EL SAPIENS DE HARARI
Su
estilo es sencillo y directo, fácil de leer y, sin embargo, cargado de datos;
pero el arsenal científico queda relegado a unas cuantas notas llenas no tanto
de citas como de referencias bibliográficas, y un índice alfabético de los principales
términos empleados con mención de las páginas donde aparecen; el texto
propiamente dicho está libre de la pesadez del aparato científico y
metodológico, habitual en los libros de investigación, y se ofrece al lector
como un relato interesante y ameno; sólo consiguen hacer agradable la
erudición, desvistiéndola de ropajes eruditos, las grandes mentes como Ortega y
Gasset, Francisco Miró Quesada Cantuarias, Jesús Mosterín y ahora Yuval Noah
Harari.
Sapiens es un libro de historia; en él
se recoge el pasado de la humanidad, prácticamente desde que el homo sapiens
eliminara a las cuatro especies humanas que convivieron con él: los
neandertales, los denisovanos, el homo floresiensis y el homo ergaster; pasó
por tres revoluciones, la cognitiva, la agrícola y la científica, la primera de
las cuales retrasa el origen de la historia en 70.000 años. El libro está
construido en cuatro partes, tres dedicadas a estas tres revoluciones y otra,
de la mano de los imperios, a la unificación de la humanidad. El autor rompe
moldes defendiendo ideas provocadoras; así, la verdadera revolución del
pensamiento es el cotillleo, el sapiens es un asesino ecológico, la agricultura
fue un desastre y como somos esclavos de nuestros genes, jamás hemos podido ser
felices a pesar de tanto progreso. Paralelamente plantea problemas que la
historia se olvidaba siempre de tratar, como el maltrato animal, las teorías
sobre la felicidad, la importancia del individuo dentro de la comunidad o la
violencia de género.
Vamos a
sobrevolar uno a uno los 19 capítulos que conforman el libro; al hilo de
nuestros comentarios aflorará la originalidad de unos temas de los que todo el
mundo ha oído hablar pero que rara vez han sido tratados como se merecen; por
lo menos en un libro de estas características, divulgador y al mismo tiempo
riguroso.
1. El cerebro se cuece en la cocina.
Conocida
es la tesis del órgano costoso: en nuestro cuerpo hay órganos que consumen
mucha energía, que son el tubo digestivo y el cerebro; así que cuando el
primero disminuye y se atrofian los músculos (lo que sucedió cuando empezamos a
comer carne) la energía sobrante se destina a alimentar el cerebro. Harari
siempre encuentra la metáfora perfecta: “al igual que un gobierno reduce el
presupuesto de defensa para aumentar el de educación, los humanos desviaron
energía desde los bíceps a las neuronas” (p. 21), y por eso sus músculos se
atrofiaron. Después dominaron el fuego para cocinar los alimentos y nuevamente
Harari tiene a mano una comparación muy gráfica: “mientras que los chimpancés
invierten cinco horas diarias en masticar alimentos crudos, una única hora
basta para la gente que come los alimentos cocinados” (p. 25).
2. La teoría del chismorreo.
Las
primitivas agrupaciones humanas eran tropillas como máximo de 50 individuos;
cuando aparece el chismorreo llegan a 150, que es el máximo de personas que se
pueden conocer íntimamente (p. 40): “hablar unos a espaldas de otros”, por
paradójico que parezca, “es esencial para la cooperación en gran número” (p.
37). Ahora bien, para que se puedan comunicar más de 150 personas hace falta
algo más que chismes: hacen falta mitos; los dioses, las naciones, el
dinero y la justicia son mitos que no existen “fuera de la imaginación común”
(p. 41). El chisme aparece hace 70.000 años y todavía estamos en él.
