PALLA HUARCUNA
1.
Eran
rojas. Rojas, sí, rojas. Como guisantes duros ensartados en un collar. Y entre
bola roja y bola roja una bola manchada de negro: las cuentas de un collar. Los
huairuros que crecen en la selva son semillas encerradas en una vaina; cuelgan
de las ramas, salpicadas de hojas verdes brillantes como la laca, y su tronco,
clavado en tierra, parece que quiere hablar: mirando.
Huairuros
en una rama. Decenas de miles de hojas en decenas de miles de ramas rodeadas de
miles de hojas colgando como si fueran mascapaychas; como si cada rama fuese un
inca y cada árbol miles de incas que miraran desde sus ramas el tiempo eterno que
pasa. Huairuros. Cuentas de un collar que cuenta el tiempo, que no para de
pasar como pasa ahora, inexorable, entre las tropas implacables de Túpac
Yupanqui.
Rojos
huairuros que brillan a la luz del sol, semillas arrancadas de sus vainas; cuentas
ensartadas en un hilo adornando el cuello de la cautiva. Túpac Yupanqui ha
atravesado el océano, veinte mil hombres ha dirigido hasta Polinesia como hizo
el rey Alejandro llevando sus tropas hasta el Indo; y arribaron a Tuamotú,
donde hablarían las leyendas de las grandes balsas venidas del país donde nace
el sol; a las islas Marquesas, donde hablarían de un caudillo llamado Tupa que
vino del mar como Huiracocha; y que estuvo bogando entre islas, que vio
explotar los volcanes, que vio brillar los atolones y, sorteando los corales,
se fue.
Túpac
Yupanqui nació en Cuzco. Dieciséis años en el Coricancha. Y fue señor de los
cuatro suyos, las cuatro regiones que tenía en sus dominios, el Tahuantinsuyo.
Ahora se acordaba del Cuzco, la ciudad del puma; nostalgia, mucha nostalgia después
de tanto tiempo pasado lejos, en el Antisuyo: la selva, las boas y los jaguares
habían aterrorizado a sus hombres; vegetaciones enteras, mariposas y mosquitos
los habían envenenado; habían descubierto el río de Paititi que luego se
llamaría Madre de Dios y derrotaron a los rebeldes; a unos antisuyos que
vinieron al Cuzco para pagar tributo y se fugaron, y el inca, furioso, tomó la
afrenta, armó un ejército y atravesó la selva para someterlos. Los sometió.
Ahora traía a una hermosa cautiva destinada a vivir en su harén, cuando llegara
al Cuzco.
Salía
de la selva y se acordaba del Cuzco. La capital del imperio. Plantada entre las
rocas, vestida de piedra, de hierba y de aire. Desde allí recordaba los valles,
las quebradas, los riscos donde vuela el cóndor, los sitios donde había estado
buscando una roca en la interminable silueta de los Andes, la roca de Manco Cápac:
su antepasado. Y se acordaba de Pachacútec, su padre, que le había contado
cuando era joven cómo había recorrido las misteriosas ruinas de Tiahuanaco
donde se hundían sus raíces. Manco Cápac fundó el Cuzco, dio origen a la
dinastía de los incas y luego, cuando murió, se convirtió en piedra; esa piedra
estaba buscando su mente cuando recorría los paisajes hasta llegar al lugar
donde estaba la huaca; la piedra sagrada, el cuerpo fugaz atravesado por el
tiempo, perdurando mientras pasan las cosas, de Manco Cápac.
Pachacútc, su
padre, había dotado de leyes al Tahuantinsuyo; y como hiciera Carlomagno en
otra tierra siglos atrás, mandó que los hijos de los nobles fueran todos a la
escuela, al yachayhuasi. Convirtió el templo del Sol (el Inticancha) en un
patio de oro (el Coricancha) y allí lo mandó a él, Túpac Yupanqui, a pasar encerrado
los dieciséis primeros años de su vida. Luego se convirtió en señor, cápac. En
emperador, inca. Y reinó sobre los cuatro suyos multiplicándolos en la guerra.
Ahora volvía a
su tierra donde le esperaban el Coricancha, el yachayhuasi, la fortaleza de
Sacsayhuamán y los montes, las quebradas y las nieblas. El cansancio y la
nostalgia se apoderaban de él. Y entonces se acordó del huairuro: el hermoso
collar rojo y negro que descansaba sobre el cuello, de piel tersa y dorada,
teñida por el sol y el pincel de la tierra, que brillaba bajo los ojos tristes,
de la cautiva.
