UN PASEO POR LA ACADEMIA DE
ARTILLERÍA
El coronel los miró desde el fondo
de sus gafas.
-Tienen ustedes un sobre cerrado
encima de la mesa. Cuando lo abran encontrarán un enigma, deben encontrar la
clave y descifrar su significado; para hacerlo deben utilizar la bibliografía
necesaria, es un ejercicio de inteligencia pero no se alboroten: no es más que
un juego; un juego del que, sin embargo, dependerá la nota que saquen para este
trimestre. No es un ejercicio de matemáticas pero tendrá números. Ustedes deben
juzgar: ¿literatura, historia, geografía, química, arte? Deben aprender a
descubrirlo ¿Física, quizá?
El coronel guardó silencio durante
unos instantes. Un rayo de luz artificial se reflejaba en sus botones.
-El primero que dé con ello portará
el estandarte de la Fuencisla. Adelante, caballeros: podrán buscar en la
biblioteca, en el museo de ciencias, en la sala de armas; tienen toda la
mañana.
Y se marchó. Los cadetes tomaron
asiento y abrieron el sobre. Yo me sentaba en uno de los pupitres y cuando abrí
el mío extraje un papel blanco que crepitó al desdoblarlo. Sólo dos líneas
había. La primera contenía cuatro palabras:
Alfonso, Tomás, Luis, Juan.
La segunda, una frase enigmática:
Te empuja pero tú no lo puedes
tocar.
Dejé el papel en la mesa. Sobre mi
mente había caído el vacío; y era como un hueco sin bordes, un espacio dentro
del espacio que me barría las ideas como barre la escoba el polvo que cubre el
suelo sin que nadie se dé cuenta de cómo ha llegado. Y en esa sima sin paredes,
puesto que no tenía materia, solo hueco en el hueco que contiene las cosas y la
tierra y el polvo sideral y todos los astros, mi cabeza naufragó. ¿Dónde tenía
que mirar? ¿Por dónde empezar? No hay un hilo del que pueda tirar en el
laberinto de Ariadna. Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo, pero yo no
sabía dónde apoyarme.
Mi mente, sin saber cómo, se llenó de
cadetes desfilando en formación. Traje caqui, gorra de plato, cordón colgando
del pecho, fusil al hombro, guantes blancos, indumentaria de gala. En fila de a
cuatro avanzaban por la academia vigilados por la lista de los nombres ilustres,
colgados en la pared, y sobre sus cabezas un noble techo de artesonado. La
puerta miraba al fondo con los ojos llenos de luz, partida por los listones de
madera, coronada por un arco romano partido también por cuatro rayos: y por el
suelo desparramaba su luz el sol en bandas paralelas, como cintas y fajines del
cielo, con una autoridad que apremiaba a los soldados persiguiéndolos.
Abrí los ojos. Escuché la voz
silenciosa de mi mente que me hablaba sin palabras. Simplicidad. El espíritu de
Occam que cortaba la complicación con una navaja. Sencillez. Caballeros, no hay
que alborotarse Volví sobre el papel, miré sus nombres y me dije: Alfonso y
Tomás y Luis y Juan tal vez son nombres de soldados. Haré memoria e intentaré
recordar, y cuando dé con ellos buscaré dónde los han destinado: quizá eso me
dé alguna pista sobre los lugares en los que tengo que buscar. En cuanto a los
libros que nos han dado, misma consideración: no hay que complicarse. Tenemos
una mañana y en tan poco tiempo no nos da para explorar sesudos tratados de
química, balística, física y matemáticas, no nos pueden haber dado tan poco
tiempo para buscar tanto. Pensemos con simplicidad: ¿cuál es el libro más
sencillo de todos?
Mi mente calló. Mi mente, en lugar
de hablarme, ahora buscaba en mis anaqueles interiores. Fue como un coro donde
alguien desafinaba. ¡Que se callen los barítonos! No se apagaba la voz
disonante. ¡Los tenores! Seguía desafinando. Mandó callar a los bajos,
contraltos y sopranos. Al final quedó sólo una voz que desafinaba: ¡eres tú!
Pero en un coro que ha callado, la voz que desafinaba no desafina ya;
necesitamos todas las voces para identificar, por contraste, al elemento discordante.
Es igual. Con mi mente hice lo mismo
y los fui apartando en mis anaqueles imaginarios. ¿Cuál es el más sencillo de
todos? Aparté primero al que no lo era, el libro más voluminoso de las matemáticas.
Luego aparté los de química y pensé en la Casa de la Química, que se extendía
como una columna vertebral junto al alcázar; y pensé en Louis Proust, que allí
había estado mientras hablaba con Lavoisier, en el vestíbulo de Dalton; se me
vino a la mente el laboratorio de mixtos, que situaba junto a la plaza de
toros, derruido ya para siempre y desmantelado en sus tejados el primer
pararrayos que se construyó en España: de su esqueleto sólo quedaba la puerta,
una puerta que no daba acceso a nada puesto que no tenía paredes: como ese
agujero que se había abierto en mi mente como un espacio dentro del espacio; y
yo, que había estado en los Andes, se me antojó que era la puerta de
Tiahuanaco; y pensé en la pólvora, en los mixtos, en la fabricación de
explosivos a partir de la mezcla de sustancias inflamables; luego pensé,
también, en los fuegos de artificio que allí se hacían; salitre, carbón,
azufre, pólvora sin humo, piroxilina, fulmicotón, nitrocelulosa; mis ojos se
llenaron de cuerdas, engrudos, papeles y colas: los descarté; y se llenaron
también de carnavales siniestros procedentes de la antigua fábrica de máscaras;
eran máscaras antigás.
Los descarté. Descarté a Proust, a
Morla, a Pilatre, los descarté a todos. Me olvidé de la medicina, de la
cirugía, la farmacia y la metalurgia que tenía sus pies puestos en la química,
subiendo por las escaleras que conducían a las otras ciencias. Me olvidé de las
proporciones definidas. Sólo me quedó la imagen del viejo laboratorio después
del incendio; calderos, pesas, alambiques, retortas, matraces y cosas que olían
a viejo. No, no iba por allí; no iba por allí el enigma, la historia era
sencilla pero aquello era demasiado complicado. La ciencia.
Apartaba de mis ojos los viejos
armatostes, los gruesos volúmenes. ¿Cuál era el libro más sencillo que tenía?
Un relámpago me deslumbró la mente mostrándome, sin mostrar, hasta las
telarañas; mis estanterías imaginarias estaban sin formas puesto que la luz,
cuando deslumbra, quita las formas y nos muestra los objetos disolviéndolos en
sus perfiles. Y en aquella sombra luminosa fueron apareciendo contornos que se
encendían cuando la luz se apagaba, y entonces pude leer: “Juan Luis García
Hourcade”. Miré en el agujero que se hundía dentro del agujero y busqué el
nombre de Juan Luis; y en un flechazo saltó mi instinto devolviéndome aquellos
paseos por Segovia; paseos por la historia de la ciencia. Una voluptuosidad
intelectual me recorrió el pecho, brotándome del vientre, hasta llegar al
cerebro.
