viernes, 26 de abril de 2019

EL SAPIENS DE HARARI





EL SAPIENS DE HARARI   
  

             Yuval Noah Harari es historiador de la universidad hebrea de Jerusalén. Con sólo 43 años ya tiene en su haber unos cuantos libros entre los que destacan especialmente tres: uno dedicado al pasado de la humanidad, otro que habla del presente y otro que se ocupa del futuro; el primero lleva por título Sapiens: de él vamos a hablar aquí. Pese a su juventud Harari es consultado por los principales líderes políticos del momento.
            Su estilo es sencillo y directo, fácil de leer y, sin embargo, cargado de datos; pero el arsenal científico queda relegado a unas cuantas notas llenas no tanto de citas como de referencias bibliográficas, y un índice alfabético de los principales términos empleados con mención de las páginas donde aparecen; el texto propiamente dicho está libre de la pesadez del aparato científico y metodológico, habitual en los libros de investigación, y se ofrece al lector como un relato interesante y ameno; sólo consiguen hacer agradable la erudición, desvistiéndola de ropajes eruditos, las grandes mentes como Ortega y Gasset, Francisco Miró Quesada Cantuarias, Jesús Mosterín y ahora Yuval Noah Harari.
Sapiens es un libro de historia; en él se recoge el pasado de la humanidad, prácticamente desde que el homo sapiens eliminara a las cuatro especies humanas que convivieron con él: los neandertales, los denisovanos, el homo floresiensis y el homo ergaster; pasó por tres revoluciones, la cognitiva, la agrícola y la científica, la primera de las cuales retrasa el origen de la historia en 70.000 años. El libro está construido en cuatro partes, tres dedicadas a estas tres revoluciones y otra, de la mano de los imperios, a la unificación de la humanidad. El autor rompe moldes defendiendo ideas provocadoras; así, la verdadera revolución del pensamiento es el cotillleo, el sapiens es un asesino ecológico, la agricultura fue un desastre y como somos esclavos de nuestros genes, jamás hemos podido ser felices a pesar de tanto progreso. Paralelamente plantea problemas que la historia se olvidaba siempre de tratar, como el maltrato animal, las teorías sobre la felicidad, la importancia del individuo dentro de la comunidad o la violencia de género.
Vamos a sobrevolar uno a uno los 19 capítulos que conforman el libro; al hilo de nuestros comentarios aflorará la originalidad de unos temas de los que todo el mundo ha oído hablar pero que rara vez han sido tratados como se merecen; por lo menos en un libro de estas características, divulgador y al mismo tiempo riguroso.


1. El cerebro se cuece en la cocina.

            Conocida es la tesis del órgano costoso: en nuestro cuerpo hay órganos que consumen mucha energía, que son el tubo digestivo y el cerebro; así que cuando el primero disminuye y se atrofian los músculos (lo que sucedió cuando empezamos a comer carne) la energía sobrante se destina a alimentar el cerebro. Harari siempre encuentra la metáfora perfecta: “al igual que un gobierno reduce el presupuesto de defensa para aumentar el de educación, los humanos desviaron energía desde los bíceps a las neuronas” (p. 21), y por eso sus músculos se atrofiaron. Después dominaron el fuego para cocinar los alimentos y nuevamente Harari tiene a mano una comparación muy gráfica: “mientras que los chimpancés invierten cinco horas diarias en masticar alimentos crudos, una única hora basta para la gente que come los alimentos cocinados” (p. 25).

2. La teoría del chismorreo.

            Las primitivas agrupaciones humanas eran tropillas como máximo de 50 individuos; cuando aparece el chismorreo llegan a 150, que es el máximo de personas que se pueden conocer íntimamente (p. 40): “hablar unos a espaldas de otros”, por paradójico que parezca, “es esencial para la cooperación en gran número” (p. 37). Ahora bien, para que se puedan comunicar más de 150 personas hace falta algo más que chismes: hacen falta mitos; los dioses, las naciones, el dinero y la justicia son mitos que no existen “fuera de la imaginación común” (p. 41). El chisme aparece hace 70.000 años y todavía estamos en él.

3. Desmontando prejuicios.

En el tercer capítulo Harari nos explica por qué nos hartamos de comida sin necesidad y a costa de nuestra salud; y lo hace con la “teoría del gen tragón” (p. 56), ya que “el instinto de hartarnos (…) está profundamente arraigado en nuestros genes”, porque hace 30.000 años, si una mujer no se comía todos los higos que tenía una higuera, luego venían los papiones y se los quitaban. También se discute (p. 57) si estamos o no genéticamente programados para la poligamia. Y se descubren cosas muy curiosas como que (p. 65), a pesar de la revolución científica “los cazadores-recolectores eran los mejor informados (…) de la historia”; hoy la humanidad en su conjunto sabe muchísimo más, pero individualmente cada uno de nosotros sabe infinitamente menos, puesto que con la aparición de la agricultura se abrieron “nichos para imbéciles”. Y frente al sobrepeso de los cazadores-recolectores, los agricultores (p. 67) tenían una dieta pobre, puesto que sólo comían trigo, patatas o arroz.

4. El homo sapiens es un asesino ecológico en serie.

            Este tema volverá a aparecer en el capítulo 18, y lo introducirá el autor con ejemplos clamorosos: cuando colonizó Australia desaparecieron los grandes animales (canguros gigantes, leones marsupiales, diprodontes y aves mayores que los avestruces actuales: p. 82); en el ártico se extinguieron los mamuts (p. 84) y, en fin, cada vez que los humanos colonizaban algún sitio arrasaban con la biodiversidad. Hubo, según el autor (p. 91), tres oleadas de extinción de origen antrópico: la de los cazadores-recolectores, la de los agricultores y la de la revolución industrial; así que le hacen reír “los ecologistas sentimentales que afirman que nuestros antepasados vivían en armonía con la naturaleza”.

5. El fraude de la revolución agrícola.

            Según la historia oficial los sapiens “abandonaron alegremente la vida agotadora, peligrosa y a menudo espartana de los cazadores-recolectores y se establecieron para gozar de la vida placentera y de hartazgo de los agricultores” (p. 97). En realidad fue al revés. Harari (p. 113) muestra una pintura egipcia donde se aprecia “la posición encorvada del labriego (…) quien, de manera parecida al buey, pasaba su vida realizando un duro trabajo que oprimía su cuerpo, su mente y sus relaciones sociales”. Lejos de domesticar al trigo, fue el trigo el que lo domesticó a él (p. 98), como si el sapiens fuese el esclavo escogido por la planta para creer y multiplicarse. “La esencia de la revolución agrícola” fue “la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones”, con lo que “la revolución agrícola era una trampa” (pp. 101-102). Consecuencia de ello fue que “los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas obligaciones” (p. 106) y el sapiens se vio atrapado en medio de una vorágine productora. Además, la agricultura apareció asociada a la ganadería, y ésta fue también una fuente de sufrimiento para los ganaderos y para el ganado. Harari cierra el capítulo con un lamento por el sufrimiento de los animales materializados en una ternera (p. 115): “después de nacer, la ternera es separada de su madre y encerrada en una minúscula jaula (…) para que sus músculos no se fortalezcan”, de manera que no puede andar ni jugar durante cuatro meses antes de ser sacrificada: así se fabrican “unos músculos blandos” que significan “un bistec blanco y jugoso”. La conclusión del autor es demoledora: “en términos evolutivos, el ganado vacuno representa una de las especies animales con más éxito que haya existido nunca”, pero están “entre los animales más desgraciados del planeta”.


6. Atrapados entre los mitos.

            “El espacio agrícola se encogía” (p. 119), porque si los antiguos cazadores-recolectores ocupaban decenas de kilómetros cuadrados, los campesinos vivían en un pequeño campo y una pequeña casa (p. 117); por su parte “el tiempo agrícola se expandía”, porque si los cazadores-recolectores “vivían precariamente” y por tanto preocupados por el presente, el agricultor tenía que predecir el futuro para llevar a buen término las cosechas (p. 119). Y como los miles y millones de personas que había en las sociedades agrícolas necesitaban del mito para la cooperación (eso que Harari llama “el orden imaginado”), viven abriendo sus mentes “a los cuentos de hadas, a los dramas, los cuadros, las canciones, a la etiqueta, a la propaganda política, la arquitectura, las recetas y las modas” (p. 132). Estamos atrapados en él como si fuera algo tan natural como las lluvias y las montañas. La conclusión también es lapidaria: estamos atrapados entre los mitos. “No hay manera de salir del orden imaginado. Cuando echamos abajo los muros de nuestra prisión y corremos hacia la libertad, en realidad corremos hacia el patio de recreo más espacioso de una prisión mayor” (p. 137): nueva metáfora pedagógica del autor, y muy gráfica.

7. La agricultura engendró el número, el número engendró la escritura y la escritura sustituyó el cerebro por la burocracia.

            La revolución agrícola hizo que las sociedades fueran más complejas y fue preciso contar para recaudar impuestos; como el cerebro humano no tenía mucha memoria, “las redes sociales humanas permanecieron relativamente pequeñas y sencillas” y eso duró miles de años (p. 141); hasta que los sumerios “inventaron un sistema para almacenar y procesar información fuera de su cerebro”: como una necesidad de los números apareció después la escritura, y entonces el cerebro fue sustituido por la burocracia y la asociación libre se sustituyó por la compartimentación: ahora las cosas están separadas (p. 149).