2.
Las
andas del inca. Silla de oro portada por cuatro hombres, anunciada por soldados
victoriosos y envuelta en los cánticos de las esclavas; acariciada por frágiles
lamentos. Los cánticos tienen voces luminosas que se clavan en los aires, y
sombras de voces que se funden en la tierra; voces luminosas son los cantos que
han aprendido, los himnos de gloria que se confunden con las estrellas; las
sombras de sus voces son esos hilos desgarrados que salen de su garganta:
lamentos que son voces auténticas y sólo las detectaría cualquiera que tuviera
corazón, afinando el oído para oír la intimidad de sus ecos, las voces que resuenan
como himnos forzados y alegrías impuestas: las que tienen como ropajes
envolviendo du desnudez, y son como la piel que aparece por fuera debajo de lo
que es: las entrañas.
El
inca te llevará a su palacio. Vivirás recluida en una cárcel de oro y no harán
más que cuidar tu piel, enseñarte el amor, junto a sus cárceles, y pintarán tus
ojos para camuflar tu tristeza; serás apariencia para servir al placer, el inca
disfrutará hundiéndose en ti con sus huairuros de coral, con sus semillas; y
nadie podrá evitar que la belleza transporte otro brillo imposible de esconder,
nostálgico y triste: el de tu ausencia. Tus ojos velarán las lágrimas
imposibles porque las tendrías que esconder para el placer del inca, y nadie
podrá impedir que, aunque camuflada y oculta, haya melancolía en las mieles de
tu risa; porque el inca gozará de ella, sí, de tu hermosura, de la dulzura de
tus caricias, del encanto de tu voz, de tus perfumes y tu pelo enredado en el
amor, y será todo apariencia; pues detrás de tu risa estará la pena, tus ojos
brillantes por dentro estarán ciegos, tus caricias dulces las moverá un corazón
sin alma, el enredo de tu pelo esconderá la pasión que no ha ardido, y el
brillo falso, el iris de tus ojos, esconderá, en el mismo centro de tu mirada,
tu pupila ajena, profanada, despintada, profunda y negra.
He
aquí la figura del inca. El penacho de plumas que simboliza su poder, la
mascapaicha. Del uncu de colores como color de la nostalgia; color que no es
del alma que no puede salir sino superpuesto. Ése es el color del vencedor en
los estandartes irisados del Tahuantinsuyo: la bandera del arco iris, todo lo
que pone apariencia en las luces apagadas de la realidad cuando el Sol brilla
sobre la superficie del mundo; pero no es más que un espejo para el alma que
ríe cuando hay ganas de llorar, porque allí dentro ya no hay brillo.
3.
El
collar de huairuros brilla en el pecho de la cautiva. Su corazón apasionado
está roto y es del color de la sangre, rojo como la semilla del huairuro; la
semilla de las hembras. También tiene el huairuro su semilla masculina, de
color rojo manchado con una pincelada negra. ¿Dónde está el amado, aquel que
lleva clavado en su corazón, el que representa las semillas rojas pintadas de
negro de su collar? Está ahí. El inca también lo ha raptado, lo ha dejado vivo
y no le ha arrancado el corazón, ni los pulmones, ni el hígado ni ninguna de
las vísceras que necesita para vivir, sino que le ha quitado las alas: el
corazón de la sangre le ha dejado pero no el corazón del alma, y el alma vive sólo
cuando la mueve un corazón que siente: la libertad.
También
el dueño de su corazón está cautivo. Y aquella noche tomó de la mano a la
cautiva, le dijo “mira, ven”, y la cautiva miró sin nube en los ojos por vez primera
y sus ojos tuvieron brillo. La tomó de la mano y salieron de los dominios del
inca y ya se acercaban a las puertas del mundo libre cuando el mazo de un
soldado se abatió sobre la cabeza del amado. La cautiva los miró, llena de
espanto. Allí estaban los soldados con sus orejeras de oro, con sus mazas de
palo, con sus penachos de plumas. La llevaron hasta el inca y el inca
dictaminó, inexorable:
-Morirás
bajo la sombra de los cerros que te miran.
Y
se volvió, mayestático sin majestad, poderoso sin autoridad, dejando que los
aduladores lo adoraran como a un dios vivo: como el pájaro que sólo engaña a
otro pájaro con la apariencia de sus plumas.