3. Desmontando prejuicios.
En el tercer capítulo
Harari nos explica por qué nos hartamos de comida sin necesidad y a costa de
nuestra salud; y lo hace con la “teoría del gen tragón” (p. 56), ya que “el instinto de hartarnos (…) está
profundamente arraigado en nuestros genes”, porque hace 30.000 años, si una
mujer no se comía todos los higos que tenía una higuera, luego venían los
papiones y se los quitaban. También se discute (p. 57) si estamos o no
genéticamente programados para la poligamia. Y se descubren cosas muy curiosas
como que (p. 65), a pesar de la revolución científica “los
cazadores-recolectores eran los mejor informados (…) de la historia”; hoy la
humanidad en su conjunto sabe muchísimo más, pero individualmente cada uno de
nosotros sabe infinitamente menos, puesto que con la aparición de la
agricultura se abrieron “nichos para imbéciles”. Y frente al sobrepeso de los
cazadores-recolectores, los agricultores (p. 67) tenían una dieta pobre, puesto
que sólo comían trigo, patatas o arroz.
4. El homo sapiens es un asesino ecológico
en serie.
Este
tema volverá a aparecer en el capítulo 18, y lo introducirá el autor con
ejemplos clamorosos: cuando colonizó Australia desaparecieron los grandes
animales (canguros gigantes, leones marsupiales, diprodontes y aves mayores que
los avestruces actuales: p. 82); en el ártico se extinguieron los mamuts (p.
84) y, en fin, cada vez que los humanos colonizaban algún sitio arrasaban con
la biodiversidad. Hubo, según el autor (p. 91), tres oleadas de extinción de
origen antrópico: la de los cazadores-recolectores, la de los agricultores y la
de la revolución industrial; así que le hacen reír “los ecologistas sentimentales que afirman que nuestros antepasados
vivían en armonía con la naturaleza”.
5. El fraude de la revolución agrícola.
Según
la historia oficial los sapiens “abandonaron alegremente la vida agotadora,
peligrosa y a menudo espartana de los cazadores-recolectores y se establecieron
para gozar de la vida placentera y de hartazgo de los agricultores” (p. 97). En
realidad fue al revés. Harari (p. 113) muestra una pintura egipcia donde se
aprecia “la posición encorvada del labriego (…) quien, de manera parecida al
buey, pasaba su vida realizando un duro trabajo que oprimía su cuerpo, su mente
y sus relaciones sociales”. Lejos de domesticar al trigo, fue el trigo el que
lo domesticó a él (p. 98), como si el sapiens fuese el esclavo escogido por la
planta para creer y multiplicarse. “La esencia de la revolución agrícola” fue
“la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones”, con lo que “la
revolución agrícola era una trampa” (pp. 101-102). Consecuencia de ello fue que
“los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas
obligaciones” (p. 106) y el sapiens se vio atrapado en medio de una vorágine
productora. Además, la agricultura apareció asociada a la ganadería, y ésta fue
también una fuente de sufrimiento para los ganaderos y para el ganado. Harari
cierra el capítulo con un lamento por el sufrimiento de los animales
materializados en una ternera (p. 115): “después de nacer, la ternera es
separada de su madre y encerrada en una minúscula jaula (…) para que sus
músculos no se fortalezcan”, de manera que no puede andar ni jugar durante
cuatro meses antes de ser sacrificada: así se fabrican “unos músculos blandos”
que significan “un bistec blanco y jugoso”. La conclusión del autor es
demoledora: “en términos evolutivos, el ganado vacuno representa una de las
especies animales con más éxito que haya existido nunca”, pero están “entre los
animales más desgraciados del planeta”.