8. El triunfo del machismo contra todo pronóstico.

            Apareció la desigualdad de manera casual y luego se perpetuó por los intereses que se crearon en ella, pero los dominadores la justificaron como una necesidad de la naturaleza (p. 158); en la India “una persona puede casarse sólo en el seno de su casta, y los hijos de esta unión heredan su nivel social” (‘. 159): es lo que podríamos llamar el pecado original social. Después el autor pasa a explicar la jerarquía del género y otros problemas anejos. Afirma Harari que “tiene poco sentido que la función natural de las mujeres es parir, o que la homosexualidad es antinatural” (p. 169), porque los “conceptos ‘natural’ y ‘antinatural’ no se han tomado de la biología sino de la teología cristiana” (p. 168); si las alas de los mosquitos empezaron siendo paneles solares, sería antinatural que las usaran para volar; si la boca apareció para comer, sería antinatural usarlas para hablar y besar; y si los chimpancés utilizan el sexo para reforzar alianzas políticas, ¿sería esto antinatural? Nadie prohíbe lo que no es posible (eso es realmente lo antinatural, y por eso dice Harari, con mucho humor,  que nadie “se ha preocupado nunca de prohibir que los hombres fotosinteticen” o “que las mujeres corran más deprisa que la velocidad de la luz”, porque son cosas que no suceden nunca (p. 168). Harari desmonta por último las tres hipótesis que justifican el machismo: si se debiera a que “los hombres son más fuertes que las mujeres” (p. 175), ¿cómo se explicaría que los más fuertes sean los menos poderosos? Si fuera que los hombres son más agresivos ¿cómo se explica que los mejores emperadores fueron los que practicaron la virtud de la clemencia? (p. 179) Y si fuera por motivos genéticos ¿cómo se explica (p. 180) que los elefantes y bonobobos estén controlados por las hembras? Harari concluye con una pregunta: si “el sistema patriarcal se ha basado en mitos infundados y no en hechos biológicos, ¿qué es lo que explica la universalidad y estabilidad de este sistema?” (p. 181).


9. La sociedad parece fragmentarse, pero en realidad camina hacia la unidad.

            Define la cultura como una “red de instintos artificiales” (p. 185) y todas las culturas tienden a unificarse: lo que parece división en el corto plazo, en el largo plazo son unificaciones (p. 189) y se impone, finalmente, una “visión global” (p. 193); ésta se expandirá con el dinero, porque “para los comerciantes, todo el mundo era un mercado único” (p. 194).

10. ¿Qué es el dinero?

            ¿Qué sucedería si no hubiera dinero? Ese experimento se intentó hacer en la Unión Soviética mediante un sistema de trueque centralizado; el resultado fue que a todos “según sus necesidades” y de cada uno “según sus capacidades” se convirtió en “todos trabajarán tan poco como puedan y recibirán todo lo que puedan conseguir” (p. 200). Falló por falta de confianza. Ahora bien, “el dinero es un sistema de confianza mutua” porque “los dólares sólo tienen valor en nuestra imaginación común”; para decirlo con otras palabras, yo creo en el dólar porque mis vecinos creen en él, y mis vecinos creen en él porque yo creo en él (p. 203). De esta manera, dice Harari, al ser confianza universal, con el dinero como intermediario “dos personas pueden cooperar en cualquier proyecto”; y como es convertible, el dinero es un “alquimista” que puede “convertir la tierra en lealtad, la justicia en salud y la violencia en conocimiento” (p. 209); el experimento soviético falló porque sin el dinero no había ni confianza ni convertibilidad.

11. ¿Por qué los judíos no son judíos?

            Un imperio es un orden político que gobierna sobre más de dos pueblos y menos de veinte, tiene fronteras flexibles y un apetito sin límites (p. 214); puede devorar y digerir cada vez más naciones y, cuando los imperios caen, dejan “herencias ricas y perdurables”; el ejemplo que cita Harari es más que elocuente: los judíos ultraortodoxos no siguen “las tradiciones del antiguo reino de Judea”; por el contrario, siguen las costumbres de los imperios bajo los que vivieron: se visten como en Europa oriental, hablan un dialecto alemán (el yidish), discuten sobre un texto babilonio (el Talmud) y sobre los rollos de la Torá, que no existían en la antigua Judea (p. 217). De modo que si somos estrictos los judíos no son judíos.
            A pesar de eso para el caudillo escocés Calgaco los beneficios de los imperios parecen dudosos: “al pillaje, la matanza y el robo les dan el falso nombre de imperio; producen un desierto y lo llaman paz” (p. 217). Unos son gobernados por tiranos y otros, como el imperio británico, por democracias (p. 215). Hoy (p. 232) se está forjando un imperio global que “no está gobernado por ningún Estado o grupo étnico”; está gobernado por el gran protagonista de la historia del que hemos hablado: el dinero.


12. Los tres dioses a los que adoramos no vienen de la Biblia.

            Hay, según Harari, tres fuerzas unificadores de la humanidad: el dinero, el imperio y la religión (p. 234); ahora toca hablar de la religión. Después de hacer un recorrido histórico por el origen de las religiones, concluye que no vivimos, contrariamente a lo que parece, bajo el monoteísmo; hemos expulsado a los dioses por la puerta para dejarlos entrar por la ventana: los nuevos dioses son ahora nuestro panteón de santos, nuestro monoteísmo es en realidad un politeísmo. En opinión de Harari, hay tres religiones fundamentales en nuestro tiempo: el nacionalismo (que se verá en el capítulo 18), el capitalismo (que se verá en el 16) y el humanismo (que pasa a estudiar en el presente capítulo: p. 256). Hay un humanismo liberal (en donde la “humanidad” es una cualidad de cada individuo) y otro socialista (que cree que la “humanidad” es una cosa colectiva: p. 257); a estas dos sectas el autor ha añadido una tercera, la más peligrosa, cuyos representantes más famosos son los nazis: es el humanismo evolutivo (p. 258); para este último la “humanidad”, encarnada en la raza aria, no es universal y eterna, y “puede evolucionar hacia el superhombre o degenerar en un subhumano”. Ahora bien, dice Harari, “aunque el humanismo liberal santifica a los humanos”, en el fondo “se basa en creencias monoteístas” (p. 257): de ahí su éxito.

13. La cultura es un parásito para la humanidad.

            ¿Se puede predecir el futuro de la historia? No, porque es caótica. Ahora bien, hay dos tipos de sistemas caóticos: los de nivel 1 “no reaccionan a las predicciones sobre él”, como la meteorología; los de nivel 2 sí reaccionan: entre estos últimos está la historia. “¿Qué ocurrirá (p. 267) si desarrollamos un programa informático que prediga con un 100 por ciento de precisión el precio del petróleo mañana? El precio del petróleo “reaccionará” frente a la previsión y la cambiará; si sé que el autobús que estoy tomando va a tener un accidente mañana, dejaré de tomarlo y así no me pasará nada. Y si la historia es imprevisible resultará que lo que ha sucedido no tiene por qué ser lo que tenía que suceder, las culturas que han triunfado no son necesariamente las mejores, nada prueba “que el cristianismo fuera una mejor opción que el maniqueísmo, o que el imperio árabe fuera más provechoso que el de los persas sasánidas” (p. 269). Quizá las culturas sean infecciones, parásitos mentales que anidan en las personas, dañándolas; “se multiplican y pasan de un anfitrión a otro, alimentándose de sus anfitriones, debilitándolos  a veces incluso matándolos” (p. 270): es la teoría de los memes, que le debemos a Richard Dawking (rara vez cita Harari a sus autores; como ya hemos dicho, los reserva para un anexo al final del libro). Cita también al posmodernismo, para quien cada cultura extiende su propio discurso a costa, también, de las personas, que son sus víctimas. En cuanto a la teoría de juegos, sucede que los comportamientos que dañan a todos los jugadores son precisamente los que arraigan (por ejemplo, las carreras de armamentos llevan a la bancarrota y no suelen cambiar el equilibrio militar: p. 271). Todo parece invitar al pesimismo.

14. Saber es poder.

            La ciencia moderna es ignorancia convertida en observación gracias a la sed de poder; pero ¿por qué hubo que esperar tanto para comprender que al poder se llegaba mediante la investigación? (p. 278). Sí, porque la revelación sagrada fue sustituida por la revelación de la naturaleza, la tradición por el experimento, los relatos por las matemáticas (p. 283), pero ¿por qué no ocurrió antes? ¿Qué fue lo que hizo que la modernidad sustituyera lo uno por lo otro? Harari no da respuesta a esta pregunta; describe lo que sucedió pero no explica por qué sucedió así. Sin embargo cuando distingue la pobreza biológica (que mata a quienes tienen hambre) de la pobreza social (que no asegura entre todos la igualdad de oportunidades: p. 294), da algunas pistas: hoy ya no es tan importante la pobreza biológica como lo era antes (afirmación ésta cuando menos discutible) y la pobreza social está desapareciendo porque “la mayoría de los habitantes del mundo tienen tendida bajo ellos una red de seguridad” (p. 295); da un ejemplo muy gráfico: cómo, gracias a las matemáticas (la ley de los grandes números), se creó hace dos siglos un fondo de pensiones tan eficaz que dura hasta hoy (las “Viudas escocesas”: pp. 284-287). Bien acertado estaba Bacon: saber es poder. La ciencia puede incluso derrotar a la muerte, es la utopía del proyecto Gilgamesh (p. 295).


