PALLA HUARCUNA
1.
Eran rojas. Rojas, sí, rojas. Como guisantes duros ensartados en un collar. Y entre bola roja y bola roja una bola manchada de negro: las cuentas de un collar. Los huairuros que crecen en la selva son semillas encerradas en una vaina; cuelgan de las ramas, salpicadas de hojas verdes brillantes como la laca, y su tronco, clavado en tierra, parece que quiere hablar: mirando.
Huairuros en una rama. Decenas de miles de hojas en decenas de miles de ramas rodeadas de miles de hojas colgando como si fueran mascapaychas; como si cada rama fuese un inca y cada árbol miles de incas que miraran desde sus ramas el tiempo eterno que pasa. Huairuros. Cuentas de un collar que cuenta el tiempo, que no para de pasar como pasa ahora, inexorable, entre las tropas implacables de Túpac Yupanqui.
Rojos huairuros que brillan a la luz del sol, semillas arrancadas de sus vainas; cuentas ensartadas en un hilo adornando el cuello de la cautiva. Túpac Yupanqui ha atravesado el océano, veinte mil hombres ha dirigido hasta Polinesia como hizo el rey Alejandro llevando sus tropas hasta el Indo; y arribaron a Tuamotú, donde hablarían las leyendas de las grandes balsas venidas del país donde nace el sol; a las islas Marquesas, donde hablarían de un caudillo llamado Tupa que vino del mar como Huiracocha; y que estuvo bogando entre islas, que vio explotar los volcanes, que vio brillar los atolones y, sorteando los corales, se fue.
Túpac Yupanqui nació en Cuzco. Dieciséis años en el Coricancha. Y fue señor de los cuatro suyos, las cuatro regiones que tenía en sus dominios, el Tahuantinsuyo. Ahora se acordaba del Cuzco, la ciudad del puma; nostalgia, mucha nostalgia después de tanto tiempo pasado lejos, en el Antisuyo: la selva, las boas y los jaguares habían aterrorizado a sus hombres; vegetaciones enteras, mariposas y mosquitos los habían envenenado; habían descubierto el río de Paititi que luego se llamaría Madre de Dios y derrotaron a los rebeldes; a unos antisuyos que vinieron al Cuzco para pagar tributo y se fugaron, y el inca, furioso, tomó la afrenta, armó un ejército y atravesó la selva para someterlos. Los sometió. Ahora traía a una hermosa cautiva destinada a vivir en su harén, cuando llegara al Cuzco.
Salía de la selva y se acordaba del Cuzco. La capital del imperio. Plantada entre las rocas, vestida de piedra, de hierba y de aire. Desde allí recordaba los valles, las quebradas, los riscos donde vuela el cóndor, los sitios donde había estado buscando una roca en la interminable silueta de los Andes, la roca de Manco Cápac: su antepasado. Y se acordaba de Pachacútec, su padre, que le había contado cuando era joven cómo había recorrido las misteriosas ruinas de Tiahuanaco donde se hundían sus raíces. Manco Cápac fundó el Cuzco, dio origen a la dinastía de los incas y luego, cuando murió, se convirtió en piedra; esa piedra estaba buscando su mente cuando recorría los paisajes hasta llegar al lugar donde estaba la huaca; la piedra sagrada, el cuerpo fugaz atravesado por el tiempo, perdurando mientras pasan las cosas, de Manco Cápac.
Pachacútc, su padre, había dotado de leyes al Tahuantinsuyo; y como hiciera Carlomagno en otra tierra siglos atrás, mandó que los hijos de los nobles fueran todos a la escuela, al yachayhuasi. Convirtió el templo del Sol (el Inticancha) en un patio de oro (el Coricancha) y allí lo mandó a él, Túpac Yupanqui, a pasar encerrado los dieciséis primeros años de su vida. Luego se convirtió en señor, cápac. En emperador, inca. Y reinó sobre los cuatro suyos multiplicándolos en la guerra.
Ahora volvía a su tierra donde le esperaban el Coricancha, el yachayhuasi, la fortaleza de Sacsayhuamán y los montes, las quebradas y las nieblas. El cansancio y la nostalgia se apoderaban de él. Y entonces se acordó del huairuro: el hermoso collar rojo y negro que descansaba sobre el cuello, de piel tersa y dorada, teñida por el sol y el pincel de la tierra, que brillaba bajo los ojos tristes, de la cautiva.