Abrí mi cartera. Busqué entre mis
papeles: allí lo tenía. Extraje un libro de bolsillo, delgado y menudo, y
contemplé el título; y contemplé el nombre del otro autor que se mostraba al
lado del de Juan Luis: Juan Manuel Moreno Yuste; sí, era ése. Lo abrí y lo
primero que me saltó a los ojos fue el alcázar. El alcázar antes del incendio. El
libro de Newton. Y en él una velada alusión al rey de Castilla. Alfonso X. El
rey sabio, más que sabio, científico, observador del cielo más allá de las
apariencias y de los libros más allá de los idiomas que no se entienden:
traduciendo (que es observar entre las líneas) y calculando (que es observar
entre los cielos).
Releí las pocas páginas que había
sobre él. Los Libros del Saber Astronómico. Donde los cielos aparecían vestidos
de epiciclos, deferentes, ecuantes y excéntricas; ropajes imaginarios que
habían sido diseñados por Ptolomeo para cubrir la desnudez de las apariencias.
Las Tablas Alfonsinas. Catálogo astronómico de posiciones y efemérides,
enumerando las estrellas y nombrándolas con sus coordenadas. Y entre tantos
ropajes, una cita del rey Alfonso. Tan sólo una línea, cortante y lapidaria:
que “de haber él asistido a la creación del mundo, algunas cosas las habría
hechos diferentes”. Pero no era un reproche que le hacía a dios, sino a los
astrónomos: el mundo no podía ser tan complicado como ellos lo presentaban.
¡Simplicidad! El cielo, en el fondo, era algo muy simple y no podía tener
tantas esferas, arrastres, sentidos, velocidades, excentricidades y retorcimientos. El mundo
debía ser muy simple. Newton, que lo citaba por mano de su discípulo, era,
cuando lo citaba, la mano de dios.
Simplicidad. Ése era el primer
misterio y yo acababa de desvelarlo. Y cuando me regodeaba reparé, súbitamente,
que el depositario de la palabra tenía el nombre del primero de los nombres de
la lista que me habían dado: Alfonso, Tomás, Luis y Juan. ¡Ya está! Un fogonazo
me cegó la mente y recorrió, a la velocidad del rayo, todas las cosas
relacionadas que dormían en los rincones de mi cerebro. Repasé, con curiosidad,
las palabras del enigma que tenía que desentrañar.
Tumba a los que toca y no se le
puede tocar.
El humo. Pensé en el viejo acertijo
con el que jugábamos de niños: “alto, alto como un pino y pesa menos que un
comino”. ¿Qué es lo que te toca sin que tú lo puedas tocar? Tiene que ser algo
que no tenga cuerpo: el humo; una sustancia proteica, materia sin forma, cuerpo
invisible, presencia sin peso: reflexioné; algo que pesa menos que el aire, fondo
dentro del fondo, agujero que se pierde dentro del agujero; lo pensé un poco,
el vacío; el hidrógeno: ¡el helio! ¡El
helio, dios mío, tiene que ser el helio! ¿Y por qué? No lo sé. Algo debe haber
en ese libro que ha despertado en mí el fulgor de esa palabra; pero no sé por
qué.
Desentrañado el secreto del rey
Alfonso, tengo que centrarme en el segundo de esos nombres. Tomás. Eso era más
difícil. Tomás, podría pertenecer a la Edad Media, tendría nombre de santo,
Santo Tomás. La plaza de Santo Tomás se yergue junto al jardín botánico.
Dejémonos guiar por esa luz, que guía al estudioso como un faro que conduce a
los barcos: simplicidad. Estoy en la academia de artillería; más lejos está la
plaza de Santo Tomás; y en medio se encuentra el jardín botánico. Tiene que ser
un indicio, ¿cuál fue el primer jardín botánico que se construyó en España?
Tiene que haber algún nexo entre estas cosas, tiene que tratarse de una señal.
Tomás. Seguí hojeando el libro que
tenía cuidadosamente anotado y me acordé de que Andrés Laguna debió impulsar,
allá por los tiempos del rey Felipe, la construcción de un jardín botánico.
Pero no: la primera vez que encontré el nombre de Tomás en ese libro no tenía
nada que ver con Andrés Laguna. Era Tomás de Morla. Página 45. Nombre
relacionado con la electricidad.
Pensé que el mundo estaba lleno de
señales que teníamos que aprender a leer, pero también había pistas falsas.
Pensé también que mi mesa empezaba a llenarse de papeles, y no hay nada tan
contrario a la investigación como el desorden; en el desorden todo parece
complicado pero todo se vuelve sencillo en el orden: aparté aquel periódico que
me había llevado por si tenía que tocar cañones con grasa y cosas sucias con la
mano; y al levantarlo vi una noticia que aparecía con letras grandes: “Doble crimen
en Segovia”. Me acordé de aquel suceso, hacía ya tiempo, y la curiosidad me
empujó a leer: “los cadáveres de dos hombres cuya identidad responde a la siglas
J.L. y T.A. fueron hallados ayer en la orilla del Eresma”. Se me suspendió la
vista en el espacio, señal de que mi mente estaba en blanco: ausente, soñadora;
el espacio se enturbió como si tuviera grumos; pero, en un destello de
conciencia, me obligué a volver a la realidad porque no podía perder el tiempo.
Aparté de mí aquel periódico y lo puse en una pila de periódicos que había en
el suelo, desventrados, amarillentos, deshojados y arrugados; algunos tenían
restos de grasa.
Tomás. Un hombre que se llama Tomás,
pero no era Santo Tomás. Su patrona era Santa Bárbara, Santa Bárbara fue famosa
porque el día que la martirizaban a su padre lo fulminó un rayo; por eso es la
patrona de los artilleros.
-Y de los mineros.
César me corrigió recordándome que
en Asturias, en Riotinto, en Puertollano, también veneraban a Santa Bárbara. En
la mina. Los picadores. Los barreneros. ¡Cómo me asustaban las explosiones de
grisú! Cuando sonaba la sirena y no era la hora de salir del trabajo, el pueblo
se llenaba de un temor supersticioso. Nadie sabía nada pero, yo no sabía cómo,
del interior de la tierra salía un rumor que se extendía por el aire, como la
pólvora seca, y llenaba todas las bocas de noticias falsas. Y entre aquellos
bulos algunas llevaban también las verdades.
Santa Bárbara. La santabárbara. La
santabárbara era el depósito de municiones, el polvorín donde latían
silenciosamente los aleteos de la muerte. Pero la muerte custodiaba a la vida.
Porque la santabárbara era también la despensa, situada, junto a la pólvora, en
el lugar más seguro del castillo: la santabárbara.
Volví a mi libro y no tardé en
descubrir que los artilleros llamaban minas a las galerías subterráneas que se
excavaban siempre en las plazas a las que el enemigo atacaba. Cerca de la plaza
de toros (seguí leyendo, y para eso retrocedí una página) estuvo el laboratorio
de mixtos. Los mixtos eran mezclas de sustancias inflamables que servían para
fabricar explosivos. Me tuve que interrumpir porque quería quitar un par de
folios que me estorbaban y tuve que limpiar mi pupitre. Abrí mi cartera, que
estaba en el suelo, y guardé el papel donde el coronel había consignado los
términos del ejercicio: Alfonso, Tomás, Luis, Juan; y tumba a los que toca pero
tú no lo puedes tocar. La cartera estaba llena de libros apretados y me costó
mucho, entre ellos, encajar la hoja, de modo que la dejé sobresaliendo un poco.