6. Atrapados entre los mitos.
“El
espacio agrícola se encogía” (p. 119), porque si los antiguos
cazadores-recolectores ocupaban decenas de kilómetros cuadrados, los campesinos
vivían en un pequeño campo y una pequeña casa (p. 117); por su parte “el tiempo
agrícola se expandía”, porque si los cazadores-recolectores “vivían
precariamente” y por tanto preocupados por el presente, el agricultor tenía que
predecir el futuro para llevar a buen término las cosechas (p. 119). Y como los
miles y millones de personas que había en las sociedades agrícolas necesitaban
del mito para la cooperación (eso que Harari llama “el orden imaginado”), viven abriendo sus mentes “a los cuentos de
hadas, a los dramas, los cuadros, las canciones, a la etiqueta, a la propaganda
política, la arquitectura, las recetas y las modas” (p. 132). Estamos atrapados
en él como si fuera algo tan natural como las lluvias y las montañas. La
conclusión también es lapidaria: estamos atrapados entre los mitos. “No hay
manera de salir del orden imaginado. Cuando echamos abajo los muros de nuestra
prisión y corremos hacia la libertad, en realidad corremos hacia el patio de
recreo más espacioso de una prisión mayor” (p. 137): nueva metáfora pedagógica
del autor, y muy gráfica.
7. La agricultura engendró el número, el
número engendró la escritura y la escritura sustituyó el cerebro por la
burocracia.
La
revolución agrícola hizo que las sociedades fueran más complejas y fue preciso
contar para recaudar impuestos; como el cerebro humano no tenía mucha memoria, “las
redes sociales humanas permanecieron relativamente pequeñas y sencillas” y eso
duró miles de años (p. 141); hasta que los sumerios “inventaron un sistema para
almacenar y procesar información fuera de su cerebro”: como una necesidad de los
números apareció después la escritura, y entonces el cerebro fue
sustituido por la burocracia y la asociación libre se sustituyó por la
compartimentación: ahora las cosas están separadas (p. 149).
8. El triunfo del machismo contra todo
pronóstico.
Apareció
la desigualdad de manera casual y luego se perpetuó por los intereses que se
crearon en ella, pero los dominadores la justificaron como una necesidad de la
naturaleza (p. 158); en la India “una persona puede casarse sólo en el seno de
su casta, y los hijos de esta unión heredan su nivel social” (‘. 159): es lo
que podríamos llamar el pecado original social. Después el autor pasa a
explicar la jerarquía del género y
otros problemas anejos. Afirma Harari que “tiene poco sentido que la función
natural de las mujeres es parir, o que la homosexualidad es antinatural” (p.
169), porque los “conceptos ‘natural’ y ‘antinatural’ no se han tomado de la
biología sino de la teología cristiana” (p. 168); si las alas de los mosquitos
empezaron siendo paneles solares, sería antinatural que las usaran para volar;
si la boca apareció para comer, sería antinatural usarlas para hablar y besar;
y si los chimpancés utilizan el sexo para reforzar alianzas políticas, ¿sería
esto antinatural? Nadie prohíbe lo que no es posible (eso es realmente lo
antinatural, y por eso dice Harari, con mucho humor, que nadie “se ha preocupado nunca de prohibir
que los hombres fotosinteticen” o “que las mujeres corran más deprisa que la
velocidad de la luz”, porque son cosas que no suceden nunca (p. 168). Harari desmonta
por último las tres hipótesis que justifican el machismo: si se debiera a que
“los hombres son más fuertes que las mujeres” (p. 175), ¿cómo se explicaría que
los más fuertes sean los menos poderosos? Si fuera que los hombres son más
agresivos ¿cómo se explica que los mejores emperadores fueron los que
practicaron la virtud de la clemencia? (p. 179) Y si fuera por motivos
genéticos ¿cómo se explica (p. 180) que los elefantes y bonobobos estén
controlados por las hembras? Harari concluye con una pregunta: si “el sistema
patriarcal se ha basado en mitos infundados y no en hechos biológicos, ¿qué es
lo que explica la universalidad y estabilidad de este sistema?” (p. 181).
9. La sociedad parece fragmentarse, pero en
realidad camina hacia la unidad.
Define
la cultura como una “red de
instintos artificiales” (p. 185) y todas las culturas tienden a unificarse: lo
que parece división en el corto plazo, en el largo plazo son unificaciones (p.
189) y se impone, finalmente, una “visión global” (p. 193); ésta se expandirá
con el dinero, porque “para los comerciantes, todo el mundo era un mercado
único” (p. 194).
