne, el hueso, la frente
de la gente que moría,
polvo que volaba al viento
y ansias que ansiaba la gente.
¡Cuántos gritos inocentes
oí, y fue mi tormento,
humaredas y alaridos
entre los leños que ardían
y los tronos de los reyes!
Y aún tienen mis oídos
el grito puesto en la frente,
crepitando los sarmientos,
suspirando humos que tienen
ecos en las gargantas
y silencios en la mente.
El día que yo nací mi madre
tuvo la Inquisición en la frente.
Madrigal de las Altas Torres,
torres de orgullo castellano,
y en las barras de Aragón
todos los silencios mienten.
Por eso no quise a dios. Comulgar
fue mi herejía, que la unión
de las almas
en el sueño de mi madre
fue desunión de los cuerpos y la carne
construyendo reinos, deshaciendo pueblos,
destruyendo casas y rompiendo puentes:
sobre el terror de los niños
que el palacio despertaba,
desgarrando con los gritos
pesadillas que gritaban,
espeluznantes, terroríficos,
ya retorcidos, ya fuego humeante,
de los ajusticiados, madre,
por la Inquisición, de los ajusticiados.
Me acuerdo
sólo de lo que no me quiero acordar;
del espectáculo que una niña
no debiera recordar nunca
y tú me lo trajiste, madre,
para alimentar las noches de luna
cuando vuelan las brujas, madre,
cuando aúllan vientos de locura.
Y yo soy la loca. Yo.
Yo, que no quiero comulgar con dios
cuando dios justifica las torturas,
cuando tú lo invocas como brujas
al diablo, madre, si es que el diablo
tiene algo que ver con las brujas.
Un dios que se alimenta de sufrimiento
no es un dios para consolar mi cuna.
El dios de los niños tiene
la mirada dulce y pura
y la tristeza de su nombre
mancillado por vosotros
cuando alzáis vuestras torres en la duda.
Yo dudo y lo digo, madre,
pero tu única certeza
es que el reino crecerá
sobre las cenizas grises
donde tú no dejas de dudar.
Esa duda que se esconde
tras la fe que está dormida
en los rincones de tu alma
ya se niega a despertar.
Te escondes en las hogueras, madre,
amenazas al mundo, quieres quemar,
torturándola, a la gente que es distinta
porque te atormenta,
porque te remuerde
que dios en tus manos ya no sea dios,
sino una espada que construye reinos
y una cruz piadosa sin piedad.
El día que tú naciste
flotaban las torres altas
y un humo negro flotaba
sobre la cuna de mi casa.
Tú por orgullo, madre,
yo nada más inocencia.
Por eso nací recordando
lo que no quiero recordar.
Madrigal de las Altas Torres, soberbia,
orgullo, madre, y pasión que ciega.
Otras torres han caído. Todo muere,
madre, moriré yo, tú morirás.
Torres más altas han caído
y yo no lo quiero recordar.
La reina Juana, de niña,
era un suspiro del viento,
una muñeca de tela,
un pedacito de cielo.
Dicen que Juana era dulce:
fogata encendida en el hielo,
educación exquisita
forjada entre los huertos,
que a la par que iba creciendo
le daba la mano a la duda:
y es que no creía en dios.
Y dejaba de ir a misa,
de tomar la comunión,
y la reina, avergonzada,
lo escondía día tras día
para no lidiar con ellos.
Le enseñaron la obediencia
de vivir como mujer,
no las cosas del gobierno
que los hombres han de hacer;
maravilla era oírla
hablar si era en latín;
el francés no quiso hablarlo
porque Francia no se hablaba
con Castilla y las Españas:
también aprendió a coser;
y la música y la danza,
y el bordado, yo qué sé,
todo lo que tocaba,
todo lo hacía bien.
Tuvo a Beatriz Galindo
para enseñarle los tiempos
de los verbos en latín.
Y al atardecer, el cielo,
aprisionándose en sus ojos,
ligero como el viento,
rojo como la sangre,
ardiente como el fuego,
luminoso como el sol,
encendíase en lo viejo
y en lo nuevo se animaba,
y la reina doña Juana
- todavía no era reina-,
un osito de peluche,
ante un oso se arrojó;
oso fuerte que en su abrazo
la alegraba, con la fuerza
recia de su músculo,
cálida de su pecho,
tierna en la desazón.