4.
Cuando
el placer nos viene de fuera se convierte en sensación; se nos despiertan los
sentidos que vibran, llamados por los vientos del mundo, y llaman al mundo
buscándolos a su vez y ése es el deseo: el movimiento del alma que orienta el
cuerpo hacia el placer. La vista se recrea en los colores, el oído en los
sonidos, disfrutamos los olores y sabores y la piel parece que va buscando la
caricia.
Cuando
el placer sale de dentro es sentimiento que vibra movido por el corazón, y
busca, y es instinto. El instinto no sabe lo que busca pero se orienta irremediablemente
hacia las cosas porque las necesita aunque no las haya visto; buscamos la
belleza y la encontramos en el mundo, cuando el mundo de las sensaciones recibe
el abrazo de nuestro instinto y lo envuelven los vientos del corazón; y sentimos
los cuerpos convertidos en placeres del alma, ya no es una imagen, es una
pintura, ya no es el sonido, ahora es música, no es una caricia, ahora es amor;
la belleza produce deleite y despierta admiración, como las hazañas de la gente
buena y valiente, como las obras del sentimiento mirándose en otro sentimiento,
como el ímpetu del carácter, como la paciencia que no claudica, como el tesón
que insiste, apoyado en la inteligencia; y como el impulso que mueve al corazón
a conectarse con otros corazones, cruzando o sin cruzar por el puente de los
cuerpos, se extiende, como un arco iris, uniendo los extremos que nos hacen temblar
de delirio si la brisa o el huracán se mueven entre dos corazones que se aman;
y no se quedan en el cuerpo, sintiendo sacudidas ciegas porque empiezan y
terminan en sí mismas sin el auxilio del alma, que les da sentido.
Así
sentía la cautiva. Los placeres de su tierra nativa los tenía clavados en el
alma: las mariposas de colores, las libélulas, los tucanes, el agua de lluvia
refrescante que chorreaba de los ojos, el olor de las flores, el rumor del
viento, la caricia de la hierba, el deseo de poblar el mundo del placer de los sentidos se agolpaban en su
mente y le traían, todos juntos, el recuerdo de su tierra.
La
belleza de la luz traspasando los árboles, la persistencia en la memoria de tantas
sensaciones juntas, un mundo sensorial, y hasta sensual, atrapado en el vello
de su piel, que se alzaba movido por un escalofrío, que se erizaba; el embrujo
de un amanecer entre la niebla, la belleza de la puesta del sol, el delirio de
colores en un cuadro, desbrozando intensidades, fogonazos, claroscuros,
delicadezas, matices y contrastes derramados en su sensibilidad como una
borrachera; la sinfonía del sol y de las hojas, el murmullo del aire en los
árboles, todo integrado en un concierto sutil, en una música callada, o en
estruendo, a veces, los días de tormenta; todo despertaba admiración abriendo
sus sentidos al fluir del alma; que trotaba como un río, desde el ímpetu de las
fuentes en las montañas nevadas, todo roca, hasta el impulso de los valles
donde corría: el alma, el río del alma, sembrando deleite y admiración en el
instinto paralizado por el estupor, ante la contemplación transfigurada en el
orgasmo, que detiene los instintos entregados al éxtasis de gozar, contemplando
aquella belleza natural, aquel paisaje: convertido en arte, aquellas
sensaciones elevadas por la admiración, aquellas pasiones del alma, aquel arte
que viene del cuerpo pero va más allá de él, adentrándose en las regiones del
espíritu, en sus ríos, sus montañas, sus nevados y sus aguas.
El
amor. Aquella cautiva recordaba el amor. La pasión del espíritu que unía su
alma con el alma del amado, ahora muerto, y les hacía ser uno solo con el alma
de los dos; y temblaban con el mismo viento y volaban con el temblor puestos al
unísono, y llamaban a las caricias que iban, más allá del cuerpo, arrullando
sus espíritus y sembrando bienestar en los laberintos del alma; sintiéndolo o
no sintiéndolo, daba igual, en los laberintos del cuerpo, y transfigurando las
cosas con esa luz del delirio interior que se contempla, deteniendo el tiempo,
cuando mira por los ojos que se miran a través de otros ojos.