10. ¿Qué es el dinero?
¿Qué
sucedería si no hubiera dinero? Ese experimento se intentó hacer en la Unión Soviética
mediante un sistema de trueque centralizado; el resultado fue que a todos “según
sus necesidades” y de cada uno “según sus capacidades” se convirtió en “todos
trabajarán tan poco como puedan y recibirán todo lo que puedan conseguir” (p.
200). Falló por falta de confianza. Ahora bien, “el dinero es un sistema de
confianza mutua” porque “los dólares sólo tienen valor en nuestra imaginación
común”; para decirlo con otras palabras, yo creo en el dólar porque mis vecinos
creen en él, y mis vecinos creen en él porque yo creo en él (p. 203). De esta
manera, dice Harari, al ser confianza universal, con el dinero como intermediario
“dos personas pueden cooperar en cualquier proyecto”; y como es convertible, el
dinero es un “alquimista” que puede “convertir la tierra en lealtad, la
justicia en salud y la violencia en conocimiento” (p. 209); el experimento
soviético falló porque sin el dinero no había ni confianza ni convertibilidad.
11. ¿Por qué los judíos no son judíos?
Un
imperio es un orden político que gobierna sobre más de dos pueblos y menos de
veinte, tiene fronteras flexibles y un apetito sin límites (p. 214); puede
devorar y digerir cada vez más naciones y, cuando los imperios caen, dejan
“herencias ricas y perdurables”; el ejemplo que cita Harari es más que elocuente:
los judíos ultraortodoxos no siguen “las tradiciones del antiguo reino de
Judea”; por el contrario, siguen las costumbres de los imperios bajo los que
vivieron: se visten como en Europa oriental, hablan un dialecto alemán (el
yidish), discuten sobre un texto babilonio (el Talmud) y sobre los rollos de la
Torá, que no existían en la antigua Judea (p. 217). De modo que si somos
estrictos los judíos no son judíos.
A
pesar de eso para el caudillo escocés Calgaco los beneficios de los imperios
parecen dudosos: “al pillaje, la matanza y el robo les dan el falso nombre de
imperio; producen un desierto y lo llaman paz” (p. 217). Unos son gobernados
por tiranos y otros, como el imperio británico, por democracias (p. 215). Hoy
(p. 232) se está forjando un imperio global que “no está gobernado por ningún
Estado o grupo étnico”; está gobernado por el gran protagonista de la historia
del que hemos hablado: el dinero.
12. Los tres dioses a los que adoramos no
vienen de la Biblia.
Hay,
según Harari, tres fuerzas unificadores de la humanidad: el dinero, el imperio
y la religión (p. 234); ahora toca hablar de la religión. Después de hacer un
recorrido histórico por el origen de las religiones, concluye que no vivimos,
contrariamente a lo que parece, bajo el monoteísmo; hemos expulsado a los
dioses por la puerta para dejarlos entrar por la ventana: los nuevos dioses son
ahora nuestro panteón de santos, nuestro monoteísmo es en realidad un
politeísmo. En opinión de Harari, hay tres religiones fundamentales en nuestro
tiempo: el nacionalismo (que se verá en el capítulo 18), el capitalismo (que se
verá en el 16) y el humanismo (que pasa a estudiar en el presente capítulo: p.
256). Hay un humanismo liberal (en donde la “humanidad” es una cualidad de cada
individuo) y otro socialista (que cree que la “humanidad” es una cosa
colectiva: p. 257); a estas dos sectas el autor ha añadido una tercera, la más
peligrosa, cuyos representantes más famosos son los nazis: es el humanismo
evolutivo (p. 258); para este último la “humanidad”, encarnada en la raza aria,
no es universal y eterna, y “puede evolucionar hacia el superhombre o degenerar
en un subhumano”. Ahora bien, dice Harari, “aunque el humanismo liberal
santifica a los humanos”, en el fondo “se basa en creencias monoteístas” (p.