Le contaron que los griegos
adoraban la razón,
pero Juana, que en sus juegos
todo era corazón,
pudo descubrir un tiempo,
un pasado muy remoto,
cuando la fe de los viejos
filósofos no era nunca
aquel fanatismo ciego
que trajo la Inquisición;
le interesaba el pensamiento
de los libros de Platón.
Apostada sobre el Duero,
recostada en su balcón,
sobre el susurro del viento
tantos libros que leía
ya le hablaban del amor.
Y aprendió el corazón tierno
que amar en tiempos rebeldes
fue difícil, porque en ella
rebelarse contra el tiempo
fue soñar contra el reloj.
La locura del filósofo
la encendía en su pasión.
LOCURA
DE AMOR.
¡Loco! ¡Fuera de ti!
¡Cuántas veces de loca me han tratado!
¿Es la locura un don? ¿Una enfermedad?
Las dos cosas a la vez.
(No todos tienen el don de estar locos;
e inspirados).
Dicen que en el sueño
se detiene el poder
de la inteligencia:
el loco está poseso.
No. No todo el mundo tiene la suerte
de estar loco. También el entusiasmo
nos inspira y es locura;
la alegría, la euforia, el frenesí,
un éxtasis mil veces multiplicado;
estar en manos de dios,
de los genios en el ánimo:
ni engendros que nos ponen
sólo para morir quemados,
ni gritos ni religiones
para ser crucificados
ni posesos que en la Biblia
son demonios,
ni profetas en la Biblia
inspirados.
Fueron la palabra de dios,
unos;
otros, la del diablo.
A veces traen enfermedad,
éxtasis, don de la pasión,
que nos alza sobre las cosas
y las llena de alegrarnos.
Maravilla, encantamiento, simplemente
encanto,
sentido de la vida;
ser la vida sensación de estar volando.
A la sensación de volar la llaman
brujería y al que vuela, como brujo,
lo terminan abrasando.
¡Ojalá estuviéramos locos!
¡Cuántas veces me lo han llamado!
Lo que no vio Platón,
lo que se le pasó por alto,
fue la locura de mi madre,
siempre poseída
por su pasión ciega, por una idea
diabólica,
pues no se abría por amor:
en el extravío de la fuerza,
mil veces fue dolor,
mil veces fue matando.
Entre el diablo, que es dolor,
y dios, que es entusiasmo,
uno es pasión de amor
y otro pasión que puebla
el mundo sin límites buenos,
el mundo sin límites claros:
la misma diferencia que hay
entre la euforia de vivir
y la euforia de matar
es la que hay entre yo y mi madre.
¡Quiero a mi madre!
¡Cuánto quisiera que el sufrimiento,
si se obsesiona tanto,
fuera gozo y alegría
y entusiasmo, liberación y canto!
Locura es el sueño de la razón;
pero luego, dice Platón,
la razón va a despertarse.
Primero dejarse llevar,
y fuera luego juzgarse,
y en su abandono y frenesí,
era vivir ensimismado:
ser libre es criticar
también las visiones de amor
por si se han extraviado.
Dos puertas hay en el mundo
para la locura:
una, la inspiración,
la razón es la segunda;
que ser libre y soñar
no serán nunca desvarío
sino cordura.
Libres de pensar,
libres de volar,
libres, por pasión,
de pensar con la mesura:
¡oh, paradoja!
La razón nos hace libres
atándonos a la ciencia
porque el juicio que nos ata
nos libera de ir a ciegas.
La pasión nos hace libres
de la ciencia que condena
el temblor del corazón
con la voz de la cabeza.
¡Siente con la cabeza, corazón!
¡Piensa, corazón, con la cabeza!
La misma pasión que rompe yugos
nos ata cuando no piensa.
¡La libertad de volar!
Como un barco con velas,
¡el deseo de llegar
con el ancla marinera!
Ser libre es flotar
apasionadamente en el cielo
y luego volver a pisar
la tierra para atarse a ella:
siempre debes atar
la libertad verdadera,
el entusiasmo y la razón
en un mismo yugo puestas,
que el camino para volar
empieza y termina en tierra.
De nada sirve andar
sin llegar a puerto, sin echar el ancla,
sin plegar la vela.
Yo soy libre porque mis sueños piensan.
Y sueño volando.
El barco anclado leva el ancla
y luego despliega las velas;
luego las pliega al llegar
al puerto donde te lleva,
que ser libre es viajar, ir, venir
entre el vuelo de tus sueños
y los suelos de la tierra,
y la tierra es el encierro,
no una cárcel:
la tierra es el fuego del hogar que nos espera.
En el hogar entrañable
donde el fuego que calienta no nos quema.