2.
Las andas del inca. Silla de oro portada por cuatro hombres, anunciada por soldados victoriosos y envuelta en los cánticos de las esclavas; acariciada por frágiles lamentos. Los cánticos tienen voces luminosas que se clavan en los aires, y sombras de voces que se funden en la tierra; voces luminosas son los cantos que han aprendido, los himnos de gloria que se confunden con las estrellas; las sombras de sus voces son esos hilos desgarrados que salen de su garganta: lamentos que son voces auténticas y sólo las detectaría cualquiera que tuviera corazón, afinando el oído para oír la intimidad de sus ecos, las voces que resuenan como himnos forzados y alegrías impuestas: las que tienen como ropajes envolviendo du desnudez, y son como la piel que aparece por fuera debajo de lo que es: las entrañas.
El inca te llevará a su palacio. Vivirás recluida en una cárcel de oro y no harán más que cuidar tu piel, enseñarte el amor, junto a sus cárceles, y pintarán tus ojos para camuflar tu tristeza; serás apariencia para servir al placer, el inca disfrutará hundiéndose en ti con sus huairuros de coral, con sus semillas; y nadie podrá evitar que la belleza transporte otro brillo imposible de esconder, nostálgico y triste: el de tu ausencia. Tus ojos velarán las lágrimas imposibles porque las tendrías que esconder para el placer del inca, y nadie podrá impedir que, aunque camuflada y oculta, haya melancolía en las mieles de tu risa; porque el inca gozará de ella, sí, de tu hermosura, de la dulzura de tus caricias, del encanto de tu voz, de tus perfumes y tu pelo enredado en el amor, y será todo apariencia; pues detrás de tu risa estará la pena, tus ojos brillantes por dentro estarán ciegos, tus caricias dulces las moverá un corazón sin alma, el enredo de tu pelo esconderá la pasión que no ha ardido, y el brillo falso, el iris de tus ojos, esconderá, en el mismo centro de tu mirada, tu pupila ajena, profanada, despintada, profunda y negra.
He aquí la figura del inca. El penacho de plumas que simboliza su poder, la mascapaicha. Del uncu de colores como color de la nostalgia; color que no es del alma que no puede salir sino superpuesto. Ése es el color del vencedor en los estandartes irisados del Tahuantinsuyo: la bandera del arco iris, todo lo que pone apariencia en las luces apagadas de la realidad cuando el Sol brilla sobre la superficie del mundo; pero no es más que un espejo para el alma que ríe cuando hay ganas de llorar, porque allí dentro ya no hay brillo.
3.
El collar de huairuros brilla en el pecho de la cautiva. Su corazón apasionado está roto y es del color de la sangre, rojo como la semilla del huairuro; la semilla de las hembras. También tiene el huairuro su semilla masculina, de color rojo manchado con una pincelada negra. ¿Dónde está el amado, aquel que lleva clavado en su corazón, el que representa las semillas rojas pintadas de negro de su collar? Está ahí. El inca también lo ha raptado, lo ha dejado vivo y no le ha arrancado el corazón, ni los pulmones, ni el hígado ni ninguna de las vísceras que necesita para vivir, sino que le ha quitado las alas: el corazón de la sangre le ha dejado pero no el corazón del alma, y el alma vive sólo cuando la mueve un corazón que siente: la libertad.
También el dueño de su corazón está cautivo. Y aquella noche tomó de la mano a la cautiva, le dijo “mira, ven”, y la cautiva miró sin nube en los ojos por vez primera y sus ojos tuvieron brillo. La tomó de la mano y salieron de los dominios del inca y ya se acercaban a las puertas del mundo libre cuando el mazo de un soldado se abatió sobre la cabeza del amado. La cautiva los miró, llena de espanto. Allí estaban los soldados con sus orejeras de oro, con sus mazas de palo, con sus penachos de plumas. La llevaron hasta el inca y el inca dictaminó, inexorable:
-Morirás bajo la sombra de los cerros que te miran.
Y se volvió, mayestático sin majestad, poderoso sin autoridad, dejando que los aduladores lo adoraran como a un dios vivo: como el pájaro que sólo engaña a otro pájaro con la apariencia de sus plumas.