El
inca había dado muerte a la ternura. El inca había matado la belleza. El inca
había muerto el placer. Y ahora ella maldecía los oropeles de aquella odiosa
majestad, que se levantaba sobre la desgracia ajena, que habían creado todos
los incas desde el primero al último: el siniestro Túpac Yupanqui, cuya sed de
poder arrancaba de Manco Cápac, de Mama Ocllo, de Sinchi Roca, de Lloque
Yupanqui, de Mayta Cápac, de Cápac Yupanqui, de Inca Roca, de Yahuar Huácac, de
Huiracocha, de Pachacútec.
5.
Los
muertos se convierten en roca. Y así, aquel peñasco, aquel cerro, aquella
piedra que sobresale, aquella quebrada son nuestros antepasados que han
conseguido durar, atravesando el tiempo pero sin dejar pasar al tiempo por
ellos; y velan por nosotros cuando sopla el viento de los Andes, en los veranos
fríos o en los más duros inviernos, entre las rocas o sobrevolando la puna,
mientras sopla el frío agitando las ramas de ichu; allí, en los desiertos
fríos, son los espíritus que velan por nosotros; los montes vivos, los dioses
metidos en los bloques de piedra, las presencias protectoras, los Apus. El
espíritu de Manco Cápac. La piedra. Rumi. ¡Presencia imperturbable que permanece
mientras las cosas pasan!
También
las estrellas acogen a veces a los muertos. Cuando importan. El mundo de arriba
nos contempla con presencia serena, luminosa y permanente. Hanan Pacha. Donde
vive el padre Sol, que atraviesa la bóveda celeste desde la aurora hasta el crepúsculo:
allá donde la serpiente sagrada, la Yacu Mama, va escribiendo un río en los
lugares por donde pasa. Allí está la gente que nos importa. Y que nos ama.
El
mundo inferior. El Ucu Pacha. Los muertos, las semillas, la vida expectante,
las cosas nacidas están ahí, en sus oscuras galerías; en ellas destila la
humedad, las cuevas de la tierra están llenas de vida que tiene que nacer y
nacen, cuando otras vidas mueren, y se va sembrando un cuerpo para que nazcan otros;
entonces viene al mundo por los agujeros de la tierra: las pacarinas; la gente
nace por las bocas de las cuevas, por las grietas de los montes, por el túnel
de las fuentes; también salen del agua como salieron Mamá Ocllo y Manco Cápac
del lago Titicaca, de las regiones profundas de Tiahuanaco. El agua es vida:
fuentes, ríos, lagos, chorros, aguas que corren buscando el mar, cascadas que se
precipitan por las quebradas. Sobre ellas, majestuosamente, la silueta del
cóndor planea sobre las cosas; ésa es la verdadera majestad, no la rigidez
mayestática, asesina y poderosa, de Túpac Yupanqui; el único vuelo majestuoso
es el alma libre.
Que
ahora el inca le había arrebatado. Era cautiva. El cuerpo de su amado quién
sabe dónde está: lo habrán sembrado en el Ucu Pacha, en las tinieblas creativas
de la tierra, para que salga otro. El mundo está lleno de una sustancia nutricia
que da vida a las cosas, una fuerza invisible que lo traspasa todo: el
camaquén. Hay lugares y cuerpos donde el camaquén es poderoso, donde se siente
especialmente su presencia, donde refuerza su concentración; la cautiva siente
que su amado está lleno de camaquén y por eso vive aunque ahora está muerto; y
ella, aunque no sea verdad, se anima con la ilusión de que su amado vive; como
todas estas fantasías que pueblan el universo de los incas; ella se anima con
estos espíritus, despiertan en su ánimo la ilusión y aunque sólo espera la
muerte, se engaña pensando que las montañas están llenas de espíritus, que en
los lagos aún vive la belleza, la belleza de su tierra; que los mares de
sensaciones laten ahí, expectantes, llenos de cuevas; y sus padres, sus
hermanos, sus hermosos bosques y el aullido de la tierra son esas rocas que hay
allí plantadas, ese cielo, esas nubes, esas cuevas, esos astros, los apus, las
fuentes, los ríos, pacarinas, ecos de la tierra en el Ucu Pacha: y que ella
misma es uno de ellos; y está llena de fuerza para buscar a su amado, allí,
donde las cosas ya no viven, esa fuerza le da aliento para recobrar, allende la
muerte, los ríos, los valles, el sol sobre los árboles, el delirio que envuelve
el alma del tiempo, que la llena de fuego, el amor que tuvo, las caricias muertas.