15. De cómo la ciencia no hubiera crecido sin el imperialismo.

            Pero la ciencia no era una pasión romántica del saber por el saber: la ciencia servía a los imperios y sin el dinero de los imperios nunca se habría desarrollado; y como los imperios crecían con las conquistas y las conquistas se hacían por mar, la ciencia inventó la dieta náutica para combatir el escorbuto (pp. 306-307); ahora bien, los chinos y los otomanos disponían de la misma tecnología que los europeos y el mismo afán de conquista, ¿por qué, entonces, no fue colonizada Australia por Husein Pasha ni Zheng He y sí lo fue por el capitán Cook? (p. 311). La respuesta de Harari es contundente: todos aquellos imperialismos disponían de la ciencia moderna, pero sólo Europa disponía de algo que marcó la diferencia: el capitalismo (p. 312). Según Harari, “el acontecimiento fundacional de la revolución científica” fue “el descubrimiento de América” (p. 319); a raíz de él se empezaron a hacer mapas vacíos; mapas con muchos espacios inexplorados que incitaban a explorar lo desconocido (la ignorancia como motor del saber), y así poco a poco los mapas se fueron llenando; es, dice Harari, como si “los puntos vacíos del mapa” fueran “imanes” que atraían a los europeos (p. 320); sigue el relato de Moctezuma, Atahualpa, Zhen He, el imperio inglés (donde la ciencia impulsó la conquista y la conquista impulsó la ciencia, fundiéndose con ella: el gran levantamiento de planos de la India, el descubrimiento de Mohenjo-daro, el desciframiento de la escritura cuneiforme, la hipótesis de los indoeuropeos (pp. 323-334). Harari concluye con los usos siniestros de la ciencia que hace el imperialismo, critica el racismo y su vertiente más light, el culturismo (pp. 333-334) y recuerda que hubo gente, como Rudyard Kipling, que embelleció con barniz altruista y épico lo que no dejaba de ser una explotación egoísta de los pueblos colonizados (p. 332): por ejemplo en “La carga del hombre blanco”.

16. El culto al crédito, o sea la fe en la fe.

            “Nadie quiere pagar impuestos, pero todo el mundo está contento a la hora de invertir” (p. 348): y sin embargo en ambos casos se trata de desprenderse de nuestra riqueza; pero mientras que en la economía premoderna se producía para ganar, en la economía moderna las ganancias se reinvierten para producir más (p. 345). ¿Y eso por qué? Porque si se confía en el futuro se obtiene crédito, y con el crédito se produce y se crece (p. 342). La propia palabra “crédito” significa creencia, fe, y está estrechamente emparentada con la confianza. Harari describe gráficamente “el círculo mágico del capitalismo imperial: el crédito financió nuevos descubrimientos; los descubrimientos condujeron a colonias; las colonias proporcionaron beneficios; los beneficios generaron confianza, y la confianza se tradujo en más crédito” (p. 349). Eso explica cómo Holanda, un país minúsculo, construyó un gran imperio frente al imperio de los Habsburgo: los beneficios permitieron a los holandeses devolver los préstamos (p. 350), lo que les hizo generar confianza y seguir consiguiendo crédito de los financieros; en cambio el rey de España (p. 353), mediante tributos y amenazas, “dilapidó la confianza de los inversores  y se fue arruinando poco a poco. El crédito funciona cuando lo mueve el egoísmo y no el altruismo (”el impulso egoísta humano de aumentar los beneficios privados es la base de la riqueza colectiva”, tal era el criterio de Adam Smith; lo que lleva a la paradoja de que “el egoísmo es el altruismo”: p. 343). Después (pp. 353-354) de exponer el éxito de la compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC) y Occidentales (WIC), pasa Harari a hablar de la burbuja del Mississipi (p. 356), la guerra del opio (p. 358), la independencia griega (p. 359), el auge de la esclavitud (p. 363), la gran hambruna de Bengala (p. 364) o el colonialismo abyecto de Leopoldo II de Bélgica (p. 365) como algunos de los grandes hitos del capitalismo. Si el crédito es la fe, está claro que el capitalismo es la gran religión del mundo moderno que tiene, evidentemente, sus infiernos; el mayor de ellos es el terror a que se detenga el crecimiento, para lo cual inyectan crédito barato “creando de la nada billones de dólares” (p. 347); y cuando la burbuja estalla, como pasó en el Mississipi en 1719 y con la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos en 2007, se hunde el crédito y se produce la recesión (p. 361). Y habla Harari del otro gran infierno del capitalismo: “bien pudiera ser”, dice en la p. 366, que la especie humana y la economía global sigan creciendo, pero hay muchos más individuos que viven hambrientos y en la indigencia”. Aquí está el problema: el individuo contra la especie.


17. El lado oscuro del capitalismo.

            El diagnóstico es demoledor: “en 8.500 a.C. se podían verter amargas lágrimas a propósito de la revolución agrícola, pero era demasiado tarde para abandonar la agricultura. De manera parecida, puede que no nos guste el capitalismo pero no podemos vivir sin él” (p. 366). Todo empezó con la máquina de vapor. Sabido es que “la revolución industrial fue, por encima de todo, la segunda revolución agrícola” (p. 375): tractores, fertilizantes, medicamentos, hormonas, insecticidas; los animales ya no son animales sino máquinas: gallinas en jaulas tan pequeñas que no pueden levantarse, cerdas en cajas tan pequeñas que no pueden darse la vuelta, vacas que duermen sobre sus propios orines y excrementos (p. 376), pollitos asfixiados en cámaras de gas o introducidos por millones en trituradoras automáticas… el maltrato animal alcanza cotas indescriptibles, y eso cuando los experimentos con monos demuestran trágicamente que los bebés buscan más el cariño que la comida (pp. 378-381). Además, por primera vez en la historia la oferta superaba a la demanda: ¿quién iba a comprar el excedente? El capitalismo se reinventó a sí mismo: el sobrepeso, el consumismo; “en lugar de comer poco (…) la gente come demasiado y después compra productos dietéticos, con lo que contribuye doblemente al crecimiento económico” (p. 383).

18. Y sin embargo hoy vivimos mejor.

            En el mundo antiguo con individuos débiles se formaron comunidades fuertes (p. 396); hoy tenemos individuos fuertes, pero las comunidades se debilitan. Parece que nuestro mundo es sombrío, pero Harari nos invita al optimismo apoyándose en las estadísticas (pp. 402-403); y si la paz real no es ausencia de guerra sino improbabilidad de que la haya, nunca ha habido paz real en el mundo (p. 407): hasta hoy, en que “la humanidad ha roto la ley de la jungla” (p. 408); pero como la historia es imprevisible, no podemos saber (p. 411) si acabaremos bien o mal. Lo cierto es que ya los profesores no pegan a sus alumnos ni los padres venden a sus hijos (estamos hablando en términos generales); y, cada vez más, las mujeres se sienten protegidas de sus maridos por la ley (p. 403). El mundo es cruel hoy, pero si miramos atrás antes lo era mucho más.

19. La historia no se ha interesado por lo principal: nuestra felicidad.

            “Los historiadores (…) han investigado la historia de casi todo (política, sociedad, economía, género, enfermedades, sexualidad, alimentos, vestidos), pero raramente se han detenido a preguntar de qué manera estas cuestiones influyen sobre la felicidad humana” (p. 413). La especie humana ha salido ganando a lo largo de la historia, pero los individuos humanos han perdido mucho. El homo sapiens ha triunfado pero las personas no son felices. ¿Por qué? Examina Harari varias teorías de la felicidad, pero la más interesante es la biológica (pp. 423-424): “algunos expertos comparan la bioquímica humana con un sistema de aire acondicionado que mantiene la temperatura constante (…) Algunos sistemas de aire acondicionado se fijan a 25º (…) otros (…) a 20º. Los sistemas que acondicionan la felicidad humana también difieren de una persona a otra. En una escala de 1 a 10, algunas personas nacen con un sistema bioquímico alegre que permite que su humor oscile entre los niveles 6 y 10, y que con el tiempo se estabilice en el 8 (…) Otras personas están maldecidas con una bioquímica triste que oscila entre 3 y 7 y se estabiliza en el 5 (…) su cerebro no está construido para el alborozo, ocurra lo que ocurra”. Luego examina (p. 427) la perspectiva hedonista, la búsqueda de sentido y la solución propuesta por el budismo. “La mayor laguna” de la historia es que no sabemos cómo el genio de los pensadores, “la valentía de los guerreros, la caridad de los santos y la creatividad de los artistas” influyeron o no en la felicidad y el sufrimiento de los individuos (p. 434), y concluye: ya es hora de que nos preocupemos por la felicidad.