4.
Cuando el placer nos viene de fuera se convierte en sensación; se nos despiertan los sentidos que vibran, llamados por los vientos del mundo, y llaman al mundo buscándolos a su vez y ése es el deseo: el movimiento del alma que orienta el cuerpo hacia el placer. La vista se recrea en los colores, el oído en los sonidos, disfrutamos los olores y sabores y la piel parece que va buscando la caricia.
Cuando el placer sale de dentro es sentimiento que vibra movido por el corazón, y busca, y es instinto. El instinto no sabe lo que busca pero se orienta irremediablemente hacia las cosas porque las necesita aunque no las haya visto; buscamos la belleza y la encontramos en el mundo, cuando el mundo de las sensaciones recibe el abrazo de nuestro instinto y lo envuelven los vientos del corazón; y sentimos los cuerpos convertidos en placeres del alma, ya no es una imagen, es una pintura, ya no es el sonido, ahora es música, no es una caricia, ahora es amor; la belleza produce deleite y despierta admiración, como las hazañas de la gente buena y valiente, como las obras del sentimiento mirándose en otro sentimiento, como el ímpetu del carácter, como la paciencia que no claudica, como el tesón que insiste, apoyado en la inteligencia; y como el impulso que mueve al corazón a conectarse con otros corazones, cruzando o sin cruzar por el puente de los cuerpos, se extiende, como un arco iris, uniendo los extremos que nos hacen temblar de delirio si la brisa o el huracán se mueven entre dos corazones que se aman; y no se quedan en el cuerpo, sintiendo sacudidas ciegas porque empiezan y terminan en sí mismas sin el auxilio del alma, que les da sentido.
Así sentía la cautiva. Los placeres de su tierra nativa los tenía clavados en el alma: las mariposas de colores, las libélulas, los tucanes, el agua de lluvia refrescante que chorreaba de los ojos, el olor de las flores, el rumor del viento, la caricia de la hierba, el deseo de poblar el mundo del placer de los sentidos se agolpaban en su mente y le traían, todos juntos, el recuerdo de su tierra.
La belleza de la luz traspasando los árboles, la persistencia en la memoria de tantas sensaciones juntas, un mundo sensorial, y hasta sensual, atrapado en el vello de su piel, que se alzaba movido por un escalofrío, que se erizaba; el embrujo de un amanecer entre la niebla, la belleza de la puesta del sol, el delirio de colores en un cuadro, desbrozando intensidades, fogonazos, claroscuros, delicadezas, matices y contrastes derramados en su sensibilidad como una borrachera; la sinfonía del sol y de las hojas, el murmullo del aire en los árboles, todo integrado en un concierto sutil, en una música callada, o en estruendo, a veces, los días de tormenta; todo despertaba admiración abriendo sus sentidos al fluir del alma; que trotaba como un río, desde el ímpetu de las fuentes en las montañas nevadas, todo roca, hasta el impulso de los valles donde corría: el alma, el río del alma, sembrando deleite y admiración en el instinto paralizado por el estupor, ante la contemplación transfigurada en el orgasmo, que detiene los instintos entregados al éxtasis de gozar, contemplando aquella belleza natural, aquel paisaje: convertido en arte, aquellas sensaciones elevadas por la admiración, aquellas pasiones del alma, aquel arte que viene del cuerpo pero va más allá de él, adentrándose en las regiones del espíritu, en sus ríos, sus montañas, sus nevados y sus aguas.
El amor. Aquella cautiva recordaba el amor. La pasión del espíritu que unía su alma con el alma del amado, ahora muerto, y les hacía ser uno solo con el alma de los dos; y temblaban con el mismo viento y volaban con el temblor puestos al unísono, y llamaban a las caricias que iban, más allá del cuerpo, arrullando sus espíritus y sembrando bienestar en los laberintos del alma; sintiéndolo o no sintiéndolo, daba igual, en los laberintos del cuerpo, y transfigurando las cosas con esa luz del delirio interior que se contempla, deteniendo el tiempo, cuando mira por los ojos que se miran a través de otros ojos.