257): de ahí su éxito.
13. La cultura es un parásito para la
humanidad.
¿Se
puede predecir el futuro de la historia? No, porque es caótica. Ahora bien, hay
dos tipos de sistemas caóticos: los de nivel 1 “no reaccionan a las
predicciones sobre él”, como la meteorología; los de nivel 2 sí reaccionan:
entre estos últimos está la historia. “¿Qué ocurrirá (p. 267) si desarrollamos
un programa informático que prediga con un 100 por ciento de precisión el
precio del petróleo mañana? El precio del petróleo “reaccionará” frente a la
previsión y la cambiará; si sé que el autobús que estoy tomando va a tener un
accidente mañana, dejaré de tomarlo y así no me pasará nada. Y si la historia
es imprevisible resultará que lo que ha sucedido no tiene por qué ser lo que
tenía que suceder, las culturas que han triunfado no son necesariamente las
mejores, nada prueba “que el cristianismo fuera una mejor opción que el
maniqueísmo, o que el imperio árabe fuera más provechoso que el de los persas
sasánidas” (p. 269). Quizá las culturas sean infecciones, parásitos mentales
que anidan en las personas, dañándolas; “se multiplican y pasan de un anfitrión
a otro, alimentándose de sus anfitriones, debilitándolos a veces incluso matándolos” (p. 270): es la
teoría de los memes, que le debemos
a Richard Dawking (rara vez cita Harari a sus autores; como ya hemos dicho, los
reserva para un anexo al final del libro). Cita también al posmodernismo, para quien cada cultura extiende su propio discurso
a costa, también, de las personas, que son sus víctimas. En cuanto a la teoría de juegos, sucede que los
comportamientos que dañan a todos los jugadores son precisamente los que
arraigan (por ejemplo, las carreras de armamentos llevan a la bancarrota y no
suelen cambiar el equilibrio militar: p. 271). Todo parece invitar al
pesimismo.
14. Saber es poder.
La
ciencia moderna es ignorancia convertida en observación gracias a la sed de
poder; pero ¿por qué hubo que esperar tanto para comprender que al poder se
llegaba mediante la investigación? (p. 278). Sí, porque la revelación sagrada
fue sustituida por la revelación de la naturaleza, la tradición por el
experimento, los relatos por las matemáticas (p. 283), pero ¿por qué no ocurrió
antes? ¿Qué fue lo que hizo que la modernidad sustituyera lo uno por lo otro?
Harari no da respuesta a esta pregunta; describe lo que sucedió pero no explica
por qué sucedió así. Sin embargo cuando distingue la pobreza biológica (que
mata a quienes tienen hambre) de la pobreza social (que no asegura entre todos
la igualdad de oportunidades: p. 294), da algunas pistas: hoy ya no es tan
importante la pobreza biológica como lo era antes (afirmación ésta cuando menos
discutible) y la pobreza social está desapareciendo porque “la mayoría de los
habitantes del mundo tienen tendida bajo ellos una red de seguridad” (p. 295);
da un ejemplo muy gráfico: cómo, gracias a las matemáticas (la ley de los grandes
números), se creó hace dos siglos un fondo de pensiones tan eficaz que dura
hasta hoy (las “Viudas escocesas”: pp. 284-287). Bien acertado estaba Bacon:
saber es poder. La ciencia puede incluso derrotar a la muerte, es la utopía del
proyecto Gilgamesh (p. 295).
15. De cómo la ciencia no hubiera crecido
sin el imperialismo.