Al ir a cerrar me vi reflejado en el espejo; era un espejo que había pegado yo
en el interior de la solapa de mi cartera, justo antes de donde estaba la
hebilla del cierre; lo tenía para mirarme los dientes los días en que tomaba
algunos piñones y no me gustaba que me quedaran restos en las encías; con un
palillo me los aseaba, en espera de lavármelos en cuanto pudiera, y para eso
necesitaba aquel espejo.
Tomás de Morla. Lo descubrí hojeando
las páginas del libro. Autor de un tratado de artillería. Por aquel entonces
los alumnos cadetes tenían que copiar al dictado los pesados tratados de
matemáticas y hacía falta que alguien escribiese uno; lo mismo pasaba con los
tratados de artillería. Tomás de Morla. Que no era Santo Tomás. Como el siglo
XIII tampoco era el siglo XVIII, aunque ambos compartían un instinto común: el
amor por el saber, el deseo de ilustrarse, el culto a la razón. Benjamín
Franklin sufrió la triste experiencia de ver a un amigo suyo partido por el
rayo e inventó el pararrayos; Tomás de Morla, quizá empujado por un temor
supersticioso, puso en la casa de mixtos el primer pararrayos de España; cerca
de la plaza de toros; y hoy, que sigue estando la plaza, no está la casa de
mixtos, que antes sí estaba; de la casa sólo queda la puerta, que no conduce a
nada aunque bien pudiera, con auxilio de la imaginación, viajar por ella dentro
del tiempo, no del espacio, y volver atrás para ver a don Tomás contemplar el
largo filamento de hierro buscando las nubes, en noches de tormenta, cuando sus
panzas son oscuras y Zeus se esconde entre ellas agitando la égida y lanzando
el rayo.
Fue el 19 de septiembre de 1783.
Como una pasión premonitoria, protegiendo a los edificios del incendio, como si
quisiera que no ardiera nunca la academia de artillería, que estaba sita
entonces en el recinto del alcázar. La electricidad era entonces una fuerza
misteriosa. Un temor supersticioso se amparaba de los espíritus como le pasó a
Frankestein, que le dio vida a un rostro exponiendo a la pasión del rayo
aquellos remiendos de cementerio cosidos como cadáveres. La electricidad, que
trae muerte, también traía vida. El mismo rayo que se la arrebató al amigo de
Franklin pudo insuflársela al engendro del doctor Frankestein; como si la
fuerza del rayo matara a los vivos y resucitara a los muertos; por eso, quizá,
se pensó en ella para curar a los enfermos; en el Real colegio de Artillería de
la ciudad de Segovia, sita en el convento de San Francisco, un inquieto Alcalá
Galiano utilizó una máquina electrostática para producir descargas en los
cuerpos, en lo que pretendía ser un uso médico de la electricidad; que se daba
a ciegas, porque nadie conocía los fundamentos teóricos de tan atrevida
práctica.
El caso es que la segunda palabra
del enigma, que nos proponía a sangre y fuego nuestro severo coronel, era
Tomás, y yo creía haber descubierto por qué. Era Tomás de Morla: sólo había que
leer el libro de los paseos por la ciencia y verlos aparecer en orden sucesivo;
en sus primeras páginas estaba el rey Alfonso, luego vino Tomás de Morla;
seguramente en las siguientes aparecería un tal Luis: ésa era mi hipótesis; así
tenía que ser; y yo tenía que comprobarlo.
De momento me quedaba con el
pararrayos, que se tragaba la luz: la
luz del cielo, la que se escondía en la oscuridad, durmiendo en el vientre de
las nubes, no la luz del sol, que se nos ofrece a pecho descubierto; la
electricidad era la luz que se levantaba sobre la oscuridad como el siglo de
las luces se levanta contra el oscurantismo; la razón luchando contra la
superstición, la ilustración contra la ignorancia, la derrota de la Edad Media…
¡Sí! ¿Cómo no se me había ocurrido?
¡El siglo XVIII! ¡El de Benjamín Franklin, el de Alcalá Galiano, el de Tomás de
Morla! El Siglo de las Luces, ¿cómo no había pensado en ello? Por aquellos
tiempos se creó a sociedad Económica Segoviana de Amigos del País; se fomentaba
la agricultura, la industria, la enseñanza y la beneficencia; el Real colegio
estudió las enfermedades del trigo, se hizo un discurso físico-anatómico
destinado a los agricultores, se construyó el jardín botánico junto a la
iglesia de Santo Tomás, junto a la iglesia de San Juan se hizo un centro de
experimentación agronómica, se tradujo el libro de los socorros que había que
dar a los enfermos pobres en una ciudad populosa, un libro que nos venía de
Francia… Era el siglo de las luces y yo sentía que estaba resolviendo el
enigma, algo me decía que aquel libro era la clave y que, siguiendo
ordenadamente sus páginas, encontraría los dos nombres que me faltaban, que
eran Luis y Juan.
Pero habían pasado dos horas. El
tiempo no se acababa aún, aunque corría demasiado rápido y yo, pobre mente
romántica y soñadora, no debía dejarme llevar por mis ensueños; era preciso que
la imaginación no se desbordase como se desborda un río; la fantasía, que
arrastraba a la razón al país de las hipótesis escondidas entre la mística,
debía dejarse arrastrar por la razón en el país de las pruebas, cuyo placer
está en controlar y no en ser controlado y dejarse llevar. Me quedaban todavía
un par de horas. De momento había descubierto dos cosas, o eso creía; una era
la sencillez, de la mano del rey Alfonso; y otra las luces de la razón, de la
mano de Tomás de Morla. Nada sucede en la naturaleza sin que haya una razón que
lo explique; y entre todas las razones que explican un suceso, la verdad se
encuentra con frecuencia en la más sencilla; no siempre, pero en la inmensa
mayoría de los casos es así como la tenemos que buscar. Sencillez. Lógica.
Ningún control es tan desgraciado como el que ejerce la fuerza, la única fuerza
invencible es la que tenemos en la razón.
Abrí mi cartera dispuesto a coger un
bolígrafo de tinta roja. Entonces la solapa de mi cartera arrojó a mis ojos, a
través de su espejo, unas palabras desconcertantes:
nauJ, sinL, samoT, onsoflA
Y, cosa curiosa, aquellas palabras
tenían las mayúsculas al revés: puestas al final y no al principio; J, L, T, A.
Ya se disparaba mi fantasía cuando la observación la sujetó a la lógica de la
experiencia, que es la lógica de lo cotidiano; la costumbre de pensar que las
apariciones tenían siempre una razón de ser, que era el hábito de asociar
siempre los mismos fenómenos con las mismas causas. Vi que sobresalía, apretada
entre mis papeles, la hoja del coronel
por el borde en el que estaban escritas las palabras del examen:
Alfonso, Tomás, Luis, Juan.
El
espejo, rebotado en los fulgores de la hebilla, de manera caprichosa, las había
transformado: no eran, pues, palabras de encantamiento sino transformaciones de
simetría por efecto de las leyes estrictas de la óptica.