El inca había dado muerte a la ternura. El inca había matado la belleza. El inca había muerto el placer. Y ahora ella maldecía los oropeles de aquella odiosa majestad, que se levantaba sobre la desgracia ajena, que habían creado todos los incas desde el primero al último: el siniestro Túpac Yupanqui, cuya sed de poder arrancaba de Manco Cápac, de Mama Ocllo, de Sinchi Roca, de Lloque Yupanqui, de Mayta Cápac, de Cápac Yupanqui, de Inca Roca, de Yahuar Huácac, de Huiracocha, de Pachacútec.
Los muertos se convierten en roca. Y así, aquel peñasco, aquel cerro, aquella piedra que sobresale, aquella quebrada son nuestros antepasados que han conseguido durar, atravesando el tiempo pero sin dejar pasar al tiempo por ellos; y velan por nosotros cuando sopla el viento de los Andes, en los veranos fríos o en los más duros inviernos, entre las rocas o sobrevolando la puna, mientras sopla el frío agitando las ramas de ichu; allí, en los desiertos fríos, son los espíritus que velan por nosotros; los montes vivos, los dioses metidos en los bloques de piedra, las presencias protectoras, los Apus. El espíritu de Manco Cápac. La piedra. Rumi. ¡Presencia imperturbable que permanece mientras las cosas pasan!
También las estrellas acogen a veces a los muertos. Cuando importan. El mundo de arriba nos contempla con presencia serena, luminosa y permanente. Hanan Pacha. Donde vive el padre Sol, que atraviesa la bóveda celeste desde la aurora hasta el crepúsculo: allá donde la serpiente sagrada, la Yacu Mama, va escribiendo un río en los lugares por donde pasa. Allí está la gente que nos importa. Y que nos ama.
El mundo inferior. El Ucu Pacha. Los muertos, las semillas, la vida expectante, las cosas nacidas están ahí, en sus oscuras galerías; en ellas destila la humedad, las cuevas de la tierra están llenas de vida que tiene que nacer y nacen, cuando otras vidas mueren, y se va sembrando un cuerpo para que nazcan otros; entonces viene al mundo por los agujeros de la tierra: las pacarinas; la gente nace por las bocas de las cuevas, por las grietas de los montes, por el túnel de las fuentes; también salen del agua como salieron Mamá Ocllo y Manco Cápac del lago Titicaca, de las regiones profundas de Tiahuanaco. El agua es vida: fuentes, ríos, lagos, chorros, aguas que corren buscando el mar, cascadas que se precipitan por las quebradas. Sobre ellas, majestuosamente, la silueta del cóndor planea sobre las cosas; ésa es la verdadera majestad, no la rigidez mayestática, asesina y poderosa, de Túpac Yupanqui; el único vuelo majestuoso es el alma libre.
Que ahora el inca le había arrebatado. Era cautiva. El cuerpo de su amado quién sabe dónde está: lo habrán sembrado en el Ucu Pacha, en las tinieblas creativas de la tierra, para que salga otro. El mundo está lleno de una sustancia nutricia que da vida a las cosas, una fuerza invisible que lo traspasa todo: el camaquén. Hay lugares y cuerpos donde el camaquén es poderoso, donde se siente especialmente su presencia, donde refuerza su concentración; la cautiva siente que su amado está lleno de camaquén y por eso vive aunque ahora está muerto; y ella, aunque no sea verdad, se anima con la ilusión de que su amado vive; como todas estas fantasías que pueblan el universo de los incas; ella se anima con estos espíritus, despiertan en su ánimo la ilusión y aunque sólo espera la muerte, se engaña pensando que las montañas están llenas de espíritus, que en los lagos aún vive la belleza, la belleza de su tierra; que los mares de sensaciones laten ahí, expectantes, llenos de cuevas; y sus padres, sus hermanos, sus hermosos bosques y el aullido de la tierra son esas rocas que hay allí plantadas, ese cielo, esas nubes, esas cuevas, esos astros, los apus, las fuentes, los ríos, pacarinas, ecos de la tierra en el Ucu Pacha: y que ella misma es uno de ellos; y está llena de fuerza para buscar a su amado, allí, donde las cosas ya no viven, esa fuerza le da aliento para recobrar, allende la muerte, los ríos, los valles, el sol sobre los árboles, el delirio que envuelve el alma del tiempo, que la llena de fuego, el amor que tuvo, las caricias muertas. Las pasiones en el recuerdo están clamando por volver, como si no hubieran muerto. Todo es una sustancia sutil, fuerza sin cuerpo y pinturas y paisajes que llaman al placer, canciones y sinfonías que despiertan lo que hay dentro, y que te hacen vibrar, como vibra el arte, y se recuerda la presencia de los cuerpos donde moraba el amor; la cautiva está añorando esta presencia, esta fuerza sin fuerza que es, también, cuerpo sin cuerpo, duración y permanencia, frente a las cosas fugitivas que pasan, ímpetu de la roca: pero sin granito; fuerza que llena y que arrastra y resucita y que toca, pero sin tocar; como una presencia que no estuviera presente. Míralo, cautiva, te está mirando a los ojos, está llamando a tu puerta, es el camaquén.