Pero
la ciencia no era una pasión romántica del saber por el saber: la ciencia
servía a los imperios y sin el dinero de los imperios nunca se habría
desarrollado; y como los imperios crecían con las conquistas y las conquistas
se hacían por mar, la ciencia inventó la dieta náutica para combatir el escorbuto
(pp. 306-307); ahora bien, los chinos y los otomanos disponían de la misma
tecnología que los europeos y el mismo afán de conquista, ¿por qué, entonces,
no fue colonizada Australia por Husein Pasha ni Zheng He y sí lo fue por el
capitán Cook? (p. 311). La respuesta de Harari es contundente: todos aquellos
imperialismos disponían de la ciencia moderna, pero sólo Europa disponía de
algo que marcó la diferencia: el capitalismo (p. 312). Según Harari, “el
acontecimiento fundacional de la revolución científica” fue “el descubrimiento
de América” (p. 319); a raíz de él se empezaron a hacer mapas vacíos; mapas con
muchos espacios inexplorados que incitaban a explorar lo desconocido (la
ignorancia como motor del saber), y así poco a poco los mapas se fueron llenando;
es, dice Harari, como si “los puntos vacíos del mapa” fueran “imanes” que
atraían a los europeos (p. 320); sigue el relato de Moctezuma, Atahualpa, Zhen
He, el imperio inglés (donde la ciencia impulsó la conquista y la conquista
impulsó la ciencia, fundiéndose con ella: el gran levantamiento de planos de la
India, el descubrimiento de Mohenjo-daro, el desciframiento de la escritura
cuneiforme, la hipótesis de los indoeuropeos (pp. 323-334). Harari concluye con
los usos siniestros de la ciencia que hace el imperialismo, critica el racismo y
su vertiente más light, el culturismo (pp. 333-334) y recuerda que hubo gente,
como Rudyard Kipling, que embelleció con barniz altruista y épico lo que no
dejaba de ser una explotación egoísta de los pueblos colonizados (p. 332): por
ejemplo en “La carga del hombre blanco”.
16. El culto al crédito, o sea la fe en la
fe.
“Nadie
quiere pagar impuestos, pero todo el mundo está contento a la hora de invertir”
(p. 348): y sin embargo en ambos casos se trata de desprenderse de nuestra
riqueza; pero mientras que en la economía premoderna se producía para ganar, en
la economía moderna las ganancias se reinvierten para producir más (p. 345). ¿Y
eso por qué? Porque si se confía en el futuro se obtiene crédito, y con el crédito se produce y se crece (p. 342). La propia
palabra “crédito” significa creencia, fe, y está estrechamente emparentada con
la confianza. Harari describe gráficamente “el círculo mágico del capitalismo imperial: el crédito financió
nuevos descubrimientos; los descubrimientos condujeron a colonias; las colonias
proporcionaron beneficios; los beneficios generaron confianza, y la confianza
se tradujo en más crédito” (p. 349). Eso explica cómo Holanda, un país
minúsculo, construyó un gran imperio frente al imperio de los Habsburgo: los
beneficios permitieron a los holandeses devolver los préstamos (p. 350), lo que
les hizo generar confianza y seguir consiguiendo crédito de los financieros; en
cambio el rey de España (p. 353), mediante tributos y amenazas, “dilapidó la
confianza de los inversores y se fue
arruinando poco a poco. El crédito funciona cuando lo mueve el egoísmo y no el
altruismo (”el impulso egoísta humano de aumentar los beneficios privados es la
base de la riqueza colectiva”, tal era el criterio de Adam Smith; lo que lleva
a la paradoja de que “el egoísmo es el altruismo”: p. 343). Después (pp.
353-354) de exponer el éxito de la compañía Holandesa de las Indias Orientales
(VOC) y Occidentales (WIC), pasa Harari a hablar de la burbuja del Mississipi
(p. 356), la guerra del opio (p. 358), la independencia griega (p. 359), el
auge de la esclavitud (p. 363), la gran hambruna de Bengala (p. 364) o el
colonialismo abyecto de Leopoldo II de Bélgica (p. 365) como algunos de los
grandes hitos del capitalismo. Si el crédito es la fe, está claro que el
capitalismo es la gran religión del mundo moderno que tiene, evidentemente, sus
infiernos; el mayor de ellos es el terror a que se detenga el crecimiento, para
lo cual inyectan crédito barato “creando de la nada billones de dólares” (p.