Las pasiones en el recuerdo están clamando por volver, como si no hubieran
muerto. Todo es una sustancia sutil, fuerza sin cuerpo y pinturas y paisajes
que llaman al placer, canciones y sinfonías que despiertan lo que hay dentro, y
que te hacen vibrar, como vibra el arte, y se recuerda la presencia de los
cuerpos donde moraba el amor; la cautiva está añorando esta presencia, esta
fuerza sin fuerza que es, también, cuerpo sin cuerpo, duración y permanencia,
frente a las cosas fugitivas que pasan, ímpetu de la roca: pero sin granito;
fuerza que llena y que arrastra y resucita y que toca, pero sin tocar; como una
presencia que no estuviera presente. Míralo, cautiva, te está mirando a los ojos,
está llamando a tu puerta, es el camaquén.
6.
Manco
Cápac. Cápac: poderoso señor. Cuna: el plural de las cosas. La Cápac Cuna es la
genealogía de los incas desde Manco Cápac hasta Atahualpa. El lago Titicaca fue
la gran pacarina, la gran fuente del origen, la reserva anímica del mundo, el
almacén del espíritu donde se conserva, esperando a que nazcan las cosas (como
la pólvora en un polvorín), el camaquén: la sustancia viva del mundo, la misma
que pone la diferencia entre un hombre y un cadáver. Huiracocha creó al ser
humano haciéndolo de piedra igual que el dios bíblico lo hiciera de barro; y en
vez de soplar para darle aliento lo animó poniéndole un nombre y llamándola.
Del lago Titicaca sacó a Manco Cápac y Mama Ocllo.
Camaquén.
Vida. Cámac. Pachacámac: dios vivo y animador del universo. Fuerza de la tierra
que tiembla en los terremotos, dios de la costa, dios que se estremece, dios
que cuando está ebrio se pone a bailar cavando grietas y derribando montes.
Pacha: la tierra, el tiempo, el espacio, pacha finalmente viene a ser el mundo.
En él emerge la piedra: rumi, que es una palabra hermanada con ruru que quiere
decir semilla; la humanidad se hizo de piedra. La piedra se anima cuando la
penetra el camaquén, y tiene la fuerza de un dios, de un espíritu, de un
animal; la piedra puede ser un dios, o la morada de un espíritu, o un animal
humano saliendo de una cueva; y los dioses, los espíritus, las mujeres y los
hombres, las plantas y los animales también pueden petrificarse; se quedan
atrapados para siempre en su solidez indestructible.
Túpac
Yupanqui está comiendo ricas viandas. En todas ellas está presente el ají, esa
especie de pimiento que tiene mil formas y sabores y que pica, a veces como un
demonio: ají amarillo, ají panca, ají, rocoto… Grandes manjares había en la
mesa del inca. Los orejones la adornaban y los sirvientes traían nuevas comidas
y el viento soplaba y los tambores rugían con un temblor siniestro. La hermosa
cautiva lloraba. Estaba condenada a muerte pero ahora lloraba por sus hermanos:
a todos les habían arrancado la piel, los habían cosido formando globos y el pellejo
de los brazos caía, inerme, atado a baquetas mortuorias; y cuando el viento
soplaba movía los brazos y las baquetas chocaban contra el vientre y los
tambores lejanos cantaban por el llano la terrorífica majestad del inca.
He
aquí el llanto de la cautiva. He aquí su pecho, ornado con un collar de
huairuros, temblar con el estruendo de los tambores que era su pueblo masacrado
y desnudo. Hacía un día frío. Las hojas volaban por los aires y el viento, sacudiendo
con un ruido hueco las hileras interminables de indios, recordaba a la cautiva
que la tragedia se había desplomado sobre su pueblo.
Era
conducida al suplicio. El inca, ajeno a la pena, se solazaba en el repique de
los tambores. Una montaña retumbaba en el Cuzco. Allí estaba el Coricancha, el
palacio del inca, las paredes del harén, Túpac Yupanqui; allí la majestad de
las cosas vanas, el estruendo de las pieles rotas, el cantar de los pellejos,
las poblaciones vencidas por el inca, la abrupta majestad que se asienta sobre
la muerte.