Y al contemplar de nuevo aquellas
palabras volví a la realidad y advertí que la que tenía que investigar ahora
era “Luis”. Como un flash apareció súbitamente a mi mente el medallón de la
academia, sobre una pared de piedra, con el retrato en bronce de Louis Proust.
Abrí la cartera y busqué mi libro de los paseos por Segovia. Busqué en la
página 45 la referencia a Tomás de Morla; también, según el criterio que estaba
siguiendo, a Louis Proust en las páginas siguientes. Sin éxito. Mientras
buscaba, mi mente, caprichosa, se iba a las proporciones de agua que había que
echarle al arroz: dos tazas y media de agua por cada taza de arroz; se lo había
visto hacer a mi madre muchas veces. ¿Que por qué me acordaba de eso? No tengo
ni idea. Se me ocurrió, extrañamente, una cosa curiosa: ¿por qué en lugar de
volúmenes no comparaba los pesos? ¿Por qué, en lugar de tazas, no pensaba en
gramos?
¡Ya está! Era porque pensaba en las
proporciones definidas, la ley de Proust. En la cocina, para que la comida esté
buena, deben echarse siempre los ingredientes en proporciones constantes,
aunque el cocinero admite variaciones, en ello estriba su creatividad: la
química no. Distraídamente volví a la página donde se hablaba de Tomás de Morla
y el pararrayos y advertí que, cuatro páginas más abajo, el capítulo siguiente
se abría sobre el instituto Mariano Quintanilla: yo, sin embargo, tenía que
buscar en el capítulo que hablaba de la Academia de Artillería, que estaba
antes, no después, del del laboratorio de mixtos donde aparecía Tomás de Morla:
tenía, entonces, que pasar las páginas al revés.
Así lo hice. Todavía tuve que
sortear una última dificultad, y era porque el capítulo anterior hablaba de la
segunda sede de la academia, que era el convento de San Francisco, adonde se
había trasladado después del incendio del alcázar. Retrocedí, pues, otro
capítulo más y sin ninguna dificultad, en la página 27, lo encontré; en las
páginas que hablaban del laboratorio de química, a la vera del alcázar; me
ayudaron las notas que escribo siempre en los libros, subrayándolos
profusamente, cuando son míos; así, en las siguientes lecturas no tengo que
fijarme en todo, sino sólo en los subrayados, y me ahorro mucho tiempo: allí
estaba Louis Proust; un jalón en la revolución de la alquimia que culminaría
con Lavoisier; si el siglo XVIII había combatido el oscurantismo de la Edad
Media con las luces propias de la razón natural, también la razón desembarazó a
la alquimia de los ropajes místicos y mágicos; y, despojándola de aquel traje,
la redujo a simple experimentación (sazonando la observación con el cálculo,
que era uno de los ayudantes de la razón).
Y… sí; la ley de las proporciones definidas
aparecía ya en los anales de química del Real Laboratorio de Segovia, en una de
sus formulaciones primeras. Pero lo más importante era… ¡Oh, dios, cómo no se
me había ocurrido antes! Lo más importante era que aquel texto estaba entre dos
fotos: una era del alcázar, otra del museo; del museo de la academia de
artillería; y tocando el techo, de reluciente artesonado de madera, aparecía…
¡un globo! En 1784 Proust había acompañado a Pilatre de Rozier, pionero de la
aerostación, en uno de sus paseos en globo: interesándose por su uso militar.
Pero yo, que tenía que darle un
sentido a la palabra “Luis” (que formaba parte del enigma), tenía que elegir
entre el globo y la ley de Proust. El tiempo pasaba mientras me debatía en este
dilema, miré al reloj y ya habían pasado tres horas. Miré embobado y mis ojos
flotaron en la nada, flotaron… ¿Cómo? Para flotar hay que pesar menos que el
aire. Entonces recordé el segundo término del misterio.
Tumba a los que toca y no se le
puede tocar.
Te empuja. Él te toca a ti, pero tú
no lo tocas. Pesa menos que tú y flota por encima de ti, pero cuando se
comprime te abofetea con fuerza como esas escopetas de aire comprimido que
disparan perdigones. Y hay un aire que pesa menos que el aire, un gas que pesa
menos que el nitrógeno y se eleva en él, el helio: sí; esa clave me decía que
lo que el coronel nos pedía sobre Proust no tenía que ver con la ley de las
proporciones, sino con el globo. Y ¿qué es el globo? Algo que se eleva sobre el
mundo, como la luz de la razón se eleva sobre las apariencias; nadie habría
dicho que los hombres pudieran flotar, porque pesan más que el aire, a menos
que viajaran en un globo lleno de un aire que pesa menos que el aire:
Arquímedes; también flotan en el mar los barcos de hierro, después de siglos de
pensar que tenían que ser de madera, creyendo que el secreto estaba en que
flotaran los materiales y no en que el fluido encerrado en ellos pesara menos
que el fluido en el que flotan: el aire para los barcos; el helio para los
globos.
Creía haber dado con ello. La razón
tiene que tomar altura, ser ambiciosa en sus aspiraciones, y, al mismo tiempo,
ver las cosas desde lejos. Simplicidad. Razón. Altura. La sencillez nos aparta
de los epiciclos, deferentes, excéntricas y ecuantes que lo revisten todo de
ropajes complicados, y son disfraces que no nos dejan ver la realidad; la razón
brota de la oscuridad y nos deja ver las realidades sencillas mediante los
ojos, que son los órganos de la apariencia (de la cercanía), y de la
imaginación y la lógica, que son los órganos de la profundidad, de lo lejano,
de la razón; la altura, por último, nos da la ambición necesaria para ver las
cosas en su conjunto, desde lejos, después de haber indagado en sus tripas con las
luces del pensamiento; así, las luces, que acercan lo lejano penetrando en ello
como penetran los ojos del águila, es el análisis; mientras que la síntesis es
el globo que nos aleja del detalle para ver el contexto, y coloca las cosas en
su justa realidad.
Simplicidad, análisis y síntesis,
ése era el secreto que escondían las tres primeras palabras: Alfonso, Tomás y
Luis. Ahora me quedaba la cuarta. Juan.
Veamos. En lo que va de mañana he
descubierto varias cosas. Hay que escuchar a la razón que encuentra placer en
controlar el país de las pruebas, y a la fantasía, que la arrastra para dejarse
llevar al país de las hipótesis; y ambas se despiertan en un mundo lleno de
señales que teníamos que aprender a leer, pero había que guardarse de las
falsas pistas; y leer era a un mismo tiempo traducir (observar entre líneas) y
calcular (observar en los cielos). Todo debe ser sencillo. En un doble
movimiento de análisis, cuando te acercas a las cosas, y síntesis, cuando te alejas
de ellas. Buscar señales y leerlas, traduciendo y calculando, sin dejar de
acercarte y alejarte continuamente, mientras viajas entre el país de las
hipótesis y el de las pruebas, sin complicarte la vida.
Había reflexionado sobre el globo. Me
levanté y fui al museo de la academia para verlo elevado sobre las mesas,
tocando techo; el techo del artesonado de madera que brillaba bajo la luz.