20. Salir de Darwin para crear seres darwinianos.

            Quizá ser feliz consiste en liberarnos de la tiranía de la naturaleza, por lo menos en parte; intuye Harari que “en los albores del siglo XXI” el homo sapiens “está empezando a quebrar las leyes de la selección natural, sustituyéndolas con las leyes del diseño inteligente”. Tres son los campos donde esto ha empezado a ocurrir: la ingeniería biológica (manipulando genes somos capaces de hacer patatas resistentes al frío, fabricar insulina para los diabéticos, engendrar ratones con una oreja en la espalda y hasta podremos revivir neandertales y mamuts (pp. 438-443); la ingeniería de ciborgs (combinando partes orgánicas o inorgánicas podemos crear manos y oídos biónicos y hasta controlar piernas biónicas con la mente, y quién sabe si podremos también crear mentes colectivas: pp. 443-447); y los seres informáticos, seres inorgánicos que pueden evolucionar independientemente de nosotros; pero si los virus y antivirus se expanden por el ciberespacio, ¿podríamos llegar a crear “una evolución no orgánica”? (p. 447). Quizá (p. 448) no estemos tan lejos de recrear un cerebro humano dentro de un ordenador. Harari termina con una pregunta inquietante: “puesto que pronto podremos manipular (…) nuestros deseos, quizá la pregunta real (…) no sea ‘¿en qué deseamos convertirnos?’, sino ‘¿qué queremos desear?’” (p. 454). No menos inquietante es la conclusión: “¿hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?” (p. 456). La profecía de Frankestein es que “si intentamos jugar a ser dioses y manipular la vida seremos severamente castigados” (p. 451).

Conclusión.

            Hemos hecho un recorrido por el libro de Harari y hemos descubierto, a la vez, la falsedad de dogmas imbatibles y la realidad de algunas ideas insólitas; la agricultura no ha sido un progreso sino una desgracia; la verdadera revolución no ha sido la creación de conceptos, sino de chismes; el machismo ha triunfado sin fundamento aparente; sospecharemos que el dinero no es más que fe y que los judíos no son judíos; que la cultura es menos amiga que enemiga nuestra; que el capitalismo de lado oscuro tiene siempre un vértice salvador; que escaparemos por fin a la tiranía de la naturaleza, y que todo lo hemos conseguido, o por lo menos casi todo, menos ser felices. Algunas críticas de Harari son estimulantes, otras provocadoras y algunas hasta escandalosas, pero no dejan indiferentes a nadie; y si la tarea que se imponía Unamuno era remover conciencias, ¿no es Yuval Noah Harari el más unamuniano de los historiadores? Sin ser hiperbólicos sí podremos decir, cuando menos, que en muchas de sus páginas hay, más que historia, filosofía de la historia; y que más que un relato de lo que ocurre en la superficie se dedica a hurgar en las profundidades de las causas ocultas, buscando siempre un porqué. Su realismo es tan descarnado que se vuelve pesimista, y sin embargo siempre encontramos un átomo de luz al final del camino. Harari es un optimista informado, es decir un pesimista. Y en sus análisis hay base para buscar las semillas de la salvación: bienvenido sea.
  





viernes, 19 de abril de 2019

LA RAZÓN NACIENTE




APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA (4): 
LA RAZÓN NACIENTE (MITO II)
  

 2.1. La última glaciación.

            Muchos años atrás se produjeron cambios importantes en el continente europeo. Hace 12 000 años se produce el final de la última glaciación; para entonces hacía 8000 que el homo sapiens había llegado a América. En torno al año -9000 se produce la revolución agrícola: el ser humano se hace sedentario, se cría a los animales en vez de cazarlos, aparecen las ciudades (primero aldeas y luego núcleos de población amurallados). Mil años después aparece la metalurgia del cobre y, transcurridos otros dos mil, hacia el -6000 aproximadamente, se inventa el telar; hacia el -4000, con la aparición del bronce, ya se conocía entre los sumerios la escritura cuneiforme sobre tablillas de barro; cuando, hacia -2800 aproximadamente, Egipto pone a punto el calendario de 365 días, sus sacerdotes ya escribían sobre papiro. Habrá que esperar al año -1000 para que los fenicios inventen la escritura alfabética.
            La Biblia sitúa la creación en torno al año -4000, pero los restos de la primera ciudad conocida se remontan al año -9000, en los albores de la revolución agrícola: Jericó. Hacia el -2000 vive Abraham, en -1700 aproximadamente aparece el código de Hammurabi y en -1500 se desarrolla la historia de Moisés. En el tercer milenio antes de nuestra era en Europa se construye Stonehenge, en Mesopotamia se rinde culto a Inanna y Egipto construye pirámides en Gizeh; la ciudad de Biblos florece en fenicia.
            A mediados del tercer milenio aparece la cultura cretense y los aqueos, primeros indoeuropeos procedentes de las estepas rusas, se instalan en Argólida; invadirán Creta aprovechando el declive que supone la erupción del Tera (hacia -1600). Para entonces vivimos ya en plena cultura del bronce pero la guerra de Troya, hacia -1250, supondrá en Grecia la entrada del hierro. No será hasta el -840 cuando aparezca Homero en la época de las pequeñas monarquías, y por aquel entonces Grecia colonizará el Mediterráneo; pero antes, hacia -1100, se hundía el mundo antiguo con la invasión de otro de los imparables pueblos indoeuropeos: los dorios; la guerra de Troya, que habían librado los aqueos, la retratará Homero bajo ropajes dorios: para entonces hará cerca de 300 años que se produjo el desplome del mundo antiguo y aqueos, jonios y eolios se desplazarán hacia Anatolia para instalarse en sus islas y fundar ciudades en la costa.
            En el siglo –VIII, en Grecia, la vida agrícola gira en torno a la posesión de tierras por los jefes de clan; el poder económico, político y militar está en manos de los grandes propietarios de tierras y caballos, y frente a estos terratenientes los pequeños propietarios, los artesanos, asalariados y esclavos se ven agobiados por los impuestos; cada ciudad es un centro político, religioso y militar, defendido por murallas y explotando un llano que cultivarían los campesinos pobres.
            Pero en -775, poco antes de la fundación de Roma, se producirá la primera colonización de los griegos: por el este van buscando el mar Negro y por el oeste llegan a Italia meridional. La escasez de recursos en una tierra insuficiente o pobre, unida a un auge demográfico, provoca una crisis que obliga a los griegos a salir de su tierra (menos Esparta y Atenas, que eran en aquella época ciudades prósperas). Una segunda oleada, entre -675 y -500, transforma profundamente la vida económica, social y política de los griegos; para entonces llega a su término la monarquía etrusca y es sustituida por la república.


2.2. Rasgos característicos de la segunda época del mito.

            Los rasgos que caracterizan la evolución del mito se hacen patentes en la Grecia arcaica. Hesíodo y Homero son cajas de resonancia del crisol donde el primitivo pensamiento se ha transformado en otro que, sin salir aún de la órbita del mito, ya empieza a centrifugarse. Es el siglo –VIII. La religión ha dejado de ser terror volcado en los dioses, incomprensión y espanto ante los fenómenos naturales, y también ante los demonios producidos por el inconsciente como tumores en el pensar. Ahora los dioses pasan a ser más accesibles, más racionales y sensibles, aunque lejanos aún. Del primitivo pensamiento mítico hasta ese otro mito cada vez menos maniqueo, menos cortante, cada vez más cargado de matices humanos, se han destilado las esencias que yacían dormidas en la corteza primitiva. Del mito I al mito II se ha producido una lenta maduración que se manifiesta en unos cuantos rasgos; vamos a verlos uno por uno.

            1. El pensamiento secuencial (dominado por las descripciones y los relatos) se hace cada vez más consecuente (porque ya flotan en él las definiciones sobrevolando lo descriptivo); y la lógica empieza a invadir el territorio del relato.

            2. Las intuiciones más o menos inconscientes van ascendiendo a la conciencia.

            3. El pensamiento concreto camina hacia una conceptualización creciente; las primitivas imágenes metafísicas (en las que saltó, sin madurar, la experiencia) se vuelven imágenes físicas ligadas otra vez a la experiencia; y las imágenes físicas se vuelven metafísicas a su vez en una metafísica intuitiva de artistas, no de filósofos.

            4. El pensamiento sintético (cargado de metáforas) se vuelve analítico (es decir accesible a los conceptos); la experiencia sin analizar se vuelve análisis empírico defectuoso (porque las analogías todavía pesan demasiado sobre los análisis).

            5. La experiencia estética destila ciencia a partir de las primitivas intuiciones científicas aisladas; aparecen, de manera menos fragmentaria, las primeras manifestaciones de la filosofía y de la ciencia.

            6. El culto (adosado a la tradición) se abre cada vez más a la investigación y se vuelve cultura; es decir que las ataduras del poder se deslían en una liberalización progresiva.

            7. Paralelamente se empiezan a liberar tímidamente las ataduras del conocimiento; los obstáculos epistemológicos empiezan a ceder muy, muy lentamente.

            8. El mito sigue siendo un punto de llegada, pero su peso es menor.

            Examinemos con algo más de detalle cada uno de estos rasgos de la segunda edad del pensamiento mítico.