6.
Manco Cápac. Cápac: poderoso señor. Cuna: el plural de las cosas. La Cápac Cuna es la genealogía de los incas desde Manco Cápac hasta Atahualpa. El lago Titicaca fue la gran pacarina, la gran fuente del origen, la reserva anímica del mundo, el almacén del espíritu donde se conserva, esperando a que nazcan las cosas (como la pólvora en un polvorín), el camaquén: la sustancia viva del mundo, la misma que pone la diferencia entre un hombre y un cadáver. Huiracocha creó al ser humano haciéndolo de piedra igual que el dios bíblico lo hiciera de barro; y en vez de soplar para darle aliento lo animó poniéndole un nombre y llamándola. Del lago Titicaca sacó a Manco Cápac y Mama Ocllo.
Camaquén. Vida. Cámac. Pachacámac: dios vivo y animador del universo. Fuerza de la tierra que tiembla en los terremotos, dios de la costa, dios que se estremece, dios que cuando está ebrio se pone a bailar cavando grietas y derribando montes. Pacha: la tierra, el tiempo, el espacio, pacha finalmente viene a ser el mundo. En él emerge la piedra: rumi, que es una palabra hermanada con ruru que quiere decir semilla; la humanidad se hizo de piedra. La piedra se anima cuando la penetra el camaquén, y tiene la fuerza de un dios, de un espíritu, de un animal; la piedra puede ser un dios, o la morada de un espíritu, o un animal humano saliendo de una cueva; y los dioses, los espíritus, las mujeres y los hombres, las plantas y los animales también pueden petrificarse; se quedan atrapados para siempre en su solidez indestructible.
Túpac Yupanqui está comiendo ricas viandas. En todas ellas está presente el ají, esa especie de pimiento que tiene mil formas y sabores y que pica, a veces como un demonio: ají amarillo, ají panca, ají, rocoto… Grandes manjares había en la mesa del inca. Los orejones la adornaban y los sirvientes traían nuevas comidas y el viento soplaba y los tambores rugían con un temblor siniestro. La hermosa cautiva lloraba. Estaba condenada a muerte pero ahora lloraba por sus hermanos: a todos les habían arrancado la piel, los habían cosido formando globos y el pellejo de los brazos caía, inerme, atado a baquetas mortuorias; y cuando el viento soplaba movía los brazos y las baquetas chocaban contra el vientre y los tambores lejanos cantaban por el llano la terrorífica majestad del inca.
He aquí el llanto de la cautiva. He aquí su pecho, ornado con un collar de huairuros, temblar con el estruendo de los tambores que era su pueblo masacrado y desnudo. Hacía un día frío. Las hojas volaban por los aires y el viento, sacudiendo con un ruido hueco las hileras interminables de indios, recordaba a la cautiva que la tragedia se había desplomado sobre su pueblo.
Era conducida al suplicio. El inca, ajeno a la pena, se solazaba en el repique de los tambores. Una montaña retumbaba en el Cuzco. Allí estaba el Coricancha, el palacio del inca, las paredes del harén, Túpac Yupanqui; allí la majestad de las cosas vanas, el estruendo de las pieles rotas, el cantar de los pellejos, las poblaciones vencidas por el inca, la abrupta majestad que se asienta sobre la muerte.