Había decidido ir al taller y, para no mancharme de grasa, cogí de nuevo el
papel del periódico, un poco arrugado, que había dejado en la pila; y busqué en
mi cartera un cuaderno y un bolígrafo; el espejo de la solapa me devolvió
palabras de encantamiento: nauJ, siuL, samoT, onsoflA; los junté con el
periódico y volví a ver a toda plana con letras grandes: “Doble crimen en
Segovia”; la curiosidad me hizo mirar en el cuerpo de la noticia: “los
cadáveres de dos hombres cuya identidad responde a las siglas J.L. y T.A. fueron
hallados ayer en la orilla del Eresma”; y como un flash, como un resplandor de
evidencia saltando bruscamente de la oscuridad de la ignorancia (iluminación
súbita), vi que las siglas J.L. y T.A. eran exactamente las mismas, y en el
mismo orden, que me había devuelto la solapa de mi cartera en el juego de los
espejos: la inversión de las palabras “Alfonso, Tomás, Luis y Juan” con las
mayúsculas puestas al final, por el capricho de los espejos.
“¡Qué casualidad!", me dije;
“las mismas siglas en el periódico que en el enigma que nos puso el coronel; y
qué casualidad que estuvieran precisamente en la hoja de periódico que había
cogido yo para limpiarme las manos de grasa, ahora que me disponía a ir al
taller”.
Entré en él. Había cañones de varios
tamaños, de varios calibres y de varias épocas. Cilindros largos puestos sobre
el suelo, y cortados lateralmente para que pudiéramos ver el grosor del metal.
En una esquina había también proyectiles levantados sobre su base, con la punta
mirando hacia arriba como si fueran ojivas de las catedrales; parecían balas
grandes y pequeñas, la mayor de todas próxima al tamaño de un hombre. Una
manivela servía para levantar un cañón antiaéreo. Me acordé de un chiste de
Gila, donde un artillero había metido su cabeza en el cilindro de un cañón y no
le podían sacar; “yo creo que si disparamos”, decía Gila, “a lo mejor sale”.
Tenía en la mano mi cuaderno, mi hoja blanca y mi papel de periódico; en el
bolsillo tenía el bolígrafo. Flotaba un olor a grasa en el taller, un olor
latente, pegajoso e invisible, y digo pegajoso porque parecía que se pegaba a
la nariz, aunque no tuviera cuerpo; como el aire que te toca aunque tú no lo
toques.
En la otra mano tenía mi libro; mi
cartilla, mi biblia, mi guía y mi manual; el que me había guiado, ordenando sus
páginas, de Alfonso a Luis pasando por Tomás; ahora tenía que encontrar el significado
de la palabra “Juan” que, de momento, se me escapaba. Pero no debía perder de
vista otras tres palabras: sencillez, razón, altura; las razones de peso son,
curiosamente, las que pesan menos; las explicaciones inamovibles suelen ser
razones ligeras, aligeradas de lastre por la sencillez como el globo suelta
lastre para elevarse en el cielo. Solo había que buscar.
Busqué. Y como de Tomás a Luis había
tenido que leer el libro al revés, ahora se me ocurrió que debía seguir pasando
sus páginas de atrás adelante: lo hice despacio, revisando mis apuntes, leyendo
con mucho cuidado. Estaba rodeado de cañones: tenía que llegar a una página que
hablara de ellos; y la encontré; en la página 16 se mostraba una cita de Antonio
Eximeno: “la práctica sin ciencia ha sido siempre el mayor obstáculo para el
progreso de las ciencias”. Antonio Eximeno vivió en 1764. Había sido profesor
de la academia justo en el momento en que la academia se instalaba en el
alcázar, y la cita corresponde a la lección inaugural de aquel mismo año.
Me acordé de que yo mismo había
llegado a la misma conclusión cuando topé con Alcalá Galiano; que había querido
darle un uso médico a la electricidad y se lo estaba dando a ciegas sin conocer
los fundamentos teóricos de aquellas prácticas que hacía con su máquina
electrostática. Las prácticas son atrevidas cuando no las apoyan las teorías y
entonces se complican; la teoría es el basamento sobre el que se apoyan las
columnas, y si la teoría es sencilla la práctica también lo será; pero no todo
lo sencillo sirve para acertar; para que la sencillez sea buena tiene que
apoyarse en una lectura correcta de los datos, y los datos mejor leídos son las
pistas mejor interpretadas: las que nos dan nuevas pistas que nuevamente habrá
que interpretar, y éstas darán otras a su vez, de forma que su pensamiento sea
fecundo. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, había dicho Gracián; pero esa
máxima no puede leerse al revés, que no todo lo breve es bueno sino sólo cuando
se leen acertadamente los signos.
Y seguí leyendo a Antonio Eximeno:
“el arte de la guerra debe sus progresos a las demostraciones de los
matemáticos, a las observaciones de los físicos y a las luces de los
filósofos”; las matemáticas les ponen lógica a las observaciones de los
físicos, los filósofos les ponen
fantasía necesaria para que las hipótesis vuelen alto: traducir, calcular y
crear; y aunque toda traducción es creación, traducimos poniendo más énfasis en
la lógica que en la analogía. Todo surge de la cita que el libro pone en la
página 16. Un paseo por la ciencia en la academia de artillería.
Y luego pensé: “vaya, parece que he
encontrado una coincidencia entre el taller que acabo de visitar y el libro que
estaba leyendo”. Y me dije después: “¿y por qué fuiste al taller?” Me quedé
absorto, pensando, y no tuve más remedio que reconocer: por casualidad; porque
podría haber ido a otro sitio de la academia y, al mirar en el libro,
seguramente también habría encontrado coincidencias. Pero el azar siempre es
búsqueda a ciegas, tiene que haber como un hilo de Ariadna, una cadena que
enlace, con eslabones, todas las observaciones que vamos haciendo; para no
perdernos en el laberinto.
De modo que aquel hallazgo era
interesante, pero tal vez no era útil. Tenía que retomar el hilo y poder
conectarlo con él, de lo contrario no me serviría para nada. Además, si ése
fuera el hilo conductor, el nombre que buscaba no habría sido Juan, sino
Antonio; y yo buscaba a Juan. Así que no me quedó más remedio que seguir
buscando. Pero ¿cómo? Y ¿dónde? ¿Y con qué?
Salí del taller y dejé los cañones
atrás; sin saber cómo, después de recorrer el hermoso patio central del
Renacimiento, llegué a la puerta de entrada. Un escudo abigarrado le quitaba
sencillez al edificio. Un cañón puesto de pie en actitud de firmes flanqueaba
la puerta, y al otro lado una bombarda. Pensé en los cañones antiguos que le
estallaban en la cara al artillero, por lo menos una de cada dos veces que
disparaba; se decía entonces que los pobres artilleros eran carne de cañón,
porque disparar un cañón era poco menos que suicidarse. Avancé. Mi mente no
paraba de pensar. Mi mente era el artillero del pensamiento y los primeros
pensamientos eran como bombardas que en lugar de disparar les salía el tiro por
la culata. Todas las hipótesis que lanzaba eran intentos fallidos y su destino
era perecer. Yo no sabía qué hacer. Estaba perdido. Pasaban de las cuatro horas
y el tiempo se acababa.