2.2.1. El relato empieza a ser invadido por el discurso.

            Los relatos de los primeros tiempos son hermosas historias y descripciones atractivas, es decir discursos cargados de imágenes (recordadas o inventadas) que se suceden en el tiempo y el espacio; su lógica interna establece el orden de aparición de actores y decorados, el lugar donde debe estar decorada cada cosa, todo ello para servir a los valores que son los del público y el narrador. En esta lógica descriptiva se refieren y analizan las cosas del mundo visible, audible y tangible, y es, por tanto, una lógica que utiliza las cosas del mundo manifiesto; una lógica secuencial en la medida en que tiene en cuenta el tiempo que influye en la memoria.
            Puede ser también una lógica de definiciones cuando, por encima del mundo manifiesto del espacio y del tiempo, o detrás de él (o dentro de él, si se quiere), la analogía y la inducción producen verdades que pueden ser válidas para cualquier espacio y cualquier tiempo, no sólo el espacio y el tiempo del que hablamos; y produce, por lo tanto, más que imágenes (Aquiles, Agamenón, Héctor), conceptos (griegos, troyanos, seres humanos, guerreros). Estamos desembocando, a partir del relato, en el discurso; los primitivos relatos contenían trozos de discurso, pero poco a poco la parte del relato se va reduciendo hasta quedar en discurso que ya contiene menos metáforas y muchos conceptos.
´           El discurso se caracteriza por una lógica combinatoria; el relato, por una lógica secuencial; entendemos por lógica secuencial un circuito “cuyas salidas no sólo dependen de sus entradas actuales, son también de su posición o estado actual, almacenado en la memoria”[1]. Los cuentos, las historias, los relatos, no sólo combinan estados y secuencias, lugares, hechos y personajes, sino que cada uno de ellos contiene recuerdos anteriores y de recuerdo en recuerdo la mente de los seres humanos vive sumergida en una memoria ancestral.
            El pensamiento primitivo vive en el tiempo; el pensamiento abstracto, en un empeño por salir de él; uno contiene imágenes, el otro conceptos; en uno hay metáforas, en el otro inducciones; todos razonan deduciendo pero el primero es abstracto y el otro concreto; para decir con palabras de Cornford, “la actuación del filósofo consiste en disipar el velo del mito y penetrar ‘en la naturaleza de las cosas’, una realidad que satisface las demandas del pensamiento abstracto”[2].


2.2.2. Las intuiciones empiezan a ser controladas por la conciencia.

            En el origen de las religiones está el animismo, y el animismo surge del racionalismo analógico: sabemos por experiencia que allí donde hay una fuerza siempre hay otra fuerza que empuja detrás; así también donde la naturaleza despliega fuerzas (y fuerzas que se manifiestan en movimientos: ríos, torrentes, nieve, tormentas, vientos y avalanchas), es porque alguien empuja detrás de ellas: así, la corriente mueve el agua porque el río está vivo y se mueve, no porque sus aguas fluyan cuesta abajo; la tierra está viva y por eso provoca terremotos, el aire es un organismo y por eso, cuando quiere, sopla fuerte, y hasta la roca está animada dentro de su aparente quietud y por eso, cuando se derrama, se nos echa encima provocando aludes y avalanchas. Hasta
Aristóteles sugiere que los cuerpos pesados no caen porque sean atraídos por el centro de la tierra, sino porque ellos mismos lo buscan y se tiran hacia él.
            La conciencia del sapiens primitivo sabe que la naturaleza está viva, pero no porque haya mirado en su interior: lo sabe porque, desde fuera, la compara con él mismo y sabe que cuando él quiere moverse, él se mueve. Pero otras veces intuye vida en los seres inertes sin razonar y sin darse cuenta, ni siquiera lo sospecha: simplemente lo siente. Así se crean en el conocimiento fuerzas que, sin ser concretas, tampoco son abstractas; la corriente del río es una imagen en movimiento, pero la fuerza que la provoca es el corazón del río, y ése es invisible, enigmático, inconcebible, desconcertante; esa fuerza no es una abstracción sino una presencia imaginada y, siendo imaginada, la sentimos físicamente; es como cuando sentimos que alguien nos está mirando y sin embargo nadie nos mira.
            Conocemos lo manifiesto con la vista y el oído, pero lo oculto lo conocemos con el tacto. Cuando una bola de billar choca con otra, decía Hume, percibimos que ambas se tocan, y que después del contacto una sale despedida y la otra se para, pero no vemos (ni oímos) la fuerza que le comunica una a la otra; ahora bien (y esto no lo vio Hume), si una de esas bolas choca con mi mano yo no siento sólo el dolor que me produce, sino también la fuerza con que me golpea; del mismo modo las intuiciones primitivas son, en la mente (muchas veces inconscientemente), obra de la imaginación, y en el cuerpo son obra del tacto; el tacto y el olfato son, en los primeros mamíferos, y hasta en seres anteriores a ellos, las primeras formas de conocer.
            Las fuerzas que provocan los movimientos de la naturaleza están escondidas y nosotros las identificamos, casi sin darnos cuenta, con espíritus que laten detrás de la materia; no son obra de la abstracción, sino de la percepción no visual: en lo que entra en contracto con nosotros es el tacto y el gusto, y en lo que está más alejado, el olfato. Lejos de ser fuerzas abstractas son fuerzas concretas, pero no las podemos ver con los ojos: por eso las más de las veces no tienen forma, aunque percibimos intensidad. Cuando, siglos más adelante, Platón entronice el pensamiento abstracto, despreciará los demás sentidos, como fuentes de vicio y perversión, y sacralizará la vista y el oído como únicas fuentes dignas de conocimiento.
            Esas fuerzas más o menso proteiformes acabaron teniendo formas humanas y convirtiéndose en dioses: pero fueron formas que el sapiens les dio con la imaginación, no las extrajo de ellas analizándolas desde entro. Y cuando, poco a poco, el sapiens se fue dando cuenta de lo falso de esas formas poéticas, se desprendió de los ropajes antropomórficos y las volvió a observar desnudas, comparándolas unas con otras, aislando lo que tenían en común y separando las diferencias: convirtiéndolas lentamente en conceptos. El ser humano ya tenía muchos conceptos sacados de la experiencia cotidiana, pero ahora se trataba de conceptualizar, devolviéndolas a la naturaleza, las presencias que había apartado como sobrenaturales.
            Este proceso se hizo desde la conciencia. En la fase de mito II todavía no se dominaba el manejo de conceptos con ayuda de una lógica combinatoria, porque predominaban las imágenes manejadas con lógicas secuenciales; pero la secuencia, como hemos visto, se fue transformando en consecuencia y esto sucedió cuando junto a las metáforas del mundo oculto (menos físico que metafísico) empezaron a colarse los conceptos.


2.2.3. La metafísica de artistas convive con una conceptualización creciente.

            Homero sabe[3] que la fuerza del choque de un cuerpo sólido depende de su masa y su velocidad y que hay una enorme energía contenida en el agua, como cuando habla de “un río furioso y desbordado que saltara con estrépito, derribando los puentes, sin que los diques ni las cercas de los huertos verdeantes lo parasen”[4]. Habla de la relación entre la temperatura y los vientos (cuando “vuelan en el aire los copos de nieve congelada al soplo del eterno Bóreas”[5]). Habla también de la formación de las lluvias, o de la “correlación entre la fusión de las nieves altas y la crecida de los ríos”[6]. También intuye una termodinámica rudimentaria aludiendo a la “producción del calor (…) por acciones mecánicas”[7] o a la “potencia motora” del fuego[8].
            Habla también de la luz que brota del metal (“la tierra iluminada por el brillo del bronce”[9], y cómo “el bronce de las armaduras lanza rayos incluso durante la noche”[10].
            Hay en Homero, según Mugler, “intentos de sistematizar los fenómenos físicos” en “una forma primitiva de proceso cíclico” cuya fuerza motora es una divinidad; cuando se hayan convertido en los “ciclos recurrentes” estaremos con los presocráticos[11], será filosofía y habremos empezado a abandonar el universo del mito.
            En cuanto a la metafísica intuitiva de los artistas, no sólo desde el segundo pensamiento mítico se alcanzan ideas metafísicas, sino que la propia filosofía no se desprende todavía, en su primitiva metafísica, del halo del mito; Cornford destaca que “los filósofos jonios afirmaban la divinidad de la Naturaleza, una sustancia simple viviente cuya vida era inmanente al mundo”[12]Y así, cuando oímos decir a Hesíodo que la causa del movimiento es el amor o el deseo (“el amor es el arquitecto del universo”), los filósofos no tienen más que sustituir a Eros por la humedad para producir seres vivos; Eurípides se hace eco de que “la tierra reseca desea la lluvia” y el “Cielo, lleno de lluvia, desea derramarse sobre la Tierra”[13].
            Y cuando Hesíodo dice que “antes que todas las cosas, en un comienzo, fue el infinito Caos”, ¿no está prefigurando las cosmologías del siglo XX? ¿Es el Caos un dios, una metáfora o un concepto? Caos, Gea y Eros son los elementos primordiales: ¿personajes de un drama, metáforas sugerentes o conceptos de una metafísica? Los hijos de los dioses y los mismos dioses ¿son seres vivos o metáforas de la naturaleza? Hay conceptos dobles que apelan a una lógica interna. Los conceptos implicados, al estar más allá de la experiencia, son, al tiempo que personajes de un drama, ladrillos de una construcción metafísica: Cronos se parece al tiempo, Rea a la materia, Caos al universo anterior al cosmos, Eros a la fuerza de atracción y el amor (mito de Ares y Afrodita) aparece intrínsecamente relacionado con la guerra. Érebo es, hijo de Caos, la imagen de las tinieblas primigenias; pero lo más curioso es que los órficos lo suponen hijo del tiempo y del destino (Cronos y Ananké), y que el día y el cielo son hijos suyos: curiosa coincidencia con los mitos incaicos, donde Huiracocha, en su segunda creación, hace surgir la luz del interior oscuro de la tierra; ¿no hay, en estas metáforas, sugerencias fecundas para la física, aunque nos empeñemos en separar el mito de la ciencia? Hace falta mucha imaginación, o mucha inteligencia, para no confundir la oscuridad con la noche; la noche era la luz del Éter cubierta por la oscuridad de Érebo cuando se le había quitado la oscuridad (y eso lo hacía Nix, la Noche); y el día era la luz del Éter cuando se le había quitado la oscuridad (y eso lo hacía la otra hija del Érebo, el día: Hémera).