Avanzaba
y mientras tanto pensaba en el Ucu Pacha. En las cavernas de la tierra
sembradas de piedra, en el agua filtrada por los resquicios, en los rincones
rotos, las pacarinas. Los cuerpos de los difuntos flotaban en ese suelo:
sombras de vida que un día fueron, alumbradas por el Sol, reservas de energía;
huella de voluntades que se impusieron allá arriba, y abajo están reducidas a
fuerza sin energía que avanza sin poder andar, como los viejos; ecos de amor
que un día amaron, y ahora son sensibilidades flojas, y sueños y éxtasis y trampolines
disminuidos, que vagan como sombras pálidas de lo que un día fueron, y ahora no
pueden ser, por mucho que quieran; y son poco para lo que podían ser, aunque no
es verdad que tampoco sean nada.
La
cautiva buscaba allí a su amado. Lo buscaba entre las sombras. Quería rememorar
las músicas de antaño, evocar las pinturas hermosas, raptarse a sí misma y desaparecer,
cautiva del arte (pero no de la fuerza bruta, no de Túpac Yupanqui), y en ese
rapto encontrar el temblor del aliento ebrio que nos lleva a perder la noción
de las cosas y sentirse como los dioses; y volar en escalofríos de vino que
provoca la pérdida de noción que da el arrebato: cautiva del arte, y no cautiva
del inca; ella traería a la realidad la música que podría encantar a su
enamorado en las cuevas del Ucu Pacha, filtrarse en su cuerpo, llenarlo de vida
y llevarlo al camaquén: como dicen que Orfeo les nublaba la razón a los dioses
con su música, ella también quería ser el Orfeo de su amado; y despertarlo; y
volver a la vida para llenarla de amor y ser, entre los Andes, la llama
refulgente que de lejos marca el camino de los enamorados. Un canto al amor,
eso era ella. Y en las paredes del Ucu Pacha, llenas de estalactitas, supurar gota
a gota la inmensa majestad de los corazones que no se agotan nunca porque son
corazones que aman.
El
sonido del pututu la sacó de su sueño. Ya ardía una hoguera ahí abajo y ella
tenía las manos atadas. La ataron de los pies y la arrojaron boca abajo, a
respirar el aliento del fuego que se mete por la nariz y en la boca se quema y
quema por donde pasa. La joven cautiva estaba respirando el polvo de montones
de ajíes que llevaban las llamas convertidas en humo que picaba: ají amarillo,
ají panca, rocoto; y muchos ajíes peores que se meten en los pulmones y los
tapan hasta explotar, bloqueando la laringe, bloqueando los bronquios,
petrificando el respirar y poniendo en el rostro de la cautiva los colores
rojos de los pechos tapados, de los labios ardientes, de las gargantas
ahogadas. Ése era el castigo que les daban a las vírgenes del Sol, que habían
perdido la virginidad, en el templo donde sólo las vírgenes pueden vivir si el
inca lo manda. Lo último que vio la cautiva fue el rostro fantasmal de su amado
que venía a consolarla en la agonía de sus convulsiones. Y antes había visto,
en su sueño de humo, los huairuros del collar que bailaban, golpeándola en los
labios con el vaivén de los ahorcados.
7.
Hay
en Huancayo una hilera de cerros que dibujan el perfil de las montañas. Como si
la Cápac Cuna quisiera recortarse en el cielo, en las noches estrelladas, el
cielo es una borrachera de luces y la luna parece que se quiere caer,
arrojándose con su luz sobre la tierra. No las borra en las noches fértiles el
mágico crepitar de la lluvia. El amor se vino a quedar entre estas piedras y
hoy la majestad de los incas ha desaparecido y ya nadie la recuerda; sólo se
recuerda que fueron crueles. La piedra se viste de sol, se viste de luna, la
piedra borracha de amar se viste como la lluvia: lluvia de estrellas que se
desparrama sobre el firmamento. Los hombres andan por esos caminos de dios,
sobre los runas, y ya su sueño estoico ha vencido al orgullo de los incas. Y
ahora el amor, que se hizo carne en una roca, es un cerro con forma de mujer y
aún podemos ver su garganta adornada con el collar que pudo encandilar al inca;
su magnífico collar de huairuros. Es una hermosa roca que recuerda que el amor
vivió mientras todas las cosas morían; y se extiende sobre la majestad de la
puna. Tiene forma de india y en su rostro está la voz de quienes supieron amar,
los corazones libres. En las noches de luna se derrama su esplendor y los
indios la llaman Palla Huarcuna.