Juan. Antonio Eximeno. Me había Topado
con una pista falsa. Útil e interesante, sin duda, pero no para lo que estaba
buscando. San Juan. ¿San Juan? ¿Por qué? Era simple casualidad: el águila de
San Juan estaba en una de las banderas, allí, en la vitrina, junto a la bandera
de la república y la de la división azul. ¡El águila de San Juan! ¿Tendría eso
algo que ver con lo mío? Quizá el último nombre que tenía que descifrar no
estaba en el libro. ¿Quizá (pensé) estaba en la propia academia, y lo estaba
descubriendo por casualidad? La solución de los enigmas da muchas veces saltos
inesperados.
La boca del cañón estaba roja.
Escupía fuego, arrojaba balas. Trozos de piedra, bañados en pólvora, o metal
que reventaba en los cuerpos y destrozaba las carnes y los huesos y los
evisceraba. ¡Qué horror!, pensé por vez primera. ¡Qué masacre! Ciencia empleada
para matar, la técnica de la muerte, para atacar y para defenderte, la
artillería. Juan. San Juan. Fiestas de Segovia. Fuegos artificiales: ¡ya está!
El enigma que faltaba era la sorpresa; como en una batalla, el éxito se cifra
en la libertad de acción, el efecto sorpresa y ser el más fuerte en el punto
decisivo. Las luces de la razón te dan el control de tu búsqueda, y te mantienes
libre; pero a veces la realidad te sorprende con descubrimientos inesperados,
como cuando pones una red para cazar cangrejos y, contra todo pronóstico, cae
en ella un pajarillo que andaba casualmente por allí; Alexander Fleming
descubrió la penicilina por casualidad; la encontró por puro azar en unas
muestras que ya había tirado a la basura, ¿qué habría ocurrido si no se le
hubiera ocurrido tirarlas todas a la vez? Cuando el coronel leyó mi trabajo se
sorprendió mucho con esta última conclusión, una ocurrencia que a él no se le
había pasado por la cabeza al proponernos el enigma; pero él me sorprendió
también, cuando descubrí el enigma que se escondía detrás del otro enigma, como
una trampa escondida detrás de otra trampa.
Ésta fue mi conclusión: por San Juan
hay, en el pinarillo, un castillo de
fuegos artificiales; y el cielo se llena de luces y explosiones en los altos de
la Piedad: como una batalla sin muertos, como un bombardeo sin bombas, como
explosiones sin munición, la traca de artillería; y esto lo descubrí por
casualidad, me sorprendí a mí mismo atando cabos pero lo que es más curioso:
atando los cabos de mi investigación, perfectamente trabados unos con otros,
con un cabo suelto que me encontré
por el camino por pura casualidad; y que encajaba perfectamente con los otros
cabos que estaba atando. La sorpresa forma parte de la investigación.
En Alfonso X está la sencillez: la
navaja de Occam.
En Tomás de Morla encontré las luces
de la razón.
En Louis Proust, altura de miras,
pues la razón debe ser ambiciosa: las mejores aspiraciones son las más altas.
Y en San Juan encontré la sorpresa:
que nos guía a veces por el buen camino por casualidad.
Sencillez, ilustración, ambición y
sorpresa: tales eran los pilares de mi investigación; tal fue el sentido que les
di a los cuatro nombres que nos propuso el coronel, tal fue el significado de
estas cuatro apalabras. Y la cuarta trajo sorpresa con los fuegos artificiales:
que eran, como decía el enigma, fuerza que te toca pero tú no la puedes tocar,
aire que te tumba pero tú no lo tumbas, pólvora convertida en humo, fuego que
se esfuma, potencia sin cuerpo, pólvora: pólvora de los artilleros, que es humo
seco que pica en el aire.
-Caballeros, vuelvan a sus casas; ya
los iré llamando para consultar sus trabajos con ustedes. Como el juego de la
pelota de los antiguos mayas, sólo puede haber un ganador y ese ganador tendrá
el honor de escoltar a la virgen de la Fuencisla. Retírense. Deben descansar
porque la mañana ha sido dura y larga.
Me retiré. Aquella noche se llenó de
espanto mi corazón al contemplar aquellas llamas: ardía la catedral de Notre
Dame, el corazón de París estaba en llamas; no sé qué ideas se me vinieron a la
cabeza, desde la geopolítica hasta la nostalgia, porque, al tiempo que la
melancolía me apretaba las vísceras, el temor me mostraba en aquel incendio una
premonición, una presencia pavorosa, todo un símbolo: el fin de Europa en
vísperas de las elecciones europeas; el hundimiento de aquella catedral de
países que trabajosamente se habían levantado durante décadas; y ahora ardía incendiado
por la desconfianza, el orgullo, el temor… el nacionalismo.
Me dolía la cabeza. Cuando me acosté
pensé que en 1862 también se había incendiado el alcázar de Segovia. Se
quemaron miles de libros, montones de legajos importantes, montañas de cosas:
aquel incendio marcaba el fin de una época; el fin de la academia de
artillería, que ardía con el alcázar. Algunos libros se pudieron salvar entre
las pavesas. Después, cuando nuestros ojos dejaron de estar cegados por el
resplandor, se trasladaron al convento de San Francisco, en la calle Muerte y
Vida; se llevaron allí los restos del material científico del Real Colegio, se
levantó la nueva biblioteca y se instaló la nueva Academia de Artillería; a
partir de entonces todo fue distinto.
Me desperté. Cuando abrí los ojos
aún tenía resplandor en ellos; era, como dicen los del cine, un fundido en
blanco. El cielo estaba blanco, la tierra estaba blanca, mi cama estaba blanca,
no había frontera entre mi casa y la calle; era como las tormentas de nieve
donde se cubre todo de algodón y un coche no puede distinguir entre la
carretera y la cuneta.
El cielo se me cayó encima. El cielo
blanco se desplomó como una nube y, hecho niebla, se disipó entre los colores
de un fundido encadenado. Entre los jirones blancos aparecieron jirones negros.
Y aquella bruma oscura se convirtió en un pozo sin fondo lleno de azabache: por
él caían del firmamento miríadas de puntos de colores, miríadas de luces
brillantes, resplandores de estrellas; como un paraguas guiado por sus
varillas, una nube de estrellas caía desparramándose sobre la tierra y
disolviéndose sin estallar, esfumándose como bengalas; parecía la Piedad en una
noche de San Juan, pero sin explosiones, sin el olor a pólvora, sin la traca,
un silencio místico como el que reina en las iglesias. En un fundido de colores
vi, como una estrella más gruesa, espacio en el espacio, misterio en el
misterio, rey de reyes, vi al rey Alfonso: estaba sentado en su trono con su
armadura azul y su capa roja, y en las manos, una esfera armilar y una espada.
Sin saber por qué me vino a la mente el tiempo en que hice la mili yo también en
la academia. Por las noches me tocaba hacer la guardia. Y Juan, el recluta más
atrevido, o quién sabe, también el más sinvergüenza, se saltaba la tapia y se
iba de fiesta; volvía al amanecer y yo le dejaba ir a su dormitorio. “Déjame
pasar, Tiago”, me decía; y yo le dejaba.
El cielo del rey Alfonso era una
lluvia de estrellas. Caía, como fuegos artificiales, en forma de paraguas y no
tenían ecuantes ni esferas ni epiciclos ni deferentes. No era el cielo de los
astrónomos, era el cielo del rey Alfonso. El sabio. Que lo había hecho sencillo
a imagen y semejanza de dios. Sencillamente.