347); y cuando la burbuja estalla, como pasó en el Mississipi en 1719 y con la
burbuja inmobiliaria de Estados Unidos en 2007, se hunde el crédito y se
produce la recesión (p. 361). Y habla Harari del otro gran infierno del capitalismo:
“bien pudiera ser”, dice en la p. 366, que la especie humana y la economía
global sigan creciendo, pero hay muchos más individuos que viven hambrientos y
en la indigencia”. Aquí está el problema: el individuo contra la especie.
17. El lado oscuro del capitalismo.
El
diagnóstico es demoledor: “en 8.500 a.C. se podían verter amargas lágrimas a
propósito de la revolución agrícola, pero era demasiado tarde para abandonar la
agricultura. De manera parecida, puede que no nos guste el capitalismo pero no
podemos vivir sin él” (p. 366). Todo empezó con la máquina de vapor. Sabido es
que “la revolución industrial fue, por encima de todo, la segunda revolución
agrícola” (p. 375): tractores, fertilizantes, medicamentos, hormonas,
insecticidas; los animales ya no son animales sino máquinas: gallinas en jaulas
tan pequeñas que no pueden levantarse, cerdas en cajas tan pequeñas que no
pueden darse la vuelta, vacas que duermen sobre sus propios orines y
excrementos (p. 376), pollitos asfixiados en cámaras de gas o introducidos por
millones en trituradoras automáticas… el maltrato animal alcanza cotas
indescriptibles, y eso cuando los experimentos con monos demuestran
trágicamente que los bebés buscan más el cariño que la comida (pp. 378-381).
Además, por primera vez en la historia la oferta superaba a la demanda: ¿quién
iba a comprar el excedente? El capitalismo se reinventó a sí mismo: el
sobrepeso, el consumismo; “en lugar de comer poco (…) la gente come demasiado y
después compra productos dietéticos, con lo que contribuye doblemente al
crecimiento económico” (p. 383).
18. Y sin embargo hoy vivimos mejor.
En
el mundo antiguo con individuos débiles se formaron comunidades fuertes (p.
396); hoy tenemos individuos fuertes, pero las comunidades se debilitan. Parece
que nuestro mundo es sombrío, pero Harari nos invita al optimismo apoyándose en
las estadísticas (pp. 402-403); y si la paz real no es ausencia de guerra sino
improbabilidad de que la haya, nunca ha habido paz real en el mundo (p. 407):
hasta hoy, en que “la humanidad ha roto la ley de la jungla” (p. 408); pero
como la historia es imprevisible, no podemos saber (p. 411) si acabaremos bien
o mal. Lo cierto es que ya los profesores no pegan a sus alumnos ni los padres
venden a sus hijos (estamos hablando en términos generales); y, cada vez más,
las mujeres se sienten protegidas de sus maridos por la ley (p. 403). El mundo
es cruel hoy, pero si miramos atrás antes lo era mucho más.
19. La historia no se ha interesado por lo
principal: nuestra felicidad.
“Los
historiadores (…) han investigado la historia de casi todo (política, sociedad,
economía, género, enfermedades, sexualidad, alimentos, vestidos), pero
raramente se han detenido a preguntar de qué manera estas cuestiones influyen
sobre la felicidad humana” (p. 413).
La especie humana ha salido ganando a lo largo de la historia, pero los
individuos humanos han perdido mucho. El homo sapiens ha triunfado pero las
personas no son felices. ¿Por qué? Examina Harari varias teorías de la
felicidad, pero la más interesante es la biológica (pp. 423-424): “algunos
expertos comparan la bioquímica humana con un sistema de aire acondicionado que
mantiene la temperatura constante (…) Algunos sistemas de aire acondicionado se
fijan a 25º (…) otros (…) a 20º. Los sistemas que acondicionan la felicidad
humana también difieren de una persona a otra. En una escala de 1 a 10, algunas
personas nacen con un sistema bioquímico
alegre que permite que su humor oscile entre los niveles 6 y 10, y que con
el tiempo se estabilice en el 8 (…) Otras personas están maldecidas con una bioquímica triste que oscila entre 3 y
7 y se estabiliza en el 5 (…) su cerebro no está construido para el alborozo,
ocurra lo que ocurra”. Luego examina (p. 427) la perspectiva hedonista, la
búsqueda de sentido y la solución propuesta por el budismo. “La mayor laguna”
de la historia es que no sabemos cómo el genio de los pensadores, “la valentía
de los guerreros, la caridad de los santos y la creatividad de los artistas”
influyeron o no en la felicidad y el sufrimiento de los individuos (p. 434), y
concluye: ya es hora de que nos preocupemos por la felicidad.