2.2.4. Las metáforas completan un análisis empírico defectuoso.

            Sabido es que, cuando no sabemos lo que nos pasa, nos pasa de todo. “¿Qué te duele?”, le decimos a un paciente que siempre está quejándose; “me duele todo”, nos contesta, y entonces le contestamos nosotros: “ya, pero aparte de eso, ¿qué más te duele?”; o le pedimos precisiones: “dentro de todo lo que te duele, ¿qué te duele más?” Probablemente no lo sepa. 
            El pensamiento holístico, que mira el conjunto sin analizar las partes, es propio de ignorantes. En cierto curso de educación sexual dijo el ponente: “el sexo no es sólo genitalidad, sino que involucra a la totalidad de la persona”; a lo que uno de los asistentes dijo: “ya, pero concretamente ¿qué es el sexo? Porque si yo le doy un beso a mi madre no creo que esté teniendo relaciones sexuales con ella”. Y es que quizá sea cierto que el sexo compromete a toda la persona, pero desde un núcleo de genitalidad y erotismo que se extiende al resto; de lo contrario hablaré del conjunto (la persona) para no hablar de la parte (el sexo); cuando nos empeñamos en ver el conjunto es porque no podemos ver alguna de sus partes; si me empeño en mirar el bosque está claro que nunca sabré lo que es un árbol.
            El pensamiento holístico, o visión de conjunto, se impone cuando no sabemos analizar las cosas. Y a falta de desmenuzarlas estudiando cada una de sus partes, las cubre de envoltorios y les busca a cada una un sitio en el conjunto; y a falta de saber lo que es cada una de ellas, les busca metáforas atractivas, que articulen un mecanismo global que se mueva con armonía.
            Al principio de los tiempos el pensamiento fue sintético. Hasta que aprendió a cortar las cosas y comprenderlas trozo por trozo; entonces empieza un análisis empírico que, por tener dificultades en la observación, debe recurrir a las analogías; cuando no sé lo que es el pulmón lo comparo con un fuelle que sirve para refrigerar el calor de la sangre; y cuando no sé lo que es el cerebro me imagino que los mocos de la nariz son sus secreciones: como le pasaba a Hipócrates, que creía que al sonarnos la nariz nos estábamos sacando gotas del cerebro.
            Las grandes síntesis suelen suceder a los grandes análisis (como le pasó a Newton, que sistematizó en una teoría los análisis de Copérnico, Kepler y Galileo); pero una síntesis que se construye sin análisis previos no hace más que esconder nuestra mucha ignorancia. Las visiones del cosmos con el desconocimiento de sus partes tienen mucho de poesía y poco de ciencia; o mucho de fenómenos que no sabemos lo que tienen dentro; a veces nos divertimos describiendo lo que hay en la superficie sin conocer sus causas ocultas (como hicieron los mochicas); otras nos empeñamos en construir edificios magníficos (entiéndase, edificios teóricos) sin conocer los ladrillos que hay en su superficie, y mucho menos los mecanismos que se ocultan en su interior (como las primitivas cosmogonías); y otras, como Newton, conocen a la vez la superficie y el interior, dominando buena parte de sus precisos mecanismos.
            El conocimiento empieza siendo holístico, sin conocer ni la superficie ni el contenido (es el pensamiento sintético); después analiza la superficie y va perdiendo la visión del conjunto (es el pensamiento analítico); y al final analiza el interior de las cosas para explicar los fenómenos y poder así reconstruir el conjunto (es el pensamiento verdaderamente científico, caracterizado por un continuo vaivén entre el análisis y la síntesis). El primitivo pensamiento sintético es religioso y metafísico; el análisis que viene después es observacional, y en las observaciones se van construyendo los conceptos (en un análisis empírico todavía muy defectuoso); y con la síntesis posterior se puede hacer a un tiempo ciencia y metafísica, pero esta vez la metafísica es más profunda.


2.2.5. La experiencia estética produce intuiciones científicas.

            Burnet afirma que “los rudimentos de lo que luego fueron la ciencia y la historia jónicas” se encuentran en los poemas de Hesiodo[14]. Cornford irá mucho más lejos: para él las “supuestas cualidades científicas de Tales” no lo eran y la “razón” que empleaban los primeros filósofos estaba “contaminada de prejuicios” heredados del pensamiento mítico[15]. Y a pesar de que la escritura no se estableció en Grecia hasta la época de Homero y Hesiodo (año -700), aquella sociedad había perdido muchas ataduras de la tradición a pesar de ser preliteraria; el mito conserva una “importancia cultural extraordinaria hasta (…) Homero”, pero ya no tenía una influencia tan decisiva en la sociedad[16].
            Hasta “la libertad de los dioses está limitada por el destino”[17] y la adivinación, en este mundo predeterminado, puede conocer el futuro; para tener éxito sólo tenemos que “identificar [nuestra] voluntad con la voluntad de Zeus”. Todo “lo que pasa en el cielo y bajo la tierra eran signos de la cólera divina”[18]. Estas afirmaciones, perfectamente compatibles con el pensamiento mítico de los siglos –VIII y –VII, se refieren, sin embargo, a Epicuro; lo que indica que, si bien el mito va preparando el advenimiento de la filosofía, también la filosofía está atada al mito en su forma de pensar; al menos en sus orígenes.
            El vidente se ocupa del futuro; el poeta, del pasado; el filósofo, si bien ancla el futuro en los terrenos del pasado, se ocupa sobre todo del presente, pero no del presente manifiesto, sino del que está oculto[19]. Hemos visto en la cultura chimú un estudio muy detallado del presente manifiesto, pero para que el mito sea filosofía o ciencia  la descripción debe convertirse en explicación, y toda explicación debe generar definiciones; en los tiempos del pensamiento mítico, y aquí nos interesa el periodo del  mito II, las explicaciones de los fenómenos naturales están en el mundo sobrenatural, y el estudio de la naturaleza, si no quiere depender de los dioses, sólo se puede observar, analizar, describir; mundos como el de los ilustrados tenían cabida en la Grecia mítica, pero desde luego sólo eran accesibles a la razón descriptiva, de ninguna manera a la razón explicativa; si la razón es la facultad de análisis y síntesis el pensamiento mítico puede hacer, en la naturaleza, análisis y síntesis de observaciones, que no es otra cosa que el mundo manifiesto; para analizar lo oculto sin recurrir a los dioses habrá que cambiar de forma de pensar. (Véase a este respecto lo que se ha dicho en el rasgo nº 3, de cómo una metafísica de artistas convive con una conceptualización creciente).

2.2.6. El pensamiento se impone frente al poder sin desafiarlo.

            Antes de los tiempos homéricos, antes de la llegada de los dorios, la organización social gira en torno a un rey (anax) cuya autoridad se ejercía en la vida militar, la económica y la religiosa[20]; de él depende el calendario, la vida ritual, él es el dueño del tiempo. El mundo micénico polariza la vida social entre el palacio y el mundo rural, que tiene vida propia[21].
            Con la destrucción del mundo micénico desaparece el anax, pero permanecen las dos fuerzas sociales que sostenían su poder: la aristocracia guerrera y las comunidades rurales[22]. Quien fuera en un tiempo rey divino conserva aún el poder religioso[23], pero pierde [24] la autoridad guerrera para compartirla con el polemarca; y poco a poco comparte su poder político con la asamblea: ahora es el basileus, ya no el ánax. El control de las comunidades rurales se mantiene, pero ya no es absoluto[25]. El mundo homérico contempla reinos como Ítaca, con “su basileus, su asamblea, sus nobles turbulentos, su demos silencioso en segundo término”[26]; el poder se aparta del basileus, que se convierte sólo en figura religiosa; y al mismo tiempo el poder de los dioses se aleja de la tierra; como afirma Jean-Pierre Vernant, “el mundo de los muertos se ha alejado del de los vivos (la cremación ha roto el lazo del cadáver con la tierra); y entre los hombres y los dioses se ha establecido una distancia infranqueable”; al mismo tiempo, echando las bases sobre las que crecerá la obra de Homero, madurará “esta poesía épica que, en el seno mismo de la religión, tiende a apartarse del misterio”[27].
            Se difumina, pues, el poder de los dioses. La justicia desciende de los cielos a la tierra, y lo hace de la mano de la escritura; en efecto, la escritura ya no será privilegio de los reyes que manejan los archivos en el secreto del palacio; será, por el contrario, divulgadora de las cuestiones políticas y sociales[28]. Frente a “la recitación memorística de los textos de Homero y Hesíodo”[29], y junto a ella, “la escritura será el elemento básico” de la educación[30]. La palabra dejará de ser ritual para servir a la argumentación, y la lógica de lo verosímil, propia del mito, derivará poco a poco hacia una lógica de la verdad[31].
            En el año -4000 ya había tablillas cuneiformes en Sumer. Hacia -2800 había papiros en Egipto. Y sólo hacia el año -1000 los griegos heredarán de los fenicios la escritura alfabética. Hará falta que la escritura secreta se vuelva pública, y que la palabra ritual se vuelva palabra argumentada. Y entonces surge la necesidad de escribir las leyes; porque al escribirlas se libera uno de la autoridad del basileus. En el mundo de Hesiodo la justicia (diké) es, para los campesinos, un privilegio de la arbitrariedad de los reyes[32]; pero al hacerse pública, cualquiera puede grabarlas para conocer sus derechos y evitar los abusos. Esta transformación está ligada a la polis en el siglo –VII, pero en -1700 ya se produjo esta transformación en Mesopotamia con la redacción del código de Hammurabi.
            Paralelamente se produce una desacralización de los ídolos, y por lo tanto también de los dioses; las estatuas ya no sirven tanto para manifestar la presencia de un dios como para ser vistas: nada más[33]. Se desacraliza el poder, la escritura, la justicia; hay una liberalización progresiva de las mentes, las ataduras del poder se van soltando; los dioses que nos impiden movernos van perdiendo fuerza y eso es algo que ocurre en Grecia; en el mundo de los Andes las ataduras sagradas de Chavín, en el siglo –VII, no se soltarán ni siquiera en el siglo +XV con el apogeo de los incas; las culturas mochica y nazca (siglo +VIII) serán mundos ilustrados donde la conceptualización creciente y las metafísicas de los artistas no crecerán en el sustrato de la liberación del culto.
                                                                                 