Y en medio del cielo cayó un cometa.
Surcó el espacio negro iluminado por las luces y vino a estrellarse en el
pararrayos del alcázar. Y aquella barra metálica se tragó la bola de fuego. La
mandó a un cable y el cable la envió hacia la tierra donde la enterró para
siempre; como los dioses primigenios. Un cometa, estrella entre estrellas, una
estrella errante, sin ley, sin órbita, sin orden ni concierto: como el pobre
Juan que se saltaba la valla sin que yo, que vigilaba como si fuera el rey
Alfonso, le pusiera trabas en mi firmamento. Porque vino el coronel Luzón y a
punto hubiera estado de ser llamado al orden si yo, actuando como fiel
pararrayos, no me lo hubiera tragado hasta hundirlo en el fondo de la tierra:
el coronel pasó, sin descubrir su fuga, como una bola de fuego que se pierde en
el horizonte sin estrellarse contra la tierra.
Saltaron chispas después sobre mi
cabeza. ¿Qué pasó? Que el globo en el que viajaba chocó contra el cielo. El
cielo de Mercurio, hecho de materia aérea, éter sutilísimo, una bola
cristalina: transparente porque, como un cristal, dejaba ver los astros que
giraban sobre ella sin que se vieran las otras esferas a las que estaban
enganchados. El cielo de Mercurio era de cristal, sí, pero estaba duro (no en
vano tenía la fuerza suficiente para sujetar a su planeta); y ese cristal se
llenó de chispazos que cayeron, como las estrellas de Alfonso, llenando de
fuegos artificiales la superficie de la tierra. El globo en el que viajaba Juan
tentó y tentó a la suerte una noche tras otra, escapándose del cuartel y
aprovechándose de mí, hasta que chocó con el cielo y tocó techo; su techo era
el coronel, que corrió soltando chispas cuando lo vio saltarse la pared; y a mí
me mandó al calabozo por creerme dormido mientras Juan se escapaba; suerte para
mí porque, si hubiera sabido que yo hacía la vista gorda, hoy no estaría
estudiando en la Academia.
Aprendí que, cuando uno ambiciona cosas,
debe fijar la altura de sus aspiraciones y ascender en sus posibilidades sólo
hasta que toca techo; de lo contrario sería semejante a un globo que sale de la
atmósfera, abandonando el mundo de los meteoros para llegar al de los astros y
chocar con el cielo; las chispas prenden el globo, que estalla en mil pedazos,
precipitándose como Ícaro sobre la superficie dura del suelo.
Arde Troya. Luego vino la expulsión
del ejército. Ardieron todas sus ilusiones cuando se quemaron sus naves, como
Cortés, que fue carne de cañón y escapó al destino embarcándose para América;
Juan, sin embargo, no había podido labrarse un destino en la Academia; lo
impidió el coronel Luzón, que lo pilló saltando paredes en lugar de saltar las
barreras de la ciencia.
Un cielo blanco volviéndose negro.
Millones de estrellas cayendo como un paraguas de fuegos artificiales. Una bola
de fuego tragada por la tierra. Y una explosión del globo que, queriéndose
escapar, chocaba con el cielo: la libertad tiene sus límites. La noche de San
Juan era un paraguas de luces. Como una representación teórica del cielo,
estrellas reflejadas en un espejo, realidad virtual: como los cañones que,
marchándose de Baterías, hacían sus prácticas de tiro en simulaciones por
ordenador; todavía decían los viejos que en el tiempo en que se oían sus
disparos en Revenga, había caído algún obús en Matabueyes, cerca de los pinares
de Valsaín. Habladurías de la gente… Vete a saber.
Cerré mis ojos. La torre del alcázar
se levantaba, altiva y orgullosa, cercada por murallas desdentadas, con
ventanas que parecían ojos incandescentes lanzando su ceguera en un fundido en
blanco: sobre el jardín de los antiguos torneos, despojado ya del palenque,
rodeado de árboles y follaje y poblado quizá por algún pavo real. Las llamas
volaban en diagonal ascendiendo hacia el cielo y proyectaban un humo denso que
asfixiaba el aire, mientras los sillares se ennegrecían mordidos por sus
dientes, lamidos por sus lenguas de fuego. Siglos de historia ardían con las
almenas del alcázar. Los ojos de la torre oscura parecían el mirar de los
fantasmas, semejante a los ojos de un gato negro que brillaran en la noche: no
había nubes, el cielo había desaparecido, todo era un humo oscuro que lo tapaba
todo como la nube del meteorito, que impactaba en el Yucatán, junto a la tierra
de los mayas; con él desapareció la vida y apareció una vida nueva; con el
incendio del alcázar, también, llegaba el fin de una época. Me desperté
desvariando.
Mis ojos estaban en llamas con las ventanas
de los muros atrapados por el fuego, inyectándoles fuego a las pupilas de los
ojos ciegos; y eran fantasmas arrojados de la realidad, espíritus terribles.
Así me veía yo, desdoblándome en un yo que veía y otro yo al que miraba. Entonces
la verdad me deslumbró. O eso creía. Me pilló por sorpresa. Se juntaron en mi
mente, como si fuera sólo uno, dos nombres propios: Juan y Luzón; y mi mente,
que guardaba el recuerdo del periódico, lanzó sobre mi conciencia las letras
J.L.; que eran las iniciales de uno de los dos asesinados que aparecieron en
Segovia; y el otro asesinado, que se llamaba T.A., coincidía, qué casualidad,
con las iniciales de Tiago (que era mi nombre) y Alba (que era un recluta que
habíamos tenido en el regimiento); pero Tiago, al igual que Yago, es una
variante de Santiago, y ahora sí que me acuerdo de Santiago Alba, otro recluta
que se escapaba por las noches con Juan; por eso mi inconsciente,
sorprendiéndome de nuevo, me había traído a la conciencia el apellido Alba; de
manera automática, sin saber por qué. Juan se llamaba Luján y eso molestaba al
coronel, que sentía que su apellido se parecía al suyo y eso lo deshonraba; por
eso le cogió rabia y lo persiguió siempre que podía. De modo que, qué
casualidad, las víctimas del doble crimen de Segovia bien pudieran ser Juan
Luján y Santiago Alba, dos reclutas que hacían la mili conmigo; después me fui
de Segovia y volví años más tarde, esta vez como cadete; y como los quintos del
regimiento ya no eran los mismos, nadie hablaba ya de los que habían muerto en
aquel crimen; salvo el coronal Luzón, que había conocido aquella época, aunque
tampoco hablara de ello.
Y recordé también, de un compañero
que allí había estado, las esencias del juego de la pelota. Fue en un viaje al
Yucatán, a Costa Rica, a Méjico. Había aros de piedra por los que había que
pasar la pelota. Una antigua forma de baloncesto. Pero el mayor éxito del que
ganaba era, al mismo tiempo, su derrota, porque tenía que sacrificar su vida a
los dioses y su ganancia era renuncia: ganar la gloria, perder la vida.