20. Salir de Darwin para crear seres
darwinianos.
Quizá
ser feliz consiste en liberarnos de la tiranía de la naturaleza, por lo menos
en parte; intuye Harari que “en los albores del siglo XXI” el homo sapiens
“está empezando a quebrar las leyes de la selección natural, sustituyéndolas
con las leyes del diseño inteligente”. Tres son los campos donde esto ha
empezado a ocurrir: la ingeniería biológica
(manipulando genes somos capaces de hacer patatas resistentes al frío,
fabricar insulina para los diabéticos, engendrar ratones con una oreja en la
espalda y hasta podremos revivir neandertales y mamuts (pp. 438-443); la ingeniería de ciborgs (combinando
partes orgánicas o inorgánicas podemos crear manos y oídos biónicos y hasta
controlar piernas biónicas con la mente, y quién sabe si podremos también crear
mentes colectivas: pp. 443-447); y los seres
informáticos, seres inorgánicos que pueden evolucionar independientemente
de nosotros; pero si los virus y antivirus se expanden por el ciberespacio,
¿podríamos llegar a crear “una evolución no orgánica”? (p. 447). Quizá (p. 448)
no estemos tan lejos de recrear un cerebro humano dentro de un ordenador. Harari
termina con una pregunta inquietante: “puesto que pronto podremos manipular (…)
nuestros deseos, quizá la pregunta real (…) no sea ‘¿en qué deseamos
convertirnos?’, sino ‘¿qué queremos desear?’” (p. 454). No menos inquietante es
la conclusión: “¿hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e
irresponsables que no saben lo que quieren?” (p. 456). La profecía de
Frankestein es que “si intentamos jugar a ser dioses y manipular la vida
seremos severamente castigados” (p. 451).
Conclusión.
Hemos
hecho un recorrido por el libro de Harari y hemos descubierto, a la vez, la
falsedad de dogmas imbatibles y la realidad de algunas ideas insólitas; la agricultura
no ha sido un progreso sino una desgracia; la verdadera revolución no ha sido
la creación de conceptos, sino de chismes; el machismo ha triunfado sin
fundamento aparente; sospecharemos que el dinero no es más que fe y que los
judíos no son judíos; que la cultura es menos amiga que enemiga nuestra; que el
capitalismo de lado oscuro tiene siempre un vértice salvador; que escaparemos
por fin a la tiranía de la naturaleza, y que todo lo hemos conseguido, o por lo
menos casi todo, menos ser felices. Algunas críticas de Harari son
estimulantes, otras provocadoras y algunas hasta escandalosas, pero no dejan
indiferentes a nadie; y si la tarea que se imponía Unamuno era remover
conciencias, ¿no es Yuval Noah Harari el más unamuniano de los historiadores?
Sin ser hiperbólicos sí podremos decir, cuando menos, que en muchas de sus
páginas hay, más que historia, filosofía de la historia; y que más que un
relato de lo que ocurre en la superficie se dedica a hurgar en las
profundidades de las causas ocultas, buscando siempre un porqué. Su realismo es
tan descarnado que se vuelve pesimista, y sin embargo siempre encontramos un
átomo de luz al final del camino. Harari es un optimista informado, es decir un
pesimista. Y en sus análisis hay base para buscar las semillas de la salvación:
bienvenido sea.