2.2.7. Empiezan a caer obstáculos epistemológicos (sobre todo en el pensamiento extensional).

            En el desarrollo del pensamiento hay, como mínimo, dos tipos de obstáculos: ya hemos hablado de las barreras sociales, que son ajenas al proceso mismo de pensar y conocer; ahora vamos a hablar de las barreras internas, que tienen que ver, primero, con el sujeto que piensa (los límites del pensamiento y del saber), y segundo, con el objeto que queremos conocer (¿todas las cosas son accesibles a la mente humana? Y si no se puede conocer todo ¿qué expectativas podemos tener?).
            Los límites del sujeto existen, y hoy hemos descubierto dos cosas: primero, que no todo lo podemos conocer, porque la realidad se filtra a través de nuestros sentidos y como no todas las especies tienen los mismos receptores sensoriales, cada una conocerá la realidad de distinta forma, o lo que es lo mismo, cada uno conocerá un trozo distinto de realidad; y lo segundo es que nuestro pensamiento también está limitado: con Kant sabemos que la lógica se vuelve loca cuando piensa más allá de los límites de nuestra percepción, y con Gödel sabemos que no todo se puede pensar. Recapitulando: Heisenberg ha descubierto los límites de las percpeciones y sensaciones, porque “lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestros métodos de investigación”; y Gödel ha descubierto los límites de nuestros pensamientos, porque no podemos pensar más allá de la paradoja de Russell.
            Empecemos con la experiencia sensorial: desprovisto de microscopios, telescopios, tensiómetros y espectroscopios, el conocimiento propio del mito II debía conformarse con métodos rudimentarios de observación que difícilmente podían explicar nada sino sólo describir; y que aparte de zigurats y menhires no tenía más observatorio que el ojo desnudo y los sentidos reducidos a sí mismos; el realismo propio de la razón tenía que echarse en brazos de la metáfora a falta de instrumentos para observar, y la metáfora, ya lo sabemos, puede ser raptada por el poder político a la vez que nos abre (y esto es interesante) las puertas de lo sobrenatural.
            Continuemos ahora con la experiencia intelectual: las leyes de la lógica no estaban sistematizadas y mucho menos los límites del pensamiento; el pensamiento propio del mito II caía fácilmente bajo las trampas de todo tipo de falacias, confundiendo un modus ponens con una inducción y cayendo bajo las garras de generalizaciones indebidas, falsas causas o confundiendo el sentimiento con la razón; en el terreno político y moral la opresión se asienta subrepticiamente sobre la falacia naturalista.
            A diferencia del mito I, la siguiente etapa del mito II empieza a liberarse de sus limitaciones con la utilización de instrumentos (un instrumento, según Aristóteles, es la prolongación de la mano). Pero no hablamos aquí de instrumentos para vivir, como sucede con el homo habilis y el homo erectus; ahora hablamos (homo sapiens) de instrumentos para conocer, y no es ya una inteligencia instrumental, sino simbólica; el ojo se prolonga en el zigurat, que es un observatorio astronómico (mito II); pero también, en el año -2500, en alineaciones de menhires como los de Stonehenge (mito I), o el calendario de 365 días que se inventó en Egipto en el año -2800, o el código de Hammurabi que en el -1700 creyó descubrir las leyes del derecho.
            Si miramos de cerca, la mayoría de los instrumentos de observación tuvieron que ver con la experiencia extensional (astronomía y matemáticas); la experiencia intensional tenía herramientas cognoscitivas muy limitadas, y las explotó al máximo haciendo observaciones descriptivas muy detalladas (como con los mochicas); el análisis explicativo todavía tendrá que esperar mucho tiempo.
            La cultura del mito, o las razones del mito (que todos los mitos están llenos de razones), en su fase de mito II, se escinde en dos grandes bloques; en el bloque descriptivo tenemos numerosas y atinadas observaciones engrosando eso que llaman saber popular (a menudo confundiéndose con el folklore); y en el bloque explicativo, a falta de poder hacer análisis de la realidad oculta, encontramos analogías y metáforas escritas; como estas últimas fueron acaparadas por los defensores del poder, han dado lugar a documentos escritos controlados por los escribas (en Egipto fue el libro de los muertos y en Oriente Medio la Biblia y el Gilgamesh, o en la India el Ramayana o el Mahabarata).
            Debió haber sin duda textos que conjugaran metáforas y descripciones, conocimiento escrito y ágrafo, saber religioso y popular; pero como el pueblo llano no tuvo sus escribas, este tipo de textos no abundan; suponemos. Por otra parte, en la medida en que el conocimiento ordinario reúne pensamientos y vigencias, saberes teóricos, prácticos y poiéticos, se convierte en folklore; el folklore constituye, como vida intrahistórica, el conjunto de saberes prácticos y costumbres que, como una religión de los iletrados, constituye, más que saber, sabiduría (la supuesta sabiduría popular: llena de aciertos y errores, de juicios muchas veces atinados, y de prejuicios también).


2.2.8. El mito es pensamiento hecho que empieza a hacer pensar.

            Lo importante no es la  fecundidad de los mitos para producir abstracciones potentes, sino para explicar los fenómenos naturales. La alternancia de la tierra y el hades en el mito de Proserpina no sirve para entender la naturaleza de las estaciones, sino para explicarlas con razones sobrenaturales. No se trata de salir del mito: se trata de vivirlo, de aceptarlo, de estar en él; porque él nos lleva fuera del mundo y fuera del mundo es donde están las fuerzas que explican el mundo; la naturaleza es un mundo aparente y las cosas ocultas no están en su interior, sino fuera de él.
            Ya hemos visto que los mitos son relatos donde se describen personas y cosas; en tanto que relatos, están en el tiempo; en tanto que descripciones, en el espacio. Las descripciones son imágenes y las historias secuencias. Los dioses son personificaciones de fuerzas naturales y sólo en algunos casos esas figuras tienen relieve metafísico: es lo que pasa en Hesíodo, que pertenece a la última fase del mito, ésa que hemos llamado mito II.
            El mito ya ha sido fecundado por la experiencia, pero también por el pensamiento; su fecundidad está lista para alumbrar a la razón pero todavía no ha llegado el momento del parto. El pensamiento mítico ha alcanzado tal variedad de matices, de enfoques, tal capacidad explicativa, que ya puede romper su cáscara para derramar toda la sustancia que, como un huevo que hemos roto, son las proteínas y las fuerzas, las vitaminas y minerales que hacen fecundo el pensamiento; pero mientras esa corteza no esté rota no aflorarán con realismo los contenidos de la razón; el niño pugna por salir, ha llegado al final de la gestación, pero la razón no ha nacido del todo y todavía no es consecuencia que se impone al pensamiento secuencial. Las historias fantásticas, tan cargadas de filosofía, todavía no son filosofía: siguen siendo historias; el mito no es todavía el trampolín de la razón, liberada ya de sus ataduras, sino, atrapada aún en las cárceles del poder, es el último estadio de la fantasía; el que precede a la razón fantástica que se asentará en el mundo; el último anuncio del advenimiento de la filosofía.