Avanzaba y mientras tanto pensaba en el Ucu Pacha. En las cavernas de la tierra sembradas de piedra, en el agua filtrada por los resquicios, en los rincones rotos, las pacarinas. Los cuerpos de los difuntos flotaban en ese suelo: sombras de vida que un día fueron, alumbradas por el Sol, reservas de energía; huella de voluntades que se impusieron allá arriba, y abajo están reducidas a fuerza sin energía que avanza sin poder andar, como los viejos; ecos de amor que un día amaron, y ahora son sensibilidades flojas, y sueños y éxtasis y trampolines disminuidos, que vagan como sombras pálidas de lo que un día fueron, y ahora no pueden ser, por mucho que quieran; y son poco para lo que podían ser, aunque no es verdad que tampoco sean nada.
La cautiva buscaba allí a su amado. Lo buscaba entre las sombras. Quería rememorar las músicas de antaño, evocar las pinturas hermosas, raptarse a sí misma y desaparecer, cautiva del arte (pero no de la fuerza bruta, no de Túpac Yupanqui), y en ese rapto encontrar el temblor del aliento ebrio que nos lleva a perder la noción de las cosas y sentirse como los dioses; y volar en escalofríos de vino que provoca la pérdida de noción que da el arrebato: cautiva del arte, y no cautiva del inca; ella traería a la realidad la música que podría encantar a su enamorado en las cuevas del Ucu Pacha, filtrarse en su cuerpo, llenarlo de vida y llevarlo al camaquén: como dicen que Orfeo les nublaba la razón a los dioses con su música, ella también quería ser el Orfeo de su amado; y despertarlo; y volver a la vida para llenarla de amor y ser, entre los Andes, la llama refulgente que de lejos marca el camino de los enamorados. Un canto al amor, eso era ella. Y en las paredes del Ucu Pacha, llenas de estalactitas, supurar gota a gota la inmensa majestad de los corazones que no se agotan nunca porque son corazones que aman.
El sonido del pututu la sacó de su sueño. Ya ardía una hoguera ahí abajo y ella tenía las manos atadas. La ataron de los pies y la arrojaron boca abajo, a respirar el aliento del fuego que se mete por la nariz y en la boca se quema y quema por donde pasa. La joven cautiva estaba respirando el polvo de montones de ajíes que llevaban las llamas convertidas en humo que picaba: ají amarillo, ají panca, rocoto; y muchos ajíes peores que se meten en los pulmones y los tapan hasta explotar, bloqueando la laringe, bloqueando los bronquios, petrificando el respirar y poniendo en el rostro de la cautiva los colores rojos de los pechos tapados, de los labios ardientes, de las gargantas ahogadas. Ése era el castigo que les daban a las vírgenes del Sol, que habían perdido la virginidad, en el templo donde sólo las vírgenes pueden vivir si el inca lo manda. Lo último que vio la cautiva fue el rostro fantasmal de su amado que venía a consolarla en la agonía de sus convulsiones. Y antes había visto, en su sueño de humo, los huairuros del collar que bailaban, golpeándola en los labios con el vaivén de los ahorcados.
7.
Hay en Huancayo una hilera de cerros que dibujan el perfil de las montañas. Como si la Cápac Cuna quisiera recortarse en el cielo, en las noches estrelladas, el cielo es una borrachera de luces y la luna parece que se quiere caer, arrojándose con su luz sobre la tierra. No las borra en las noches fértiles el mágico crepitar de la lluvia. El amor se vino a quedar entre estas piedras y hoy la majestad de los incas ha desaparecido y ya nadie la recuerda; sólo se recuerda que fueron crueles. La piedra se viste de sol, se viste de luna, la piedra borracha de amar se viste como la lluvia: lluvia de estrellas que se desparrama sobre el firmamento. Los hombres andan por esos caminos de dios, sobre los runas, y ya su sueño estoico ha vencido al orgullo de los incas. Y ahora el amor, que se hizo carne en una roca, es un cerro con forma de mujer y aún podemos ver su garganta adornada con el collar que pudo encandilar al inca; su magnífico collar de huairuros. Es una hermosa roca que recuerda que el amor vivió mientras todas las cosas morían; y se extiende sobre la majestad de la puna. Tiene forma de india y en su rostro está la voz de quienes supieron amar, los corazones libres. En las noches de luna se derrama su esplendor y los indios la llaman Palla Huarcuna.
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