Un destello diabólico debieron
lanzar mis ojos. Como un cañonazo que se disparaba sobre la realidad y ponía
orden, inteligencia y ambición en lo que se mostraba sin sentido. El artillero
de aquella bombarda era la Sencillez: su proyectil era la Razón; el ángulo de
tiro era la Altura y la precisión estaba lastrada por la Sorpresa: un toque de
azar en el objetivo, la necesaria dosis de imprevisión que se alojaba en las
previsiones.
Con aquel cañón yo había lanzado un
proyectil de grueso calibre. Y, sembrando razón en las intenciones aparentes,
también había abierto un segundo frente detrás de la batalla y había puesto
razón, de manera inesperada, en las intenciones ocultas. Había descubierto el
significado de los cuatro nombres que el coronel nos había mandado descifrar.
Pero también descifré los nombres de las dos víctimas del crimen del Eresma: su
orgullo nos había retado pensando que ninguno lo encontraríamos, en parte
porque ninguno conocíamos este segundo reto, ya que él no lo había formulado; y,
ya se sabe, sólo encontramos lo que buscamos y sólo buscamos lo que conocemos,
como decía emblemáticamente la policía francesa: sólo buscamos la respuesta que
desconocemos cuando hay una pregunta que conocemos, y es muy difícil encontrar
respuestas cuando no tenemos una pregunta a la que contestar.
Y también lo encontré, en parte, por
pura casualidad. Ésa era la sorpresa que él también se había llevado: como me la
llevé yo en el preciso instante en que lo descubría. Si no hubiera querido
evitar mancharme las manos de grasa no habría cogido aquel periódico; y la
fatalidad quiso que aquel periódico tuviera, en su primera página, la noticia
del crimen. Lo demás se desencadenó como un puro engranaje de relojería. He
visto en las calles de Segovia tocar el acordeón con un muñeco que tocaba otro
acordeón, sujeto con unas varillas al acordeón que tocaba la melodía; y los
movimientos del músico impulsaban, mecánicamente, los de la marioneta, que
imitaba los movimientos que él mismo estaba haciendo. Yo también tenía una
investigación sujeta a otra investigación por varillas invisibles; y al mismo
tiempo que desentrañaba la primera desentrañaba, también, la segunda. Ni yo
mismo me lo pude creer. Tampoco se lo creyó el coronel, cuya presencia sentía
allí, amenazadora, a mis espaldas.
Salté a un lado y pude ver que la
culata del fusil se estrellaba contra el suelo partiendo la baldosa. El recinto
estaba oscuro. El coronel me había hecho pasar a aquella habitación donde todas
las ventanas estaban cerradas y, cuando me había dicho que esperase un momento,
se apagó la luz. Un viento de desasosiego recorrió mi interior mientras
pensaba, en aquellos momentos inabarcables por el reloj, mientras duró la
espera. Y no sé cómo, de repente sentí que había mis espaldas una presencia
humana, con los dos brazos levantados sobre su cabeza sujetando por el cañón
una tercerola cuya culata iba a abatir sobre la mía. El golpe habría sido tan
fuerte que en aquel mismo instante me habría matado.
Sentí en la oscuridad que la figura
humana recuperaba el equilibrio. Una voz sentí, no más, que me decía:
-Nadie había podido desentrañar el
doble enigma; pero usted lo ha hecho.
-Su orgullo lo pierde, coronel.
-No. No es orgullo sino satisfacción
por el trabajo bien hecho. La ciencia debe llegar a las profundidades a través
de la apariencia, y la mejor manera de demostrarlo era poner un enigma aparente
escondiendo un enigma oculto; todos habrían indagado en la superficie por más
que sus claves ya de por sí fueran difíciles; pero usted ha sido capaz de
excavar en la profundidad intuyendo que el juego no se libraba en el terreno de
juego, sino más abajo.
-¿El juego?
-Sí, cadete, esto era un juego: el
juego de la pelota.
-Y ahora mi destino es…
-El destino del ganador; exacto.
-¿Ya no tendré el honor de escoltar
a la virgen de la Fuencisla?
-No. Su honor volará mucho más alto,
cadete, pues la gloria que ha alcanzado con su sagacidad es inmensa; si la
escolta de la virgen les pertenece a los simples mortales, usted se ha ganado
por derecho propio un lugar entre los dioses: nadie puede igualar el calibre de
su mérito.
-Ya. Pero éste es el juego de la
pelota. Para disfrutar de este mérito seguramente debo…
-… Morir.
Oí un ruido sibilante, como de un
ofidio que serpenteaba. Lentamente el sable resbaló dentro de la vaina. De
repente se encendió la luz.
-¡Quieto, coronel! ¡Suelte el
sable!
El coronel se quedó petrificado,
acaso también porque se sentía en el Olimpo de los dioses; ya no era un ser
humano lo que se alojaba en aquella figura, sino un ser que había tocado la
gloria, un dios entre los dioses, un hombre que había trascendido su humanidad:
una estatua.
-Su orgullo le pierde, coronel.
Antes de venir a esta cita di aviso a sus superiores del resultado de mis pesquisas.
Sabía que me lo iba a reconocer, coronel, sabía, con toda la modestia del
mundo, que yo iba a ser merecedor de la máxima nota y que usted, esa persona
íntegra y justa que conozco, me acabaría encumbrando a los altares ante los
otros cadetes. Pero no podía dejar que escapara al otro tribunal: el que juzga,
por encima del mérito de la inteligencia, el valor de la justicia; el verdadero
valor, que hace de nosotros auténticos héroes. Usted tiene muchas virtudes, coronel, pero tiene también un defecto: la
soberbia; ése es para usted el peor de los pecados capitales.
Mientras se lo llevaban recorrí
la academia queriendo respirar aire fresco, buscando la calle. En uno de sus
salones me topé con una inscripción del insigne general Loygorri en 1814, que,
en esencia, decía lo siguiente:
“La educación debe ser noble e
ilustrada; ilustrada para despejar el entendimiento; noble para fortalecer el
corazón; y no hay nobleza sin inteligencia, sino brutalidad, porque sólo la
nobleza contiene el germen en el que crecen los héroes”.
Todo era blanco a mi alrededor, y
sobre ese blanco un color amarillo intenso que tenía, en el corazón,
resplandores de un rojo incandescente. Con el humo se iba el pasado, con las
llamas se esfumaban los libros, y en el aire, de una atmósfera fantasmagórica,
parecían flotar los tesoros del alcázar, como espectros. Mis ojos se llenaron
de ese mismo resplandor, como un cristal que se llena de fuego en vez de
reflejarlo como un espejo, y la luz intensa diluyó las formas, devoró los
colores, se tragó el espacio, y solo quedó en mi horizonte un fundido en
blanco. Abrí los ojos. Deslumbrado, tuve que esperar a que el fuego soñado
devolviera la vista a mi habitación, en la que soñaba: estaba mi armario, mi mesa
con su silla, los libros sobre la mesa, bajé los ojos y me topé con las
sábanas; como un zoom sobre mis ojos contemplé el iris lleno de colores y,
dentro del iris, la profundidad sin fondo, sin forma y sin color, de mis
pupilas; siguió un zoom hacia atrás que me devolvió a la habitación, y,
atravesando el blanco de las paredes, me llevó a la salida de la academia: allí
estaba el convento de San Francisco; el espejo humeante del alcázar.