2.3. La razón naciente: el pensamiento suelto.

            El saber se libera progresivamente, primero, de las ataduras del conocimiento, y después, de las ataduras del poder; son flujos racionales todavía aislados, pero ya firmes; como el pensamiento extensional (matemáticas y astronomía de observación) mantiene el rigor y la exactitud que le caracterizaban desde el principio, la evolución se manifiesta aquí en la interpretación de la realidad; la cual ya no depende exclusivamente de la analogía, sino que empieza a tomar impulso en el análisis, aunque sea rudimentario, de los hechos. Es la forma de saber que va de Homero a los presocráticos, y pasa por dos fases sucesivas: la fase de mito II y la de filosofía I.
            Entendemos por mito II el tipo de pensamiento que abandona la experiencia sin analizar por un análisis empírico defectuoso (la analogía se completa ahora con el análisis; o al revés). Así, en la península de Paracas hay un candelabro que está grabado en una colina; su eje mayor y sus brazos menores guardan la misma proporción que los brazos de la Cruz del Sur. Con la cultura nazca encontramos ya el embrión de un pensamiento metafísico, pero esta metafísica se construye más con imágenes que con conceptos; no dejarán de desarrollarse las matemáticas y la astronomía (el calendario nazca da fe de ellos), pero ahora hay un interés por interpretar los fenómenos (completando la imaginación con el pensamiento reflexivo y matizando las intuiciones con la inteligencia).
Su interés se centra apenas en la pluralidad circundante para resbalar de inmediato en la estructura profunda, huyendo de la apariencia. No busca, pues, enriquecer el universo empírico, sino metafísico. Trasciende la apariencia para penetrar en su corteza auscultando lo que guarda dentro: aquí metafísica no es teología.
Hacia el siglo +VI la cerámica nazca huye del fondo que rodea la figura y lo suprime dibujando seres que engendran dos seres cada uno, y éstos a su vez engendran cuatro[34]; esta huida del espacio hace presagiar una ontología llena donde el vacío no tiene cabida; ontología intuitiva. Pero es, en la cultura nazca, un sentimiento de artista, lejos aún de la abstracción del filósofo. Esta metafísica intuitiva de artistas (y seguramente, también, de sacerdotes) quizá no fue capaz de generar una ética respetuosa de la condición humana.
            En la primera fase del mito todavía prevalecen el relato y las descripciones sobre las definiciones y la lógica (la secuencia sobre la consecuencia); pero el mito, en su segunda fase, es un pensamiento cada vez menos secuencial y cada vez más consecuente.
            En las postrimerías del mito en su segunda fase apunta lo que ya podemos empezar a llamar pensamiento filosófico; es la primera fase de la filosofía o, más abreviadamente, filosofía I. Algún atisbo de libertad rodea ya al pensador frente al poder político (revestido de oropeles religiosos). El mito, lejos de ser un universo cerrado y un punto de llegada en el pensar, es ahora invitación a pensar y punto de partida de analogías que crearán imágenes cada vez más conceptuales; el culto ha segregado crítica, y convive con la cultura; y el análisis que emergió combatiendo contra las síntesis holísticas, ahora se vuelve sintético pero para construir explicaciones que empiezan a apoyarse, ya, en la observación de la naturaleza (en lugar de flotar entre nubes de metáforas y de imágenes bonitas); y es que surge tímidamente un análisis conceptual explicativo, fragmentariamente desligado de la experiencia pero fragmentariamente, también, unido a ella: es el mundo de los mochicas, de los chimús y, en menor grado también, el mundo incaico. 


            El pensamiento positivista encaja muy bien con la cultura mochica (los mochicas son un pueblo precolombino que floreció en Perú entre los siglos I y VIII de nuestra era). Las representaciones del mundo empírico aparecen en su famosa cerámica, una cerámica escultórica empeñada en “retratar la vida cotidiana”, como hicieron los escritores y artistas del Siglo de Oro español; veremos que aquí aflora también una atmósfera picaresca. Se representan palacios, pero también casas humildes. La cerámica representa al médico, al idiota, al jiboso (reconocible por su rostro triangular), al ciego (“que ya no tiene necesidad de utilizar determinados músculos faciales”). Se representa “la cara del individuo (...): al pensativo, al enérgico, al sereno y al colérico, al que ríe y al que sufre, al de nariz carnosa y al de ojos almendrados; se representan “partos difíciles, hermanos siameses unidos por el costado, caras con huella de forúnculos, labios leporinos, sífilis de tercer grado, mal de Pott, bocio exoftálmico, hemipejia, rostros roídos por la uta, pies y párpados edematosos”. Por último cabe destacar el huaco pornográfico, que parece remitir a ritos sexuales sin afán moralizador[35].
            Frente a la metafísica intuitiva nazca podemos hablar de la extraordinaria observación científica de los mochicas: tal es la cantidad de los datos recogidos que podría hablarse, salvando todas las distancias, de un positivismo mochica. Y sería precipitado seguramente hablar de experimentos (¿o no?), pero lo que sí es cierto es que la observación era muy atenta, minuciosa y detallista; quizá las descripciones mochicas fueran, con respecto a las explicaciones científicas, lo que la cinemática de Galileo fue con respecto a la dinámica de Newton; antes de explicar conviene entretenerse en describir. Lo que sí es cierto es que el positivismo mochica está más cerca de la ciencia que de la filosofía, y si todavía no es ciencia sí podríamos calificarlo, por lo menos, de investigación precientífica. En todo caso se trata de una verdadera secularización y es difícil no imaginarse a buena parte de la sociedad civil disputarle el saber, si no el poder, al sacerdote.
            Resumiendo; la segunda fase del pensamiento mítico es, más que un pensamiento secuencial, un pensamiento consecuente (porque la lógica empieza a invadir el territorio del relato); además la conciencia se va superponiendo a las intuiciones anteriores (sin que esto quiera decir que la intuición tenga que desaparecer de la estela del pensamiento); sobre el primitivo pensamiento concreto va cristalizando una conceptualización creciente, se refuerza el pensamiento analítico sobre el primitivo fondo sintético (pues una dinámica sin cinemática, como la que perseguía Aristóteles, es impotente cuando se quiere comprender la naturaleza); y por último podríamos decir que las primeras manifestaciones de la ciencia (y de la filosofía) se imponen progresivamente sobre la experiencia estética.
            Corolario de todo es que la cultura se impone al culto. La crítica empieza a ser aceptada y surge, frente a la conservación anterior de los conocimientos tradicionales, un impulso decidido hacia la investigación; lo que no significa que sacerdotes y soldados no velen peligrosamente sobre el pensamiento amenazado. La sociedad ha dejado de ser ágrafa.

2.4. Conclusión y apertura.

            Si la oralidad es un rasgo importante del pensamiento mítico, podríamos pensar que Sumer, Egipto y Grecia se estaban despojando de esta forma de pensar (pues la escritura cuneiforme se remonta a cerca del año -4000, los papiros se usan ya en -2800 y en el año -1000 los fenicios llevan a los griegos la escritura alfabética). Ahora bien, si bien es verdad que la filosofía necesita de la escritura, el uso de la escritura, por sí sola, no garantiza que el pensamiento se haya vuelto filosófico. Hace falta algo más.
            Ya sabemos que la inteligencia surge con el lenguaje. La filosofía surge con la escritura. Si en el primer caso podíamos hablar de pensamiento lingüístico, en el segundo tendríamos que hablar de pensamiento alfabético; no basta la escritura ideográfica (que casa muy bien con el mito), se necesita además una escritura de doble articulación, para decirlo con palabras de Martinet. Homero, en quien cristaliza el pensamiento mítico en su máximo esplendor, vivió entre los siglos –XII y -VII[36] no se sabe exactamente cuándo; algunos autores destacan que los poemas homéricos pudieron haber sido “aprendidos por (…) aedos y rapsodas, sin otra ocupación que repetir de memoria los poemas que les interesaba transmitir como principal medio de vida”[37]; el carácter mítico de este pensamiento viene reforzado, pues, por la oralidad.








[1] Wikipedia, “lógica secuencial”.
[2] Cornford, F.M. Principium sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico griego. Madrid, Visor, 1987, p. 179.
[3] Taton, R. (dir.). Historia general de las ciencias. 2: las ciencias en el mundo grecorromano. Barcelona, Orbis, 1988, pp. 229-230.
[4] Homero. La Iliada, prólogo y notas por Juan Alarcón Benito. Madrid, Distribuciones Mateos S.A., 1995, 9. 85.
[5] Ibídem, p. 300.
[6] Ibídem, p. 229.
[7] Ibídem, p. 229.
[8] Ibídem, p. 230.
[9] Ibídem, p. 300.
[10] Taton, R., ibídem,
[11] Ibídem, p. 230.
[12] Cornford, ibídem, p. 234.
[13] Cornford, ibídem, p. 234.
[14] Kirk, G.S. La naturaleza de los mitos griegos. Barcelona, Labor, 1992, p. 223.
[15] Ibídem, p. 224.
[16] Ibídem, p. 225.
[17] Cornford, ibídem, p. 160.
[18] Ibídem, p. 161.
[19] Ibídem, p. 177.
[20] Vernant, J.P. Les origines de la pensé grecque. Paris, PUF, 1969, pp. 23-24.
[21] Ibídem, p. 27.
[22] Ibídem, pp. 34-35.
[23] Ibídem, p. 28.
[24] Ibídem, p. 29.
[25] Ibídem, p. 29.
[26] Ibídem, pp. 34-35.
[27] Ibídem, p. 34.
[28] Ibídem, p. 32.
[29] Ibídem, p. 47.
[30] Ibídem, p. 48.
[31] Ibídem, p. 45.
[32] Ibídem, p. 48.
[33] Ibídem.
[34] Del Busto, J.A., p. 182.
[35] Ibídem.
[36] Homero. Iliada, p. 9.
[37] Ibídem, pp. 12-13.